lunes, 23 de enero de 2017

LOS MUNDOS DE STANISLAW LEM (VIAJES Y MEMORIAS)

VIAJE TRIGÉSIMO PRIMERO

Estoy ahora muy ocupado en la ordenación de especímenes raros, traídos por mí de los viajes a los rincones más remotos del Universo. Llevaba tiempo decidido a donar a un museo mi colección, única en su género. El conservador me avisó anteayer de que estaba preparando a este fin una sala especial. No todos los ejemplares son para mí igualmente entrañables: unos despiertan recuerdos agradables, otros evocan en mi memoria sucesos llenos de horrores y peligros; pero todos por igual constituyen un testimonio infalible de la autenticidad de mis viajes.

Entre los objetos evocadores de unos recuerdos particularmente intensos, hay un diente colocado sobre un cojincillo debajo de una campana de cristal. Tiene dos grandes raíces y está completamente sano. Me lo rompí durante una recepción en el palacio de Octopus, monarca de los Memnogos del planeta Urtamo; se servían allí unos platos exquisitos, pero terriblemente duros.

Otro lugar de honor lo ocupa en mi colección una pipa, rota en dos partes desiguales; se me cayó del cohete mientras estaba sobrevolando un globo pedregoso de la familia estelar de Pegaso. Lamentando la pérdida, pasé un día y medio buscándola entre las rocas de una cordillera llena de precipicios.

Un poco mas lejos hay una cajita con una piedrecita no mayor que un guisante. Su historia es muy singular. Al emprender el viaje a Xerusia, la estrella más lejana de las nebulosas gemelas NGC-887, casi sobrevaloré mis fuerzas; el trayecto era tan largo que estuve a punto de caer en una depresión nerviosa. Me atormentaba la nostalgia de la Tierra hasta tal punto que no podía estarme quieto en el cohete. Dios sabe cómo habría terminado todo aquello, cuando de pronto, al 26º  día del viaje sentí que algo me apretaba en el talón izquierdo; me quité el zapato y, con lágrimas en los ojos, extraje del calcetín una piedra minúscula, auténtica partícula de grava terrestre, que se me debió de meter allí todavía en el aeródromo, en el momento de entrar en el cohete. Estrechando sobre mi corazón aquel fragmento de mi planeta natal, pequeño pero tan querido, llegué al destino de mi expedición consolado y sereno. Este recuerdo tiene un valor inestimable para mí.

A continuación reposa sobre un cojín de terciopelo un ladrillo corriente de arcilla, de color amarillo rosado, algo agrietado y descantillado en una punta. De no haber sido por una circunstancia afortunada y por mi presencia de espíritu, no hubiera regresado, por su culpa, de mi expedición a la nebulosa del Can Mayor. Solía llevar este ladrillo conmigo cuando viajaba a las regiones más frías del espacio; acostumbraba a ponerlo un buen rato en el motor atómico, para colocario bien calentito en mi cama antes de acostarme. En el cuadrante superior izquierdo de la Vía Láctea, allí donde la aglomeración estelar de Orión se junta con las constelaciones de Sagitario, fui testigo, volando a velocidad reducida, del encontronazo de dos enormes meteoritos. El espectáculo de las llamas de la explosión en las tinieblas me impresionó de tal modo que alargué la mano para coger una toalla y secarme el sudor de la frente. Me olvidé de que había envuelto en ella el ladrillo y, al levantar impetuosamente la mano casi me aplasto el cráneo. Por suerte, gracias a la rapidez de reflejos que me es propia, me di cuenta a tiempo del peligro.

Al lado del ladrillo puse una cajita de madera que contiene un cortaplumas, mi compañero de numerosos viajes. Para demostrar el cariño que le tengo, voy a contar una historia digna de ser conocida:

Abandoné Satellina a las dos de la tarde con un constipado tremendo. El médico del lugar a quien había consultado me aconsejó que me hiciera cortar la nariz, una intervención sin importancia para los habitantes de aquel planeta, ya que las narices les vuelven a crecer como a nosotros las uñas. Desalentado por esta proposición, de la casa del médico me fui directamente al aeropuerto para dirigirme a otras regiones celestes donde la medicina tuviera un nivel más alto. En todo el viaje tuve mala suerte. Ya al principio, cuando apenas me había alejado del planeta novecientos mil kilómetros, oí la señal distintiva de un cohete, así que pregunté por radio quién iba allí. En vez de contestar, me hicieron la misma pregunta.

