miércoles, 25 de enero de 2017

CIBERÍADA E.L. (EMPEZANDO EL DÍA CON UNA SONRISA)

EXPEDICIÓN PRIMERA,

o El electrobardo de Trurl

A fin de evitar toda clase de reproches y malentendidos, debemos aclarar que fue, al menos en el sentido literal, una expedición a ninguna parte. Trurl no se había movido durante aquel tiempo de su casa, excepto los días pasados en las clínicas y un corto viaje sin importancia a un planetoide. Sin embargo, en el sentido profundo y elevado, fue una de las expediciones más lejanas que el insigne constructor haya emprendido, ya que le condujo a los mismos límites de lo posible.

Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser capaz de una sola operación: multiplicaba únicamente dos por dos, dando, encima, un resultado falso. La máquina era, empero, muy ambiciosa y su disputa con su propio constructor casi termina trágicamente.

Desde entonces Clapaucio le amargaba la vida a Trurl con sus pullas y sarcasmos, hasta que éste se enfadó y decidió hacer una máquina que escribiera poemas. Para este objeto, reunió ochocientas veinte toneladas de literatura cibernética y doce mil toneladas de poesía, y se puso a estudiar. Cuando ya no podía aguantar más la cibernética, pasaba a la lírica y viceversa.

Al cabo de un tiempo se convenció de que la construcción de la máquina era una pura bagatela al lado de su programación. El programa que tiene en la cabeza un poeta corriente está creado por la civilización en cuyo medio ha nacido, la cual, a su vez, ha sido preparada por la que la precedió; esta última, por otra, más temprana todavía, y así, hasta los mismos comienzos del Universo, cuando las informaciones relativas al futuro poeta daban vueltas caóticas todavía en el núcleo de la primera nebulosa. Para programar la máquina hacía falta, pues, volver a repetir antes, si no todo el Cosmos desde el principio, por lo menos una buena parte de él.

La magnitud de la tarea hubiera hecho renunciar a cualquier persona que no fuera Trurl, pero al valiente constructor ni se le ocurrió batirse en retirada. Lo primero que hizo fue inventar una máquina que modelaba el caos y en la cual el espíritu eléctrico sobrevolaba las eléctricas aguas. Luego añadió el parámetro de la luz, luego el de las nebulosas, acercándose así, paso a paso, a la primera época glacial, lo que sólo fue posible gracias a que su máquina modelaba, durante una quintomillardécima fracción de segundo, cien septillones de acontecimientos en cuatrocientos octillones de lugares a la vez; si alguien supone que Trurl se equivocó en alguna cifra, puede comprobar personalmente todos los cálculos



Iba Trurl modelando los inicios de la civilización, el tallado del sílex y el curtido de pieles, saurios y diluvios, el cuadrupedismo y el rabismo; luego hizo al pre-rostro-pálido que dio origen al rostro-pálido, inventor de la primera máquina, y así se desarrollaba la obra por eones y milenios, en medio del susurro de torbellinos y corrientes eléctricas. Cuando en la máquina modeladora escaseaba el espacio para la época siguiente, Trurl le fabricaba un nuevo compartimiento; de esos adminículos se creó una especie de pueblo con cables y lámparas tan enmarañados que ni el mismo diablo los podía ordenar.

Sin embargo, Trurl iba saliendo del paso, y sólo dos veces tuvo que repetir lo mismo: una vez, por desgracia, fue obligado a volver casi al principio, porque le salió que Abel mató a Caín y no Caín a Abel (por culpa de un cortocircuito de la línea que se había quemado), la segunda vez bastó con retroceder trescientos millones de años solamente, hasta el mesozoico medio, ya que en vez del primer pez que dio origen al primer saurio que dio origen al primer mamífero que dio origen al primer mono que dio origen al primer rostro-pálido, pasó una cosa incomprensible: en lugar del rostro-pálido le salió a Trurl el postre-cocido. Según parece, una mosca se metió en la máquina, dando un golpe al interruptor operacional superconductor.

Fuera de eso, todo iba como una seda. Fueron modelados el medioevo y la antigüedad y los tiempos de las grandes revoluciones, de modo que en ciertos momentos toda la máquina temblaba y había que rociarla con agua y envolverla en trapos mojados, para que no estallaran las lámparas que modelaban los más importantes progresos de la civilización; esa clase de progreso, sobre todo reproducido con tanta rapidez, por poco destroza todas las piezas delicadas.

