59
El
gozo del sabio frente al gozo de los necios
Tus
letras me han producido un gran placer. Permíteme, en efecto, que
emplee los términos en su acepción corriente y no los restrinjas al
significado estoico. El placer entraña vicio; lo damos por cierto;
admítase, pues. Sin embargo el término lo solemos emplear también
para indicar un sentimiento alegre del alma.
Sé,
y lo repito, que el placer, si ajustamos los vocablos a nuestro
código, tiene significado peyorativo, y también que sólo al sabio
le corresponde el gozo. Éste consiste en una elevación del alma que
está segura de su auténtica felicidad. Sin embargo en el uso vulgar
nos expresamos diciendo, por ejemplo, que hemos experimentado un gran
«gozo» por el consulado de fulano, o por su casamiento, o por el
parto de su esposa, acontecimientos que están tan lejos de ser gozos
que a menudo son el principio de futuros disgustos. En efecto, es
propio del gozo no tener fin y no mudarse en el sentimiento
contrario.
Así,
pues, cuando nuestro Virgilio habla de los malos gozos del alma
pronuncia una frase elocuente, pero con poca propiedad, ya que ningún
mal puede constituir un gozo. Este nombre lo aplicó a los placeres,
dando a entender lo que pretendía, pues quiso decir que los hombres
se gozan con su mal.
Con
todo, yo no he dicho sin motivo que tus letras me han producido un
gran placer. Pues, aunque el hombre ignorante se goce por un motivo
honesto, no obstante ese impulso suyo desordenado, expuesto con
facilidad a desviarse hacia el contrario, lo llamo placer, puesto que
brota de un bien ficticio imaginado, sin límites ni moderación.
Mas,
volviendo a mi propósito, te hago saber lo que en tu epístola me ha
complacido: tienes dominio de las palabras, el estilo no te empuja ni
te arrastra más allá de las normas que te has fijado. Hay muchos
que se ven inducidos a escribir lo que no se habían propuesto a
causa de una bella palabra que les cautiva; defecto éste que a ti no
te alcanza. Todas tus expresiones son concisas y ajustadas al tema;
dices cuanto quieres y das a entender más de lo que dices. Esto es
exponente de una cualidad más importante: revela que tu alma carece
también de toda redundancia, de todo énfasis.
Aun
así, encuentro en ti metáforas que, si no son temerarias, con todo
han arriesgado lo suyo; encuentro comparaciones, que si alguien nos
prohíbe emplearlas por estimar que sólo a los poetas les están
permitidas, en mi opinión es porque no ha leído a ninguno de los
modelos antiguos que todavía no se empeñaban en lograr un discurso
destinado al aplauso. Ellos, que se expresaban con sencillez para
manifestar sus ideas, abundan en símiles, que estimo que nos son
necesarios, no por el mismo motivo que a los poetas, sino para que
vengan en apoyo de nuestra incapacidad, y ayuden a situarse, tanto al
que habla como al que escucha, en el asunto de que se trata.
Ahora
precisamente estoy leyendo a Sextio , ingenio perspicaz, cuya
filosofía, en términos griegos, expone la moral romana. Me ha
impresionado la comparación que él emplea: avanza el ejército en
formación cerrada, dispuesto al combate allí donde el enemigo pueda
sorprenderle por cualquier parte. «Lo propio», infiere él, «debe
hacer el sabio: despliegue por todos lados todas sus virtudes para
que, dondequiera se produzca algún ataque, allí estén dispuestas
las tropas que respondan con disciplina a las órdenes del caudillo».
Y asegura que la estrategia que vemos que se practica en los
ejércitos que dirigen los grandes generales, consistente en que la
orden del jefe la escuchan a un tiempo todas las tropas, al estar
dispuestas de tal suerte que la consigna dada a uno solo se transmite
en el mismo instante al infante y al jinete, esa misma, como táctica,
es para nosotros bastante más necesaria.
