miércoles, 25 de enero de 2017

CIBERÍADA E.L. (EMPEZANDO EL DÍA CON UNA SONRISA)

EXPEDICIÓN PRIMERA,

o El electrobardo de Trurl

A fin de evitar toda clase de reproches y malentendidos, debemos aclarar que fue, al menos en el sentido literal, una expedición a ninguna parte. Trurl no se había movido durante aquel tiempo de su casa, excepto los días pasados en las clínicas y un corto viaje sin importancia a un planetoide. Sin embargo, en el sentido profundo y elevado, fue una de las expediciones más lejanas que el insigne constructor haya emprendido, ya que le condujo a los mismos límites de lo posible.

Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser capaz de una sola operación: multiplicaba únicamente dos por dos, dando, encima, un resultado falso. La máquina era, empero, muy ambiciosa y su disputa con su propio constructor casi termina trágicamente.

Desde entonces Clapaucio le amargaba la vida a Trurl con sus pullas y sarcasmos, hasta que éste se enfadó y decidió hacer una máquina que escribiera poemas. Para este objeto, reunió ochocientas veinte toneladas de literatura cibernética y doce mil toneladas de poesía, y se puso a estudiar. Cuando ya no podía aguantar más la cibernética, pasaba a la lírica y viceversa.

Al cabo de un tiempo se convenció de que la construcción de la máquina era una pura bagatela al lado de su programación. El programa que tiene en la cabeza un poeta corriente está creado por la civilización en cuyo medio ha nacido, la cual, a su vez, ha sido preparada por la que la precedió; esta última, por otra, más temprana todavía, y así, hasta los mismos comienzos del Universo, cuando las informaciones relativas al futuro poeta daban vueltas caóticas todavía en el núcleo de la primera nebulosa. Para programar la máquina hacía falta, pues, volver a repetir antes, si no todo el Cosmos desde el principio, por lo menos una buena parte de él.

La magnitud de la tarea hubiera hecho renunciar a cualquier persona que no fuera Trurl, pero al valiente constructor ni se le ocurrió batirse en retirada. Lo primero que hizo fue inventar una máquina que modelaba el caos y en la cual el espíritu eléctrico sobrevolaba las eléctricas aguas. Luego añadió el parámetro de la luz, luego el de las nebulosas, acercándose así, paso a paso, a la primera época glacial, lo que sólo fue posible gracias a que su máquina modelaba, durante una quintomillardécima fracción de segundo, cien septillones de acontecimientos en cuatrocientos octillones de lugares a la vez; si alguien supone que Trurl se equivocó en alguna cifra, puede comprobar personalmente todos los cálculos



Iba Trurl modelando los inicios de la civilización, el tallado del sílex y el curtido de pieles, saurios y diluvios, el cuadrupedismo y el rabismo; luego hizo al pre-rostro-pálido que dio origen al rostro-pálido, inventor de la primera máquina, y así se desarrollaba la obra por eones y milenios, en medio del susurro de torbellinos y corrientes eléctricas. Cuando en la máquina modeladora escaseaba el espacio para la época siguiente, Trurl le fabricaba un nuevo compartimiento; de esos adminículos se creó una especie de pueblo con cables y lámparas tan enmarañados que ni el mismo diablo los podía ordenar.

Sin embargo, Trurl iba saliendo del paso, y sólo dos veces tuvo que repetir lo mismo: una vez, por desgracia, fue obligado a volver casi al principio, porque le salió que Abel mató a Caín y no Caín a Abel (por culpa de un cortocircuito de la línea que se había quemado), la segunda vez bastó con retroceder trescientos millones de años solamente, hasta el mesozoico medio, ya que en vez del primer pez que dio origen al primer saurio que dio origen al primer mamífero que dio origen al primer mono que dio origen al primer rostro-pálido, pasó una cosa incomprensible: en lugar del rostro-pálido le salió a Trurl el postre-cocido. Según parece, una mosca se metió en la máquina, dando un golpe al interruptor operacional superconductor.

Fuera de eso, todo iba como una seda. Fueron modelados el medioevo y la antigüedad y los tiempos de las grandes revoluciones, de modo que en ciertos momentos toda la máquina temblaba y había que rociarla con agua y envolverla en trapos mojados, para que no estallaran las lámparas que modelaban los más importantes progresos de la civilización; esa clase de progreso, sobre todo reproducido con tanta rapidez, por poco destroza todas las piezas delicadas.

Hacia finales del siglo XX la máquina cogió primero una vibración en diagonal y luego un temblor longitudinal, sin ninguna causa aparente. Trurl se preocupó mucho y hasta preparó una cantidad de cemento y grapas de hierro para salvarla en caso de que se derrumbara. Afortunadamente, no hubo que recurrir a medios tan extremos: tras pasar por el siglo XX, la máquina recuperó su marcha normal. Después de esto vinieron las sucesivas civilizaciones, cada una de cincuenta mil años de duración, de seres perfectamente racionales, antepasados del mismo Trurl; bobina tras bobina de procesos históricos modelados caían en un contenedor, y eran tantas que, mirando con un catalejo desde lo alto de la máquina, no se podían abarcar con la vista todos aquellos montones. ¡Y pensar que todo esto era para fabricar un poetastro cualquiera, por más bueno que fuera! ¡Ésos son los resultados del exceso de celo científico!

Finalmente, los programas quedaron listos; sólo faltaba escoger lo más esencial de ellos, ya que, en caso contrario, el aprendizaje del electropoeta hubiera costado muchos millones de años. Trurl gastó dos semanas para introducir en su futuro electrovate los programas generales; luego vino la afinación de circuitos lógicos, emocionales y semánticos. Hubiera querido invitar a Clapaucio a la puesta en marcha, pero reflexionó y optó por hacer la primera prueba en soledad. La máquina pronunció en el acto una conferencia sobre el pulido de prismas cristalográficos para el estudio inicial de pequeñas anomalías magnéticas. Trurl debilitó, pues, los circuitos lógicos y reforzó los emocionales: la máquina reaccionó con un acceso de hipo y luego con otro de llanto, para balbucear finalmente con gran esfuerzo que la vida era horrible.


Trurl reforzó la semántica y construyó un adminículo para la voluntad: la máquina manifestó que se le debía obedecer en todo y exigió que se le añadieran seis pisos a los nueve de que constaba para poder dedicarse a pensar en el enigma de la existencia. Trurl le instaló un estrangulador filosófico y entonces la máquina no le quiso hablar más y empezó a darle sacudidas con la corriente.

Tras grandes súplicas, consiguió que le cantara una corta canción: «Tengo una gatita con cola blanquita», pero aquí pareció haberse agotado su repertorio. Trurl se puso a atornillar, estrangular, reforzar, aflojar, regular, hasta ponerla, según creía, en su punto. Entonces la máquina lo obsequió con un poema de tal clase que dio gracias a Dios por haberle inspirado prudencia.

¡Cómo se hubiera reído Clapaucio oyendo aquellas innominables infracoplas, para cuya preparación había sido derrochado el modelo operativo de la creación del Cosmos y de todas las civilizaciones posibles! Acto seguido, el constructor instaló en el artefacto seis filtros antigrafómanos; le costó mucho trabajo porque se le partían como cerillas. Por fin los hizo de corindón para que aguantaran. Las cosas parecían ir mejor: Trurl aumentó la semántica, conectó el generador de rimas y… por poco le tira una bomba a la máquina cuando ésta le manifestó que deseaba ser misionero entre las tribus estelares indigentes.

Sin embargo, en el último momento, cuando ya se preparaba a atacarla con un martillo, tuvo una idea salvadora: arrancó todos los circuitos lógicos y colocó en su sitio unos egocentrizadores autoguiados con acoplamiento narcisista. La máquina osciló, se rió, lloró y dijo que tenía un dolor en el tercer piso, que estaba harta, que la vida era incomprensible y todos los vivos unos villanos, que iba a morir pronto y que sólo tenía un deseo: que la recordaran cuando ella ya no estuviera aquí. Luego pidió papel para escribir.

Trurl suspiró, cortó la corriente y se fue a dormir.

Al día siguiente visitó a Clapaucio. Éste, al oír que se le invitaba a presenciar el arranque del Electrobardo —así decidió Trurl llamar a la máquina—, dejó su trabajo y acudió corriendo sin cambiarse de ropa, tanta prisa tenía en ser testigo ocular del fracaso de su amigo.

Trurl conectó primero los circuitos de incandescencia, luego dio una potencia débil, subió corriendo unas cuantas veces por la estruendosa escalera de chapas de hierro —el Electrobardo se parecía a un enorme motor naval, rodeado de galerías de acero, recubierto de planchas remachadas, con innúmeros relojes y válvulas—, hasta que, enfebrecido, cuidando de que las tensiones anódicas estuvieran en orden, dijo que, para entrar en calor, la máquina empezaría por una pequeña improvisación sin pretensiones. Luego, evidentemente, Clapaucio podría sugerirle temas de poesías a su gusto y voluntad.

Cuando los indicadores de amplificación mostraron que la fuerza lírica llegaba al máximo, Trurl dio la vuelta al interruptor general con una mano apenas temblorosa y, casi al instante, la máquina dijo en voz ligeramente ronca, pero llena de encanto:

—Crocotulis patongatovitocarocristofónico.


—¿Esto es todo? —preguntó Clapaucio al cabo de un largo rato, con extraordinaria amabilidad.

Trurl apretó los labios, dio a la máquina unos golpes de corriente y volvió a conectar. Esta vez el timbre de la voz era mucho más puro. ¡Qué deleite, aquel barítono grave, matizado de seductoras inflexiones!

Apentula norato toisones gordosos

En redeles cuvicla y mata torrijas

Erpidanos manota y suple vencijas

Y mordientes purlones videa carposos.