Hacia finales del siglo XX la máquina cogió primero una vibración en diagonal y luego un temblor longitudinal, sin ninguna causa aparente. Trurl se preocupó mucho y hasta preparó una cantidad de cemento y grapas de hierro para salvarla en caso de que se derrumbara. Afortunadamente, no hubo que recurrir a medios tan extremos: tras pasar por el siglo XX, la máquina recuperó su marcha normal. Después de esto vinieron las sucesivas civilizaciones, cada una de cincuenta mil años de duración, de seres perfectamente racionales, antepasados del mismo Trurl; bobina tras bobina de procesos históricos modelados caían en un contenedor, y eran tantas que, mirando con un catalejo desde lo alto de la máquina, no se podían abarcar con la vista todos aquellos montones. ¡Y pensar que todo esto era para fabricar un poetastro cualquiera, por más bueno que fuera! ¡Ésos son los resultados del exceso de celo científico!

Finalmente, los programas quedaron listos; sólo faltaba escoger lo más esencial de ellos, ya que, en caso contrario, el aprendizaje del electropoeta hubiera costado muchos millones de años. Trurl gastó dos semanas para introducir en su futuro electrovate los programas generales; luego vino la afinación de circuitos lógicos, emocionales y semánticos. Hubiera querido invitar a Clapaucio a la puesta en marcha, pero reflexionó y optó por hacer la primera prueba en soledad. La máquina pronunció en el acto una conferencia sobre el pulido de prismas cristalográficos para el estudio inicial de pequeñas anomalías magnéticas. Trurl debilitó, pues, los circuitos lógicos y reforzó los emocionales: la máquina reaccionó con un acceso de hipo y luego con otro de llanto, para balbucear finalmente con gran esfuerzo que la vida era horrible.


Trurl reforzó la semántica y construyó un adminículo para la voluntad: la máquina manifestó que se le debía obedecer en todo y exigió que se le añadieran seis pisos a los nueve de que constaba para poder dedicarse a pensar en el enigma de la existencia. Trurl le instaló un estrangulador filosófico y entonces la máquina no le quiso hablar más y empezó a darle sacudidas con la corriente.

Tras grandes súplicas, consiguió que le cantara una corta canción: «Tengo una gatita con cola blanquita», pero aquí pareció haberse agotado su repertorio. Trurl se puso a atornillar, estrangular, reforzar, aflojar, regular, hasta ponerla, según creía, en su punto. Entonces la máquina lo obsequió con un poema de tal clase que dio gracias a Dios por haberle inspirado prudencia.

¡Cómo se hubiera reído Clapaucio oyendo aquellas innominables infracoplas, para cuya preparación había sido derrochado el modelo operativo de la creación del Cosmos y de todas las civilizaciones posibles! Acto seguido, el constructor instaló en el artefacto seis filtros antigrafómanos; le costó mucho trabajo porque se le partían como cerillas. Por fin los hizo de corindón para que aguantaran. Las cosas parecían ir mejor: Trurl aumentó la semántica, conectó el generador de rimas y… por poco le tira una bomba a la máquina cuando ésta le manifestó que deseaba ser misionero entre las tribus estelares indigentes.

Sin embargo, en el último momento, cuando ya se preparaba a atacarla con un martillo, tuvo una idea salvadora: arrancó todos los circuitos lógicos y colocó en su sitio unos egocentrizadores autoguiados con acoplamiento narcisista. La máquina osciló, se rió, lloró y dijo que tenía un dolor en el tercer piso, que estaba harta, que la vida era incomprensible y todos los vivos unos villanos, que iba a morir pronto y que sólo tenía un deseo: que la recordaran cuando ella ya no estuviera aquí. Luego pidió papel para escribir.

Trurl suspiró, cortó la corriente y se fue a dormir.

Al día siguiente visitó a Clapaucio. Éste, al oír que se le invitaba a presenciar el arranque del Electrobardo —así decidió Trurl llamar a la máquina—, dejó su trabajo y acudió corriendo sin cambiarse de ropa, tanta prisa tenía en ser testigo ocular del fracaso de su amigo.

