martes, 8 de agosto de 2017

SIGAMOS CON SÉNECA UNOS DÍAS. NO NECESITAMOS IR A LA FILOSOFÍA ORIENTAL

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El gozo del sabio frente al gozo de los necios
Tus letras me han producido un gran placer. Permíteme, en efecto, que emplee los términos en su acepción corriente y no los restrinjas al significado estoico. El placer entraña vicio; lo damos por cierto; admítase, pues. Sin embargo el término lo solemos emplear también para indicar un sentimiento alegre del alma.

Sé, y lo repito, que el placer, si ajustamos los vocablos a nuestro código, tiene significado peyorativo, y también que sólo al sabio le corresponde el gozo. Éste consiste en una elevación del alma que está segura de su auténtica felicidad. Sin embargo en el uso vulgar nos expresamos diciendo, por ejemplo, que hemos experimentado un gran «gozo» por el consulado de fulano, o por su casamiento, o por el parto de su esposa, acontecimientos que están tan lejos de ser gozos que a menudo son el principio de futuros disgustos. En efecto, es propio del gozo no tener fin y no mudarse en el sentimiento contrario.

Así, pues, cuando nuestro Virgilio habla de los malos gozos del alma pronuncia una frase elocuente, pero con poca propiedad, ya que ningún mal puede constituir un gozo. Este nombre lo aplicó a los placeres, dando a entender lo que pretendía, pues quiso decir que los hombres se gozan con su mal.

Con todo, yo no he dicho sin motivo que tus letras me han producido un gran placer. Pues, aunque el hombre ignorante se goce por un motivo honesto, no obstante ese impulso suyo desordenado, expuesto con facilidad a desviarse hacia el contrario, lo llamo placer, puesto que brota de un bien ficticio imaginado, sin límites ni moderación.

Mas, volviendo a mi propósito, te hago saber lo que en tu epístola me ha complacido: tienes dominio de las palabras, el estilo no te empuja ni te arrastra más allá de las normas que te has fijado. Hay muchos que se ven inducidos a escribir lo que no se habían propuesto a causa de una bella palabra que les cautiva; defecto éste que a ti no te alcanza. Todas tus expresiones son concisas y ajustadas al tema; dices cuanto quieres y das a entender más de lo que dices. Esto es exponente de una cualidad más importante: revela que tu alma carece también de toda redundancia, de todo énfasis.
Aun así, encuentro en ti metáforas que, si no son temerarias, con todo han arriesgado lo suyo; encuentro comparaciones, que si alguien nos prohíbe emplearlas por estimar que sólo a los poetas les están permitidas, en mi opinión es porque no ha leído a ninguno de los modelos antiguos que todavía no se empeñaban en lograr un discurso destinado al aplauso. Ellos, que se expresaban con sencillez para manifestar sus ideas, abundan en símiles, que estimo que nos son necesarios, no por el mismo motivo que a los poetas, sino para que vengan en apoyo de nuestra incapacidad, y ayuden a situarse, tanto al que habla como al que escucha, en el asunto de que se trata.

Ahora precisamente estoy leyendo a Sextio , ingenio perspicaz, cuya filosofía, en términos griegos, expone la moral romana. Me ha impresionado la comparación que él emplea: avanza el ejército en formación cerrada, dispuesto al combate allí donde el enemigo pueda sorprenderle por cualquier parte. «Lo propio», infiere él, «debe hacer el sabio: despliegue por todos lados todas sus virtudes para que, dondequiera se produzca algún ataque, allí estén dispuestas las tropas que respondan con disciplina a las órdenes del caudillo». Y asegura que la estrategia que vemos que se practica en los ejércitos que dirigen los grandes generales, consistente en que la orden del jefe la escuchan a un tiempo todas las tropas, al estar dispuestas de tal suerte que la consigna dada a uno solo se transmite en el mismo instante al infante y al jinete, esa misma, como táctica, es para nosotros bastante más necesaria.

En efecto, con frecuencia los soldados temen al enemigo sin motivo y les resulta muy tranquila la marcha que habían considerado muy peligrosa. Para la necedad no hay lugar pacífico. Tanto miedo le infunde la zona superior como la inferior; en uno y otro de sus flancos tiembla; los peligros la acosan por detrás y de frente; ante cualquier contingencia se espanta, se halla desprevenida, y sus propios refuerzos la atemorizan.

En cambio, el sabio fortalecido frente a cualquier asalto y atento, ni aun cuando la pobreza o la aflicción o la afrenta o el dolor le acosen se volverá atrás; impertérrito marchará contra la adversidad y a través de ella". Muchos vicios nos encadenan, muchos nos enervan; 9 largo tiempo languidecimos en medio de ellos; purificarnos resulta difícil, pues no estamos manchados, sino infectos.

