EXPEDICIÓN PRIMERA,
o El electrobardo de Trurl
A fin de evitar
toda clase de reproches y malentendidos, debemos aclarar que fue, al
menos en el sentido literal, una expedición a ninguna parte. Trurl
no se había movido durante aquel tiempo de su casa, excepto los días
pasados en las clínicas y un corto viaje sin importancia a un
planetoide. Sin embargo, en el sentido profundo y elevado, fue una de
las expediciones más lejanas que el insigne constructor haya
emprendido, ya que le condujo a los mismos límites de lo posible.
Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser
capaz de una sola operación: multiplicaba únicamente dos por dos,
dando, encima, un resultado falso. La máquina era, empero, muy
ambiciosa y su disputa con su propio constructor casi termina
trágicamente.
Desde entonces Clapaucio le amargaba la
vida a Trurl con sus pullas y sarcasmos, hasta que éste se enfadó y
decidió hacer una máquina que escribiera poemas. Para este objeto,
reunió ochocientas veinte toneladas de literatura cibernética y
doce mil toneladas de poesía, y se puso a estudiar. Cuando ya no
podía aguantar más la cibernética, pasaba a la lírica y
viceversa.
Al cabo de un tiempo se convenció de que la
construcción de la máquina era una pura bagatela al lado de su
programación. El programa que tiene en la cabeza un poeta corriente
está creado por la civilización en cuyo medio ha nacido, la cual, a
su vez, ha sido preparada por la que la precedió; esta última, por
otra, más temprana todavía, y así, hasta los mismos comienzos del
Universo, cuando las informaciones relativas al futuro poeta daban
vueltas caóticas todavía en el núcleo de la primera nebulosa. Para
programar la máquina hacía falta, pues, volver a repetir antes, si
no todo el Cosmos desde el principio, por lo menos una buena parte de
él.
La magnitud de la tarea hubiera hecho renunciar a
cualquier persona que no fuera Trurl, pero al valiente constructor ni
se le ocurrió batirse en retirada. Lo primero que hizo fue inventar
una máquina que modelaba el caos y en la cual el espíritu eléctrico
sobrevolaba las eléctricas aguas. Luego añadió el parámetro de la
luz, luego el de las nebulosas, acercándose así, paso a paso, a la
primera época glacial, lo que sólo fue posible gracias a que su
máquina modelaba, durante una quintomillardécima fracción de
segundo, cien septillones de acontecimientos en cuatrocientos
octillones de lugares a la vez; si alguien supone que Trurl se
equivocó en alguna cifra, puede comprobar personalmente todos los
cálculos
Iba Trurl modelando
los inicios de la civilización, el tallado del sílex y el curtido
de pieles, saurios y diluvios, el cuadrupedismo y el rabismo; luego
hizo al pre-rostro-pálido que dio origen al rostro-pálido, inventor
de la primera máquina, y así se desarrollaba la obra por eones y
milenios, en medio del susurro de torbellinos y corrientes
eléctricas. Cuando en la máquina modeladora escaseaba el espacio
para la época siguiente, Trurl le fabricaba un nuevo compartimiento;
de esos adminículos se creó una especie de pueblo con cables y
lámparas tan enmarañados que ni el mismo diablo los podía
ordenar.
Sin embargo, Trurl iba saliendo del paso, y
sólo dos veces tuvo que repetir lo mismo: una vez, por desgracia,
fue obligado a volver casi al principio, porque le salió que Abel
mató a Caín y no Caín a Abel (por culpa de un cortocircuito de la
línea que se había quemado), la segunda vez bastó con retroceder
trescientos millones de años solamente, hasta el mesozoico medio, ya
que en vez del primer pez que dio origen al primer saurio que dio
origen al primer mamífero que dio origen al primer mono que dio
origen al primer rostro-pálido, pasó una cosa incomprensible: en
lugar del rostro-pálido le salió a Trurl el postre-cocido. Según
parece, una mosca se metió en la máquina, dando un golpe al
interruptor operacional superconductor.