-¡Dilo tú primero! -le espeté bastante duramente, irritado por la mala educación de aquel individuo.

-Dilo tú primero -replicó el otro. Este remedo me enfureció tanto que no anduve con rodeos para informar al viajero desconocido de mi opinión sobre su descaro. El tampoco se tragó la lengua; empezamos a discutir con una rabia creciente hasta que al cabo de un cuarto de hora, indignado a más no poder, me di cuenta de que no había ningún otro cohete y que la voz que oía era sencillamente el eco mi propia radio reflejada por la superficie de la luna Satellina, a cuyo lado estaba pasando. No la había visto hasta entonces porque mostraba su hemisferio nocturno, cubierto por las sombras.

Una hora después, más o menos, al querer pelar una manzana, advertí que no tenía mi cortaplumas. Recordé en seguida dónde lo habia sacado la última vez: fue en el bar del aeródromo de Satellina. Lo puse sobre un mostrador inclinado y debió de resbalar al suelo, en un rincón. Veía tan claro la situación que lo hubiera podido encontrar con los ojos cerrados. Hice dar media vuelta al cohete pero tropecé con una dificultad: todo el cielo centelleaba de luces parpadeantes, así que no sabía dónde buscar a Satellina, uno de los mil cuatrocientos ochenta globos que giran alrededor del sol de Eripelaso. La mayoría de ellos posee, además, varias lunas, grandes como planetas, lo que dificulta todavía más la orientación. Preocupado, me decidí a llamar a Satellina por radio. En respuesta oí las señales de varias decenas de estaciones hablando a la vez en una cacofonía incomprensible. Has de saber, lector, que los habitantes del sistema de Eripelaso son tan amables como desordenados. Sin pensar en el caos que creaban, dieron el nombre de «Satellina» a unos doscientos planetas más o menos. Estaba contemplando por la ventana millares de lucecitas; en una de ellas se encontraba mi cortaplumas, pero hubiera sido más fácil encontrar una aguja en un pajar que un planeta determinado en aquel hormiguero estelar. Finalmente decidí abandonarme a la suerte y puse rumbo a un planeta que aparecía frente a mi proa.
Al cabo de un cuarto de hora estaba bajando al aeropuerto. Era completamente igual que el que dejé a las dos, por lo que me dirigí directamente al bar, encantado con mi buena suerte. Sin embargo, cuál no fue mi decepción cuando, a pesar de la búsqueda más minuciosa, no encontré el cortaplumas. Sólo quedaba una alternativa: o se lo había llevado alguien, o no era el mismo planeta. Después de interrogar a unos indígenas, me convencí de que la segunda suposición era la buena. Me encontraba en Andrigón, un planeta viejo, carcomido y friable que deberían haber retirado de su órbita hace tiempo; pero nadie se preocupaba por él, ya que estaba lejos de las principales rutas de cohetes.

En el campo de aviación me preguntaron qué Satellina estaba buscando: al parecer, los globos de este nombre estaban numerados. No supe qué decir, no recordaba ningún número. Mientras tanto llegaron las autoridades locales, avisadas por el comandante del aeropuerto, para recibirme con solemnidad.

Era un gran día para los andrigonianos; en todos los colegios se celebraban los exámenes finales de bachillerato. Uno de los representantes del gobierno me preguntó si no quería honrar este acto con mi presencia. Recibido con tanta hospitalidad, no pude rechazar esta proposición. De modo que desde el aeropuerto nos trasladamos directamente en barglo (grandes reptiles sin patas, parecidos a serpientes, que suelen usarse en Andrigón como monturas) a la ciudad. Después de presentarme a la numerosa juventud y al profesorado como huésped de honor llegado de la Tierra, el representante del gobierno abandonó la sala. Los profesores me ofrecieron un asiento en el centro de la cerba (especie de mesa), después de lo cual se reanudó el examen, interrumpido por nuestra entrada. Los alumnos, excitados por mi presencia, al principio tartamudeaban un poco por turbación, pero yo los animaba con una sonrisa cordial, incluso soplaba a algún que otro la palabra justa, así que el hielo no tardó en romperse. Las respuestas eran cada vez mejores. Tras otros, acudió ante la comisión examinadora un joven andrigoniano cubierto de zongos (una clase de ostras usada a guisa de trajes), los más bonitos que jamás había visto, y empezó a contestar las preguntas con gran elocuencia y don de palabra. La escuché con placer, constatando que el nivel de enseñanza era bastante alto en el planeta.