En
efecto, con frecuencia los soldados temen al enemigo sin motivo y les
resulta muy tranquila la marcha que habían considerado muy
peligrosa. Para la necedad no hay lugar pacífico. Tanto miedo le
infunde la zona superior como la inferior; en uno y otro de sus
flancos tiembla; los peligros la acosan por detrás y de frente; ante
cualquier contingencia se espanta, se halla desprevenida, y sus
propios refuerzos la atemorizan.
En
cambio, el sabio fortalecido frente a cualquier asalto y atento, ni
aun cuando la pobreza o la aflicción o la afrenta o el dolor le
acosen se volverá atrás; impertérrito marchará contra la
adversidad y a través de ella". Muchos vicios nos encadenan,
muchos nos enervan; 9 largo tiempo languidecimos en medio de ellos;
purificarnos resulta difícil, pues no estamos manchados, sino
infectos.
Para
no ir pasando de una comparación a otra, haré esta pregunta en la
que a menudo yo mismo centro mi atención: ¿por qué la insensatez
nos domina de forma tan pertinaz? En primer lugar, porque no la
rechazamos con energía, ni nos esforzamos por alcanzar la salud con
todo ahínco; luego, porque no confiamos lo suficiente en las
verdades descubiertas por los sabios ni les sacamos partido con
sincero entusiasmo; nos aplicamos superficialmente a una cuestión
tan esencial.
Ahora
bien, ¿cómo puede alguien aprender todo aquello de que precisa
contra los vicios, si durante el tiempo en que está libre de ellos
se ocupa en aprenderlos? Ninguno de nosotros penetra hasta el fondo,
tan sólo arrancamos la corteza más exterior; y haber consagrado
escasos momentos a la filosofía parece bastante y sobrado a los
absortos en negocios.
Nos
dificulta el camino el estar presto satisfechos de nosotros; si
encontramos a uno que nos llama hombres de bien, prudentes,
virtuosos, lo aceptamos. Con una pequeña alabanza no nos
contentamos: todo cuanto una adulación descarada acumuló sobre
nosotros, lo acogemos como debido. A quienes sostienen que somos los
mejores, los más sabios, les damos la razón, a sabiendas de que
ellos mienten muy a menudo; a tal extremo llega la propia
complacencia, que pretendemos se nos alabe por aquella misma conducta
que muy especialmente contravenimos. Alguien, cuando decreta el
suplicio, oye que le llaman clementísimo; en medio del pillaje,
generosísimo; entre la embriaguez y placeres, moderadísimo. Se
comprende, por tanto, que rehusemos enmendarnos, porque nos
consideramos los mejores.
Cuando
Alejandro iba avanzando por la India y arrasaba en su campaña
pueblos, que apenas sus propios vecinos conocían, durante el asedio
de una ciudad, mientrasrecorría las murallas para descubrir los
puntos más débiles de la fortificación, herido por una flecha, se
obstinó, no obstante, en cabalgar para conseguir su objetivo. Luego,
una vez restañada la sangre, como en la herida reseca aumentase el
dolor y la pierna, colgando sobre el caballo, se entumeciese
paulatinamente, forzado a desistir, Alejandro dijo: «Todos aseguran
con juramento que soy hijo de Júpiter, pero esta herida proclama que
soy un mortal».
Hagamos
nosotros lo propio. Puesto que a cada uno, en la propia parcela, la
adulación nos envanece, repliquemos: «Vosotros, es cierto, afirmáis
que soy prudente, mas yo veo cuántas cosas vanas ambiciono, y
cuántas deseo que me serán perjudiciales. Ni siquiera me doy cuenta
de que la saciedad es la que enseña a los animales cuál debe ser la
medida en los alimentos y cuál en la bebida; pero yo cuál sea mi
capacidad lo desconozco todavía.
