miércoles, 8 de junio de 2016

YO HE MIRADO AL MAL A LA CARA (II)



VIDA PARALELA



Como podéis comprobar, ya desde que nací, empecé a existir en varios planos. Desarrollé, de esta forma una manera de ser totalmente anómala, en el sentido de que mi mundo cambiaba dependiendo del sitio en el que me encontrara. El cambio se producía de forma natural, llegué a dominar varios registros de vida y, de todos, este que os cuento hoy fué el más gratificante y entrañable.
Esta necesidad de adaptarme a varios ambientes y representar papeles distintos, me ha servido en la vida para cambiar, incluso, el tipo de lenguaje. En las obras de teatro del colegio, andando el tiempo, yo era totalmente versátil y creo que todo el que se dedica a la enseñanza debe de tener cierta dosis teatral.




Hay acontecimiento en la vida que necesitan un capítulo aparte, porque la vida no es rectilínea, no suceden las cosas de forma sucesiva ni en un perfecto orden. Las cosas se superponen y en un momento determinado, tú resaltas algún aspecto, pero para ello lo aislas de su contexto. Con frecuencia ese contexto es tan importante como el detalle que tú eliges.
Los períodos de vacaciones que no pasaba en algún colegio, era enviada por mi madre a su pueblo, un lugar de la Mancha, cuyo nombre recuerdo con gran cariño. El nombre y sus gentes. Allí estaba mi familia y estaban mis raíces. Nunca me sentí extraña entre los míos y todos mis recuerdos de los períodos allí pasados, son entrañables para mí.
Estaba Mamasaria, tío Güi, mis primos y primas. Mamasaria era mi tía, una maravillosa persona y en mi corazón una segunda madre, hasta el punto de llamarla de esa forma rara, que yo sola inventé en mi niñez y que era la forma de decir Mamá Cesarea, que tal se llamaba.
El tío Luis, era su marido y lo recuerdo tranquilo, cantando y sonriendo. Porque en aquellas tierras se canta mucho. Cantaban los mozos cuando regresaban de los campos, pasando por los corrillos de vecinas, maduras y jóvenes, que hacían costura agrupadas en alguna esquina. Las jóvenes bordaban el ajuar que llevarían a su nuevo hogar cuando se casaran. Eran bordados primorosos hechos con trabajo, ilusión y muchos sueños. Eran también unas puntillas de bolillos para adorno de las fundas que se colocaban en las alacenas o que tapaban el pan para que se conservase tierno o en los manteles de fiesta para admiración de los invitados. Por las mañanas, las mujeres dedicaban horas a limpiar la casa, darle palique a las vecinas que pasaban por las puertas, enterarse de lo que hubiera ocurrido durante la noche, los nuevos noviazgos surgidos. Todos temas que animarían las tertulias de la tarde.
La vuelta de los mozos, cantando y arreando las mulas, marcaba el final de estas tertulias, puesto que había que hacer la cena. Los mozos se quitaban el polvo acumulado durante el día en las labores del campo y se vestían sus enormes camisolas negras, para acudir a sus propias tertulias, en la plaza del pueblo, cada uno en el corrillo con sus amigos. Era esta la hora que elegían las madres, como por casualidad, para mandar a las chicas casaderas a hacer los mandaos. Tenían que pasar necesariamente por la plaza dónde los mozos las miraban y ellas miraban al frente, como sin darle importancia, con la cabeza muy alta y moviendo ligeramente el talle. Un siseo, algún que otro carraspeo y cierto silencio marcaba el paso de todas y cada una que se dirigían hacia la tienda de la Restinga, quizá a llevar una docena de huevos a cambio de cualquier cosa. En la época que relato, en mi pueblo existía la economía del cambio, el dinero era poco y sólo se veía en época de cosecha y ésta dependía del tiempo. Los viejos miraban al cielo y comentaban tiempo futuro o la conveniencia de segar o vendimiar, antes de que llegara el pedrisco y se perdiera la cosecha. A mí me gustaba ir a la plaza a aquellas horas y recorrer los corrillos dónde divisaba algún primo o pariente. Era la hora en que yo les pedía a todos una perrilla para comprarme golosinas en la pastelería, que hacía esquina y siempre olía a magdalenas y bollería. Mis primos, todos mayores que yo, ya preparaban la perra gorda cuando me veían venir y, aunque con fingido enfado, todos acababan dándome algo para gastarme en caramelos.