Para no ir pasando de una comparación a otra, haré esta pregunta en la que a menudo yo mismo centro mi atención: ¿por qué la insensatez nos domina de forma tan pertinaz? En primer lugar, porque no la rechazamos con energía, ni nos esforzamos por alcanzar la salud con todo ahínco; luego, porque no confiamos lo suficiente en las verdades descubiertas por los sabios ni les sacamos partido con sincero entusiasmo; nos aplicamos superficialmente a una cuestión tan esencial.
Ahora bien, ¿cómo puede alguien aprender todo aquello de que precisa contra los vicios, si durante el tiempo en que está libre de ellos se ocupa en aprenderlos? Ninguno de nosotros penetra hasta el fondo, tan sólo arrancamos la corteza más exterior; y haber consagrado escasos momentos a la filosofía parece bastante y sobrado a los absortos en negocios.

Nos dificulta el camino el estar presto satisfechos de nosotros; si encontramos a uno que nos llama hombres de bien, prudentes, virtuosos, lo aceptamos. Con una pequeña alabanza no nos contentamos: todo cuanto una adulación descarada acumuló sobre nosotros, lo acogemos como debido. A quienes sostienen que somos los mejores, los más sabios, les damos la razón, a sabiendas de que ellos mienten muy a menudo; a tal extremo llega la propia complacencia, que pretendemos se nos alabe por aquella misma conducta que muy especialmente contravenimos. Alguien, cuando decreta el suplicio, oye que le llaman clementísimo; en medio del pillaje, generosísimo; entre la embriaguez y placeres, moderadísimo. Se comprende, por tanto, que rehusemos enmendarnos, porque nos consideramos los mejores.


Cuando Alejandro iba avanzando por la India y arrasaba en su campaña pueblos, que apenas sus propios vecinos conocían, durante el asedio de una ciudad, mientrasrecorría las murallas para descubrir los puntos más débiles de la fortificación, herido por una flecha, se obstinó, no obstante, en cabalgar para conseguir su objetivo. Luego, una vez restañada la sangre, como en la herida reseca aumentase el dolor y la pierna, colgando sobre el caballo, se entumeciese paulatinamente, forzado a desistir, Alejandro dijo: «Todos aseguran con juramento que soy hijo de Júpiter, pero esta herida proclama que soy un mortal».

Hagamos nosotros lo propio. Puesto que a cada uno, en la propia parcela, la adulación nos envanece, repliquemos: «Vosotros, es cierto, afirmáis que soy prudente, mas yo veo cuántas cosas vanas ambiciono, y cuántas deseo que me serán perjudiciales. Ni siquiera me doy cuenta de que la saciedad es la que enseña a los animales cuál debe ser la medida en los alimentos y cuál en la bebida; pero yo cuál sea mi capacidad lo desconozco todavía.

En seguida te mostraré cómo reconocerás que no eres sabio. El auténtico sabio está rebosante de gozo, jovial, tranquilo, inconmovible; vive con los dioses como un igual. Ahora examínate a ti mismo: si nunca estás afligido, si ninguna esperanza perturba tu alma por la angustia del futuro, si en los días y las noches mantienes siempre el mismo temple, propio de un alma noble, complacida consigo misma, has llegado a la cima de la felicidad humana
Pero si codicias los placeres todos y por todas partes, debes saber que estás tan falto de sabiduría como de gozo. Deseas llegar a éste, pero yerras el camino, ya que confías alcanzar ese objetivo en medio de las riquezas, en medio de los honores; es decir que buscas el gozo en medio de los afanes. Estas cosas que tú ambicionas, convencido de que te proporcionarán alegría y placer, son fuente de dolor.

Todos, te lo repito, tienden a ese fin: el gozo; mas la manera de obtenerlo duradero y pleno la desconocen. Uno lo busca en los festines y en el desenfreno; otro, en la ambición y en la multitud de clientes que le rodea; otro, en una amante, otro, en fin, en la vana ostentación de los estudios liberales y de una cultura literaria que nada remedia. A todos éstos les seducen diversiones falaces y efímeras, como la embriaguez que expía la alegre locura de una hora con un tedio de larga duración; como el fervor del aplauso y de la aclamación favorable que con gran inquietud se ha conseguido y se ha de purgar. Así, pues, piensa en esto: fruto de la sabiduría es un gozo siempre igual . Tal es el alma del sabio cual el cielo que está sobre la luna: allí reina siempre la serenidad.