Fuera de eso,
todo iba como una seda. Fueron modelados el medioevo y la antigüedad
y los tiempos de las grandes revoluciones, de modo que en ciertos
momentos toda la máquina temblaba y había que rociarla con agua y
envolverla en trapos mojados, para que no estallaran las lámparas
que modelaban los más importantes progresos de la civilización; esa
clase de progreso, sobre todo reproducido con tanta rapidez, por poco
destroza todas las piezas delicadas.
Hacia finales del
siglo XX la máquina cogió primero una vibración en diagonal y
luego un temblor longitudinal, sin ninguna causa aparente. Trurl se
preocupó mucho y hasta preparó una cantidad de cemento y grapas de
hierro para salvarla en caso de que se derrumbara. Afortunadamente,
no hubo que recurrir a medios tan extremos: tras pasar por el siglo
XX, la máquina recuperó su marcha normal. Después de esto vinieron
las sucesivas civilizaciones, cada una de cincuenta mil años de
duración, de seres perfectamente racionales, antepasados del mismo
Trurl; bobina tras bobina de procesos históricos modelados caían en
un contenedor, y eran tantas que, mirando con un catalejo desde lo
alto de la máquina, no se podían abarcar con la vista todos
aquellos montones. ¡Y pensar que todo esto era para fabricar un
poetastro cualquiera, por más bueno que fuera! ¡Ésos son los
resultados del exceso de celo científico!
Finalmente,
los programas quedaron listos; sólo faltaba escoger lo más esencial
de ellos, ya que, en caso contrario, el aprendizaje del electropoeta
hubiera costado muchos millones de años. Trurl gastó
dos semanas para introducir en su futuro electrovate los programas
generales; luego vino la afinación de circuitos lógicos,
emocionales y semánticos. Hubiera querido invitar a Clapaucio a la
puesta en marcha, pero reflexionó y optó por hacer la primera
prueba en soledad. La máquina pronunció en el acto una conferencia
sobre el pulido de prismas cristalográficos para el estudio inicial
de pequeñas anomalías magnéticas. Trurl debilitó, pues, los
circuitos lógicos y reforzó los emocionales: la
máquina reaccionó con un acceso de hipo y luego con otro de llanto,
para balbucear finalmente con gran esfuerzo que la vida era
horrible.
Trurl reforzó la semántica y construyó un
adminículo para la voluntad: la máquina manifestó que se le debía
obedecer en todo y exigió que se le añadieran seis pisos a los
nueve de que constaba para poder dedicarse a pensar en el enigma de
la existencia. Trurl le instaló un estrangulador filosófico y
entonces la máquina no le quiso hablar más y empezó a darle
sacudidas con la corriente.
Tras grandes súplicas,
consiguió que le cantara una corta canción: «Tengo una gatita con
cola blanquita», pero aquí pareció haberse agotado su repertorio.
Trurl se puso a atornillar, estrangular, reforzar, aflojar, regular,
hasta ponerla, según creía, en su punto. Entonces la máquina lo
obsequió con un poema de tal clase que dio gracias a Dios por
haberle inspirado prudencia.
¡Cómo se hubiera reído
Clapaucio oyendo aquellas innominables infracoplas, para cuya
preparación había sido derrochado el modelo operativo de la
creación del Cosmos y de todas las civilizaciones posibles! Acto
seguido, el constructor instaló en el artefacto seis filtros
antigrafómanos; le costó mucho trabajo porque se le partían como
cerillas. Por fin los hizo de corindón para que aguantaran. Las
cosas parecían ir mejor: Trurl aumentó la semántica, conectó el
generador de rimas y… por poco le tira una bomba a la máquina
cuando ésta le manifestó que deseaba ser misionero entre las tribus
estelares indigentes.