—¿Qué idioma habla? —preguntó Clapaucio, observando con perfecta calma el cierto pánico que agitaba a Trurl junto al armario de mando.

El constructor, haciendo un ademán de desespero, corrió finalmente escalera arriba hacia la cumbre del coloso de acero. Se lo veía por abiertas escotillas, arrastrándose a cuatro patas en los interiores de la máquina; se oían sus martillazos, rabiosas palabrotas, ruidos de llaves y destornilladores; salía de un agujero para meterse en otro, iba corriendo de galería en galería, hasta que finalmente dio un grito triunfal, tiró al suelo una lámpara quemada que se estrelló a un paso de los pies de Clapaucio (al que ni siquiera pidió perdón), puso apresuradamente una nueva en su sitio, se limpió las manos con un pañito de polvo y gritó a Clapaucio desde arriba que conectara la máquina.

Se dejaron oír entonces las siguientes palabras:

Tres soladas cayentes mondas correaban,

Apelaida secuona mancionitas sorna,

Recha patebre y grita, las fondas seaban,

Hasta que regruñente y sin ropa torna.

—¡Esto va mejor! —exclamó Trurl, no muy convencido—. Las últimas palabras tenían sentido. ¿Te fijaste?

—Bueno… si esto es todo… —dijo Clapaucio, sin abandonar su extrema urbanidad.

—¡A la porra! —vociferó Trurl.

Y volvió a desaparecer dentro de la máquina, de donde empezaron a llegar golpes y ruidos, chasquidos de descargas y ahogados juramentos del constructor; por fin sacó la cabeza por una pequeña escotilla del tercer piso y gritó:

—¡Aprieta ahora!

Clapaucio lo hizo. El Electrobardo tembló desde la base hasta la cumbre y empezó:

Ávido de mocina sucia, pangel panchurroso,

Traga las mimositas…

Aquí se interrumpió el poema: Trurl arrancó con rabia un cable, la máquina tuvo un estertor y se quedó muda. Clapaucio reía tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Trurl seguía zarandeando los cables y manecillas, de repente hubo un chasquido, una sacudida, y la máquina pronunció en voz pausada y concreta


goísmos, envidias —cosas de bastardo—.

Lo verá el que quiere con Electrobardo

Medirse: un enano. Pero, ¡oh, Clapaucio,

Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!

—¡Vaya! ¡No me digas! ¡Un epigrama! ¡Muy oportuno! —exclamaba Trurl, girando sobre sí mismo cada vez más abajo, ya que estaba bajando a la carrera por una estrecha escalerita de caracol, hasta que, saltando afuera, casi chocó con su colega, que había cesado de reír, un tanto sorprendido.

—Es malísimo —dijo enseguida Clapaucio—. Además, ¡no es él, sino tú!

—Yo, ¿qué?

—Lo has compuesto tú de antemano. Lo reconozco por el primitivismo, la malicia sin vigor y la pobreza de rimas.

—¿Eso crees? ¡Muy bien! ¡Pídele otra cosa! ¡Lo que quieras! ¿Por qué no dices nada? ¿Tienes miedo?

—No tengo ningún miedo. Estoy pensando —contestó Clapaucio, nervioso, esforzándose en encontrar un tema de lo más difícil, ya que suponía, no sin razón, que la discusión acerca de la perfección —o los defectos— del poema compuesto por la máquina sería ardua de zanjar.

—¡Que haga un poema sobre la ciberótica! —dijo de pronto, sonriendo—. Quiero que tenga máximo seis versículos y que se hable en ellos del amor y de la traición, de la música, de altas esferas, de los desengaños, del incesto, todo en rimas, ¡y que todas las palabras empiecen por la letra C!

—¿Por qué no pides de paso que incluya también toda la teoría general de la automática infinita? —chilló Trurl, fuera de sí—. ¡No se puede poner condiciones tan creti…!

La frase quedó sin terminar, porque ya vibraba en la nave el suave barítono:

Ciberotómano Cassio, cruel, cínico,

Cuando condesa Clara cortaba claveles,

Clamó: «¡En mi corazón candente cántico

El cupido te canta a cien centíbeles!»

Cándida, le creía… Cassio casquivano

Camela a la cuñada de cogote cano.


—¿Qué… qué te parece? —Trurl le miraba con los brazos en jarras, pero Clapaucio ya estaba gritando:

—¡Ahora con la G! Un cuarteto sobre un ser que era al mismo tiempo una máquina pensante e irreflexiva, violenta y cruel, que tenía dieciséis concubinas, alas, cuatro cofres pintados y en cada uno mil monedas de oro con el perfil del emperador Murdebrod, dos palacios, y que llenaba su vida con asesinatos y…

Golestano garboso gastaba gonela…

…empezó a recitar la máquina, pero Trurl saltó hacia la consola, pulsó el interruptor y, protegiéndolo con su cuerpo, dijo con voz ahogada:

—¡Se acabaron las bromas tontas! ¡No permitiré que se malogre un gran talento! ¡O encargas poemas decentes, o se levanta la sesión!



—¿Qué pasa? ¿No son versos decentes?… —quiso discutir Clapaucio.

—¡No! ¡Son unos rompecabezas, unos trabalenguas! ¡No he construido la máquina para que resolviera crucigramas idiotas! ¡Lo que tú le pides son malabarismos, y no el Gran Arte! Dale un tema serio, aunque sea difícil.

Clapaucio pensó, pensó mucho, hasta que de pronto frunció el ceño y dijo:

—De acuerdo. Que hable del amor y de la muerte, pero expresándose en términos de matemáticas superiores, sobre todo los del álgebra de tensores. Puede entrar también la topología superior y el análisis. Que el poema sea fuerte en erótica, incluso atrevido, y que todo pase en las esferas cibernéticas.

—Estás loco. ¿Sobre el amor en el lenguaje matemático? No, verdaderamente, deberías cuidarte —dijo Trurl, pero se calló enseguida: el Electrobardo se puso a recitar:


Un ciberneta joven potencias extremas

Estudiaba, y grupos unimodulares

De Ciberias, en largas tardes estivales,

Sin vivir del Amor grandes teoremas.

¡Huye…! ¡Huye, Laplace que llenas mis días!

¡Tus versares, vectores que sorben mis noches!

¡A mí, contraimagen! Los dulces reproches

Oír de mi amante, oh, alma, querías.

Yo temblores, estigmas, leyes simbólicas

Mutaré en contactos y rayos hertzianos,

Todos tan cascadantes, tan archirollanos

Que serán nuestras vidas libres y únicas.

¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, quanta potentes!

¡Continuum infinito! ¡Presistema blanco!

Olvido a Christoffel, a Stokes arranco

De mi ser. Sólo quiero tus suaves mordientes.

De escalas plurales abismal esfera,

¡Enseña al esclavo de Cuerpos primarios

Contada en gradientes de soles terciarios

Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!

Desconoce deleites quien, a esta hora,

En el espacio de Weyl y en el estudio

Topológico de Brouwer no ve el preludio

Al análisis de curvas que Moebius ignora,

¡Tú, de los sentimientos caso comitante!

Cuánto debe amarte, tan sólo lo siente

Quien con los parámetros alienta su mente

Y en nanosegundos sufre, delirante.

Como al punto, base de la holometría,

Quitan coordenadas asíntotas cero,

Así al ciberneta, último, postrero

Soplo de vida quita del amor porfía.



Aquí terminaron las justas poéticas: Clapaucio se marchó inmediatamente a casa, diciendo que no tardaría en volver con temas nuevos, pero no apareció más por allí, temiendo dar a Trurl, a pesar suyo, otros motivos de orgullo; aquél, por su parte, contaba que Clapaucio se fugó, incapaz de esconder una violenta conmoción. En respuesta, su amigo afirmaba que desde la fabricación del Electrobardo, a Trurl se le habían subido demasiado los humos a la cabeza.

Al poco tiempo, la noticia de la existencia del vate eléctrico llegó a los poetas verdaderos, o sea corrientes. Indignados y heridos en lo más profundo de su ser, decidieron ignorar a la máquina, pero la curiosidad empujó a unos cuantos a hacer una visita secreta al Electrobardo. Éste los recibió amablemente en la sala, llena de hojas escritas, ya que su producción artística no se interrumpía ni de día ni de noche. Los poetas pertenecían a la vanguardia literaria; en cambio el Electrobardo creaba en el estilo tradicional, puesto que Trurl, no demasiado ducho en poesía, basó los programas inspiradores en las obras de los clásicos. Los visitantes se rieron, pues, tanto del Electrobardo, que por poco le estallan los cátodos, y se marcharon, triunfantes.

Sin embargo, la máquina estaba equipada para la autoprogramación y contaba con un circuito especial de intensificación ambicional con interceptores de seis kiloamperios, así que pronto la situación cambió totalmente. Desde entonces, los poemas eran oscuros, incomprensibles, turpistas, mágicos y tan conmovedores que nadie comprendía una palabra. De modo que, cuando el siguiente grupo de poetas acudió para reírse de la máquina, ésta les asestó una improvisación tan moderna que se les cortó el aliento. El siguiente poema le provocó un grave colapso a un autor maduro, que tenía dos premios nacionales y una estatua en el parque municipal.

Desde aquel día, no hubo poeta que resistiera al suicida antojo de retar al Electrobardo a un torneo literario. Los autores venían de todas partes, acarreando sacos y toneles llenos de manuscritos. El Electrobardo dejaba declamar a cada uno lo suyo, cogía al vuelo el algoritmo de aquella poesía y, basándose en él, replicaba con unos versos mantenidos en el mismo espíritu, pero de doscientas veinte a trescientas cuarenta y siete veces mejores.