En
seguida te mostraré cómo reconocerás que no eres sabio. El
auténtico sabio está rebosante de gozo, jovial, tranquilo,
inconmovible; vive con los dioses como un igual. Ahora examínate a
ti mismo: si nunca estás afligido, si ninguna esperanza perturba tu
alma por la angustia del futuro, si en los días y las noches
mantienes siempre el mismo temple, propio de un alma noble,
complacida consigo misma, has llegado a la cima de la felicidad
humana
Pero
si codicias los placeres todos y por todas partes, debes saber que
estás tan falto de sabiduría como de gozo. Deseas llegar a éste,
pero yerras el camino, ya que confías alcanzar ese objetivo en medio
de las riquezas, en medio de los honores; es decir que buscas el gozo
en medio de los afanes. Estas cosas que tú ambicionas, convencido de
que te proporcionarán alegría y placer, son fuente de dolor.
Todos,
te lo repito, tienden a ese fin: el gozo; mas la manera de obtenerlo
duradero y pleno la desconocen. Uno lo busca en los festines y en el
desenfreno; otro, en la ambición y en la multitud de clientes que le
rodea; otro, en una amante, otro, en fin, en la vana ostentación de
los estudios liberales y de una cultura literaria que nada remedia. A
todos éstos les seducen diversiones falaces y efímeras, como la
embriaguez que expía la alegre locura de una hora con un tedio de
larga duración; como el fervor del aplauso y de la aclamación
favorable que con gran inquietud se ha conseguido y se ha de purgar.
Así, pues, piensa en esto: fruto de la sabiduría es un gozo siempre
igual . Tal es el alma del sabio cual el cielo que está sobre la
luna: allí reina siempre la serenidad.
Tienes,
pues, un motivo más para aspirar a la sabiduría: que ella jamás
está desprovista de gozo. Gozo éste que brota únicamente del
sentimiento íntimo de nuestras virtudes.
No
puede gozar sino el fuerte, el justo, el temperante, «Pues ¿qué?»,
arguyes tú, «¿los necios y malos no gozan? ». No más que los
leones que han atrapado la presa. Cuando se han agotado por el vino y
la lujuria, cuando la noche les ha abandonado en medio de sus vicios,
cuando los placeres acumulados en su angosto cuerpo sobre la medida
de su capacidad provocan la supuración, entonces los miserables
prorrumpen con aquel verso de Virgilio: Cómo pasamos la noche
postrera en medio de falsos goces, ya lo sabes . Los libertinos pasan
cada noche en medio de falsos goces como si fuera la última. Pero el
gozo que acompaña a los dioses y a sus émulos no se interrumpe, ni
termina. Terminaría si fuese de procedencia extraña. Puesto que no
depende del favor ajeno, tampoco depende del antojo ajeno. La fortuna
no arrebata lo que no otorga.
60
Combatir
los deseos inmoderados
Me
lamento, litigo, me enojo. ¿Aún ahora deseas cuanto desearon para
ti tu nodriza, tu pedagogo o tu madre? ¿No te das cuenta todavía de
cuán grandes males te desearon? ¡Ay! ¡Cuán perjudiciales son para
nosotros las súplicas de los nuestros! Tanto más perjudiciales, por
cierto, cuanto más felizmente se cumplen. Ahora no me sorprende que
toda clase de molestias nos acompañen desde la primera infancia:
hemos crecido entre las imprecaciones de nuestros padres. ¡Ojalá
que los dioses escuchen algún día nuestra plegaria desinteresada
por nosotros!
¿Hasta
cuándo pediremos alguna ayuda a los dioses, como si todavía no
pudiésemos mantenernos nosotros mismos? ¿Cuánto tiempo llenaremos
de sementeras la campiña de las grandes ciudades? ¿Cuánto tiempo
recogerá el pueblo la cosecha para nosotros? ¿Cuánto tiempo navios
innumerables transportarán las provisiones para proveer a una sola
mesa y, por cierto, no viniendo de un solo mar?