De pronto, el examinador hizo la siguiente pregunta:

-¿Podría el candidato demostrarnos por qué la vida en la Tierra es imposible? 

Inclinándose en un leve saludo, el joven emprendió una disertación exhaustiva y rigurosamente lógica, en la cual patentizó incontestablemente que la mayor parte de la superficie terrestre estaba inundada de aguas frías y muy profundas, a las que mantenían a temperatura cercana a cero grados los numerosos icebergs que en ellas flotaban; que no sólo en los polos, sino también en las regiones vecinas reinaba un frío tremendo y hielos eternos, y que durante la mitad del año reinaba en ellas la noche ininterrumpida; que, como podía observarse muy bien con instrumentos astronómicos, los continentes, aun en las regiones de clima más templado, se revestían durante varios meses al año del vapor de agua helado, llamado nieve, cuyas gruesas capas cubrían montañas y valles; que la gran Luna de la Tierra producía en esta última olas de mareas altas y bajas de nefastas consecuencias erosivas; que con la ayuda de telescopios potentes podía advertirse con qué frecuencia grandes espacios del planeta se hundían en la penumbra, causada por el espesor de las nubes; que en la atmósfera se producían espantosos ciclones, tifones y tormentas, lo que, en conjunto, excluía totalmente la posibilidad de
existencia de vida bajo cualquier forma.

-Si un ser vivo -terminó en voz sonora el joven andrigoniano- aterrizara para su desgracia en la Tierra, moriría andrigoniablemente, aplastado por la enorme presión de la atmósfera de aquel lugar, igual, a nivel del mar, a un kilómetro por centímetro cuadrado, o sea, a 760 milímetros de la columna de mercurio.

Esta exposición tan documentada logró la aprobación general de la comisión examinadora. Petrificado de asombro, tardé en reaccionar. Sólo cuando el profesor pasaba a la siguiente pregunta, exclamé:

-Me perdonarán, dignos andrigonianos, pero... yo procedo precisamente de la Tierra; no dudarán de que estoy vivo, y han oído cómo me presentaban aquí...

Mis palabras fueron acogidas con un silencio reprobador. Los profesores estaban tan ofendidos por mi intervención tan falta de tacto que apenas podían dominar su indignación. Los jóvenes, que no saben ocultar sus emociones como lo hace la edad madura, me miraban con hostilidad manifiesta. Finalmente el examinador dijo con frialdad:

-Permítame usted, señor invitado, que le pregunte si no exige demasiado de nuestra hospitalidad. ¿No le basta con la acogida, honores y muestras de respeto que ha recibido? ¿No le dimos satisfacción suficiente invitándole a la Alta Cerba del Bachillerato? ¿Le parece poco y exige por añadidura que cambiemos, especialmente para usted, el... programa escolar?

-Es que... la Tierra está habitada de veras... -mascullé, confundido.

-Si así fuera -dijo el examinador mirándome como si yo fuera transparente-, sería una perversidad de la Naturaleza.

Juzgué que estas palabras constituían un ultraje para mi planeta natal; salí, pues, inmediatamente de la sala sin despedirme de nadie, monté el primer barglo que pasaba, fui al aeropuerto y, sacudiéndome de los zapatos el polvo de Andrigón, arranqué de allí para continuar mi búsqueda del cortaplumas.