Sin embargo, en el último
momento, cuando ya se preparaba a atacarla con un martillo, tuvo una
idea salvadora: arrancó todos los circuitos lógicos y colocó en su
sitio unos egocentrizadores autoguiados con acoplamiento narcisista.
La máquina osciló, se rió, lloró y dijo que tenía un dolor en el
tercer piso, que estaba harta, que la vida era incomprensible y todos
los vivos unos villanos, que iba a morir pronto y que sólo tenía un
deseo: que la recordaran cuando ella ya no estuviera aquí. Luego
pidió papel para escribir.
Trurl suspiró, cortó la
corriente y se fue a dormir.
Al día siguiente visitó
a Clapaucio. Éste, al oír que se le invitaba a presenciar el
arranque del Electrobardo —así decidió Trurl llamar a la
máquina—, dejó su trabajo y acudió corriendo sin cambiarse de
ropa, tanta prisa tenía en ser testigo ocular del fracaso de su
amigo.
Trurl conectó primero los circuitos de
incandescencia, luego dio una potencia débil, subió corriendo unas
cuantas veces por la estruendosa escalera de chapas de hierro —el
Electrobardo se parecía a un enorme motor naval, rodeado de galerías
de acero, recubierto de planchas remachadas, con innúmeros relojes y
válvulas—, hasta que, enfebrecido, cuidando de que las tensiones
anódicas estuvieran en orden, dijo que, para entrar en calor, la
máquina empezaría por una pequeña improvisación sin pretensiones.
Luego, evidentemente, Clapaucio podría sugerirle temas de poesías a
su gusto y voluntad.
Cuando los indicadores de
amplificación mostraron que la fuerza lírica llegaba al máximo,
Trurl dio la vuelta al interruptor general con una mano apenas
temblorosa y, casi al instante, la máquina dijo en voz ligeramente
ronca, pero llena de encanto:
—Crocotulis
patongatovitocarocristofónico.
—¿Esto es todo?
—preguntó Clapaucio al cabo de un largo rato, con extraordinaria
amabilidad.
Trurl apretó los labios, dio a la máquina
unos golpes de corriente y volvió a conectar. Esta vez el timbre de
la voz era mucho más puro. ¡Qué deleite, aquel barítono grave,
matizado de seductoras inflexiones!
Apentula
norato toisones gordosos
En redeles cuvicla y mata
torrijas
Erpidanos manota y suple vencijas
Y mordientes purlones videa carposos.
—¿Qué
idioma habla? —preguntó Clapaucio, observando con perfecta calma
el cierto pánico que agitaba a Trurl junto al armario de mando.
El constructor, haciendo un ademán de desespero, corrió
finalmente escalera arriba hacia la cumbre del coloso de acero. Se lo
veía por abiertas escotillas, arrastrándose a cuatro patas en los
interiores de la máquina; se oían sus martillazos, rabiosas
palabrotas, ruidos de llaves y destornilladores; salía de un agujero
para meterse en otro, iba corriendo de galería en galería, hasta
que finalmente dio un grito triunfal, tiró al suelo una lámpara
quemada que se estrelló a un paso de los pies de Clapaucio (al que
ni siquiera pidió perdón), puso apresuradamente una nueva en su
sitio, se limpió las manos con un pañito de polvo y gritó a
Clapaucio desde arriba que conectara la máquina.
Se
dejaron oír entonces las siguientes palabras:
Tres soladas cayentes mondas correaban,
Apelaida
secuona mancionitas sorna,
Recha patebre y grita, las
fondas seaban,
Hasta que regruñente y sin ropa
torna.
—¡Esto va mejor! —exclamó Trurl,
no muy convencido—. Las últimas palabras tenían sentido. ¿Te
fijaste?
—Bueno… si esto es todo… —dijo
Clapaucio, sin abandonar su extrema urbanidad.
—¡A
la porra! —vociferó Trurl.