Poco a poco, la plaza se iba quedando desierta y los hombres volvían a sus casas para tomar la cena que entretanto se había preparado. No se comía mucho por aquel entonces, aunque no recuerdo que se pasara hambre. En todos los corrales cacareaban gallinas, cantaban gallos y los conejos dormían en sus madrigueras. El pan era hecho por las mujeres de la casa, siguiendo un orden que el dueño del horno imponía. Un día se amasaba y al otro se horneaba. Junto a la casa de Mamasaria, estaba el horno de Regalado, en cuya puerta se organizaban las mejores y más divertidas tertulias a las que yo he asistido, porque a Regalado le gustaba la canción y se inventaba unas letras picarescas que nos hacían reir a todos. Me gustaba acompañar a mi tía el día que le tocaba hacer el pan, porque en el horno se estaba calentito y porque ella me dejaba enredar con la masa. Algunas veces, metía al horno, junto con los panes grandes, alguna que otra figurita que yo había hecho. Con los restos, me hacía unas galletas duras a las que llamaban harinosas, que te podían durar toda una tarde, pero estaban dulces y buenas.
En invierno, que alguno pasé con Mamasaria por razones que desconozco, además del horno, cuando tocaba, jugábamos en las cuadras, subidos en los pesebres y entre la paja de las caballerías que durante el día estaban en el campo. Yo subía a la cuadra del tío Jaro, que no era su nombre verdadero. Le llamaban Jaro por el color del pelo, que tiraba a pelirrojo y era hermano de mi tío Luis. Dos veces se había casado el tío Jaro, quedándole del primer matrimonio una hija, Consuelo, mayor ya y que hacía casi todas las tareas de la casa y cuidaba de los mellizos, sus hermanos, que eran de mi edad y fruto de un segundo matrimonio. Yo no recuerdo si al tío Jaro le duraba aún la segunda esposa o había fallecido, porque en mi memoria es Consuelo la que aparece como figura femenina y adulta de aquella casa. Lo pasábamos bien en la cuadra, haciendo guarrerías con las boñigas de las caballerías. Jugábamos a los alfileres, que consistía en empujar con un dedo tu alfiler y si lograbas montarlo sobre otro, lo ganabas para tu colección. Todas las niñas del pueblo llevábamos nuestros alfileteros de tela o de papel y los alfileres más codiciados eran los que tenían la cabeza de colores. Hasta mi prima Vicenta, que ya no era una niña, pero era de las menores de la casa, jugaba conmigo a los alfileres. Jugábamos también a la perra chica, pero para eso había que tener dinero. Yo siempre tenía alguna perrilla por mis bolsillos. Las perrillas se tiraban contra la pared y si caía a menos de una cuarta de otra, te la ganabas. Y al pasemisí. Nos poníamos en fila, agarrados de la mano e íbamos pasando por debajo del brazo de la primera, que apoyaba en la pared, después de la segunda, luego la tercera de manera que íbamos trazando una especie de cadeneta con nuestros cuerpos y los brazos te quedaban retorcidos sobre el pecho. Perdía la que rompía la cadeneta y se apartaba del juego, mientras las demás volvían a empezar, siempre con la misma cantinela:
“pasemisí, pasemisá, por la puerta de Alcalá. La de adelante corre mucho. La de atrás se quedará”
jugábamos mucho a la pelota. Las mejores eran las de plástico macizo. Te las daban de regalo en una enorme zapatería que había en la Puerta del Sol de Madrid, dónde casi todos los del pueblo compraban los zapatos. Eran los zapatos Segarra, que duraban una eternidad y las pelotas eran verdes. Tener una pelota de aquellas era tener un tesoro que sólo prestabas a tus amigas. La hacíamos botar y la pasábamos por debajo de nuestras piernas cantando casi siempre lo mismo: “no hay en España, leré, leré (el leré era para que la pelota pasara por debajo, si no, perdías), puente colgante, leré, leré, más elegante, leré, que el de Bilbao, riau, riau, porque lo han hecho leré, leré, los bilbainicos, leré, leré, que son muy finos, leré y muy salaos, riau, riau”