Fue bastante largo: aterricé sucesivamente en los cinco planetas del grupo de Lindenblad, en los globos de los Estereópropos y Melacianos, en siete grandes cuerpos de la familia planetaria del sol de Casiopea; visité Osterilia, Averancia, Meltonia, Latérnida, todas las ramificaciones de la gran Nebulosa Espiral de Andrómeda, los sistemas de Plesiomaco, Gastroclancio, Eutrema, Simenófora y Paralbida; el año siguiente registré sistemáticamente las cercanías de todas las estrellas de Sappona y Melenvaga, así como los globos Erítronia, Arrhenoida, Eodocia, Artenuria y Estroglón, junto con sus ochenta lunas, algunas tan pequeñas que apenas había donde posar el cohete. En la Osa Menor no pude aterrizar: estaba cerrada, porque estaban haciendo el inventario. Vino luego el turno de Cefeida y Ardenida; por poco lo abandono todo, desalentado, cuando volví a aterrizar por eror en Lindenblad.

Pero no me di por vencido y, tal como corresponde a un verdadero investigador, seguí con mis pesquisas. Al cabo de tres semanas, advertí un planeta parecido a Satellina como dos gotas de agua; el corazón me latía con fuerza mientras daba vueltas a su alrededor en una espiral cada vez más estrecha, esforzando la vista para encontrar el aeropuerto; pero fue en vano: no estaba en ninguna parte. Quería ya alejarme al espacio cósmico cuando me di cuenta de que alguien diminuto me hacía señales desde el suelo. Apagué el motor, bajé en vuelo planeado y posé el vehículo cerca de un pintoresco grupo de rocas en cuya cima se elevaba un edificio de piedra tallada, bastante grande. A mi encuentro venía corriendo por el campo un anciano de alta estatura, vestido con el hábito blanco de los monjes dominicos. Era, como supe más tarde, el padre Lacimón, superior de todas las misiones establecidas en las constelaciones vecinas en un radio de seiscientos años luz.

En aquella región se cuentan cinco millones de planetas más o menos, entre los cuales hay dos millones cuatrocientos mil habitados. El padre Lacimón, al enterarse de la causa de mi llegada, me expresó su condolencia y al mismo tiempo su alegría, ya que, como me dijo llevaba siete meses sin ver a un hombre.

-Me habitué tanto a las costumbres de los meodracitas que habitan este planeta -dijo que a menudo me sorprendo a mi mismo en un error ridículo: cuando quiero escuchar con atención, levanto los brazos como ellos (todos saben que los meodracitas tienen las orejas en las axilas).

El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y, para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza de la casa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimos en el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquel silencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándome sus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.

Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros que tiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio las descripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de las condiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabia quién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cinco sexos: era un problema arduo para los teólogos.

Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:

-Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?

Dije que no sabía nada.

-Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su comportamiento...

Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.

-En una atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar dia y noche sobre los principios de la fe. Después de explicar a los memnogos la historia del Viejo y del Nuevo Testamento, el Apocalipsis y las Cartas de los Apóstoles pasó a las vidas de los mártires del Señor. Pobre, éste fue siempre su tema predilecto...

Sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, el padre Lacimón siguió hablando en voz trémula:

-Les narró, pues, la vida de San Juan, que logró la luz eterna por ser hervido en aceite, la de Santa Agueda, que se dejó cortar la cabeza por la fe, la de San Sebastián, que acribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el Paraíso por los coros angélicos; les habló de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento de descuartización, estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis con la seguridad de ganarse un sitial a la diestra del Señor de las huestes celestiales. Cuando les había relatado la historia de muchas vidas parecidas, dignas de ser imitadas, los memnogos, todo oídos, empezaron a mirarse de soslayo; el mayor de ellos preguntó tímidamente:

-Reverendo sacerdote nuestro, maestro y padre venerable, si el atrevimiento de tus indignos servidores no es demasiado grande, dinos, te rogamos, si el alma de todo hombre dispuesto a sufrir martirio va al cielo.

-Indudablemente, si, hijo mío -repuso el padre Oribacio.

-¿Ah, si? Muy bien... -dijo lentamente el memnogo-. ¿Y tú, padre venerado, deseas ir al
cielo?

-Es mi más ferviente deseo, hijo mío.

-¿Deseas también ser santo? -siguió preguntando el memnogo.

