VIDA PARALELA
Como podéis comprobar, ya desde que nací, empecé a existir en varios planos. Desarrollé, de esta forma una manera de ser totalmente anómala, en el sentido de que mi mundo cambiaba dependiendo del sitio en el que me encontrara. El cambio se producía de forma natural, llegué a dominar varios registros de vida y, de todos, este que os cuento hoy fué el más gratificante y entrañable.
Esta necesidad de adaptarme a varios ambientes y representar papeles distintos, me ha servido en la vida para cambiar, incluso, el tipo de lenguaje. En las obras de teatro del colegio, andando el tiempo, yo era totalmente versátil y creo que todo el que se dedica a la enseñanza debe de tener cierta dosis teatral.
Hay
acontecimiento en la vida que necesitan un capítulo aparte, porque
la vida no es rectilínea, no suceden las cosas de forma sucesiva ni
en un perfecto orden. Las cosas se superponen y en un momento
determinado, tú resaltas algún aspecto, pero para ello lo aislas de
su contexto. Con frecuencia ese contexto es tan importante como el
detalle que tú eliges.
Los
períodos de vacaciones que no pasaba en algún colegio, era enviada
por mi madre a su pueblo, un lugar de la Mancha, cuyo nombre recuerdo
con gran cariño. El nombre y sus gentes. Allí estaba mi familia y
estaban mis raíces. Nunca me sentí extraña entre los míos y todos
mis recuerdos de los períodos allí pasados, son entrañables para
mí.
Estaba
Mamasaria, tío Güi, mis primos y primas. Mamasaria era mi tía, una
maravillosa persona y en mi corazón una segunda madre, hasta el
punto de llamarla de esa forma rara, que yo sola inventé en mi niñez
y que era la forma de decir Mamá Cesarea, que tal se llamaba.
El
tío Luis, era su marido y lo recuerdo tranquilo, cantando y
sonriendo. Porque en aquellas tierras se canta mucho. Cantaban los
mozos cuando regresaban de los campos, pasando por los corrillos de
vecinas, maduras y jóvenes, que hacían costura agrupadas en alguna
esquina. Las jóvenes bordaban el ajuar que llevarían a su nuevo
hogar cuando se casaran. Eran bordados primorosos hechos con trabajo,
ilusión y muchos sueños. Eran también unas puntillas de bolillos
para adorno de las fundas que se colocaban en las alacenas o que
tapaban el pan para que se conservase tierno o en los manteles de
fiesta para admiración de los invitados. Por las mañanas, las
mujeres dedicaban horas a limpiar la casa, darle palique a las
vecinas que pasaban por las puertas, enterarse de lo que hubiera
ocurrido durante la noche, los nuevos noviazgos surgidos. Todos temas
que animarían las tertulias de la tarde.
La
vuelta de los mozos, cantando y arreando las mulas, marcaba el final
de estas tertulias, puesto que había que hacer la cena. Los mozos se
quitaban el polvo acumulado durante el día en las labores del campo
y se vestían sus enormes camisolas negras, para acudir a sus propias
tertulias, en la plaza del pueblo, cada uno en el corrillo con sus
amigos. Era esta la hora que elegían las madres, como por
casualidad, para mandar a las chicas casaderas a hacer los mandaos.
Tenían que pasar necesariamente por la plaza dónde los mozos las
miraban y ellas miraban al frente, como sin darle importancia, con la
cabeza muy alta y moviendo ligeramente el talle. Un siseo, algún que
otro carraspeo y cierto silencio marcaba el paso de todas y cada una
que se dirigían hacia la tienda de la Restinga, quizá a llevar una
docena de huevos a cambio de cualquier cosa. En la época que relato,
en mi pueblo existía la economía del cambio, el dinero era poco y
sólo se veía en época de cosecha y ésta dependía del tiempo. Los
viejos miraban al cielo y comentaban tiempo futuro o la conveniencia
de segar o vendimiar, antes de que llegara el pedrisco y se perdiera
la cosecha. A mí me gustaba ir a la plaza a aquellas horas y
recorrer los corrillos dónde divisaba algún primo o pariente. Era
la hora en que yo les pedía a todos una perrilla para comprarme
golosinas en la pastelería, que hacía esquina y siempre olía a
magdalenas y bollería. Mis primos, todos mayores que yo, ya
preparaban la perra gorda cuando me veían venir y, aunque con
fingido enfado, todos acababan dándome algo para gastarme en
caramelos.