En corto período de tiempo llegó a tener tanta práctica, que con uno o dos sonetos derribaba al más afamado de los vates. Éste fue el aspecto peor de las cosas, ya que resultaba que de esas luchas salían indemnes sólo los grafómanos que, como todos saben, no son capaces de apreciar la diferencia entre los versos buenos y malos; se marchaban, pues, impunes. Solamente uno de ellos se rompió una vez una pierna, tropezando en la puerta con un gran poema épico del Electrobardo, completamente nuevo, que empezaba con las siguientes palabras:

¡Oh, noche tenebrosa! ¡Noche de misterios!

Una huella tangible, pero no certera…

Y el viento cálido, y tus ojos serios,

Y los pasos. Los pasos del que desespera.


El Electrobardo diezmaba, en cambio, a los poetas auténticos; indirectamente, por cierto, ya que no les hacía nada malo. No obstante, primero un lírico de edad provecta y luego dos vanguardistas se suicidaron, saltando de un alto peñasco que, por un fatal concurso de circunstancias, se erigía junto al camino entre la casa de Trurl y la estación de ferrocarriles.


Los poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta, postulando el cierre y sellado de la máquina; pero, fuera de ellos, nadie se preocupó por los luctuosos incidentes. Bien al contrario, las redacciones de los periódicos estaban muy satisfechas, puesto que el Electrobardo, escribiendo bajo miles de seudónimos, siempre tenía listo un poema de dimensión indicada para cada ocasión. Su poesía circunstancial tenía tal calidad que los ciudadanos agotaban en unos momentos tirajes enteros: en las calles se veían rostros de expresión embelesada y soñadoras sonrisas, y se oían gentes sollozando quedamente.

Todo el mundo conocía los poemas del Electrobardo; el ambiente ciudadano estaba saturado de preciosas rimas, y las naturalezas particularmente sensibles, alcanzadas por una metáfora o una asonancia especialmente lograda, incluso se desmayaban de impresión. El gigante de inspiración estaba preparado para estos trances, produciendo al acto una cantidad correspondiente de sonetos vivificadores.

Al mismo Trurl, su obra le acarreó serios problemas. Los clásicos —ya ancianos en su mayoría— no le perjudicaron mucho, si no se toma en cuenta las piedras con que le rompían sistemáticamente los vidrios, así como unas ciertas sustancias —imposibles de nombrar aquí— que tiraban sobre las paredes de su casa. Los jóvenes hacían cosas peores. Un poeta de la nueva ola, cuyos versos se distinguían por tanta fuerza lírica como él mismo por la física, le propinó una tremenda paliza.

Mientras Trurl recobraba la salud en el hospital, los incidentes se multiplicaban. No pasaba un día sin un nuevo suicidio o entierro; ante la puerta del hospital se paseaban unos piquetes, incluso se oían tiroteos, ya que muchos poetas, en vez de manuscritos, traían en sus carteras unas pistolas para disparar contra el Electrobardo, a pesar de que las balas no podían nada contra su cuerpo de acero. De vuelta a casa, Trurl, desesperado y enfermo, tomó una noche la decisión de desmontar con sus propias manos al genio que había creado.

Sin embargo, cuando se acercó, cojeando un poco, a la máquina, ésta, viendo unas tenazas en su mano y el brillo de desesperación en sus ojos, estalló en un lirismo tan apasionado suplicando gracia, que Trurl, deshecho en lágrimas, tiró las herramientas y salió de allí abriéndose paso a través de la reciente producción del electrogenio, cuya susurrante alfombra cubría el suelo de la sala a la mitad de la altura de un hombre.

Sin embargo, cuando al mes siguiente vino el recibo de la electricidad consumida por la máquina, Trurl por poco sufre un colapso. Le hubiera gustado consultar el caso con su viejo amigo Clapaucio, pero éste había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. A falta de quien le aconsejara, una noche Trurl cortó la corriente a la máquina, la desmontó, la cargó en una nave espacial, la desembarcó en un pequeño planetoide donde la volvió a montar, y le dio, como fuente de energía creadora, una pila atómica.

Volvió luego a escondidas a su casa, pero la historia no terminó aquí: el Electrobardo, privado de la posibilidad de publicar su obra impresa, empezó a emitirla en todas las longitudes de ondas radiofónicas, sumiendo a las tripulaciones y pasajeros de cohetes en estado de aturdimiento lírico; las personas muy sensibles sufrían incluso graves crisis de embelesamiento, seguidas de accesos de postración. Una vez descubiertas las causas del fenómeno, la jefatura de navegación cósmica dirigió a Trurl la orden oficial de liquidar inmediatamente el aparato de su propiedad que perturbaba líricamente el orden público y perjudicaba la salud de los pasajeros.


Lo único que hizo Trurl fue esconderse. Entonces las autoridades enviaron al planetoide unos técnicos que debían sellar el tubo de escape poético del Electrobardo, pero éste les dejó tan maravillados improvisando dos o tres romances, que se marcharon sin cumplir la tarea. El alto mando confió aquella misión a unos operarios sordos, lo que tampoco resolvió nada, ya que el Electrobardo les transmitió la información lírica por señas. Así las cosas, la gente empezó a hablar públicamente de la necesidad de una expedición punitiva o de bombardeo para eliminar al electropoeta, pero justo en aquel momento lo adquirió un monarca de un sistema estelar vecino y lo anexionó, junto con el planetoide, a su reino.

Trurl pudo salir por fin de su escondrijo y volver a la vida normal. Bien es verdad que de vez en cuando se veían en el horizonte sur explosiones de estrellas supernovas, como ni los más ancianos recordaban en toda su vida; se rumoreaba con insistencia que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía. Según parece, aquel monarca, cediendo a un extraño capricho, ordenó a sus astroingenieros conectar al Electrobardo con una constelación de colosos blancos, y como resultado cada estrofa de poema se transformaba en unas gigantescas protuberancias de los soles, de modo que el mayor poeta del Cosmos transmitía su obra por pulsaciones de fuego a todos los infinitos espacios galácticos a la vez. En una palabra, aquel gran monarca lo convirtió en el motor lírico de un grupo de estrellas en explosión.

Aunque hubiera en ello un gramo de verdad, los fenómenos ocurrían demasiado lejos para quitar el sueño a Trurl. El insigne constructor había jurado por todo lo más sagrado no volver nunca jamás al modelado cibernético de procesos creadores




STANISLAW LEM (CIBERÍADA). UNA SONRISA PARA EMPEZAR EL DÍA


EXPEDICIÓN PRIMERA,


o La trampa de Garganciano


Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día y todas las estrellas guardaban un buen orden, de modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos.

Ocurrió pues que, de acuerdo con esa tradición, se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces. Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron enseguida que se trataba en este caso de dos estados vecinos, y decidieron celebrar un consejo ante de aterrizar.

—Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y yo al otro. Así nadie saldrá perjudicado.

—Me parece bien —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de guerra? Puede ocurrir.

—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—. Decidamos que se los negaremos en redondo.

—¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.

—Vamos a verlo enseguida —dijo Trurl, y conectó la radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta marcha militar.

—Tengo una idea —dijo Clapaucio, apagando la radio—. Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué te parece?

—¡Ah…! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en hacerlo. ¿Por qué no?

—Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es imprescindible que lo hagamos 
los dos, si no, todo puede terminar bastante mal.

—¡Oh! Es muy fácil —dijo Trurl. Sacó del bolsillo una cajita de oro y la abrió. Dentro había, sobre un forro de terciopelo, dos bolitas blancas—. Toma una, yo guardaré la otra —dijo—. Mira bien la tuya cada noche; si se pone rosada, significará que apliqué la receta. Entonces tú haces lo mismo.

—De acuerdo. Decidido —dijo Clapaucio, y guardó la bolita, después de lo cual aterrizaron, se abrazaron en despedida y se pusieron en marcha en direcciones opuestas.

El estado que tocó en suerte a Trurl era gobernado por el rey Monstrogrito; un militarista convencido —como todos sus antepasados—, y cuya tacañería además tenía una dimensión verdaderamente cósmica. Para aliviar el presupuesto nacional, derogó todas las penas a excepción de la capital. Su pasatiempo era la liquidación de funcionarios superfluos; pero desde que había suprimido el cargo de verdugo, todos los sentenciados tenían que decapitarse solos o, en el caso de favor real excepcional, con la ayuda de los familiares más allegados. Entre las artes fomentaba sólo las que no exigían mayores gastos, tales como la recitación a coro, el juego de ajedrez y la gimnasia militar. En general, apreciaba enormemente todo arte guerrero, ya que las contiendas victoriosas suelen traer notables ganancias; por otra parte, sólo se puede preparar bien una guerra en tiempos de paz, razón por la cual el rey la toleraba, aunque no excesivamente.

La reforma más grande de Monstrogrito fue la nacionalización de la alta traición. Como el país vecino le enviaba espías, el monarca creó la función de Vendedor alias 
Vendido de la Corona, quien transmitía a un precio elevado secretos estatales a los agentes del enemigo; los secretos que mejor se vendían eran los anticuados, porque costaban menos. A los agentes les convenía gastar poco, ya que tenían que pasar cuentas con la tesorería de su país.

Los súbditos de Monstrogrito se levantaban temprano, vestían modestamente y se acostaban tarde, porque trabajaban mucho. Preparaban sacos de tierra y hacinas para las fortificaciones, fabricaban armas y denuncias. Para que el estado no se viniese abajo por exceso de estas últimas (se produjo una crisis de esta clase durante el reinado de Bartolino el de Cien Ojos, cientos de años atrás), la persona que hacía demasiadas denuncias tenía que pagar un impuesto especial de lujo. De esta manera, el asunto se mantenía a un nivel razonable.