Trurl conectó primero los circuitos de incandescencia, luego dio una potencia débil, subió corriendo unas cuantas veces por la estruendosa escalera de chapas de hierro —el Electrobardo se parecía a un enorme motor naval, rodeado de galerías de acero, recubierto de planchas remachadas, con innúmeros relojes y válvulas—, hasta que, enfebrecido, cuidando de que las tensiones anódicas estuvieran en orden, dijo que, para entrar en calor, la máquina empezaría por una pequeña improvisación sin pretensiones. Luego, evidentemente, Clapaucio podría sugerirle temas de poesías a su gusto y voluntad.

Cuando los indicadores de amplificación mostraron que la fuerza lírica llegaba al máximo, Trurl dio la vuelta al interruptor general con una mano apenas temblorosa y, casi al instante, la máquina dijo en voz ligeramente ronca, pero llena de encanto:

—Crocotulis patongatovitocarocristofónico.


—¿Esto es todo? —preguntó Clapaucio al cabo de un largo rato, con extraordinaria amabilidad.

Trurl apretó los labios, dio a la máquina unos golpes de corriente y volvió a conectar. Esta vez el timbre de la voz era mucho más puro. ¡Qué deleite, aquel barítono grave, matizado de seductoras inflexiones!

Apentula norato toisones gordosos

En redeles cuvicla y mata torrijas

Erpidanos manota y suple vencijas

Y mordientes purlones videa carposos.


—¿Qué idioma habla? —preguntó Clapaucio, observando con perfecta calma el cierto pánico que agitaba a Trurl junto al armario de mando.

El constructor, haciendo un ademán de desespero, corrió finalmente escalera arriba hacia la cumbre del coloso de acero. Se lo veía por abiertas escotillas, arrastrándose a cuatro patas en los interiores de la máquina; se oían sus martillazos, rabiosas palabrotas, ruidos de llaves y destornilladores; salía de un agujero para meterse en otro, iba corriendo de galería en galería, hasta que finalmente dio un grito triunfal, tiró al suelo una lámpara quemada que se estrelló a un paso de los pies de Clapaucio (al que ni siquiera pidió perdón), puso apresuradamente una nueva en su sitio, se limpió las manos con un pañito de polvo y gritó a Clapaucio desde arriba que conectara la máquina.

Se dejaron oír entonces las siguientes palabras:

Tres soladas cayentes mondas correaban,

Apelaida secuona mancionitas sorna,

Recha patebre y grita, las fondas seaban,

Hasta que regruñente y sin ropa torna.

—¡Esto va mejor! —exclamó Trurl, no muy convencido—. Las últimas palabras tenían sentido. ¿Te fijaste?

—Bueno… si esto es todo… —dijo Clapaucio, sin abandonar su extrema urbanidad.

—¡A la porra! —vociferó Trurl.

Y volvió a desaparecer dentro de la máquina, de donde empezaron a llegar golpes y ruidos, chasquidos de descargas y ahogados juramentos del constructor; por fin sacó la cabeza por una pequeña escotilla del tercer piso y gritó:

—¡Aprieta ahora!

Clapaucio lo hizo. El Electrobardo tembló desde la base hasta la cumbre y empezó:

Ávido de mocina sucia, pangel panchurroso,

Traga las mimositas…

Aquí se interrumpió el poema: Trurl arrancó con rabia un cable, la máquina tuvo un estertor y se quedó muda. Clapaucio reía tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Trurl seguía zarandeando los cables y manecillas, de repente hubo un chasquido, una sacudida, y la máquina pronunció en voz pausada y concreta


goísmos, envidias —cosas de bastardo—.

Lo verá el que quiere con Electrobardo

Medirse: un enano. Pero, ¡oh, Clapaucio,

Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!

—¡Vaya! ¡No me digas! ¡Un epigrama! ¡Muy oportuno! —exclamaba Trurl, girando sobre sí mismo cada vez más abajo, ya que estaba bajando a la carrera por una estrecha escalerita de caracol, hasta que, saltando afuera, casi chocó con su colega, que había cesado de reír, un tanto sorprendido.

—Es malísimo —dijo enseguida Clapaucio—. Además, ¡no es él, sino tú!

—Yo, ¿qué?

—Lo has compuesto tú de antemano. Lo reconozco por el primitivismo, la malicia sin vigor y la pobreza de rimas.

—¿Eso crees? ¡Muy bien! ¡Pídele otra cosa! ¡Lo que quieras! ¿Por qué no dices nada? ¿Tienes miedo?