Poco
a poco, la plaza se iba quedando desierta y los hombres volvían a
sus casas para tomar la cena que entretanto se había preparado. No
se comía mucho por aquel entonces, aunque no recuerdo que se pasara
hambre. En todos los corrales cacareaban gallinas, cantaban gallos y
los conejos dormían en sus madrigueras. El pan era hecho por las
mujeres de la casa, siguiendo un orden que el dueño del horno
imponía. Un día se amasaba y al otro se horneaba. Junto a la casa
de Mamasaria, estaba el horno de Regalado, en cuya puerta se
organizaban las mejores y más divertidas tertulias a las que yo he
asistido, porque a Regalado le gustaba la canción y se inventaba
unas letras picarescas que nos hacían reir a todos. Me gustaba
acompañar a mi tía el día que le tocaba hacer el pan, porque en el
horno se estaba calentito y porque ella me dejaba enredar con la
masa. Algunas veces, metía al horno, junto con los panes grandes,
alguna que otra figurita que yo había hecho. Con los restos, me
hacía unas galletas duras a las que llamaban harinosas, que te
podían durar toda una tarde, pero estaban dulces y buenas.
En
invierno, que alguno pasé con Mamasaria por razones que desconozco,
además del horno, cuando tocaba, jugábamos en las cuadras, subidos
en los pesebres y entre la paja de las caballerías que durante el
día estaban en el campo. Yo subía a la cuadra del tío Jaro, que no
era su nombre verdadero. Le llamaban Jaro por el color del pelo, que
tiraba a pelirrojo y era hermano de mi tío Luis. Dos veces se había
casado el tío Jaro, quedándole del primer matrimonio una hija,
Consuelo, mayor ya y que hacía casi todas las tareas de la casa y
cuidaba de los mellizos, sus hermanos, que eran de mi edad y fruto de
un segundo matrimonio. Yo no recuerdo si al tío Jaro le duraba aún
la segunda esposa o había fallecido, porque en mi memoria es
Consuelo la que aparece como figura femenina y adulta de aquella
casa. Lo pasábamos bien en la cuadra, haciendo guarrerías con las
boñigas de las caballerías. Jugábamos a los alfileres, que
consistía en empujar con un dedo tu alfiler y si lograbas montarlo
sobre otro, lo ganabas para tu colección. Todas las niñas del
pueblo llevábamos nuestros alfileteros de tela o de papel y los
alfileres más codiciados eran los que tenían la cabeza de colores.