Al llegar a la corte de Monstrogrito, Trurl le ofreció sus servicios. Como era de suponer, el rey le ordenó que construyera unas potentes armas de guerra. Trurl pidió un plazo de tres días para reflexionar y, cuando estuvo solo en el modesto aposento que le fue asignado, miró la bolita en la cajita de oro. Era blanca, pero, mientras la observaba, empezó a ponerse rosa lentamente.

«¡Ajá!», pensó. «¡Echemos mano de Garganciano!», y se puso a leer las instrucciones secretas.

Mientras tanto, Clapaucio se encontraba en el otro estado, donde gobernaba el poderoso rey Monstropito. Allí todo era muy diferente a lo de Monstrogriteria. Este monarca adoraba también las marchas guerreras y las batallas, destinaba también mucho dinero para los armamentos, pero lo hacía de manera ilustrada porque era un rey de gran sensibilidad y amante de las artes como nadie. Rendía culto a los uniformes, los cordones dorados, los galones y las borlas, fajines, ujieres con campanitas, acorazados y charreteras. Era muy sensible: cada vez que botaba un nuevo acorazado, temblaba de pies a cabeza. No escatimaba medios a los pintores de batallas, pagándoles, por razones patrióticas, según la cantidad de enemigos caídos; así que en los cuadros —que abundaban en el reino— se amontonaban hasta elcielomontañasde cadáveres del enemigo.

Su estilo de gobernar era el absolutismo ilustrado, y la severidad matizada de magnanimidad. Cada año, el día del aniversario de su advenimiento al trono, introducía una reforma nueva. Una vez decretó que se adornaran con flores todas las guillotinas; otra, mandó engrasarlas para que no chirriaran; otra, dorar las hachas de los verdugos, exigiendo, por motivos humanitarios, que se las afilase bien. Tenía un alma generosa, pero no aprobaba el despilfarro, razón por la cual promulgó un decreto especial que normalizaba todas las ruedas, palos, tornillos y cadenas.

Las decapitaciones de los desviacionistas —poco frecuentes, por otra parte— se celebraban a bombo y platillo, con lujo, orden y disciplina, con consuelo espiritual y extremaunción, entre cuadriláteros de tropa formada y reluciente, con uniformes rebosantes de galones y borlas.

El sabio monarca profesaba una teoría que llevaba a la práctica: la de la felicidad universal. Es bien sabido que el hombre no ríe porque esté alegre, sino que está alegre porque ríe. Cuando todos dicen que las cosas van perfectamente bien, el ambiente mejora enseguida. Los súbditos de Monstropito tenían, pues, la obligación de repetiren voz alta —por su propio bien, naturalmente— que todo les iba a pedir de boca. El rey cambió la antigua fórmula de saludo, «Buenos días», poco explícita, por una más ventajosa: «Qué bien». Los niños hasta la edad de catorce años tenían permiso para decir «¡Ole!», y los ancianos «¡Enhorabuena!»

Monstropito se alegraba mucho, viendo cómo se fortalecía el espíritu del pueblo, cuando, al pasar por las calles en una carroza cuyas formas recordaban las de un acorazado, miraba las vitoreantes muchedumbres y oía sus «¡Oles!», «¡Quebienes!» y «¡Enhorabuenas!», a las que se dignaba contestar con un gesto de su mano real. Demócrata en el alma, le gustaba mucho entablar cortas charlas con los viejos soldados, veteranos de innúmeras batallas, y no se cansaba nunca de oír relatos guerreros que se contaban en torno a los fuegos de campamento.

A veces, al recibir a un dignatario extranjero, se golpeaba de pronto la rodilla con el cetro, exclamando: «¡A ellos!», o «¡Quitadme de aquí este acorazado, muchachos!», o «¡Que me ahorquen!», ya que por encima de todo amaba y admiraba: el vigor y el coraje de sus fieles huestes, los pies de cerdo guisados con alcohol puro, el pan seco, los cañones y balas. Por eso, si se sentía triste, hacía desfilar ante sí regimientos que cantaban: Tropa fileteada, Vidas de marra, todos chatarra, El tornillo suena, yo no tengo pena, o bien la antigua marcha real: Del enemigo la coraza es más blanda que melaza. El rey ordenó que, cuando muriera, la vieja guardia cantara junto a su tumba su canción preferida: El robot viejo ha de herrumbrarse.

Clapaucio no consiguió llegar directamente a la corte del monarca. En el primer pueblo que encontró llamó a varias casas, pero nadie le abrió la puerta. En las calles no había un alma. De pronto vio a un niño pequeño que se le hacer

—¿Compra usted? —preguntó la vocecita infantil—. Vendo barato.

—Tal vez compre, pero ¿qué vendes? —preguntó Clapaucio, sorprendido.

—Un secretito de estado —contestó el niño, enseñándole por el escote de la camiseta el borde de un plano de movilización.

Clapaucio se sorprendió todavía más y dijo:

—No, pequeño, no me hace falta. ¿Sabes dónde vive el alcalde?

—¿Para qué nesesita al alcalde? —preguntó el niño, que seseaba.

—Para hablar de una cosa.

—¿A solas?

—Puede ser a solas.

—¿Entonses busca un agente? Mi papá le iría bien. Es de fiar y no cobra mucho.

—Enséñame, pues, a ese papá tuyo —dijo Clapaucio, viendo que no había otro modo de terminar con aquella conversación.

El pequeñín lo condujo a una de las casas; dentro, en torno a una lámpara —encendida, aunque era de día—, estaba reunida toda la familia: el anciano abuelo sentado en una mecedora, la abuela haciendo calceta, y toda su progenie, madura y fuerte, ocupada en lo suyo, como suele pasar en las casas. Al ver a Clapaucio, se levantaron y se abalanzaron sobre él: resultó que las agujas de hacer calceta eran esposas, la lámpara un micrófono, y la abuela, el jefe de policía local. 
«Debe de ser un malentendido», pensó Clapaucio cuando, después de darle una paliza, le echaron al calabozo. Esperó con paciencia toda la noche, ya que de todos modos no podía hacer otra cosa. Vino el alba, cubriendo de plata las telarañas de las 
paredes de piedra y los restos herrumbrosos de antiguos prisioneros; al cabo de un rato se lo llevaron para que prestara declaración. Se le descubrió entonces que tanto el pueblo como las casas y el niño estaban puestos allí adrede para engañar a los viles espías del enemigo.

Clapaucio no corría el riesgo de ser juzgado, ya que el procedimiento era corto. Por el intento de entrar en contacto con el papá vendedor de secretos, le tocaba la guillotinación de tercera clase, puesto que la administración local ya había gastado los fondos destinados en el presupuesto de aquel año a sobornar a los espías de fuera, y además Clapaucio, por su parte, a pesar de todas las insistencias, no quería comprar ningún secreto de estado. El hecho de no llevar encima una suma importante de dinero constituía un cargo supletorio contra él.

Clapaucio decía y volvía a decir siempre lo mismo en su defensa, pero el oficial que le tomaba la declaración no creía en sus palabras y, además, aunque hubiera querido liberarlo, no era de su incumbencia hacerlo. No obstante, el asunto fue transmitido a una instancia superior, sometiéndose mientras tanto a Clapaucio a tortura, más bien por el sentido del deber que por necesidad.

Una semana después, la situación tomó un cariz más favorable: el reo, arreglado y limpio, fue enviado a la capital, donde, habiendo aprendido las normas de la etiqueta cortesana, obtuvo el honor de ser recibido en audiencia privada por el rey. Le dieron incluso una trompeta, ya que en lugares oficiales cada ciudadano anunciaba su llegada y su marcha con un trompeteo; la disciplina era tan rígida, que en todo el estado la salida del sol no valía sin un toque de corneta

Monstropito pidió, naturalmente, armas nuevas; Clapaucio prometió cumplir el deseo del monarca, asegurándole que su invento iba a revolucionar las mismas bases de la acción bélica.

—¿Qué ejército es invencible? —preguntó, dando enseguida la respuesta—. El que tiene mejores jefes y soldados más disciplinados. El jefe da órdenes y el soldado obedece; el primero tiene que ser, pues, inteligente y el segundo, disciplinado. Sin embargo, la sabiduría de un intelecto, incluso militar, está sujeta a unos límites naturales. Por otra parte, un jefe genial puede topar con otro igualmente dotado. Puede caer también en el campo de honor dejando huérfana a su tropa, o bien hacer otra cosa mucho peor todavía, si, acostumbrado profesionalmente a pensar, acaricia el sueño de hacerse con el poder.

»¿No es acaso peligrosa una banda de oficiales superiores, cubiertos de orín en los campos de batalla, a quienes el esfuerzo mental bélico reblandeció tanto las meninges que empiezan a soñar con el trono? ¿No fue acaso éste el fin de numerosos reinados? De esto se deduce claramente que los jefes son solamente un mal necesario; se trata, por tanto, de liquidar esa necesidad.

»La disciplina de un ejército consiste en hacer cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas. El ideal reglamentario sería una tropa que convirtiera miles de pechos y pensamientos en un solo pecho, un solo pensamiento, una sola voluntad. A este fin sirve todo el reglamento, la instrucción militar, las maniobras y el entrenamiento. Pero la perfección inalcanzable hasta ahora se lograría ideando un ejército que actuara literalmente como un solo hombre, siendo él mismo el autor y el realizador de sus propios planos estratégicos

Quién representa la personificación de este ideal? Únicamente el individuo, ya que a nadie escuchamos con tanto placer como a nosotros mismos, y nunca se cumplen las órdenes con tanto entusiasmo como cuando uno se las da a sí mismo. Además, el individuo no puede ser dispersado por el enemigo, negarse a obedecer sus propias disposiciones, ni conspirar contra sí mismo.