El
toro con el pasto de poquísimas yugadas queda saciado; un solo
bosque basta para muchos elefantes: el hombre necesita los alimentos
de la tierra y del mar. ¿Qué, pues? Siendo así que la naturaleza
nos ha otorgado unos cuerpos tan pequeños, ¿iba a otorgarnos un
vientre tan insaciable como para superar la avidez de los animales
más enormes y voraces? En modo alguno. ¡Cuán pequeñas son las
exigencias de la naturaleza! Ella se contenta con poco. No es el
hambre de nuestro vientre lo que exige dispendio, sino la codicia.
Así,
pues, a los «esclavizados a su vientre», en frase de Salustio,
contémosles en el número de los animales, no de los hombres; y a
algunos ni siquiera entre los animales, sino entre los muertos. Está
vivo quien es útil a muchos; está vivo quien saca partido de sí
mismo. Pero los que se ocultan y vegetan se hallan en su mansión
como en un sepulcro. En el propio umbral puedes esculpir en mármol
su nombre: se han adelantado a su propia muerte.
61
Buena
disposición para la muerte
Dejemos
de querer las cosas que hemos querido. Por mi parte es eso lo que
procuro: no querer de viejo lo mismo que quise de niño. Éste es el
único objetivo de mis días y de mis noches; ésta es mi ocupación,
éste mi pensamiento: poner fin a mis antiguos extravíos. Me
esfuerzo en que un día sea para mí como la vida entera. ¡Por
Hércules! que no por considerarlo el último me aferró a él, sino
que le contemplo cual si pudiera, muy bien, ser el último.
Con
tal disposición te escribo esta epístola como si a mí, en el
momento preciso de escribirte, la muerte tuviera que emplazarme.
Estoy dispuesto para salir, y por lo mismo fluiré de la vida, porque
el tiempo que ha de durar este goce no me preocupa demasiado. Antes
de mi vejez procuré vivir rectamente; en la misma vejez morir con
dignidad; pero morir con dignidad es morir de buen grado.
Ten
cuidado de no hacer nada contra tu voluntad. Todo lo que
necesariamente ha de acontecer al que resiste, no constituye una
necesidad para el que lo acepta gustoso. Así lo mantengo: quien
acoge de buen grado las órdenes, escapa a la exigencia más penosa
de la servidumbre: la de hacer lo que no quisiera. No es uno
desgraciado por hacer lo que le mandan, sino por hacerlo contra su
voluntad.
Por
lo tanto, dispongamos nuestra alma en orden a querer todo cuanto la
situación nos exija, y en primer lugar a pensar sin tristeza en
nuestro fin. Hemos de aparejarnos para la muerte antes que para la
vida. La vida está harto provista, pero nosotros estamos siempre con
ansias de abastecerla: nos parece y siempre nos parecerá que nos
falta algo. Que hayamos vivido lo suficiente no lo consiguen ni los
años ni los días, sino el alma. He vivido, Lucilio carísimo, todo
el tiempo que era suficiente. Satisfecho aguardo la muerte.
62
Vida
interior en medio de las ocupaciones
Mienten
quienes pretenden hacernos creer que el fárrago de los negocios es
un obstáculo para los estudios liberales: fingen ocupaciones, las
exageran y ellos mismos se hacen los ocupados. Yo estoy libre,
Lucilio, estoy libre y dondequiera me hallo, allí soy dueño de mí.
Porque no me entrego a los asuntos, sino que me aplico a ellos y no
busco pretextos para perder el tiempo. En cualquier lugar que me
encuentro, allí refresco mis ideas y evoco en mi ánimo algún
pensamiento saludable.
Cuando
me consagro a mis amigos, no por ello me alejo de mí mismo; ni me
entretengo con aquellos con los que me ha reunido una circunstancia
casual o un asunto surgido de mis deberes ciudadanos, sino que
convivo con los mejores. Hacia ellos, cualquiera que sea el lugar o
la época en que hayan vivido, proyecto mi espíritu.