Y volvió a desaparecer
dentro de la máquina, de donde empezaron a llegar golpes y ruidos,
chasquidos de descargas y ahogados juramentos del constructor; por
fin sacó la cabeza por una pequeña escotilla del tercer piso y
gritó:
—¡Aprieta ahora!
Clapaucio lo
hizo. El Electrobardo tembló desde la base hasta la cumbre y
empezó:
Ávido de mocina sucia, pangel
panchurroso,
Traga las mimositas…
Aquí se interrumpió el poema: Trurl arrancó con rabia un cable,
la máquina tuvo un estertor y se quedó muda. Clapaucio reía tanto
que tuvo que sentarse en el suelo. Trurl seguía zarandeando los
cables y manecillas, de repente hubo un chasquido, una sacudida, y la
máquina pronunció en voz pausada y concreta
goísmos, envidias
—cosas de bastardo—.
Lo verá el que quiere con
Electrobardo
Medirse: un enano. Pero, ¡oh,
Clapaucio,
Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!
—¡Vaya! ¡No me digas! ¡Un epigrama! ¡Muy
oportuno! —exclamaba Trurl, girando sobre sí mismo cada vez más
abajo, ya que estaba bajando a la carrera por una estrecha escalerita
de caracol, hasta que, saltando afuera, casi chocó con su colega,
que había cesado de reír, un tanto sorprendido.
—Es
malísimo —dijo enseguida Clapaucio—. Además, ¡no es él, sino
tú!
—Yo, ¿qué?
—Lo has compuesto
tú de antemano. Lo reconozco por el primitivismo, la malicia sin
vigor y la pobreza de rimas.
—¿Eso crees? ¡Muy
bien! ¡Pídele otra cosa! ¡Lo que quieras! ¿Por qué no dices
nada? ¿Tienes miedo?
—No tengo ningún miedo. Estoy
pensando —contestó Clapaucio, nervioso, esforzándose en encontrar
un tema de lo más difícil, ya que suponía, no sin razón, que la
discusión acerca de la perfección —o los defectos— del poema
compuesto por la máquina sería ardua de zanjar.
—¡Que
haga un poema sobre la ciberótica! —dijo de pronto, sonriendo—.
Quiero que tenga máximo seis versículos y que se hable en ellos del
amor y de la traición, de la música, de altas esferas, de los
desengaños, del incesto, todo en rimas, ¡y que todas las palabras
empiecen por la letra C!
—¿Por qué no pides de paso
que incluya también toda la teoría general de la automática
infinita? —chilló Trurl, fuera de sí—. ¡No se puede poner
condiciones tan creti…!
La frase quedó sin terminar,
porque ya vibraba en la nave el suave barítono:
Ciberotómano Cassio, cruel, cínico,
Cuando
condesa Clara cortaba claveles,
Clamó: «¡En mi
corazón candente cántico
El cupido te canta a cien
centíbeles!»
Cándida, le creía… Cassio
casquivano
Camela a la cuñada de cogote cano.
—¿Qué… qué te parece? —Trurl le miraba con
los brazos en jarras, pero Clapaucio ya estaba gritando:
—¡Ahora con la G! Un cuarteto sobre un ser que era al mismo
tiempo una máquina pensante e irreflexiva, violenta y cruel, que
tenía dieciséis concubinas, alas, cuatro cofres pintados y en cada
uno mil monedas de oro con el perfil del emperador Murdebrod, dos
palacios, y que llenaba su vida con asesinatos y…
Golestano garboso gastaba gonela…
…empezó
a recitar la máquina, pero Trurl saltó hacia la consola, pulsó el
interruptor y, protegiéndolo con su cuerpo, dijo con voz ahogada:
—¡Se acabaron las bromas tontas! ¡No permitiré que se malogre
un gran talento! ¡O encargas poemas decentes, o se levanta la
sesión!
—¿Qué pasa? ¿No
son versos decentes?… —quiso discutir Clapaucio.