-Hijo amado, ¿quién no lo quisiera? Pero yo, un pobre pecador, no puede soñar siquiera con una dignidad tan elevada. Para conseguirlo hay que emplear todas las fuerzas del espíritu y toda la humildad del corazón...

-Pero tú quieres ser santo, ¿no es verdad? -volvió a asegurarse el mayor de los memnogos, echando una mirada significativa a sus compañeros, que ya se levantaban disimuladamente de sus asientos.

-Claro que si, hijo mío.

-¡En tal caso, nosotros te ayudaremos!

-¿De qué manera, amados míos? -sonrió el padre Oribacio, conmovido por el ingenuo celo de su fiel rebaño.

Entonces los memnogos lo cogieron suavemente pero con firmeza por los brazos y
dijeron:

-¡De la manera, querido padre, que tú mismo nos enseñaste!

Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untaron con pez, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con San Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como los paganos a San Pafnucio, le abrieron el vientre y se lo rellenaron con un haz de paja igual que le pasó a la beata Elisabeth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como los emalquitas a San Hugo, le rompieron las costillas como los tiracusanos a San Enrique de Padua, y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la Doncella de Orleáns.

Después descansaron un ratito, se lavaron y empezaron a verter lágrimas amargas por su pastor amadísimo perdido para siempre. Los encontré así, desesperados, al pasar por su parroquia durante mi visita a todas las estrellas de la diócesis. Cuando me dijeron lo que habían hecho, se me pusieron los pelos de punta. Al colmo del desespero, grité:

-¡Indignos criminales! ¡El mismo infierno es poco para vosotros! ¿Sabéis que
condenasteis vuestras almas para la eternidad?

-¡Oh, si -contestaron sollozando-, lo sabemos!

Aquel memnogo tan grande se puso en pie y me dijo:

-Venerable padre, sabemos que seremos condenados y atormentados hasta el fin del mundo: tuvimos que luchar desesperadamente con nuestra propia conciencia antes de tomar aquella decisión, pero el padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa que un buen cristiano no hiciera por su prójimo, que había que dárselo todo y estar preparado para todo. Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación, deseando solamente que nuestro amadisimo pastor tuviera la corona de mártir y la santidad. No puedes imaginar qué difícil fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padre Oribacio nadie aquí era capaz de matar una mosca. Le suplicamos, pues, repetidas veces, le pedimos de rodillas que cediera un poco y suavizara la dureza de las obligaciones del creyente, pero él afirmaba que por el prójimo se debía hacer todo, sin excepciones. Nos convencimos finalmente de que no podíamos negarle nada. Comprendíamos igualmente que éramos muy poca cosa en comparación con aquel santo varón y que merecía nuestros mayores sacrificios. Creemos firmemente que nuestro acto tuvo éxito y que el padre Oribacio mora ahora en el cielo. Aquí tienes, padre venerable, la bolsa con la cantidad que hemos reunido para su proceso de canonización, porque él nos había explicado que así se hacía y que era imprescindible. Debo decirte que sólo le hemos aplicado sus torturas preferidas, las que nos describía con mayor entusiasmo.

Confiábamos que le serían gratas; sin embargo, él se resistía, y lo que menos le gustó fue tragar el plomo hirviente. En cualquier caso, no quisimos admitir que el sacerdote nos decía una cosa, pensando otra. Sus gritos no podían ser más que una señal de descontento de unas partículas bajas y corporales de su ser, así que no le hicimos caso, conforme a sus enseñanzas de que había que rebajar el cuerpo para enaltecer el espíritu. En el afán de animarle, le recordamos los principios que nos inculcaba, a lo que el padre Oribacio contestó con una sola palabra, desconocida e incomprensible para nosotros; seguimos sin entenderla, porque no la hemos encontrado ni en los libros de oraciones que nos había regalado ni en las Santas Escrituras.

Al llegar al final de su relato, el padre Lacimón se limpió la frente, perlada de gruesas gotas de sudor. Durante un largo rato ni él ni yo proferimos una palabra. Finalmente, el anciano dominico rompió el silencio diciendo:

-¡Ya me dirá usted cómo se puede ser pastor de almas en estas condiciones! ¡Fíjese ahora en esto! 