Algunos días de invierno, mi tía Cesarea me hacía chocolate en una jarra de barro e iba a por churros. La churrería la llevaba uno de sus hermanos, mi tío Vicente, bueno, más bien las mujeres. Cuando hacía mucho frío, mi tía no me levantaba hasta que no estuviera la casa un poco caliente, lo que ocurria lentamente, con el calor del hogar que había que encender para hacer la comida. Yo, mientras, me estaba en la cama, bajo las mantas oyendo, casi siempre ronronear al gato que se subía a la almohada y se ponía sobre mi cabeza. En las casas de aquel pueblo había gateras en todas las habitaciones: unos agujeros redondos por los que los gatos salía y entraban a voluntad. A mi tía, no sé por qué, no le gustaba que el gato se pusiera allí y lo espantaba en cuanto lo veía, pero a mí su ronroneo me hacía compañía y me gustaba oirlo. Era un ronroneo de satisfacción
Bien por parte de madre, bien por parte de padre, medio pueblo era familia mía. A veces desaparecía todo el día de casa y aparecía cuando caía la tarde, con grandes voces por parte de mi tía que quería saber dónde estaba. Aquel día a lo mejor había hecho un periplo por todo el pueblo y había comido en alguna casa con alguien de la familia, había merendado en otra y volvía al redil, como las ovejas, para cenar.
Yo me hice mujer precisamente en un viaje hacia el pueblo, en pleno autobús noté una sensación extraña de algo que me escurría por las piernas y al mirar ví la sangre. Del susto que me llevé pueden dar fe mis lágrimas, cuando mi Tía me cogió en volandas, como solía hacer siempre que yo iba. Todo el pueblo salía a la plaza cuando llegaba el autobús, a ver quién bajaba y si llegaba un forastero, en dos minutos la noticia se corría hasta los confines del pueblo. Mi tía se dio cuenta de lo que pasaba y, dándome besos y tranquilizándome, me trasladó a casa, donde me dio la primera lección de cómo habría que disimular y esconder la sangre que, según ella, perdería todos los meses. Me puso una cinta en la cintura, con dos ramales delante y detrás, sacó de su armario unos pañitos de felpa y doblándolos convenientemente hizo coincidir los ramales con dos pequeños agujeritos que tenía aquellos pañitos de felpa; hizo un nudo y me puso bragas limpias, después de lavarme las piernas con la esquina de una toalla previamente calentada al fuego. Mi tía siempre me calentaba la toalla cuando me lavaba la cara, para que no estuviera tan fría.
En aquel pueblo, el agua era un bien escaso que había que administrar. Existían unas cartillas de racionamiento de agua y cada familia tenía derecho a más o menos, según los miembros que fueran. A por agua se iba a la Hontanilla, el único manantial que se conocía con agua potable y se utilizaba el borrico o la carretilla. Yo prefería el borrico, porque mi prima Vicenta me metía en una de las aguaderas y compensaba mi peso con los otros tres cántaros, mientras el cuarto, se lo colocaba en el talle con un arte nacido de la costumbre. Así iba yo a por agua a la Hontanilla. De vuelta, con los cuatro cántaros llenos, mi prima me sentaba directamente entre los cuatro cántaros y volvíamos, deteniéndonos miles de veces con todas las vecinas que nos íbamos encontrando. La carretilla era menos divertida, aunque igual de cómoda para mí, puesto que era mi prima la que cargaba con ella y conmigo a horcajadas entre los cántaros.