Tienes, pues, un motivo más para aspirar a la sabiduría: que ella jamás está desprovista de gozo. Gozo éste que brota únicamente del sentimiento íntimo de nuestras virtudes.

No puede gozar sino el fuerte, el justo, el temperante, «Pues ¿qué?», arguyes tú, «¿los necios y malos no gozan? ». No más que los leones que han atrapado la presa. Cuando se han agotado por el vino y la lujuria, cuando la noche les ha abandonado en medio de sus vicios, cuando los placeres acumulados en su angosto cuerpo sobre la medida de su capacidad provocan la supuración, entonces los miserables prorrumpen con aquel verso de Virgilio: Cómo pasamos la noche postrera en medio de falsos goces, ya lo sabes . Los libertinos pasan cada noche en medio de falsos goces como si fuera la última. Pero el gozo que acompaña a los dioses y a sus émulos no se interrumpe, ni termina. Terminaría si fuese de procedencia extraña. Puesto que no depende del favor ajeno, tampoco depende del antojo ajeno. La fortuna no arrebata lo que no otorga.

60
Combatir los deseos inmoderados
Me lamento, litigo, me enojo. ¿Aún ahora deseas cuanto desearon para ti tu nodriza, tu pedagogo o tu madre? ¿No te das cuenta todavía de cuán grandes males te desearon? ¡Ay! ¡Cuán perjudiciales son para nosotros las súplicas de los nuestros! Tanto más perjudiciales, por cierto, cuanto más felizmente se cumplen. Ahora no me sorprende que toda clase de molestias nos acompañen desde la primera infancia: hemos crecido entre las imprecaciones de nuestros padres. ¡Ojalá que los dioses escuchen algún día nuestra plegaria desinteresada por nosotros!

¿Hasta cuándo pediremos alguna ayuda a los dioses, como si todavía no pudiésemos mantenernos nosotros mismos? ¿Cuánto tiempo llenaremos de sementeras la campiña de las grandes ciudades? ¿Cuánto tiempo recogerá el pueblo la cosecha para nosotros? ¿Cuánto tiempo navios innumerables transportarán las provisiones para proveer a una sola mesa y, por cierto, no viniendo de un solo mar?

El toro con el pasto de poquísimas yugadas queda saciado; un solo bosque basta para muchos elefantes: el hombre necesita los alimentos de la tierra y del mar. ¿Qué, pues? Siendo así que la naturaleza nos ha otorgado unos cuerpos tan pequeños, ¿iba a otorgarnos un vientre tan insaciable como para superar la avidez de los animales más enormes y voraces? En modo alguno. ¡Cuán pequeñas son las exigencias de la naturaleza! Ella se contenta con poco. No es el hambre de nuestro vientre lo que exige dispendio, sino la codicia.

Así, pues, a los «esclavizados a su vientre», en frase de Salustio, contémosles en el número de los animales, no de los hombres; y a algunos ni siquiera entre los animales, sino entre los muertos. Está vivo quien es útil a muchos; está vivo quien saca partido de sí mismo. Pero los que se ocultan y vegetan se hallan en su mansión como en un sepulcro. En el propio umbral puedes esculpir en mármol su nombre: se han adelantado a su propia muerte.


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Buena disposición para la muerte
Dejemos de querer las cosas que hemos querido. Por mi parte es eso lo que procuro: no querer de viejo lo mismo que quise de niño. Éste es el único objetivo de mis días y de mis noches; ésta es mi ocupación, éste mi pensamiento: poner fin a mis antiguos extravíos. Me esfuerzo en que un día sea para mí como la vida entera. ¡Por Hércules! que no por considerarlo el último me aferró a él, sino que le contemplo cual si pudiera, muy bien, ser el último.

Con tal disposición te escribo esta epístola como si a mí, en el momento preciso de escribirte, la muerte tuviera que emplazarme. Estoy dispuesto para salir, y por lo mismo fluiré de la vida, porque el tiempo que ha de durar este goce no me preocupa demasiado. Antes de mi vejez procuré vivir rectamente; en la misma vejez morir con dignidad; pero morir con dignidad es morir de buen grado.

Ten cuidado de no hacer nada contra tu voluntad. Todo lo que necesariamente ha de acontecer al que resiste, no constituye una necesidad para el que lo acepta gustoso. Así lo mantengo: quien acoge de buen grado las órdenes, escapa a la exigencia más penosa de la servidumbre: la de hacer lo que no quisiera. No es uno desgraciado por hacer lo que le mandan, sino por hacerlo contra su voluntad.