A
Demetrio, el mejor de los hombres, lo llevo en mi compañía y,
dejados a un lado los que visten púrpura, es con él, andrajoso, con
el que converso y al que admiro. ¿Por qué no admirarle? He
comprobado que nada le falta. Uno puede despreciarlo todo, pero nadie
puede poseerlo todo. Para llegar a las riquezas el camino más corto
es el menosprecio de ellas.
Por
su parte, nuestro Demetrio vive no como quien lo ha despreciado todo,
sino como quien ha dejado a los demás la posesión de todo
LIBRO
VII
63
Moderación
en el duelo por la muerte del amigo
Soporto
con pena que Flaco, tu amigo, haya fallecido, pero no quiero te
aflijas más de lo justo. Apenas si osaré exigirte que no sientas
dolor y sé que es mejor así. Mas ¿quién alcanzará esa fortaleza
de alma si no se ha situado muy por encima de la fortuna? También a
él semejante desgracia le punzará, pero sólo le punzará. Mas a
nosotros se nos puede disculpar que nos hayamos dejado arrastrar por
las lágrimas, si no las hemos derramado con exceso, si nosotros
mismos las hemos contenido.
Los
ojos, ante la pérdida del amigo, ni deben estar secos, ni
desbordados en llanto; las lágrimas han de brotar, pero no se ha de
sollozar. ¿Te parece que te impongo una ley dura, cuando el mayor de
los poetas griegos otorgó el derecho de llorar sólo por un día ,
cuando dijo que hasta Níobe pensó en alimentarse? . ¿Quieres saber
de dónde proceden los lamentos, de dónde el llanto desmesurado?
Buscamos mediante las lágrimas dar prueba de nuestro sentimiento; no
nos resignamos con sentir el dolor, sino que lo proclamamos.
Nadie
está triste para él solo. ¡Oh infeliz necedad! Existe hasta una
cierta ostentación del dolor. «Pues, ¿qué?», preguntas, «¿me
olvidaré del amigo?». Le aseguras en ti un recuerdo muy corto, si
tal recuerdo ha de subsistir acompañado de dolor; muy pronto al
semblante dolorido cualquier circunstancia casual le devolverá la
sonrisa. Y no te remito a un plazo demasiado lejano en el que toda
nostalgia se suaviza, en el que hasta los llantos más acerbos se
calman. Tan pronto dejes de observarte, este espectro de tristeza se
alejará de ti. Ahora tú mismo alimentas tu dolor, pero éste aun
del que lo alimenta se escapa y cesa tanto más presto cuanto más
agudo es.
Obremos
de forma que nos resulte grato el recuerdo de los seres perdidos:
nadie evoca con gusto la memoria de aquello que no ha de recordar sin
angustia; como también es preciso que evoquemos con una cierta
congoja el nombre de los difuntos que amamos, pero tal congoja tiene
también su placer.
En
efecto, como solía decir nuestro Átalo: «Así es de agradable el
recuerdo de los amigos difuntos como ciertos frutos dulcemente
agrios, como el vino demasiado añejo, cuya aspereza nos deleita. Mas
cuando pasa cierto tiempo todo lo que nos angustiaba se borra y nos
sobreviene el puro placer».
Si
le damos crédito: «pensar en los amigos cabales es tanto como
saborear miel y pasteles; el recuerdo de los que fueron nos complace
no sin cierta amargura. Mas, ¿quién negará que también estos
alimentos ácidos y de una cierta aspereza pueden estimular el
estómago?». No soy yo de la misma opinión: a mí el recuerdo de
los amigos difuntos me resulta grato y suave, pues los tuve igual que
si los hubiera de perder; los he perdido como si aún los tuviera.
Obra,
pues, querido Lucilio, cual conviene a tu equidad; deja de
interpretar torcidamente el favor de la fortuna: te lo ha quitado,
pero te lo había dado. Por lo tanto gocemos con plena satisfacción
de los amigos, pues es cosa incierta cuánto tiempo podremos tener la
dicha de hacerlo. Reflexionemos cuán a menudo los hemos abandonado
por tener que salir en un largo viaje al extranjero, cuán a menudo,
aun viviendo en el mismo lugar, hemos dejado de visitarles;
comprenderemos cuánto más tiempo, mientras estaban vivos, nos hemos
quedado sin ellos.