»Lo esencial es, pues, convertir el afán de obediencia, el amor propio que posee todo el mundo… en la propiedad de miles de soldados. ¿Cómo hacerlo?

Aquí Clapaucio pasó a explicar al rey, todo oídos, las ideas del maestro Garganciano, tan sencillas como todo lo genial.

—A cada soldado —aclaró— se le atornilla una clavija delante y un enchufe detrás. A la orden: «¡Unirse!», las clavijas saltan en los enchufes, y allí donde un momento antes se encontraba una banda informe de civiles, aparece una formación de tropa perfecta. Cuando todas las mentes por separado, ocupadas hasta entonces en las tonterías de la vida fuera del cuartel, se confunden en la uniformidad literal del espíritu militar, aparece automáticamente no sólo la disciplina, fácil de constatar, puesto que toda la tropa hace lo mismo siendo un solo espíritu en millones de cuerpos, sino también la sabiduría, en directa proporción al número de soldados.

»Un pelotón posee la psiquis de suboficial; una compañía es tan inteligente como un capitán de estado mayor; un batallón, como un coronel diplomado, y la división, aun de reserva, vale tanto como todos los estrategas juntos. Así se pueden conseguir formaciones de una genialidad estremecedora. No hay que temer una falta de disciplina, no puede haberla, ya que ¿quién no se obedece a sí mismo? Este procedimiento termina con los antojos y caprichos individuales, con la eventual incapacidad de los 
jefes, con sus mutuas envidias, emulaciones y conflictos; una vez unidas las formaciones, no deben volver a separarse, ya que en caso contrario sólo provocaríamos un caos. ¡Ejército sin jefes, jefe de sí mismo, he aquí mi idea!

Con estas palabras terminó Clapaucio su discurso, que dejó una profunda impresión en el rey.

—Váyase a su acantonamiento —dijo finalmente el monarca— y yo deliberaré con mi estado mayor…

—¡Oh, no lo haga, Majestad! —exclamó astutamente Clapaucio, fingiendo una gran turbación—. El emperador Turbuleón obró así y su estado mayor, defendiendo sus propios empleos, saboteó el proyecto. Poco tiempo después, el vecino de Turbuleón, el rey Esmalteo, atacó con su ejército reformado el estado del emperador y lo devastó a pesar de que el número de sus soldados era ocho veces menor.

Después de decir esto, Clapaucio se marchó al apartamento que le fue asignado y miró la bolita; viendo que se había puesto de color de remolacha, comprendió que Trurl había hecho el mismo trabajo que él en el estado del rey Monstrogrito.

Pronto el rey en persona le encargó la transformación de un pelotón de infantería: la pequeña formación, unida espiritualmente en un solo ser, gritó: «¡Muerte! ¡Muerte!» y, rodando colina abajo sobre tres escuadrones de coraceros reales, armados hasta los dientes y acaudillados por seis profesores de la Academia del Estado Mayor, los convirtió en papilla. Se apenaron mucho todos los mariscales de campo y capitanes generales, almirantes y contraalmirantes, jubilados inmediatamente por el rey, quien, convencido totalmente de las ventajas del sagaz invento, dio a Clapaucio la orden de transformar toda su tropa

Enseguida las fábricas de armamento y piezas eléctricas empezaron a producir día y noche vagones de clavijas que se atornillaban, en sitios previstos, en todos los cuarteles. Clapaucio iba inspeccionando guarnición tras guarnición, con el pecho cubierto de condecoraciones concedidas por el rey.

Trurl se afanaba de idéntica manera en el país de Monstrogrito, pero tuvo que contentarse, a causa de la notoria afición de aquel monarca al ahorro, con el título vitalicio de Gran Vendedor de la Patria. Así pues, ambos estados se preparaban a la acción bélica. En la fiebre de la movilización se aprestaban tanto las armas convencionales como nucleares, restregando desde el alba hasta la noche cerrada cañones y átomos, para que brillaran conforme al reglamento. Los constructores
que ya no tenían nada que hacer allí— recogían disimuladamente sus cosas, para reunirse en el momento oportuno en el lugar previsto, junto a la nave escondida en el bosque.

Mientras tanto, cosas muy extrañas ocurrían en los cuarteles, sobre todo en los de infantería. Las compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar ni hacer el recuento para conocer el número de los soldados, del mismo modo que nadie confunde su pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba gusto ver cómo las formaciones reorganizadas desfilaban, cómo obedecían a «¡Vuelta a la izquierda!» y «¡Firmes!».

Después de la instrucción, en cambio, unas compañías charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas de los acantonamientos frases sobre el concepto de la verdad coherente, juicios analíticos y sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se; éste era ya el nivel alcanzado por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo mental condujo a elaborar leyes de filosofía, hasta que un batallón llegó a un solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía concretamente nada. Puesto que de ello se deducía que no había ni monarca ni enemigo, hubo que volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades adscritas al realismo epistemológico.

Según parece, y simultáneamente, en el estado de Monstrogrito la sexta división de comandos se pasó de los ejercicios de cargar el arma a los ejercicios místicos y, sumida en la contemplación, por poco se sume en un torrente. No se conocen bien los pormenores del acontecimiento; lo cierto es que justo entonces fue declarada la guerra y los batallones, en medio de un gran estruendo de hierros, empezaron a avanzar lentamente por ambos lados hacia la frontera.

La ley del maestro Garganciano funcionaba con una perfección implacable. Cuando unas formaciones se unían con otras, aumentaba proporcionalmente su sensibilidad artística, que llegaba al máximo al nivel de la división reforzada. Por esta razón, las filas que las constituían se despistaban fácilmente corriendo tras cualquier mariposilla. Cuando la columna motorizada —que llevaba el glorioso nombre de Bardolimo— llegó al pie de la fortaleza enemiga que debía conquistar, el plan de ataque, elaborado aquella misma noche, resultó ser un magnífico retrato de las susodichas fortificaciones, pintado, por añadidura, conforme a los cánones de la escuela abstraccionista, opuesta totalmente a las tradiciones militares.

Al nivel de cuerpos de artillería se manifestaba principalmente la más profunda problemática filosófica; al mismo tiempo, esas grandes unidades, por distracción característica de los seres geniales, dejaban abandonados en cualquier sitio las armas y el equipo pesado, o bien olvidaban del todo que había guerra. En cuanto a ejércitos enteros, sus almas se debatían en los múltiples complejos que suelen agobiar las individualidades muy matizadas, por lo que fue preciso poner al servicio de ambos unas brigadas psicoanalíticas motorizadas que les prodigaban durante las marchas los cuidados oportunos.

Mientras tanto, los dos ejércitos, acompañados por el incesante estruendo de tambores y trompetas, se colocaban lentamente en las posiciones iniciales previstas. Seis batallones de asalto de infantería, unidos con una brigada de morteros y un batallón de reserva, compusieron, cuando les enchufaron un pelotón de ejecución un «Soneto sobre el Misterio de la Existencia» haciéndolo, por más señas, durante una marcha nocturna hacia su punto de destino. En ambos bandos empezaba a reinar un cierto desorden: el Cuerpo Marlabardo N.° 80 exclamaba que era imprescindible dar una mayor precisión al concepto «enemigo», que le parecía lastrado, hasta entonces, de contradicciones lógicas e, incluso, carente de sentido.

Las unidades de paracaidistas intentaban algoritmizar las aldeas vecinas; las filas entrechocaban, así que ambos reyes empezaron a enviar a los ayudantes de campo y enlaces extraordinarios para que impusieran el orden en sus tropas. Sin embargo, todos, apenas frenado el galope del caballo junto al batallón indicado, apenas pronunciada una pregunta por el origen de aquel caos, entregaban inmediatamente su espíritu al espíritu del ejército. Los reyes se quedaron, pues, sin ayudantes. Se demostraba que la conciencia era una trampa terrible en la cual se entraba fácilmente, pero que no dejaba salir a nadie. Ante la vista del mismo rey Monstrogrito, su primo, el Gran Duque Derbulión, galopó hacia las líneas deseando dar ánimos a la tropa, pero en el instante de conectarse se fundió, se confundió y dejó de existir como tal.

Viendo que las cosas iban mal, aun sin saber por qué, hizo Monstropito una señal a los doce trompetas de su séquito. La hizo también Monstrogrito a los suyos, desde la colina donde se había instalado el alto mando. Los trompetas se metieron las boquillaA aquella señal prolongada, los dos ejércitos se ensamblaron definitivamente en su totalidad. El viento llevó hacia el futuro campo de batalla el formidable estruendo emitido por los contactos al cerrarse y, en el lugar de millares de granaderos y cañoneros, apuntadores y cargadores, guardias reales y artilleros, zapadores, gendarmes y comandos, nacieron dos espíritus gigantescos que se miraron con miles de ojos a través de la gran llanura, bajo unas nubes blancas.

Hubo un momento de profundo silencio: ambos bandos alcanzaron la famosa culminación de la conciencia, prevista por el gran Garganciano con una precisión matemática. Lo que ocurre es que, superado un cierto límite, el militarismo, fenómeno puramente local, se convierte en civilismo, por la sencilla razón de que el Cosmos en su esencia es absolutamente civil. Y, precisamente, ¡el espíritu de ambos ejércitos había alcanzado ya las dimensiones cósmicas! Aunque por fuera brillara el acero, corazas, obuses y mortíferas lanzas, por dentro se levantaron olas de un doble océano de serenidad tolerante, amistad universal e inteligencia perfecta. Formadas en las faldas de las colinas, relucientes bajo los rayos del sol, las dos tropas se sonrieron mutuamente con cariño.