Por lo tanto, dispongamos nuestra alma en orden a querer todo cuanto la situación nos exija, y en primer lugar a pensar sin tristeza en nuestro fin. Hemos de aparejarnos para la muerte antes que para la vida. La vida está harto provista, pero nosotros estamos siempre con ansias de abastecerla: nos parece y siempre nos parecerá que nos falta algo. Que hayamos vivido lo suficiente no lo consiguen ni los años ni los días, sino el alma. He vivido, Lucilio carísimo, todo el tiempo que era suficiente. Satisfecho aguardo la muerte.


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Vida interior en medio de las ocupaciones
Mienten quienes pretenden hacernos creer que el fárrago de los negocios es un obstáculo para los estudios liberales: fingen ocupaciones, las exageran y ellos mismos se hacen los ocupados. Yo estoy libre, Lucilio, estoy libre y dondequiera me hallo, allí soy dueño de mí. Porque no me entrego a los asuntos, sino que me aplico a ellos y no busco pretextos para perder el tiempo. En cualquier lugar que me encuentro, allí refresco mis ideas y evoco en mi ánimo algún pensamiento saludable.

Cuando me consagro a mis amigos, no por ello me alejo de mí mismo; ni me entretengo con aquellos con los que me ha reunido una circunstancia casual o un asunto surgido de mis deberes ciudadanos, sino que convivo con los mejores. Hacia ellos, cualquiera que sea el lugar o la época en que hayan vivido, proyecto mi espíritu.

A Demetrio, el mejor de los hombres, lo llevo en mi compañía y, dejados a un lado los que visten púrpura, es con él, andrajoso, con el que converso y al que admiro. ¿Por qué no admirarle? He comprobado que nada le falta. Uno puede despreciarlo todo, pero nadie puede poseerlo todo. Para llegar a las riquezas el camino más corto es el menosprecio de ellas.

Por su parte, nuestro Demetrio vive no como quien lo ha despreciado todo, sino como quien ha dejado a los demás la posesión de todo

LIBRO VII

63
Moderación en el duelo por la muerte del amigo

Soporto con pena que Flaco, tu amigo, haya fallecido, pero no quiero te aflijas más de lo justo. Apenas si osaré exigirte que no sientas dolor y sé que es mejor así. Mas ¿quién alcanzará esa fortaleza de alma si no se ha situado muy por encima de la fortuna? También a él semejante desgracia le punzará, pero sólo le punzará. Mas a nosotros se nos puede disculpar que nos hayamos dejado arrastrar por las lágrimas, si no las hemos derramado con exceso, si nosotros mismos las hemos contenido.

Los ojos, ante la pérdida del amigo, ni deben estar secos, ni desbordados en llanto; las lágrimas han de brotar, pero no se ha de sollozar. ¿Te parece que te impongo una ley dura, cuando el mayor de los poetas griegos otorgó el derecho de llorar sólo por un día , cuando dijo que hasta Níobe pensó en alimentarse? . ¿Quieres saber de dónde proceden los lamentos, de dónde el llanto desmesurado? Buscamos mediante las lágrimas dar prueba de nuestro sentimiento; no nos resignamos con sentir el dolor, sino que lo proclamamos.

Nadie está triste para él solo. ¡Oh infeliz necedad! Existe hasta una cierta ostentación del dolor. «Pues, ¿qué?», preguntas, «¿me olvidaré del amigo?». Le aseguras en ti un recuerdo muy corto, si tal recuerdo ha de subsistir acompañado de dolor; muy pronto al semblante dolorido cualquier circunstancia casual le devolverá la sonrisa. Y no te remito a un plazo demasiado lejano en el que toda nostalgia se suaviza, en el que hasta los llantos más acerbos se calman. Tan pronto dejes de observarte, este espectro de tristeza se alejará de ti. Ahora tú mismo alimentas tu dolor, pero éste aun del que lo alimenta se escapa y cesa tanto más presto cuanto más agudo es.

Obremos de forma que nos resulte grato el recuerdo de los seres perdidos: nadie evoca con gusto la memoria de aquello que no ha de recordar sin angustia; como también es preciso que evoquemos con una cierta congoja el nombre de los difuntos que amamos, pero tal congoja tiene también su placer.

En efecto, como solía decir nuestro Átalo: «Así es de agradable el recuerdo de los amigos difuntos como ciertos frutos dulcemente agrios, como el vino demasiado añejo, cuya aspereza nos deleita. Mas cuando pasa cierto tiempo todo lo que nos angustiaba se borra y nos sobreviene el puro placer».