Hasta mi prima Vicenta, que ya no era una niña, pero era de las
menores de la casa, jugaba conmigo a los alfileres. Jugábamos
también a la perra chica, pero para eso había que tener dinero. Yo
siempre tenía alguna perrilla por mis bolsillos. Las perrillas se
tiraban contra la pared y si caía a menos de una cuarta de otra, te
la ganabas. Y al pasemisí. Nos poníamos en fila, agarrados de la
mano e íbamos pasando por debajo del brazo de la primera, que
apoyaba en la pared, después de la segunda, luego la tercera de
manera que íbamos trazando una especie de cadeneta con nuestros
cuerpos y los brazos te quedaban retorcidos sobre el pecho. Perdía
la que rompía la cadeneta y se apartaba del juego, mientras las
demás volvían a empezar, siempre con la misma cantinela:
“pasemisí,
pasemisá, por la puerta de Alcalá. La de adelante corre mucho. La
de atrás se quedará”
jugábamos
mucho a la pelota. Las mejores eran las de plástico macizo. Te las
daban de regalo en una enorme zapatería que había en la Puerta del
Sol de Madrid, dónde casi todos los del pueblo compraban los
zapatos. Eran los zapatos Segarra, que duraban una eternidad y las
pelotas eran verdes. Tener una pelota de aquellas era tener un tesoro
que sólo prestabas a tus amigas. La hacíamos botar y la pasábamos
por debajo de nuestras piernas cantando casi siempre lo mismo: “no
hay en España, leré, leré (el leré era para que la pelota pasara
por debajo, si no, perdías), puente colgante, leré, leré, más
elegante, leré, que el de Bilbao, riau, riau, porque lo han hecho
leré, leré, los bilbainicos, leré, leré, que son muy finos, leré
y muy salaos, riau, riau”
Algunos
días de invierno, mi tía Cesarea me hacía chocolate en una jarra
de barro e iba a por churros. La churrería la llevaba uno de sus
hermanos, mi tío Vicente, bueno, más bien las mujeres. Cuando hacía
mucho frío, mi tía no me levantaba hasta que no estuviera la casa
un poco caliente, lo que ocurria lentamente, con el calor del hogar
que había que encender para hacer la comida. Yo, mientras, me estaba
en la cama, bajo las mantas oyendo, casi siempre ronronear al gato
que se subía a la almohada y se ponía sobre mi cabeza. En las casas
de aquel pueblo había gateras en todas las habitaciones: unos
agujeros redondos por los que los gatos salía y entraban a voluntad.
A mi tía, no sé por qué, no le gustaba que el gato se pusiera allí
y lo espantaba en cuanto lo veía, pero a mí su ronroneo me hacía
compañía y me gustaba oirlo. Era un ronroneo de satisfacción
Bien
por parte de madre, bien por parte de padre, medio pueblo era familia
mía. A veces desaparecía todo el día de casa y aparecía cuando
caía la tarde, con grandes voces por parte de mi tía que quería
saber dónde estaba. Aquel día a lo mejor había hecho un periplo
por todo el pueblo y había comido en alguna casa con alguien de la
familia, había merendado en otra y volvía al redil, como las
ovejas, para cenar.
Yo
me hice mujer precisamente en un viaje hacia el pueblo, en pleno
autobús noté una sensación extraña de algo que me escurría por
las piernas y al mirar ví la sangre. Del susto que me llevé pueden
dar fe mis lágrimas, cuando mi Tía me cogió en volandas, como
solía hacer siempre que yo iba. Todo el pueblo salía a la plaza
cuando llegaba el autobús, a ver quién bajaba y si llegaba un
forastero, en dos minutos la noticia se corría hasta los confines
del pueblo. Mi tía se dio cuenta de lo que pasaba y, dándome besos
y tranquilizándome, me trasladó a casa, donde me dio la primera
lección de cómo habría que disimular y esconder la sangre que,
según ella, perdería todos los meses. Me puso una cinta en la
cintura, con dos ramales delante y detrás, sacó de su armario unos
pañitos de felpa y doblándolos convenientemente hizo coincidir los
ramales con dos pequeños agujeritos que tenía aquellos pañitos de
felpa; hizo un nudo y me puso bragas limpias, después de lavarme las
piernas con la esquina de una toalla previamente calentada al fuego.
Mi tía siempre me calentaba la toalla cuando me lavaba la cara, para
que no estuviera tan fría.
En
aquel pueblo, el agua era un bien escaso que había que administrar.
Existían unas cartillas de racionamiento de agua y cada familia
tenía derecho a más o menos, según los miembros que fueran. A por
agua se iba a la Hontanilla, el único manantial que se conocía con
agua potable y se utilizaba el borrico o la carretilla. Yo prefería
el borrico, porque mi prima Vicenta me metía en una de las aguaderas
y compensaba mi peso con los otros tres cántaros, mientras el
cuarto, se lo colocaba en el talle con un arte nacido de la
costumbre. Así iba yo a por agua a la Hontanilla. De vuelta, con los
cuatro cántaros llenos, mi prima me sentaba directamente entre los
cuatro cántaros y volvíamos, deteniéndonos miles de veces con
todas las vecinas que nos íbamos encontrando. La carretilla era
menos divertida, aunque igual de cómoda para mí, puesto que era mi
prima la que cargaba con ella y conmigo a horcajadas entre los
cántaros.