—¡No! ¡Son unos rompecabezas, unos trabalenguas! ¡No he
construido la máquina para que resolviera crucigramas idiotas! ¡Lo
que tú le pides son malabarismos, y no el Gran Arte! Dale un tema
serio, aunque sea difícil.
Clapaucio pensó, pensó
mucho, hasta que de pronto frunció el ceño y dijo:
—De acuerdo. Que hable del amor y de la muerte, pero expresándose
en términos de matemáticas superiores, sobre todo los del álgebra
de tensores. Puede entrar también la topología superior y el
análisis. Que el poema sea fuerte en erótica, incluso atrevido, y
que todo pase en las esferas cibernéticas.
—Estás
loco. ¿Sobre el amor en el lenguaje matemático? No, verdaderamente,
deberías cuidarte —dijo Trurl, pero se calló enseguida: el
Electrobardo se puso a recitar:
Un ciberneta
joven potencias extremas
Estudiaba, y grupos
unimodulares
De Ciberias, en largas tardes
estivales,
Sin vivir del Amor grandes teoremas.
¡Huye…! ¡Huye, Laplace que llenas mis días!
¡Tus versares, vectores que sorben mis noches!
¡A
mí, contraimagen! Los dulces reproches
Oír de mi
amante, oh, alma, querías.
Yo temblores, estigmas,
leyes simbólicas
Mutaré en contactos y rayos
hertzianos,
Todos tan cascadantes, tan
archirollanos
Que serán nuestras vidas libres y
únicas.
¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, quanta
potentes!
¡Continuum infinito! ¡Presistema
blanco!
Olvido a Christoffel, a Stokes arranco
De mi ser. Sólo quiero tus suaves mordientes.
De
escalas plurales abismal esfera,
¡Enseña al esclavo
de Cuerpos primarios
Contada en gradientes de soles
terciarios
Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!
Desconoce deleites quien, a esta hora,
En el
espacio de Weyl y en el estudio
Topológico de
Brouwer no ve el preludio
Al análisis de curvas que
Moebius ignora,
¡Tú, de los sentimientos caso
comitante!
Cuánto debe amarte, tan sólo lo siente
Quien con los parámetros alienta su mente
Y en
nanosegundos sufre, delirante.
Como al punto, base de
la holometría,
Quitan coordenadas asíntotas cero,
Así al ciberneta, último, postrero
Soplo de
vida quita del amor porfía.
Aquí terminaron las
justas poéticas: Clapaucio se marchó inmediatamente a casa,
diciendo que no tardaría en volver con temas nuevos, pero no
apareció más por allí, temiendo dar a Trurl, a pesar suyo, otros
motivos de orgullo; aquél, por su parte, contaba que Clapaucio se
fugó, incapaz de esconder una violenta conmoción. En respuesta, su
amigo afirmaba que desde la fabricación del Electrobardo, a Trurl se
le habían subido demasiado los humos a la cabeza.
Al
poco tiempo, la noticia de la existencia del vate eléctrico llegó a
los poetas verdaderos, o sea corrientes. Indignados y heridos en lo
más profundo de su ser, decidieron ignorar a la máquina, pero la
curiosidad empujó a unos cuantos a hacer una visita secreta al
Electrobardo. Éste los recibió amablemente en la sala, llena de
hojas escritas, ya que su producción artística no se interrumpía
ni de día ni de noche. Los poetas pertenecían a la vanguardia
literaria; en cambio el Electrobardo creaba en el estilo tradicional,
puesto que Trurl, no demasiado ducho en poesía, basó los programas
inspiradores en las obras de los clásicos. Los visitantes se rieron,
pues, tanto del Electrobardo, que por poco le estallan los cátodos,
y se marcharon, triunfantes.