Si le damos crédito: «pensar en los amigos cabales es tanto como saborear miel y pasteles; el recuerdo de los que fueron nos complace no sin cierta amargura. Mas, ¿quién negará que también estos alimentos ácidos y de una cierta aspereza pueden estimular el estómago?». No soy yo de la misma opinión: a mí el recuerdo de los amigos difuntos me resulta grato y suave, pues los tuve igual que si los hubiera de perder; los he perdido como si aún los tuviera.

Obra, pues, querido Lucilio, cual conviene a tu equidad; deja de interpretar torcidamente el favor de la fortuna: te lo ha quitado, pero te lo había dado. Por lo tanto gocemos con plena satisfacción de los amigos, pues es cosa incierta cuánto tiempo podremos tener la dicha de hacerlo. Reflexionemos cuán a menudo los hemos abandonado por tener que salir en un largo viaje al extranjero, cuán a menudo, aun viviendo en el mismo lugar, hemos dejado de visitarles; comprenderemos cuánto más tiempo, mientras estaban vivos, nos hemos quedado sin ellos.

Ahora bien, ¿cómo vamos a soportar a los que tratan con gran desdén a sus amigos y luego deploran su muerte con grandes lamentos; que no aman a nadie a no ser cuando le han perdido y, por ello, se afligen entonces con más profusión porque temen se ponga en duda que les amaron? Son pruebas tardías de su afecto las que tratan de aportar.
Cuando tenemos otros amigos los tratamos y los apreciamos indebidamente si nos sirven de poco para consolarnos por la pérdida de uno solo; cuando no los tenemos, nosotros mismos nos ocasionamos un perjuicio que supera el que la fortuna nos deparó: ella nos ha quitado uno, nosotros nos vemos privados de todos aquellos cuya amistad no logramos.

Aparte de que ni siquiera a uno amó con exceso quien no pudo amar más que a uno. Si un hombre que se halla desnudo, por haber perdido su único vestido, prefiere lamentarse a considerar de qué manera evitará el frío y encontrará algo de ropa con que cubrir las espaldas, ¿no te va a parecer muy insensato? Al que amabas le diste sepultura; busca a quien puedas amar. Es preferible sustituir al amigo que llorarlo.

Sé que está ya muy trillado este aforismo que voy a añadir, pero no lo pasaré por alto porque todo el mundo lo diga: quien no ha logrado poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el tiempo. Ahora bien, para el hombre prudente constituye un remedio muy vergonzoso parar su llanto el cansarse de llorar. Antes deseo que abandones tú el dolor que él te abandone a ti, y cuanto antes deja de hacer aquello que, aun cuando te agrade, no podrás realizar largo tiempo.

Un año de luto para las mujeres fijaron nuestros mayores, no para que se dolieran tanto tiempo, sino para que no lo hicieran por más tiempo; para los varones no hay período alguno determinado, porque ninguno es decoroso. Con todo, ¿cuál de entre aquellas pobres mujeres, apartadas con dificultad de la pira, arrancadas con dificultad del cadáver, me señalarás, cuyas lágrimas hayan durado todo un mes? Ningún sentimiento se trueca más presto en repulsión que el de dolor, el cual, si es reciente, encuentra consoladores y atrae a algunos junto a sí; pero si es inveterado, se le ridiculiza, y con razón, porque o es fingido o insensato.

Estos consejos te doy a ti yo, que lloré con tanta desmesura a mi carísimo Anneo Sereno, de forma que soy un ejemplo —lo que en absoluto quisiera— de aquellas personas a las que abrumó el dolor. Hoy, sin embargo, condeno mi actitud y entiendo que la causa principal de afligirme así estuvo en no haber pensado nunca que él podía morir antes que yo. Sólo este pensamiento me acudía a la mente: que él era más joven, mucho más joven, como si los hados tuvieran en cuenta la edad.

Así que hemos de pensar constantemente que tanto nosotros como los seres queridos somos de condición mortal. En aquella ocasión debí decir: «mi caro Sereno es más joven, ¿y qué importa? Debiera morir después de mí, pero puede hacerlo antes que yo». Puesto que no lo hice, la fortuna me golpeó súbitamente, cogiéndome desprevenido.

Ahora considero que todas las cosas son mortales, pero incierta la ley que fija su mortalidad. Hoy mismo puede acaecer cuanto en cualquier momento es posible. Consideremos, pues, carísimo Lucilio, que hemos de llegar presto a aquel lugar al que nos entristece que él haya llegado. Y es posible, caso de ser cierta la opinión de los sabios de que alguna mansión nos dará cobijo, que el que creemos haber perdido se nos haya adelantado.


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