Había,
en las afueras del pueblo, un lugar, el Arenal, donde las mujeres
iban a coger arcilla húmeda que se utilizaba para bruñir y sacar
brillo a las cacerolas. En aquel sitio, andando los años, los
peritos, tras estudiar el terreno resolvieron acabar con la escasez
de agua, pues, bajo el Arenal, había agua suficiente para abastecer
a toda la comarca. Ahora todas las casas tienen agua y cuartos de
baño. Los mejores cuartos de baño que yo he visto, ha sido allí.
Te lo enseñan como una joya de la familia, como si fuera un tesoro.
Aunque, son tan bonitos que en muchas casas se siguen utilizando los
corrales para ciertas actividades.
Con
la primera menstruación, vinieron algunos cambios que mi tía
esperaba de mí. Ya no podía jugar en la cuadra con los mellizos,
debía intentar que el aire no me levantara la falda y no tenía que
hacer caso a nada de lo que me dijeran los chicos, puesto que los
hombres siempre iban a lo mismo. Por supuesto, mi tía no me explicó
qué era lo mismo, pero debía de ser algo tremendo, puesto que a
partir de entonces mi tía quería que estuviese dónde ella me viera
y se restringieron mucho mis correteos por todo el pueblo. Ahora si
iba a visitar a algún otro pariente, ella me acompañaba e iba a
buscarme a la caída de la tarde o mandaba alguien que me acompañara
hasta casa.
También
empezó a mandarme a los mandaos, con mi prima Vicenta y cruzábamos
la plaza del bracete, yo mirando a todas partes, sin poder pedir ya
la perra gorda y mi prima muy impuesta en su papel de buena moza
casadera. Sentí aunque de rebote el silencio que nuestra presencia
iba provocando y algún que otro comentario dicho en voz alta para
que mi prima lo captase. Mi prima se casó con Antonio, hijo de la
Pollera, que vivía justo frente a nosotros y que, después de cenar,
se acercaba silbando hacia nuestra puerta, al mismo tiempo que mi
prima buscaba cualquier excusa para salir de la cocina y platicar con
él, entre las contínuas protestas de mi tío Luis y las llamadas
insistentes de mi tía a las que siempre se respondía lo mismo:”ya
voy madre”. Era una forma de asegurarse de que la cosa no pasara de
simple palique. Todas las noches se repetían los mismos hechos y en
la misma secuencia.
Cuando
el noviazgo estaba asegurado, se le concedía permiso al novio para
entrar a la cocina y platicar un rato con todos, hasta que algún
gesto del tío Luis indicaba el final de la tertulia, momento en que
el mozo se levantaba para irse y ella le acompañaba hasta la puerta,
de donde tardaría aún un rato en volver, casi siempre con los
mofletes más rojos que nunca. A mí todas esas cosas me daban
todavía risa.