Sin embargo, la máquina
estaba equipada para la autoprogramación y contaba con un circuito
especial de intensificación ambicional con interceptores de seis
kiloamperios, así que pronto la situación cambió totalmente. Desde
entonces, los poemas eran oscuros, incomprensibles, turpistas,
mágicos y tan conmovedores que nadie comprendía una palabra. De
modo que, cuando el siguiente grupo de poetas acudió para reírse de
la máquina, ésta les asestó una improvisación tan moderna que se
les cortó el aliento. El siguiente poema le provocó un grave
colapso a un autor maduro, que tenía dos premios nacionales y una
estatua en el parque municipal.
Desde aquel día, no
hubo poeta que resistiera al suicida antojo de retar al Electrobardo
a un torneo literario. Los autores venían de todas partes,
acarreando sacos y toneles llenos de manuscritos. El Electrobardo
dejaba declamar a cada uno lo suyo, cogía al vuelo el algoritmo de
aquella poesía y, basándose en él, replicaba con unos versos
mantenidos en el mismo espíritu, pero de doscientas veinte a
trescientas cuarenta y siete veces mejores.
En corto
período de tiempo llegó a tener tanta práctica, que con uno o dos
sonetos derribaba al más afamado de los vates. Éste fue el aspecto
peor de las cosas, ya que resultaba que de esas luchas salían
indemnes sólo los grafómanos que, como todos saben, no son capaces
de apreciar la diferencia entre los versos buenos y malos; se
marchaban, pues, impunes. Solamente uno de ellos se rompió una vez
una pierna, tropezando en la puerta con un gran poema épico del
Electrobardo, completamente nuevo, que empezaba con las siguientes
palabras:
¡Oh, noche tenebrosa! ¡Noche de
misterios!
Una huella tangible, pero no certera…
Y el viento cálido, y tus ojos serios,
Y los
pasos. Los pasos del que desespera.
El
Electrobardo diezmaba, en cambio, a los poetas auténticos;
indirectamente, por cierto, ya que no les hacía nada malo. No
obstante, primero un lírico de edad provecta y luego dos
vanguardistas se suicidaron, saltando de un alto peñasco que, por un
fatal concurso de circunstancias, se erigía junto al camino entre la
casa de Trurl y la estación de ferrocarriles.
Los
poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta,
postulando el cierre y sellado de la máquina; pero, fuera de ellos,
nadie se preocupó por los luctuosos incidentes. Bien al contrario,
las redacciones de los periódicos estaban muy satisfechas, puesto
que el Electrobardo, escribiendo bajo miles de seudónimos, siempre
tenía listo un poema de dimensión indicada para cada ocasión. Su
poesía circunstancial tenía tal calidad que los ciudadanos agotaban
en unos momentos tirajes enteros: en las calles se veían rostros de
expresión embelesada y soñadoras sonrisas, y se oían gentes
sollozando quedamente.
Todo el mundo conocía los
poemas del Electrobardo; el ambiente ciudadano estaba saturado de
preciosas rimas, y las naturalezas particularmente sensibles,
alcanzadas por una metáfora o una asonancia especialmente lograda,
incluso se desmayaban de impresión. El gigante de inspiración
estaba preparado para estos trances, produciendo al acto una cantidad
correspondiente de sonetos vivificadores.
Al mismo
Trurl, su obra le acarreó serios problemas. Los clásicos —ya
ancianos en su mayoría— no le perjudicaron mucho, si no se toma en
cuenta las piedras con que le rompían sistemáticamente los vidrios,
así como unas ciertas sustancias —imposibles de nombrar aquí—
que tiraban sobre las paredes de su casa. Los jóvenes hacían cosas
peores. Un poeta de la nueva ola, cuyos versos se distinguían por
tanta fuerza lírica como él mismo por la física, le propinó una
tremenda paliza.