-El padre Lacimón golpeó con la mano una carta abierta sobre la mesa-. El padre Hipólito me informa desde Arpetusa, un pequeño planeta de la Libra, que sus habitantes se niegan a contraer matrimonio y procrear hijos, de modo que su raza corre el peligro de extinción total.

-¿Por qué? -pregunté, asombrado.

-¡Porque al oír que las relaciones carnales eran un pecado, desearon tanto la salvación, que todos hicieron voto de castidad y lo mantienen! La Iglesia lleva dos mil años pregonando la preponderancia de los cuidados necesarios para la salvación del alma sobre los de los asuntos terrenales, pero nadie lo tomaba al pie de la letra, ¡por el amor de Dios! Todos esos arpetusanos, digo bien, todos, sintieron la vocación e ingresaron en masa en las órdenes; observan las reglas de manera ejemplar, rezan, ayunan y se mortifican, mientras que faltan manos en la industria y la agricultura, se ve venir el hambre y el fin del planeta. Mandé un informe sobre ello a Roma, pero, como de costumbre, la respuesta es el silencio...

-Encuentro que lo de llevar la fe a otros planetas fue un paso arriesgado... -observé.

-¿Y qué remedio quedaba? La Iglesia no tiene prisa, 'Ecclesia non festinat', bien lo sabemos, ya que su reino no es de este mundo; ¡pero mientras el Colegio Cardenalicio celebraba consejos y vacilaba, en los planetas empezaron a crecer como setas después de la lluvia las misiones de calvinistas, baptistas, redentoristas, mariavitas, adventistas y no sé cuántas más todavia! Tuvimos, pues, que salvar lo que aún se podía salvar. Bueno, querido señor, ya que se lo he dicho todo... venga conmigo.

El padre Lacimón me condujo a su despacho. Un enorme mapa azul del cielo estelar ocupaba toda una pared; del lado derecho, una gran parte de él estaba tapada con papel blanco.

-Mire esto -dijo, indicándome la parte tapada.

-¿Qué significa?

-Una derrota, señor. Una derrota definitiva. Estos terrenos están habitados por unos pueblos cuyo nivel de inteligencia es excepcionalmente alto. Allí practican solamente el materialismo y el ateísmo, y dirigen todos sus esfuerzos hacia el desarrollo de la ciencia, la técnica y el perfeccionamiento de las condiciones de vida en los planetas. Estuvimos enviándoles a nuestros misioneros más sabios, padres salesianos, benedictinos, dominicos, incluso jesuitas, predicadores inspirados de la palabra de Dios, oradores incomparables. ¡Todos, absolutamente todos, volvieron transformados en ateos!

El padre Lacimón, muy nervioso, se acercó a la mesa.

-Teníamos aquí a un tal padre Bonifacio; le recuerdo como a uno de los religiosos más fervientes: pasaba días y noches rezando de bruces en el suelo, todos los asuntos del mundo eran para él polvo y nada, para él no existía otra ocupación que el rezo del rosario ni una alegoría más grande que la misa. Pues bien: ¡al cabo de tres semanas de estar allí (el padre Lacimón indicó la parte tapada del mapa), se matriculó en una escuela de ingenieros y escribió el libro que aquí tiene! -El dominico levantó de la mesa un grueso volumen y volvió a tirarlo con asco. Lo abrí y leí el título: "Medios de aumentar la seguridad de los vuelos espaciales".

-Dio preferencia a la seguridad del miserable cuerpo antes que a la del espíritu, ¿no esmonstruoso? Enviamos unos informes alarmantes y esta vez la Sede Apostólica no tardó en reaccionar. En colaboración con la embajada apericana en Roma, la Academia Papal elaboró estas obras. -El Director de las Misiones se acercó a un cofre de gran tamaño y lo abrió: estaba lleno de gruesos volúmenes 'in quarto'.

-Hay aquí cerca de doscientos tomos que describen con todo detalle los métodos de violencia, terror, sugestión, chantaje, imposición, hipnosis, drogas, torturas y reflejos condicionados, empleados por ellos para el exterminio de la fe. Se me ponían los pelos de punta mientras los estaba leyendo. Hay fotos, declaraciones, informes, pruebas materiales, relatos de testigos oculares y Dios sabe cuántas cosas más. Me devano los sesos para comprender cómo pudieron hacerlo tan aprisa y en qué consiste la técnica americana, puesto que, mi querido señor... ¡la realidad es mucho más terrible!