—No tengo ningún miedo. Estoy pensando —contestó Clapaucio, nervioso, esforzándose en encontrar un tema de lo más difícil, ya que suponía, no sin razón, que la discusión acerca de la perfección —o los defectos— del poema compuesto por la máquina sería ardua de zanjar.

—¡Que haga un poema sobre la ciberótica! —dijo de pronto, sonriendo—. Quiero que tenga máximo seis versículos y que se hable en ellos del amor y de la traición, de la música, de altas esferas, de los desengaños, del incesto, todo en rimas, ¡y que todas las palabras empiecen por la letra C!

—¿Por qué no pides de paso que incluya también toda la teoría general de la automática infinita? —chilló Trurl, fuera de sí—. ¡No se puede poner condiciones tan creti…!

La frase quedó sin terminar, porque ya vibraba en la nave el suave barítono:

Ciberotómano Cassio, cruel, cínico,

Cuando condesa Clara cortaba claveles,

Clamó: «¡En mi corazón candente cántico

El cupido te canta a cien centíbeles!»

Cándida, le creía… Cassio casquivano

Camela a la cuñada de cogote cano.


—¿Qué… qué te parece? —Trurl le miraba con los brazos en jarras, pero Clapaucio ya estaba gritando:

—¡Ahora con la G! Un cuarteto sobre un ser que era al mismo tiempo una máquina pensante e irreflexiva, violenta y cruel, que tenía dieciséis concubinas, alas, cuatro cofres pintados y en cada uno mil monedas de oro con el perfil del emperador Murdebrod, dos palacios, y que llenaba su vida con asesinatos y…

Golestano garboso gastaba gonela…

…empezó a recitar la máquina, pero Trurl saltó hacia la consola, pulsó el interruptor y, protegiéndolo con su cuerpo, dijo con voz ahogada:

—¡Se acabaron las bromas tontas! ¡No permitiré que se malogre un gran talento! ¡O encargas poemas decentes, o se levanta la sesión!



—¿Qué pasa? ¿No son versos decentes?… —quiso discutir Clapaucio.

—¡No! ¡Son unos rompecabezas, unos trabalenguas! ¡No he construido la máquina para que resolviera crucigramas idiotas! ¡Lo que tú le pides son malabarismos, y no el Gran Arte! Dale un tema serio, aunque sea difícil.

Clapaucio pensó, pensó mucho, hasta que de pronto frunció el ceño y dijo:

—De acuerdo. Que hable del amor y de la muerte, pero expresándose en términos de matemáticas superiores, sobre todo los del álgebra de tensores. Puede entrar también la topología superior y el análisis. Que el poema sea fuerte en erótica, incluso atrevido, y que todo pase en las esferas cibernéticas.

—Estás loco. ¿Sobre el amor en el lenguaje matemático? No, verdaderamente, deberías cuidarte —dijo Trurl, pero se calló enseguida: el Electrobardo se puso a recitar:


Un ciberneta joven potencias extremas

Estudiaba, y grupos unimodulares

De Ciberias, en largas tardes estivales,

Sin vivir del Amor grandes teoremas.

¡Huye…! ¡Huye, Laplace que llenas mis días!

¡Tus versares, vectores que sorben mis noches!

¡A mí, contraimagen! Los dulces reproches

Oír de mi amante, oh, alma, querías.

Yo temblores, estigmas, leyes simbólicas

Mutaré en contactos y rayos hertzianos,

Todos tan cascadantes, tan archirollanos

Que serán nuestras vidas libres y únicas.

¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, quanta potentes!

¡Continuum infinito! ¡Presistema blanco!

Olvido a Christoffel, a Stokes arranco

De mi ser. Sólo quiero tus suaves mordientes.

De escalas plurales abismal esfera,

¡Enseña al esclavo de Cuerpos primarios

Contada en gradientes de soles terciarios

Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!

Desconoce deleites quien, a esta hora,

En el espacio de Weyl y en el estudio

Topológico de Brouwer no ve el preludio

Al análisis de curvas que Moebius ignora,

¡Tú, de los sentimientos caso comitante!

Cuánto debe amarte, tan sólo lo siente

Quien con los parámetros alienta su mente

Y en nanosegundos sufre, delirante.

Como al punto, base de la holometría,

Quitan coordenadas asíntotas cero,

Así al ciberneta, último, postrero

Soplo de vida quita del amor porfía.