Trurl y Clapaucio estaban subiendo a bordo de su nave cuando ocurrió lo que pretendían: ante la vista de los dos reyes, ennegrecidos de vergüenza y rabia, los ejércitos enemigos carraspearon, se tomaron del brazo y juntos dieron un paseo cogiendo flores silvestres bajo el cielo azul, en el campo de una batalla que no llegó a librarse. s en los labios y sonaron los fanfares de ambos lados de la frontera, dando por empezada la batalla.


lunes, 23 de enero de 2017

LOS MUNDOS DE STANISLAW LEM (VIAJES Y MEMORIAS)

VIAJE TRIGÉSIMO PRIMERO

Estoy ahora muy ocupado en la ordenación de especímenes raros, traídos por mí de los viajes a los rincones más remotos del Universo. Llevaba tiempo decidido a donar a un museo mi colección, única en su género. El conservador me avisó anteayer de que estaba preparando a este fin una sala especial. No todos los ejemplares son para mí igualmente entrañables: unos despiertan recuerdos agradables, otros evocan en mi memoria sucesos llenos de horrores y peligros; pero todos por igual constituyen un testimonio infalible de la autenticidad de mis viajes.

Entre los objetos evocadores de unos recuerdos particularmente intensos, hay un diente colocado sobre un cojincillo debajo de una campana de cristal. Tiene dos grandes raíces y está completamente sano. Me lo rompí durante una recepción en el palacio de Octopus, monarca de los Memnogos del planeta Urtamo; se servían allí unos platos exquisitos, pero terriblemente duros.

Otro lugar de honor lo ocupa en mi colección una pipa, rota en dos partes desiguales; se me cayó del cohete mientras estaba sobrevolando un globo pedregoso de la familia estelar de Pegaso. Lamentando la pérdida, pasé un día y medio buscándola entre las rocas de una cordillera llena de precipicios.

Un poco mas lejos hay una cajita con una piedrecita no mayor que un guisante. Su historia es muy singular. Al emprender el viaje a Xerusia, la estrella más lejana de las nebulosas gemelas NGC-887, casi sobrevaloré mis fuerzas; el trayecto era tan largo que estuve a punto de caer en una depresión nerviosa. Me atormentaba la nostalgia de la Tierra hasta tal punto que no podía estarme quieto en el cohete. Dios sabe cómo habría terminado todo aquello, cuando de pronto, al 26º  día del viaje sentí que algo me apretaba en el talón izquierdo; me quité el zapato y, con lágrimas en los ojos, extraje del calcetín una piedra minúscula, auténtica partícula de grava terrestre, que se me debió de meter allí todavía en el aeródromo, en el momento de entrar en el cohete. Estrechando sobre mi corazón aquel fragmento de mi planeta natal, pequeño pero tan querido, llegué al destino de mi expedición consolado y sereno. Este recuerdo tiene un valor inestimable para mí.

A continuación reposa sobre un cojín de terciopelo un ladrillo corriente de arcilla, de color amarillo rosado, algo agrietado y descantillado en una punta. De no haber sido por una circunstancia afortunada y por mi presencia de espíritu, no hubiera regresado, por su culpa, de mi expedición a la nebulosa del Can Mayor. Solía llevar este ladrillo conmigo cuando viajaba a las regiones más frías del espacio; acostumbraba a ponerlo un buen rato en el motor atómico, para colocario bien calentito en mi cama antes de acostarme. En el cuadrante superior izquierdo de la Vía Láctea, allí donde la aglomeración estelar de Orión se junta con las constelaciones de Sagitario, fui testigo, volando a velocidad reducida, del encontronazo de dos enormes meteoritos. El espectáculo de las llamas de la explosión en las tinieblas me impresionó de tal modo que alargué la mano para coger una toalla y secarme el sudor de la frente. Me olvidé de que había envuelto en ella el ladrillo y, al levantar impetuosamente la mano casi me aplasto el cráneo. Por suerte, gracias a la rapidez de reflejos que me es propia, me di cuenta a tiempo del peligro.

Al lado del ladrillo puse una cajita de madera que contiene un cortaplumas, mi compañero de numerosos viajes. Para demostrar el cariño que le tengo, voy a contar una historia digna de ser conocida:

Abandoné Satellina a las dos de la tarde con un constipado tremendo. El médico del lugar a quien había consultado me aconsejó que me hiciera cortar la nariz, una intervención sin importancia para los habitantes de aquel planeta, ya que las narices les vuelven a crecer como a nosotros las uñas. Desalentado por esta proposición, de la casa del médico me fui directamente al aeropuerto para dirigirme a otras regiones celestes donde la medicina tuviera un nivel más alto. En todo el viaje tuve mala suerte. Ya al principio, cuando apenas me había alejado del planeta novecientos mil kilómetros, oí la señal distintiva de un cohete, así que pregunté por radio quién iba allí. En vez de contestar, me hicieron la misma pregunta.

-¡Dilo tú primero! -le espeté bastante duramente, irritado por la mala educación de aquel individuo.

-Dilo tú primero -replicó el otro. Este remedo me enfureció tanto que no anduve con rodeos para informar al viajero desconocido de mi opinión sobre su descaro. El tampoco se tragó la lengua; empezamos a discutir con una rabia creciente hasta que al cabo de un cuarto de hora, indignado a más no poder, me di cuenta de que no había ningún otro cohete y que la voz que oía era sencillamente el eco mi propia radio reflejada por la superficie de la luna Satellina, a cuyo lado estaba pasando. No la había visto hasta entonces porque mostraba su hemisferio nocturno, cubierto por las sombras.

Una hora después, más o menos, al querer pelar una manzana, advertí que no tenía mi cortaplumas. Recordé en seguida dónde lo habia sacado la última vez: fue en el bar del aeródromo de Satellina. Lo puse sobre un mostrador inclinado y debió de resbalar al suelo, en un rincón. Veía tan claro la situación que lo hubiera podido encontrar con los ojos cerrados. Hice dar media vuelta al cohete pero tropecé con una dificultad: todo el cielo centelleaba de luces parpadeantes, así que no sabía dónde buscar a Satellina, uno de los mil cuatrocientos ochenta globos que giran alrededor del sol de Eripelaso. La mayoría de ellos posee, además, varias lunas, grandes como planetas, lo que dificulta todavía más la orientación. Preocupado, me decidí a llamar a Satellina por radio. En respuesta oí las señales de varias decenas de estaciones hablando a la vez en una cacofonía incomprensible. Has de saber, lector, que los habitantes del sistema de Eripelaso son tan amables como desordenados. Sin pensar en el caos que creaban, dieron el nombre de «Satellina» a unos doscientos planetas más o menos. Estaba contemplando por la ventana millares de lucecitas; en una de ellas se encontraba mi cortaplumas, pero hubiera sido más fácil encontrar una aguja en un pajar que un planeta determinado en aquel hormiguero estelar. Finalmente decidí abandonarme a la suerte y puse rumbo a un planeta que aparecía frente a mi proa.
Al cabo de un cuarto de hora estaba bajando al aeropuerto. Era completamente igual que el que dejé a las dos, por lo que me dirigí directamente al bar, encantado con mi buena suerte. Sin embargo, cuál no fue mi decepción cuando, a pesar de la búsqueda más minuciosa, no encontré el cortaplumas. Sólo quedaba una alternativa: o se lo había llevado alguien, o no era el mismo planeta. Después de interrogar a unos indígenas, me convencí de que la segunda suposición era la buena. Me encontraba en Andrigón, un planeta viejo, carcomido y friable que deberían haber retirado de su órbita hace tiempo; pero nadie se preocupaba por él, ya que estaba lejos de las principales rutas de cohetes.

En el campo de aviación me preguntaron qué Satellina estaba buscando: al parecer, los globos de este nombre estaban numerados. No supe qué decir, no recordaba ningún número. Mientras tanto llegaron las autoridades locales, avisadas por el comandante del aeropuerto, para recibirme con solemnidad.

Era un gran día para los andrigonianos; en todos los colegios se celebraban los exámenes finales de bachillerato. Uno de los representantes del gobierno me preguntó si no quería honrar este acto con mi presencia. Recibido con tanta hospitalidad, no pude rechazar esta proposición. De modo que desde el aeropuerto nos trasladamos directamente en barglo (grandes reptiles sin patas, parecidos a serpientes, que suelen usarse en Andrigón como monturas) a la ciudad. Después de presentarme a la numerosa juventud y al profesorado como huésped de honor llegado de la Tierra, el representante del gobierno abandonó la sala. Los profesores me ofrecieron un asiento en el centro de la cerba (especie de mesa), después de lo cual se reanudó el examen, interrumpido por nuestra entrada. Los alumnos, excitados por mi presencia, al principio tartamudeaban un poco por turbación, pero yo los animaba con una sonrisa cordial, incluso soplaba a algún que otro la palabra justa, así que el hielo no tardó en romperse. Las respuestas eran cada vez mejores. Tras otros, acudió ante la comisión examinadora un joven andrigoniano cubierto de zongos (una clase de ostras usada a guisa de trajes), los más bonitos que jamás había visto, y empezó a contestar las preguntas con gran elocuencia y don de palabra. La escuché con placer, constatando que el nivel de enseñanza era bastante alto en el planeta.

De pronto, el examinador hizo la siguiente pregunta:

-¿Podría el candidato demostrarnos por qué la vida en la Tierra es imposible? 