Mientras Trurl recobraba la salud en
el hospital, los incidentes se multiplicaban. No pasaba un día sin
un nuevo suicidio o entierro; ante la puerta del hospital se paseaban
unos piquetes, incluso se oían tiroteos, ya que muchos poetas, en
vez de manuscritos, traían en sus carteras unas pistolas para
disparar contra el Electrobardo, a pesar de que las balas no podían
nada contra su cuerpo de acero. De vuelta a casa, Trurl, desesperado
y enfermo, tomó una noche la decisión de desmontar con sus propias
manos al genio que había creado.
Sin embargo, cuando
se acercó, cojeando un poco, a la máquina, ésta, viendo unas
tenazas en su mano y el brillo de desesperación en sus ojos, estalló
en un lirismo tan apasionado suplicando gracia, que Trurl, deshecho
en lágrimas, tiró las herramientas y salió de allí abriéndose
paso a través de la reciente producción del electrogenio, cuya
susurrante alfombra cubría el suelo de la sala a la mitad de la
altura de un hombre.
Sin embargo, cuando al mes
siguiente vino el recibo de la electricidad consumida por la máquina,
Trurl por poco sufre un colapso. Le hubiera gustado consultar el caso
con su viejo amigo Clapaucio, pero éste había desaparecido como si
se lo hubiera tragado la tierra. A falta de quien le aconsejara, una
noche Trurl cortó la corriente a la máquina, la desmontó, la cargó
en una nave espacial, la desembarcó en un pequeño planetoide donde
la volvió a montar, y le dio, como fuente de energía creadora, una
pila atómica.
Volvió luego a escondidas a su casa,
pero la historia no terminó aquí: el Electrobardo, privado de la
posibilidad de publicar su obra impresa, empezó a emitirla en todas
las longitudes de ondas radiofónicas, sumiendo a las tripulaciones y pasajeros de
cohetes en estado de aturdimiento lírico; las personas muy sensibles
sufrían incluso graves crisis de embelesamiento, seguidas de accesos
de postración. Una vez descubiertas las causas del fenómeno, la
jefatura de navegación cósmica dirigió a Trurl la orden oficial de
liquidar inmediatamente el aparato de su propiedad que perturbaba
líricamente el orden público y perjudicaba la salud de los
pasajeros.
Lo único que hizo Trurl fue esconderse.
Entonces las autoridades enviaron al planetoide unos técnicos que
debían sellar el tubo de escape poético del Electrobardo, pero éste
les dejó tan maravillados improvisando dos o tres romances, que se
marcharon sin cumplir la tarea. El alto mando confió aquella misión
a unos operarios sordos, lo que tampoco resolvió nada, ya que el
Electrobardo les transmitió la información lírica por señas. Así
las cosas, la gente empezó a hablar públicamente de la necesidad de
una expedición punitiva o de bombardeo para eliminar al
electropoeta, pero justo en aquel momento lo adquirió un monarca de
un sistema estelar vecino y lo anexionó, junto con el planetoide, a
su reino.
Trurl pudo salir por fin de su escondrijo y
volver a la vida normal. Bien es verdad que de vez en cuando se veían
en el horizonte sur explosiones de estrellas supernovas, como ni los
más ancianos recordaban en toda su vida; se rumoreaba con
insistencia que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía.
Según parece, aquel monarca, cediendo a un extraño capricho, ordenó
a sus astroingenieros conectar al Electrobardo con una constelación
de colosos blancos, y como resultado cada estrofa de poema se
transformaba en unas gigantescas protuberancias de los soles, de modo
que el mayor poeta del Cosmos transmitía su obra por pulsaciones de
fuego a todos los infinitos espacios galácticos a la vez. En una
palabra, aquel gran monarca lo convirtió en el motor lírico de un
grupo de estrellas en explosión.
Aunque hubiera en
ello un gramo de verdad, los fenómenos ocurrían demasiado lejos
para quitar el sueño a Trurl. El insigne constructor había jurado
por todo lo más sagrado no volver nunca jamás al modelado
cibernético de procesos creadores
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