Eran
buenas las vacaciones en aquel pueblo, jugando entre las cuadras y
los corrales, dónde mi tía me dejaba buscar los huevos de las
gallinas. De todos ellos, el más grande era el de la casa de mi
abuelo. Porque yo tenía también a mi abuelo allí. Vivía con la
hija de un segundo matrimonio que había celebrado a la muerte de la
primera mujer . Esta muerte produjo una dispersión de la familia,
deshaciéndose de los más pequeños y quedando en la casa paterna
los que estaban en edad de trabajar. A mi madre la llevaron a vivir
con sus propios abuelos, a la casa que después sería de mi tía
Cesarea y en la que yo me aposentaba cuando llegaba al pueblo. El
pequeño, el tío Vicente, fue criado por el hermano Gil, que algún
parentesco debía tener con la familia. Poco a poco mis tíos mayores
se fueron casando e independizando, aunque seguían trabajando las
tierras del abuelo, además de las suyas propias. Estaban bien
situados todos mis tíos, no eran de los más pobres del pueblo, pero
yo prefería estar con mi tía y mis primos y con mis primas, Rosa y
Vicenta. Rosa era mayor y casó con otro vecino que no le dio buena
vida. Era un chulo, borrachín y pendenciero que no perdía fiesta
que se celebrara en los alrededores. La única suerte que tuvo mi
prima es que no duró mucho y la dejó en paz aunque con algún que
otro hijo. Era buena mi prima Rosa y siempre que me besaba me llamaba
hermosona.
Andando
los años, yo seguí yendo al pueblo en las vacaciones hasta que mi
tía Cesarea enfermó fulminantemente y murió pidiéndole a mi madre
que me llevara para verme por última vez. Mi madre volvió a Madrid,
para recogerme pero no pudo ser. Las monjas aconsejaron no decirme
nada, puesto que la muerte de mi tía vino a coincidir con mis
exámenes finales de cuarto de bachillerato, a los que debían seguir
inmediatamente los de la reválida. No se me podía preocupar por
ningún motivo, y mucho menos por una muerte en la familia. No supe
de su enfermedad, de sus lágrimas llamándome ni de su muerte, hasta
pasados los exámenes, cuando ví a mi madre vestida de negro de los
pies a la cabeza. Mucho sentí la muerte de mi madre, pero mucho
lloré la de mi tía
Pero,
antes de que esto sucediera, cada año llegaba yo en el coche que
pasaba por Villamayor de Santiago y por Belmonte y me desembarcaba en
la plaza, dónde seguía acudiendo todo el pueblo a ver quién venía.
Antes de bajar del autocar, ya divisaba yo la humanidad de mi tía
corriendo carretera adelante. Porque la recuerdo grande y como una
gran matrona, cuyo abrazo te hacía sumergirte en un material blando
y acogedor y era como volver a casa.
Poco
a poco mi cuerpo se iba tansformando de niña en mujer y se me dejaba
ir al cine, que se celebraba en el Corral de Palomero y al que cada
uno aportaba su propia silla. Y algunas veces, durante las fiestas,
podía ir al baile, a los sones de una banda que siempre venía de
fuera, de Villamayor . En aquellas bandas, cuyos músicos no
superaban nuestra edad, había siempre algún jovenzuelo con el que
te entendías a base de sonrisas y miradas, aunque nunca crucé una
palabra con ninguno de ellos. Mi tía estaba siempre vigilante y
aunque no me llevaba de la mano, sabía tenerme localizada en todo
instante.
En
la plaza del pueblo se montaba el ruedo para las corridas de toros.
Se construía a base de carros y galeras aportadas por los propios
lugareños. Los toros no solían ser muy grandes pero infundían
mucho respeto y los mozos y no tan mozos se lucían delante de un
público femenino que jaleaba y aplaudía a los hombres y, a veces,
se oía un clamor de susto y dolor unánime en todo el ruido. Era que
el toro había cogido a alguno. Todos mis primos se echaban al ruedo
y yo me sentía muy orgullosa de ellos, sentía que mis primos eran
los más valientes y aplaudía y chillaba contagiada del jolgorio que
envolvía el espectáculo. Recuerdo el valor de mis primos León y
Celedonio, hijos de mi tío Faíco, y a los que, no sé por qué
razón, me costaba trabajo diferenciar. Yo tenía muchos tíos y
éstos a su vez tenían muchos hijos así que yo me subía al carro o
la galera que quería, en la seguridad de que era de algún modo mía,
porque seguro que era de alguien de mi familia. Las partes de abajo,
entre las ruedas, se protegían con tablas, por cuyas rendijas se
veía el ruedo y donde nos agolpábamos los jóvenes y los mozos más
valientes, pero había que dejar sitio para cualquier emergencia, por
si algún mozo tenía que tirarse en plancha perseguido por el toro.