El padre Lacimón se me acercó y, quemándome con el aliento, me susurró al oído:

-Estoy aquí, cerca, y me doy cuenta mejor... Ellos no mortifican, no fuerzan a nada, no torturan ni meten tornillos en los cerebros; sencillamente, enseñan qué es el universo, de dónde surgió la vida, cómo nace una conciencia y cómo aplicar la ciencia para el provecho general. Disponen de una prueba con cuya ayuda saben demostrar como dos y dos son cuatro, que el mundo entero es exclusivamente material. Entre todos mis misioneros, el único en salvar su fe fue el padre Servacio ¡y sólo porque es sordo como una tapia y no oyó nada de lo que le decían! ¡Si, esto es peor que las torturas, señor! Tenía aquí una religiosa joven, una carmelita, criatura muy espiritual, entregada al cielo; siempre ayunaba, se mortificaba, tenía estigmas, visiones, se comunicaba con los santos, era una devota especial de santa Melania y seguía su ejemplo de todo corazón; por si fuera poco, de vez en cuando veía al mismo arcángel Gabriel... Un buen día se marchó allí -(el padre Lacimón me indicó el lado derecho del mapa)-. La dejé ir tranquilo porque era pobre de espíritu y de ellos es el Reino de los Cielos; en cuanto uno empieza a preguntarse qué, de dónde y cómo, en seguida se abren precipicios de herejía. Estaba seguro de que los argumentos de sabiduría de aquéllos no harían mella en su mente. Lo que pasó fue que después de su primera visión de los santos conjugada con un acceso de éxtasis religiosa, fue diagnosticada como neurótica, o algo por el estilo, no sé como lo llaman, y tratada con baños, jardinería, le dieron juguetes, muñecas, que sé yo. Volvió al cabo de cuatro meses... ¡En qué estado!

El padre Lacimón temblaba.

-¿Qué le ocurrió? -pregunté, lleno de compasión.

-Dejó de tener visiones, terminó un cursillo para pilotos de cohetes y tomó parte en una expedición investigadora al núcleo de la Galaxia, ¡pobre niña! Hace poco me dijeron que se le había aparecido santa Melania: mi corazón tembló con una esperanza gozosa, pero resultó que sólo soñó con su tía. Le digo: desgracia, ruina, derrota. ¡Qué ingenuos son esos especialistas americanos! Justo me acaban de avisar de un envío de cinco toneladas de libros y literatura sobre las crueldades de los enemigos de la fe. ¡Ah, si ellos quisieran perseguir la religión, cerrar las iglesias y vejar a los fieles! Desgraciadamente, no hacen nada parecido; lo permiten todo: la celebración de los oficios igual que la enseñanza religiosa, limitándose a difundir sus tesis y teorías. Probamos de aplicar este método durante un tiempo, pero no dio resultado.

-Perdón, ¿de qué método habla?

-Bueno, hemos tapado con papel aquella parte del Universo e ignoramos su existencia, pero no surtió efecto. Actualmente se habla en Roma de una cruzada en defensa de la fe.

-¿Usted qué opina de ello, Padre?

-No me parece una mala idea; si se volara sus planetas, destruyera las ciudades, quemara los libros y a ellos se los matara sin dejar uno, se salvaría tal vez el principio del amor al prójimo; pero ¿quiénes han de ser los cruzados? ¿Los memnogos? ¿O acaso los apertusanos? ¡No sé si reírme o llorar!

Reinó un profundo silencio. Movido por una sincera compasión, puse la mano en el hombro del sacerdote atribulado para confortarle con un abrazo; en aquel momento algo se deslizó de mi manga, relució y golpeó el suelo. ¡Quién pudiera describir mi alegría y sorpresa, cuando reconocí mi cortaplumas! ¡Resultó que había pasado tranquilamente todo ese tiempo bajo el forro de mi chaqueta, donde había caído por un agujero en el bolsillo!

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