Aquí terminaron las justas poéticas: Clapaucio se marchó inmediatamente a casa, diciendo que no tardaría en volver con temas nuevos, pero no apareció más por allí, temiendo dar a Trurl, a pesar suyo, otros motivos de orgullo; aquél, por su parte, contaba que Clapaucio se fugó, incapaz de esconder una violenta conmoción. En respuesta, su amigo afirmaba que desde la fabricación del Electrobardo, a Trurl se le habían subido demasiado los humos a la cabeza.

Al poco tiempo, la noticia de la existencia del vate eléctrico llegó a los poetas verdaderos, o sea corrientes. Indignados y heridos en lo más profundo de su ser, decidieron ignorar a la máquina, pero la curiosidad empujó a unos cuantos a hacer una visita secreta al Electrobardo. Éste los recibió amablemente en la sala, llena de hojas escritas, ya que su producción artística no se interrumpía ni de día ni de noche. Los poetas pertenecían a la vanguardia literaria; en cambio el Electrobardo creaba en el estilo tradicional, puesto que Trurl, no demasiado ducho en poesía, basó los programas inspiradores en las obras de los clásicos. Los visitantes se rieron, pues, tanto del Electrobardo, que por poco le estallan los cátodos, y se marcharon, triunfantes.

Sin embargo, la máquina estaba equipada para la autoprogramación y contaba con un circuito especial de intensificación ambicional con interceptores de seis kiloamperios, así que pronto la situación cambió totalmente. Desde entonces, los poemas eran oscuros, incomprensibles, turpistas, mágicos y tan conmovedores que nadie comprendía una palabra. De modo que, cuando el siguiente grupo de poetas acudió para reírse de la máquina, ésta les asestó una improvisación tan moderna que se les cortó el aliento. El siguiente poema le provocó un grave colapso a un autor maduro, que tenía dos premios nacionales y una estatua en el parque municipal.

Desde aquel día, no hubo poeta que resistiera al suicida antojo de retar al Electrobardo a un torneo literario. Los autores venían de todas partes, acarreando sacos y toneles llenos de manuscritos. El Electrobardo dejaba declamar a cada uno lo suyo, cogía al vuelo el algoritmo de aquella poesía y, basándose en él, replicaba con unos versos mantenidos en el mismo espíritu, pero de doscientas veinte a trescientas cuarenta y siete veces mejores.

En corto período de tiempo llegó a tener tanta práctica, que con uno o dos sonetos derribaba al más afamado de los vates. Éste fue el aspecto peor de las cosas, ya que resultaba que de esas luchas salían indemnes sólo los grafómanos que, como todos saben, no son capaces de apreciar la diferencia entre los versos buenos y malos; se marchaban, pues, impunes. Solamente uno de ellos se rompió una vez una pierna, tropezando en la puerta con un gran poema épico del Electrobardo, completamente nuevo, que empezaba con las siguientes palabras:

¡Oh, noche tenebrosa! ¡Noche de misterios!

Una huella tangible, pero no certera…

Y el viento cálido, y tus ojos serios,

Y los pasos. Los pasos del que desespera.


El Electrobardo diezmaba, en cambio, a los poetas auténticos; indirectamente, por cierto, ya que no les hacía nada malo. No obstante, primero un lírico de edad provecta y luego dos vanguardistas se suicidaron, saltando de un alto peñasco que, por un fatal concurso de circunstancias, se erigía junto al camino entre la casa de Trurl y la estación de ferrocarriles.


Los poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta, postulando el cierre y sellado de la máquina; pero, fuera de ellos, nadie se preocupó por los luctuosos incidentes. Bien al contrario, las redacciones de los periódicos estaban muy satisfechas, puesto que el Electrobardo, escribiendo bajo miles de seudónimos, siempre tenía listo un poema de dimensión indicada para cada ocasión. Su poesía circunstancial tenía tal calidad que los ciudadanos agotaban en unos momentos tirajes enteros: en las calles se veían rostros de expresión embelesada y soñadoras sonrisas, y se oían gentes sollozando quedamente.

Todo el mundo conocía los poemas del Electrobardo; el ambiente ciudadano estaba saturado de preciosas rimas, y las naturalezas particularmente sensibles, alcanzadas por una metáfora o una asonancia especialmente lograda, incluso se desmayaban de impresión. El gigante de inspiración estaba preparado para estos trances, produciendo al acto una cantidad correspondiente de sonetos vivificadores.