Cuando
terminaban los toros, se retiraban las carretas y las galeras porque
a la caída de la tarde se celebraba el baile. Se bailaban sobre todo
pasodobles y allí bailaban todos, daba lo mismo la edad y las
mujeres que no bailaban no perdían detalle, para animar con sus
cotilleos las tertulias venideras.
Mi
pueblo se fue modernizando muy poco a poco. Las últimas veces que
fui, ya se celebraban baile todos los domingos y, en uno de estos,
recibí mi primer beso. Fue durante un apagón general, que abundaban
por esas fechas, en que yo me encontraba en brazos de Anselmito, el
hijo de Anselmo, que vivía en la plaza y era uno de los pijos del
pueblo. Los domingos vestía totalmente de blanco, por aquella época
los pantalones y la camisa blanca eran signo de distinción y
Anselmito era muy distinguido. Bueno pues aprovechando el apagón de
luz, Anselmito me plantó un beso en la mejilla que me dejó sin
posibilidad de reacción. Yo ya sabía que a los chicos no se les
podía dar confianza, había que andar a tortazos con ellos, pero la
verdad, a mí el tortazo no me salió. No me desagradaría mucho
cuando aún lo recuerdo, aunque quizá lo que me hace recordarlo son
las consecuencias que me trajo aquel dichoso beso. Una de mis primas
pequeñas, bueno, la única que tenía de mi edad y con la que me
gustaba estar, mi prima Cari, algunas veces me escribía al colegio y
me contaba cosas que pasaban en el pueblo. Lo que no sabía mi prima
es que nuestro correo no fue nunca secreto, se te entregaban las
cartas pasadas por la censura de la monja asistente y, con
frecuencia, con párrafos enteros tachados hasta hacer imposible su
lectura. En una de sus cartas me comunicaba que el tonto de Anselmito
había contado en el pueblo que me había besado y que cómo me había
dejado, ahora todo el pueblo sabía lo de mi beso. Aquel párrafo no
se me entregó tachado, pero fui sometida a un interrogatorio
encaminado a averiguar cómo había salido mi alma de aquel beso
fortuito. Una vez confesado el delito, se determinó que por una vez
podía pasar, pero no me libró de un rapapolvo y unas cuantas
lecciones de moral que yo ya sabía de memoria. Pero a ver qué hace
una si se va la luz y Anselmito te planta un beso en la cara, porque
lo juro, fue en la cara. De todas formas me siento bien al pensar que
fue tan importante para el tonto de Anselmito. A mí quién realmente
me gustaba era uno de sus amigos, cuyo nombre no me fue posible
conocer y que también vestía de blanco. O sea que era de los pijos
pero soy incapaz de localizar su familia, nunca supe quién era, pero
me gustaba.
De
todas formas, le gustará saber a Anselmito, que pude olvidarle y no
lo he hecho. Fue el mejor beso que me han dado en la vida, fue el
primer indicio de que yo ya empezaba a gustar a los chicos.
Anselmito, andando el tiempo creo que se hizo maestro, y andaba por
alguna capital de provincia. Vayan estos bellos recuerdos para él,
dónde quiera que se encuentre, junto con mi agradecimiento por aquel
primer beso que, sería pecado, pero me sentó de maravilla. Hasta el
castigo lo cumplí con gusto. No a todas, en el colegio, las había
besado Anselmito.
De
todas formas no quiero dar la impresión de que yo era una pobrecita
a la que besaba cualquiera. Durante las fiestas aparecía una familia
que hacía y vendía unos helados, casi todo hielo, pero que algo de
sabor tenían. El heladero, en uno de mis múltiples visitas a su
puesto, me plantó, como la cosa más natural del mundo, una mano que
pretendía abarcar uno de mis incipientes pechos. No recuerdo si lo
consiguió, porque del tortazo que le areé lo dejó plantado en el
suelo. El golpe que no se llevó Anselmito, se lo llevó el heladero,
junto con otro de mi tía que lo había visto todo. Volvimos a casa
satisfechas y orgullosas, con el honor en alto y dejando una prueba
de lo que mi madre llamaba la sangre Periquina.