Inclinándose en un leve saludo, el joven emprendió una disertación exhaustiva y rigurosamente lógica, en la cual patentizó incontestablemente que la mayor parte de la superficie terrestre estaba inundada de aguas frías y muy profundas, a las que mantenían a temperatura cercana a cero grados los numerosos icebergs que en ellas flotaban; que no sólo en los polos, sino también en las regiones vecinas reinaba un frío tremendo y hielos eternos, y que durante la mitad del año reinaba en ellas la noche ininterrumpida; que, como podía observarse muy bien con instrumentos astronómicos, los continentes, aun en las regiones de clima más templado, se revestían durante varios meses al año del vapor de agua helado, llamado nieve, cuyas gruesas capas cubrían montañas y valles; que la gran Luna de la Tierra producía en esta última olas de mareas altas y bajas de nefastas consecuencias erosivas; que con la ayuda de telescopios potentes podía advertirse con qué frecuencia grandes espacios del planeta se hundían en la penumbra, causada por el espesor de las nubes; que en la atmósfera se producían espantosos ciclones, tifones y tormentas, lo que, en conjunto, excluía totalmente la posibilidad de
existencia de vida bajo cualquier forma.

-Si un ser vivo -terminó en voz sonora el joven andrigoniano- aterrizara para su desgracia en la Tierra, moriría andrigoniablemente, aplastado por la enorme presión de la atmósfera de aquel lugar, igual, a nivel del mar, a un kilómetro por centímetro cuadrado, o sea, a 760 milímetros de la columna de mercurio.

Esta exposición tan documentada logró la aprobación general de la comisión examinadora. Petrificado de asombro, tardé en reaccionar. Sólo cuando el profesor pasaba a la siguiente pregunta, exclamé:

-Me perdonarán, dignos andrigonianos, pero... yo procedo precisamente de la Tierra; no dudarán de que estoy vivo, y han oído cómo me presentaban aquí...

Mis palabras fueron acogidas con un silencio reprobador. Los profesores estaban tan ofendidos por mi intervención tan falta de tacto que apenas podían dominar su indignación. Los jóvenes, que no saben ocultar sus emociones como lo hace la edad madura, me miraban con hostilidad manifiesta. Finalmente el examinador dijo con frialdad:

-Permítame usted, señor invitado, que le pregunte si no exige demasiado de nuestra hospitalidad. ¿No le basta con la acogida, honores y muestras de respeto que ha recibido? ¿No le dimos satisfacción suficiente invitándole a la Alta Cerba del Bachillerato? ¿Le parece poco y exige por añadidura que cambiemos, especialmente para usted, el... programa escolar?

-Es que... la Tierra está habitada de veras... -mascullé, confundido.

-Si así fuera -dijo el examinador mirándome como si yo fuera transparente-, sería una perversidad de la Naturaleza.

Juzgué que estas palabras constituían un ultraje para mi planeta natal; salí, pues, inmediatamente de la sala sin despedirme de nadie, monté el primer barglo que pasaba, fui al aeropuerto y, sacudiéndome de los zapatos el polvo de Andrigón, arranqué de allí para continuar mi búsqueda del cortaplumas.

Fue bastante largo: aterricé sucesivamente en los cinco planetas del grupo de Lindenblad, en los globos de los Estereópropos y Melacianos, en siete grandes cuerpos de la familia planetaria del sol de Casiopea; visité Osterilia, Averancia, Meltonia, Latérnida, todas las ramificaciones de la gran Nebulosa Espiral de Andrómeda, los sistemas de Plesiomaco, Gastroclancio, Eutrema, Simenófora y Paralbida; el año siguiente registré sistemáticamente las cercanías de todas las estrellas de Sappona y Melenvaga, así como los globos Erítronia, Arrhenoida, Eodocia, Artenuria y Estroglón, junto con sus ochenta lunas, algunas tan pequeñas que apenas había donde posar el cohete. En la Osa Menor no pude aterrizar: estaba cerrada, porque estaban haciendo el inventario. Vino luego el turno de Cefeida y Ardenida; por poco lo abandono todo, desalentado, cuando volví a aterrizar por eror en Lindenblad.

Pero no me di por vencido y, tal como corresponde a un verdadero investigador, seguí con mis pesquisas. Al cabo de tres semanas, advertí un planeta parecido a Satellina como dos gotas de agua; el corazón me latía con fuerza mientras daba vueltas a su alrededor en una espiral cada vez más estrecha, esforzando la vista para encontrar el aeropuerto; pero fue en vano: no estaba en ninguna parte. Quería ya alejarme al espacio cósmico cuando me di cuenta de que alguien diminuto me hacía señales desde el suelo. Apagué el motor, bajé en vuelo planeado y posé el vehículo cerca de un pintoresco grupo de rocas en cuya cima se elevaba un edificio de piedra tallada, bastante grande. A mi encuentro venía corriendo por el campo un anciano de alta estatura, vestido con el hábito blanco de los monjes dominicos. Era, como supe más tarde, el padre Lacimón, superior de todas las misiones establecidas en las constelaciones vecinas en un radio de seiscientos años luz.

En aquella región se cuentan cinco millones de planetas más o menos, entre los cuales hay dos millones cuatrocientos mil habitados. El padre Lacimón, al enterarse de la causa de mi llegada, me expresó su condolencia y al mismo tiempo su alegría, ya que, como me dijo llevaba siete meses sin ver a un hombre.

-Me habitué tanto a las costumbres de los meodracitas que habitan este planeta -dijo que a menudo me sorprendo a mi mismo en un error ridículo: cuando quiero escuchar con atención, levanto los brazos como ellos (todos saben que los meodracitas tienen las orejas en las axilas).

El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y, para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza de la casa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimos en el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquel silencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándome sus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.

Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros que tiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio las descripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de las condiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabia quién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cinco sexos: era un problema arduo para los teólogos.

Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:

-Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?

Dije que no sabía nada.

-Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su comportamiento...

Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.

-En una atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar dia y noche sobre los principios de la fe. Después de explicar a los memnogos la historia del Viejo y del Nuevo Testamento, el Apocalipsis y las Cartas de los Apóstoles pasó a las vidas de los mártires del Señor. Pobre, éste fue siempre su tema predilecto...

Sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, el padre Lacimón siguió hablando en voz trémula:

-Les narró, pues, la vida de San Juan, que logró la luz eterna por ser hervido en aceite, la de Santa Agueda, que se dejó cortar la cabeza por la fe, la de San Sebastián, que acribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el Paraíso por los coros angélicos; les habló de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento de descuartización, estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis con la seguridad de ganarse un sitial a la diestra del Señor de las huestes celestiales. Cuando les había relatado la historia de muchas vidas parecidas, dignas de ser imitadas, los memnogos, todo oídos, empezaron a mirarse de soslayo; el mayor de ellos preguntó tímidamente:

-Reverendo sacerdote nuestro, maestro y padre venerable, si el atrevimiento de tus indignos servidores no es demasiado grande, dinos, te rogamos, si el alma de todo hombre dispuesto a sufrir martirio va al cielo.

-Indudablemente, si, hijo mío -repuso el padre Oribacio.

-¿Ah, si? Muy bien... -dijo lentamente el memnogo-. ¿Y tú, padre venerado, deseas ir al
cielo?

-Es mi más ferviente deseo, hijo mío.

-¿Deseas también ser santo? -siguió preguntando el memnogo.

-Hijo amado, ¿quién no lo quisiera? Pero yo, un pobre pecador, no puede soñar siquiera con una dignidad tan elevada. Para conseguirlo hay que emplear todas las fuerzas del espíritu y toda la humildad del corazón...

-Pero tú quieres ser santo, ¿no es verdad? -volvió a asegurarse el mayor de los memnogos, echando una mirada significativa a sus compañeros, que ya se levantaban disimuladamente de sus asientos.

-Claro que si, hijo mío.

-¡En tal caso, nosotros te ayudaremos!

-¿De qué manera, amados míos? -sonrió el padre Oribacio, conmovido por el ingenuo celo de su fiel rebaño.

Entonces los memnogos lo cogieron suavemente pero con firmeza por los brazos y
dijeron:

-¡De la manera, querido padre, que tú mismo nos enseñaste!

Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untaron con pez, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con San Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como los paganos a San Pafnucio, le abrieron el vientre y se lo rellenaron con un haz de paja igual que le pasó a la beata Elisabeth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como los emalquitas a San Hugo, le rompieron las costillas como los tiracusanos a San Enrique de Padua, y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la Doncella de Orleáns.

Después descansaron un ratito, se lavaron y empezaron a verter lágrimas amargas por su pastor amadísimo perdido para siempre. Los encontré así, desesperados, al pasar por su parroquia durante mi visita a todas las estrellas de la diócesis. Cuando me dijeron lo que habían hecho, se me pusieron los pelos de punta. Al colmo del desespero, grité:

-¡Indignos criminales! ¡El mismo infierno es poco para vosotros! ¿Sabéis que
condenasteis vuestras almas para la eternidad?

-¡Oh, si -contestaron sollozando-, lo sabemos!

Aquel memnogo tan grande se puso en pie y me dijo:

-Venerable padre, sabemos que seremos condenados y atormentados hasta el fin del mundo: tuvimos que luchar desesperadamente con nuestra propia conciencia antes de tomar aquella decisión, pero el padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa que un buen cristiano no hiciera por su prójimo, que había que dárselo todo y estar preparado para todo. Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación, deseando solamente que nuestro amadisimo pastor tuviera la corona de mártir y la santidad. No puedes imaginar qué difícil fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padre Oribacio nadie aquí era capaz de matar una mosca. Le suplicamos, pues, repetidas veces, le pedimos de rodillas que cediera un poco y suavizara la dureza de las obligaciones del creyente, pero él afirmaba que por el prójimo se debía hacer todo, sin excepciones. Nos convencimos finalmente de que no podíamos negarle nada. Comprendíamos igualmente que éramos muy poca cosa en comparación con aquel santo varón y que merecía nuestros mayores sacrificios. Creemos firmemente que nuestro acto tuvo éxito y que el padre Oribacio mora ahora en el cielo. Aquí tienes, padre venerable, la bolsa con la cantidad que hemos reunido para su proceso de canonización, porque él nos había explicado que así se hacía y que era imprescindible. Debo decirte que sólo le hemos aplicado sus torturas preferidas, las que nos describía con mayor entusiasmo.