Al mismo Trurl, su obra le acarreó serios problemas. Los clásicos —ya ancianos en su mayoría— no le perjudicaron mucho, si no se toma en cuenta las piedras con que le rompían sistemáticamente los vidrios, así como unas ciertas sustancias —imposibles de nombrar aquí— que tiraban sobre las paredes de su casa. Los jóvenes hacían cosas peores. Un poeta de la nueva ola, cuyos versos se distinguían por tanta fuerza lírica como él mismo por la física, le propinó una tremenda paliza.

Mientras Trurl recobraba la salud en el hospital, los incidentes se multiplicaban. No pasaba un día sin un nuevo suicidio o entierro; ante la puerta del hospital se paseaban unos piquetes, incluso se oían tiroteos, ya que muchos poetas, en vez de manuscritos, traían en sus carteras unas pistolas para disparar contra el Electrobardo, a pesar de que las balas no podían nada contra su cuerpo de acero. De vuelta a casa, Trurl, desesperado y enfermo, tomó una noche la decisión de desmontar con sus propias manos al genio que había creado.

Sin embargo, cuando se acercó, cojeando un poco, a la máquina, ésta, viendo unas tenazas en su mano y el brillo de desesperación en sus ojos, estalló en un lirismo tan apasionado suplicando gracia, que Trurl, deshecho en lágrimas, tiró las herramientas y salió de allí abriéndose paso a través de la reciente producción del electrogenio, cuya susurrante alfombra cubría el suelo de la sala a la mitad de la altura de un hombre.

Sin embargo, cuando al mes siguiente vino el recibo de la electricidad consumida por la máquina, Trurl por poco sufre un colapso. Le hubiera gustado consultar el caso con su viejo amigo Clapaucio, pero éste había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. A falta de quien le aconsejara, una noche Trurl cortó la corriente a la máquina, la desmontó, la cargó en una nave espacial, la desembarcó en un pequeño planetoide donde la volvió a montar, y le dio, como fuente de energía creadora, una pila atómica.

Volvió luego a escondidas a su casa, pero la historia no terminó aquí: el Electrobardo, privado de la posibilidad de publicar su obra impresa, empezó a emitirla en todas las longitudes de ondas radiofónicas, sumiendo a las tripulaciones y pasajeros de cohetes en estado de aturdimiento lírico; las personas muy sensibles sufrían incluso graves crisis de embelesamiento, seguidas de accesos de postración. Una vez descubiertas las causas del fenómeno, la jefatura de navegación cósmica dirigió a Trurl la orden oficial de liquidar inmediatamente el aparato de su propiedad que perturbaba líricamente el orden público y perjudicaba la salud de los pasajeros.


Lo único que hizo Trurl fue esconderse. Entonces las autoridades enviaron al planetoide unos técnicos que debían sellar el tubo de escape poético del Electrobardo, pero éste les dejó tan maravillados improvisando dos o tres romances, que se marcharon sin cumplir la tarea. El alto mando confió aquella misión a unos operarios sordos, lo que tampoco resolvió nada, ya que el Electrobardo les transmitió la información lírica por señas. Así las cosas, la gente empezó a hablar públicamente de la necesidad de una expedición punitiva o de bombardeo para eliminar al electropoeta, pero justo en aquel momento lo adquirió un monarca de un sistema estelar vecino y lo anexionó, junto con el planetoide, a su reino.

Trurl pudo salir por fin de su escondrijo y volver a la vida normal. Bien es verdad que de vez en cuando se veían en el horizonte sur explosiones de estrellas supernovas, como ni los más ancianos recordaban en toda su vida; se rumoreaba con insistencia que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía. Según parece, aquel monarca, cediendo a un extraño capricho, ordenó a sus astroingenieros conectar al Electrobardo con una constelación de colosos blancos, y como resultado cada estrofa de poema se transformaba en unas gigantescas protuberancias de los soles, de modo que el mayor poeta del Cosmos transmitía su obra por pulsaciones de fuego a todos los infinitos espacios galácticos a la vez. En una palabra, aquel gran monarca lo convirtió en el motor lírico de un grupo de estrellas en explosión.

Aunque hubiera en ello un gramo de verdad, los fenómenos ocurrían demasiado lejos para quitar el sueño a Trurl. El insigne constructor había jurado por todo lo más sagrado no volver nunca jamás al modelado cibernético de procesos creadores




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