La mujer buena, según Hesíodo, tiene que compartir el trabajo con el hombre: y éste debe apreciar sus virtudes a la hora de la elección si no quiere equivocarse, puesto que la decisión es fundamental:
Que no te haga perder la cabeza una mujer de trasero emperifollado que susurre requiebros mientras busca tu granero. Quien se fía de una mujer, se fía de ladrones.
(HESÍODO, Trabajos y Días, 373-375. Trad. de A. Pérez Jiménez)
En primer lugar procúrate casa, mujer y buey de labor, la mujer comprada, no desposada, para que también vaya detrás de los bueyes.
(HESÍODO, Trabajos y Días, 405-6. Trad. de A. Pérez Jiménez)
A madura edad llévate una mujer a tu casa, cuando ni te falte demasiado para los treinta años ni los sobrepases en exceso; ese es el matrimonio que te conviene. La mujer debe pasar cuatro años de juventud y al quinto casarse. Cásate con una doncella, para que le enseñes buenos hábitos. [Sobre todo, cásate con la que vive cerca de ti], fijándote muy bien en todo por ambos lados, no sea que te cases con el hazmerreír de los vecinos; pues nada mejor le depara la suerte al hombre que la buena esposa y, por el contrario, nada más terrible que la mala, siempre pegada a la mesa y que, por muy fuerte que sea su marido, le va requemando sin antorcha y le entrega a una vejez prematura.
(HESÍODO, Trabajos y Días, 695-705. Trad. de A. Pérez Jiménez)
Para dejar completamente clara la forma de pensar de los griegos de la época arcaica Semónides escribió su famoso Catálogo de las mujeres. Este angelito vivió entre el siglo VII y VI a.C.
«De modo diverso la divinidad hizo el talante de la mujer desde un comienzo. A la una la sacó de la híspida cerda: en su casa está todo mugriento por el fango, en desorden y rodando por los suelos. Y ella sin lavarse y con vestidos sucios, revolcándose en estiércol se hincha de grasa.
A otra la hizo Dios de la perversa zorra, una mujer que lo sabe todo. No se le escapa inadvertido nada de lo malo ni de lo bueno. De las mismas cosas muchas veces dice que una es mala, y otras que es buena. Tiene un humor diverso en cada caso.
Otra, de la perra salió; gruñona e impulsiva, que pretende oírlo todo, sabérselo todo, y va por todas partes fisgando y vagando y ladra de continuo, aun sin ver nadie. No la puede contener su marido, por más que la amenace, ni aunque, irritado, le parte los dientes a pedradas, ni tampoco hablándole con ternura, ni siquiera cuando está sentada con extraños; sino que mantiene sin pausa su irrestañable ladrar.
A otra la moldearon los Olímpicos del barro, y la dieron al hombre como algo tarado. Porque ni el mal ni el bien conoce una mujer de esa clase. De las labores sólo sabe una: comer. Ni siquiera cuando Dios envía un mal invierno, por más que tirite de frío, acerca su banqueta al fuego.
Otra vino del mar. Ésta presenta dos aspectos. Un día ríe y está radiante de gozo. Cualquiera de fuera que la ve en su hogar la elogia: «No hay otra mujer más agradable que ésta ni más hermosa en toda la tierra.» Al otro día está insoportable y no deja que la vean ni que se acerque nadie; sino que está enloquecida e inabordable entonces, como una perra con cachorros. Es áspera con todos y motivo de disgusto resulta tanto a enemigos como a íntimos. Como el mar que muchas veces sereno y sin peligro se presenta, alegría grande a los marinos, en época de verano, y muchas veces enloquece revolviéndose en olas de sordo retumbar.
A éste es a lo que más se parece tal mujer en su carácter: al mar que es de índole inestable.
Otra procede del asno apaleado y gris, que a duras penas por la fuerza y tras los gritos se resigna a todo y trabaja con esfuerzo en lo que sea. Mientras tanto come en el establo toda la noche y todo el día, y come ante el hogar. Sin embargo, cuando se trata del acto sexual, acepta sin más a cualquiera que venga.
Y otra es de la comadreja, un linaje triste y ruín. Pues ésta no posee nada hermoso ni atractivo, nada que cause placer o amor despierte. Está que desvaría por la unión de Afrodita, pero al hombre que la posee le da náuseas. Con sus hurtos causa muchos daños a sus vecinos, y a menudo devora ofrendas destinadas al culto.
A otra la engendró una yegua linda de larga melena. Ésta evita los trabajos serviles y la fatiga, y no quiere tocar el mortero ni el cedazo levanta ni la basura saca fuera de su casa, ni siquiera se sienta junto al hogar para evitar el hollín. Por necesidad se busca un buen marido. Cada día se lava la suciedad hasta dos veces, e incluso tres, y se unta de perfumes. Siempre lleva su cabello bien peinado, y cardado y adornado con flores. Un bello espectáculo es una mujer así para los demás, para su marido una desgracia, de los que regocijan su ánimo con tales seres.
Otra viene de la mona. Ésta es, sin duda, la mayor calamidad que Zeus dio a los hombres. Es feísima de cara. Semejante mujer va por el pueblo como objeto de risa para toda la gente. Corta de cuello, apenas puede moverlo, va sin trasero, brazos y piernas secos como palos. ¡Infeliz, quienquiera que tal fealdad abrace! Todos los trucos y las trampas sabe como un mono y no le preocupa el ridículo. No quiere hacer bien a ninguno, sino que lo que mira y de lo que todo el día delibera es justo esto: cómo causar a cualquiera el mayor mal posible.
A otra la sacaron de la abeja. ¡Afortunado quien la tiene! Pues es la única a la que no alcanza el reproche, y en sus manos florece y aumenta la hacienda. Querida envejece junto a su amante esposo y cría una familia hermosa y renombrada. Y se hace muy ilustre entre todas las mujeres, y en torno suyo se derrama una gracia divina. Y no le gusta sentarse con otras mujeres cuando se cuentan historias de amoríos. Tales son las mejores y más prudentes mujeres que Zeus a los hombres depara.
Y las demás, todas ellas existen por un truco de Zeus, y así permanecen junto a los hombres. Pues éste es el mayor mal que Zeus creó: las mujeres. Incluso si parecen ser de algún provecho, resultan, para el marido sobre todo, un daño. Pues no pasa tranquilo nunca un día entero todo aquel que con mujer convive, y no va a rechazar rápidamente de su casa al hambre, odioso compañero del hogar, dios de mal temple. Cuando piensa un hombre gozar de mejor ánimo en su hogar, por gracia de los dioses o fortuna humana, encuentra ella un reproche y se arma para la batalla. Pues donde hay mujer no puede recibirse con agrado ni siquiera a un huésped que acude a la casa.
La que parece, en efecto, que es la más sensata, ésa resulta ser la que más ofende a su marido, y mientras anda él de pasmarote, sus vecinos se ríen a su costa, viendo cuánto se equivoca.
Cada uno hará elogios recordando a su propia mujer, y censuras cuando evoque a la de otro. ¡Y no advertimos que es igual nuestro destino! Porque éste es el mayor mal que Zeus creó, y nos lo echó en torno como una argolla irrompible, desde la época aquella en que Hades acogiera a los que por causa de una mujer se hicieron guerra.»
(SEMÓNIDES DE AMORGOS, 7 (7D). Trad. de C García Gual)