Confiábamos que le serían gratas; sin embargo, él se resistía, y lo que menos le gustó fue tragar el plomo hirviente. En cualquier caso, no quisimos admitir que el sacerdote nos decía una cosa, pensando otra. Sus gritos no podían ser más que una señal de descontento de unas partículas bajas y corporales de su ser, así que no le hicimos caso, conforme a sus enseñanzas de que había que rebajar el cuerpo para enaltecer el espíritu. En el afán de animarle, le recordamos los principios que nos inculcaba, a lo que el padre Oribacio contestó con una sola palabra, desconocida e incomprensible para nosotros; seguimos sin entenderla, porque no la hemos encontrado ni en los libros de oraciones que nos había regalado ni en las Santas Escrituras.

Al llegar al final de su relato, el padre Lacimón se limpió la frente, perlada de gruesas gotas de sudor. Durante un largo rato ni él ni yo proferimos una palabra. Finalmente, el anciano dominico rompió el silencio diciendo:

-¡Ya me dirá usted cómo se puede ser pastor de almas en estas condiciones! ¡Fíjese ahora en esto! 

-El padre Lacimón golpeó con la mano una carta abierta sobre la mesa-. El padre Hipólito me informa desde Arpetusa, un pequeño planeta de la Libra, que sus habitantes se niegan a contraer matrimonio y procrear hijos, de modo que su raza corre el peligro de extinción total.

-¿Por qué? -pregunté, asombrado.

-¡Porque al oír que las relaciones carnales eran un pecado, desearon tanto la salvación, que todos hicieron voto de castidad y lo mantienen! La Iglesia lleva dos mil años pregonando la preponderancia de los cuidados necesarios para la salvación del alma sobre los de los asuntos terrenales, pero nadie lo tomaba al pie de la letra, ¡por el amor de Dios! Todos esos arpetusanos, digo bien, todos, sintieron la vocación e ingresaron en masa en las órdenes; observan las reglas de manera ejemplar, rezan, ayunan y se mortifican, mientras que faltan manos en la industria y la agricultura, se ve venir el hambre y el fin del planeta. Mandé un informe sobre ello a Roma, pero, como de costumbre, la respuesta es el silencio...

-Encuentro que lo de llevar la fe a otros planetas fue un paso arriesgado... -observé.

-¿Y qué remedio quedaba? La Iglesia no tiene prisa, 'Ecclesia non festinat', bien lo sabemos, ya que su reino no es de este mundo; ¡pero mientras el Colegio Cardenalicio celebraba consejos y vacilaba, en los planetas empezaron a crecer como setas después de la lluvia las misiones de calvinistas, baptistas, redentoristas, mariavitas, adventistas y no sé cuántas más todavia! Tuvimos, pues, que salvar lo que aún se podía salvar. Bueno, querido señor, ya que se lo he dicho todo... venga conmigo.

El padre Lacimón me condujo a su despacho. Un enorme mapa azul del cielo estelar ocupaba toda una pared; del lado derecho, una gran parte de él estaba tapada con papel blanco.

-Mire esto -dijo, indicándome la parte tapada.

-¿Qué significa?

-Una derrota, señor. Una derrota definitiva. Estos terrenos están habitados por unos pueblos cuyo nivel de inteligencia es excepcionalmente alto. Allí practican solamente el materialismo y el ateísmo, y dirigen todos sus esfuerzos hacia el desarrollo de la ciencia, la técnica y el perfeccionamiento de las condiciones de vida en los planetas. Estuvimos enviándoles a nuestros misioneros más sabios, padres salesianos, benedictinos, dominicos, incluso jesuitas, predicadores inspirados de la palabra de Dios, oradores incomparables. ¡Todos, absolutamente todos, volvieron transformados en ateos!

El padre Lacimón, muy nervioso, se acercó a la mesa.

-Teníamos aquí a un tal padre Bonifacio; le recuerdo como a uno de los religiosos más fervientes: pasaba días y noches rezando de bruces en el suelo, todos los asuntos del mundo eran para él polvo y nada, para él no existía otra ocupación que el rezo del rosario ni una alegoría más grande que la misa. Pues bien: ¡al cabo de tres semanas de estar allí (el padre Lacimón indicó la parte tapada del mapa), se matriculó en una escuela de ingenieros y escribió el libro que aquí tiene! -El dominico levantó de la mesa un grueso volumen y volvió a tirarlo con asco. Lo abrí y leí el título: "Medios de aumentar la seguridad de los vuelos espaciales".

-Dio preferencia a la seguridad del miserable cuerpo antes que a la del espíritu, ¿no esmonstruoso? Enviamos unos informes alarmantes y esta vez la Sede Apostólica no tardó en reaccionar. En colaboración con la embajada apericana en Roma, la Academia Papal elaboró estas obras. -El Director de las Misiones se acercó a un cofre de gran tamaño y lo abrió: estaba lleno de gruesos volúmenes 'in quarto'.

-Hay aquí cerca de doscientos tomos que describen con todo detalle los métodos de violencia, terror, sugestión, chantaje, imposición, hipnosis, drogas, torturas y reflejos condicionados, empleados por ellos para el exterminio de la fe. Se me ponían los pelos de punta mientras los estaba leyendo. Hay fotos, declaraciones, informes, pruebas materiales, relatos de testigos oculares y Dios sabe cuántas cosas más. Me devano los sesos para comprender cómo pudieron hacerlo tan aprisa y en qué consiste la técnica americana, puesto que, mi querido señor... ¡la realidad es mucho más terrible!

El padre Lacimón se me acercó y, quemándome con el aliento, me susurró al oído:

-Estoy aquí, cerca, y me doy cuenta mejor... Ellos no mortifican, no fuerzan a nada, no torturan ni meten tornillos en los cerebros; sencillamente, enseñan qué es el universo, de dónde surgió la vida, cómo nace una conciencia y cómo aplicar la ciencia para el provecho general. Disponen de una prueba con cuya ayuda saben demostrar como dos y dos son cuatro, que el mundo entero es exclusivamente material. Entre todos mis misioneros, el único en salvar su fe fue el padre Servacio ¡y sólo porque es sordo como una tapia y no oyó nada de lo que le decían! ¡Si, esto es peor que las torturas, señor! Tenía aquí una religiosa joven, una carmelita, criatura muy espiritual, entregada al cielo; siempre ayunaba, se mortificaba, tenía estigmas, visiones, se comunicaba con los santos, era una devota especial de santa Melania y seguía su ejemplo de todo corazón; por si fuera poco, de vez en cuando veía al mismo arcángel Gabriel... Un buen día se marchó allí -(el padre Lacimón me indicó el lado derecho del mapa)-. La dejé ir tranquilo porque era pobre de espíritu y de ellos es el Reino de los Cielos; en cuanto uno empieza a preguntarse qué, de dónde y cómo, en seguida se abren precipicios de herejía. Estaba seguro de que los argumentos de sabiduría de aquéllos no harían mella en su mente. Lo que pasó fue que después de su primera visión de los santos conjugada con un acceso de éxtasis religiosa, fue diagnosticada como neurótica, o algo por el estilo, no sé como lo llaman, y tratada con baños, jardinería, le dieron juguetes, muñecas, que sé yo. Volvió al cabo de cuatro meses... ¡En qué estado!

El padre Lacimón temblaba.

-¿Qué le ocurrió? -pregunté, lleno de compasión.

-Dejó de tener visiones, terminó un cursillo para pilotos de cohetes y tomó parte en una expedición investigadora al núcleo de la Galaxia, ¡pobre niña! Hace poco me dijeron que se le había aparecido santa Melania: mi corazón tembló con una esperanza gozosa, pero resultó que sólo soñó con su tía. Le digo: desgracia, ruina, derrota. ¡Qué ingenuos son esos especialistas americanos! Justo me acaban de avisar de un envío de cinco toneladas de libros y literatura sobre las crueldades de los enemigos de la fe. ¡Ah, si ellos quisieran perseguir la religión, cerrar las iglesias y vejar a los fieles! Desgraciadamente, no hacen nada parecido; lo permiten todo: la celebración de los oficios igual que la enseñanza religiosa, limitándose a difundir sus tesis y teorías. Probamos de aplicar este método durante un tiempo, pero no dio resultado.

-Perdón, ¿de qué método habla?

-Bueno, hemos tapado con papel aquella parte del Universo e ignoramos su existencia, pero no surtió efecto. Actualmente se habla en Roma de una cruzada en defensa de la fe.

-¿Usted qué opina de ello, Padre?

-No me parece una mala idea; si se volara sus planetas, destruyera las ciudades, quemara los libros y a ellos se los matara sin dejar uno, se salvaría tal vez el principio del amor al prójimo; pero ¿quiénes han de ser los cruzados? ¿Los memnogos? ¿O acaso los apertusanos? ¡No sé si reírme o llorar!

Reinó un profundo silencio. Movido por una sincera compasión, puse la mano en el hombro del sacerdote atribulado para confortarle con un abrazo; en aquel momento algo se deslizó de mi manga, relució y golpeó el suelo. ¡Quién pudiera describir mi alegría y sorpresa, cuando reconocí mi cortaplumas! ¡Resultó que había pasado tranquilamente todo ese tiempo bajo el forro de mi chaqueta, donde había caído por un agujero en el bolsillo!