Yo
no sé si la cosa es como mi madre me la contaba, pero nosotros somos
los Periquines, descendientes todos de mi bisabuelo Perico, con quien
ella se había educado, y que debía tener un humor fácilmente
excitable y utilizaba la garrota como arma arrojadiza. Era el padre
de mi abuelo materno y por él, según mi madre, deberíamos ser
todos como el abuelo Perico, que nadie nunca le mojó la oreja, ni se
dejó achantar por circunstancia alguna. Los Periquines teníamos la
obligación de honrar a nuestros antepasados siendo fieros y
valientes y arrastrando por los pelos a cualquiera que nos quisiera
mojar la oreja. Lo de mojar la oreja y cocerse en el buche son dos de
las expresiones preferidas por mi madre. No sólo nadie le mojaba la
oreja, sino que además nada se le cocía en el buche. O sea que se
enfrentaba con quien fuera por defender su sitio, y su sitio era el
que a ella le daba la gana. Su sangre periquina le trajo no pocos
disgustos a mi madre pero, en honor de la verdad, nunca la ví
asustada, cabreada muchas veces, pero nunca asustada.
En
aquellos oscuros años de posguerra, cuando las cartillas de
racionamiento apenas te concedían lo necesario para la simple
subsistencia, mi madre trabajaba en casa de unos señores con
influencias en Sindicatos. Debía levantarse a las cuatro de la
mañana para acudir a la cola del pan y ser de las primeras. En una
de aquellas frías mañanas, alguna trifulca se debió armar en la
fila. El caso es que un mozo que, al decir de mi madre no tenía ni
media hostia, vestido de miliciano y pensando que su uniforme y el
fusil impondría respeto, quiso poner a mi madre la última. Mi madre
se dio la vuelta con todo su remango y le cruzó la cara al miliciano
mientras de su boca salían sapos y culebras dedicadas no sólo al
mozo sino a su santa madre. Aquel muchacho, para mantener su
autoridad, la detuvo y la llevó directamente a la comisaría por
ataque a la autoridad, dónde se ganó una última torta de mi madre
que quería demostrarle dónde se podía meter su autoridad. Allí
tuvo que esperar toda la mañana, hasta que el señor de la casa,
usando de su influencia, la llevó otra vez a casa. Eso era no
dejarse mojar la oreja. Mi madre era como Juan sin miedo, lo que le
deparó bastantes disgustos. Entre la oreja seca y el buche vacío,
se pasó la vida discutiendo a diestro y siniestro y diciendo todo lo
que pensaba hasta del lucero del alba. Era su forma de rebelarse ante
un mundo que, a su entender, no se había portado bien con ella.
Lógicamente
la anterior historia ocurrió mucho antes de que yo naciera, bueno
muchísimo antes de que alguien me planeara la venida al mundo.
Cuando quería enfadarme le bastaba con que me llamara “la
retirada”. Porque cuando mi madre se empezó a encontrar mal y
achacó sus síntomas a la retirada, es decir, la menopausia, palabra
que no creo que ella conociera, el médico le dijo que sí, que venía
una retirada como de cuatro meses. Y esa era yo.
Creo
sinceramente que toda mi vida ha estado marcada por el hecho de venir
a destiempo y de improviso. Nunca se supo qué hacer conmigo, aunque
nunca me he sentido del todo abandonada. Mi madre era buena y me
quería, pero tengo para mí, que la maternidad le sobrepasaba. No
tenía sentido de la familia, nunca tuvimos un hogar dónde
viviéramos bajo el mismo techo los tres hermanos y mi madre. Cuando
mi hermano mayor se casó, fue tan consciente de su lugar en la
familia que fue una suegra perfecta. Pero esta es otra historia.