Ahora
bien, ¿cómo vamos a soportar a los que tratan con gran desdén a
sus amigos y luego deploran su muerte con grandes lamentos; que no
aman a nadie a no ser cuando le han perdido y, por ello, se afligen
entonces con más profusión porque temen se ponga en duda que les
amaron? Son pruebas tardías de su afecto las que tratan de aportar.
Cuando
tenemos otros amigos los tratamos y los apreciamos indebidamente si
nos sirven de poco para consolarnos por la pérdida de uno solo;
cuando no los tenemos, nosotros mismos nos ocasionamos un perjuicio
que supera el que la fortuna nos deparó: ella nos ha quitado uno,
nosotros nos vemos privados de todos aquellos cuya amistad no
logramos.
Aparte
de que ni siquiera a uno amó con exceso quien no pudo amar más que
a uno. Si un hombre que se halla desnudo, por haber perdido su único
vestido, prefiere lamentarse a considerar de qué manera evitará el
frío y encontrará algo de ropa con que cubrir las espaldas, ¿no te
va a parecer muy insensato? Al que amabas le diste sepultura; busca a
quien puedas amar. Es preferible sustituir al amigo que llorarlo.
Sé
que está ya muy trillado este aforismo que voy a añadir, pero no lo
pasaré por alto porque todo el mundo lo diga: quien no ha logrado
poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el
tiempo. Ahora bien, para el hombre prudente constituye un remedio muy
vergonzoso parar su llanto el cansarse de llorar. Antes deseo que
abandones tú el dolor que él te abandone a ti, y cuanto antes deja
de hacer aquello que, aun cuando te agrade, no podrás realizar largo
tiempo.
Un
año de luto para las mujeres fijaron nuestros mayores, no para que
se dolieran tanto tiempo, sino para que no lo hicieran por más
tiempo; para los varones no hay período alguno determinado, porque
ninguno es decoroso. Con todo, ¿cuál de entre aquellas pobres
mujeres, apartadas con dificultad de la pira, arrancadas con
dificultad del cadáver, me señalarás, cuyas lágrimas hayan durado
todo un mes? Ningún sentimiento se trueca más presto en repulsión
que el de dolor, el cual, si es reciente, encuentra consoladores y
atrae a algunos junto a sí; pero si es inveterado, se le ridiculiza,
y con razón, porque o es fingido o insensato.
Estos
consejos te doy a ti yo, que lloré con tanta desmesura a mi carísimo
Anneo Sereno, de forma que soy un ejemplo —lo que en absoluto
quisiera— de aquellas personas a las que abrumó el dolor. Hoy, sin
embargo, condeno mi actitud y entiendo que la causa principal de
afligirme así estuvo en no haber pensado nunca que él podía morir
antes que yo. Sólo este pensamiento me acudía a la mente: que él
era más joven, mucho más joven, como si los hados tuvieran en
cuenta la edad.
Así
que hemos de pensar constantemente que tanto nosotros como los seres
queridos somos de condición mortal. En aquella ocasión debí decir:
«mi caro Sereno es más joven, ¿y qué importa? Debiera morir
después de mí, pero puede hacerlo antes que yo». Puesto que no lo
hice, la fortuna me golpeó súbitamente, cogiéndome desprevenido.
Ahora
considero que todas las cosas son mortales, pero incierta la ley que
fija su mortalidad. Hoy mismo puede acaecer cuanto en cualquier
momento es posible. Consideremos, pues, carísimo Lucilio, que hemos
de llegar presto a aquel lugar al que nos entristece que él haya
llegado. Y es posible, caso de ser cierta la opinión de los sabios
de que alguna mansión nos dará cobijo, que el que creemos haber
perdido se nos haya adelantado.
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