Había, en las afueras del pueblo, un lugar, el Arenal, donde las mujeres iban a coger arcilla húmeda que se utilizaba para bruñir y sacar brillo a las cacerolas. En aquel sitio, andando los años, los peritos, tras estudiar el terreno resolvieron acabar con la escasez de agua, pues, bajo el Arenal, había agua suficiente para abastecer a toda la comarca. Ahora todas las casas tienen agua y cuartos de baño. Los mejores cuartos de baño que yo he visto, ha sido allí. Te lo enseñan como una joya de la familia, como si fuera un tesoro. Aunque, son tan bonitos que en muchas casas se siguen utilizando los corrales para ciertas actividades.
Con la primera menstruación, vinieron algunos cambios que mi tía esperaba de mí. Ya no podía jugar en la cuadra con los mellizos, debía intentar que el aire no me levantara la falda y no tenía que hacer caso a nada de lo que me dijeran los chicos, puesto que los hombres siempre iban a lo mismo. Por supuesto, mi tía no me explicó qué era lo mismo, pero debía de ser algo tremendo, puesto que a partir de entonces mi tía quería que estuviese dónde ella me viera y se restringieron mucho mis correteos por todo el pueblo. Ahora si iba a visitar a algún otro pariente, ella me acompañaba e iba a buscarme a la caída de la tarde o mandaba alguien que me acompañara hasta casa.
También empezó a mandarme a los mandaos, con mi prima Vicenta y cruzábamos la plaza del bracete, yo mirando a todas partes, sin poder pedir ya la perra gorda y mi prima muy impuesta en su papel de buena moza casadera. Sentí aunque de rebote el silencio que nuestra presencia iba provocando y algún que otro comentario dicho en voz alta para que mi prima lo captase. Mi prima se casó con Antonio, hijo de la Pollera, que vivía justo frente a nosotros y que, después de cenar, se acercaba silbando hacia nuestra puerta, al mismo tiempo que mi prima buscaba cualquier excusa para salir de la cocina y platicar con él, entre las contínuas protestas de mi tío Luis y las llamadas insistentes de mi tía a las que siempre se respondía lo mismo:”ya voy madre”. Era una forma de asegurarse de que la cosa no pasara de simple palique. Todas las noches se repetían los mismos hechos y en la misma secuencia.
Cuando el noviazgo estaba asegurado, se le concedía permiso al novio para entrar a la cocina y platicar un rato con todos, hasta que algún gesto del tío Luis indicaba el final de la tertulia, momento en que el mozo se levantaba para irse y ella le acompañaba hasta la puerta, de donde tardaría aún un rato en volver, casi siempre con los mofletes más rojos que nunca. A mí todas esas cosas me daban todavía risa.
Eran buenas las vacaciones en aquel pueblo, jugando entre las cuadras y los corrales, dónde mi tía me dejaba buscar los huevos de las gallinas. De todos ellos, el más grande era el de la casa de mi abuelo. Porque yo tenía también a mi abuelo allí. Vivía con la hija de un segundo matrimonio que había celebrado a la muerte de la primera mujer . Esta muerte produjo una dispersión de la familia, deshaciéndose de los más pequeños y quedando en la casa paterna los que estaban en edad de trabajar. A mi madre la llevaron a vivir con sus propios abuelos, a la casa que después sería de mi tía Cesarea y en la que yo me aposentaba cuando llegaba al pueblo. El pequeño, el tío Vicente, fue criado por el hermano Gil, que algún parentesco debía tener con la familia. Poco a poco mis tíos mayores se fueron casando e independizando, aunque seguían trabajando las tierras del abuelo, además de las suyas propias. Estaban bien situados todos mis tíos, no eran de los más pobres del pueblo, pero yo prefería estar con mi tía y mis primos y con mis primas, Rosa y Vicenta. Rosa era mayor y casó con otro vecino que no le dio buena vida. Era un chulo, borrachín y pendenciero que no perdía fiesta que se celebrara en los alrededores. La única suerte que tuvo mi prima es que no duró mucho y la dejó en paz aunque con algún que otro hijo. Era buena mi prima Rosa y siempre que me besaba me llamaba hermosona.
Andando los años, yo seguí yendo al pueblo en las vacaciones hasta que mi tía Cesarea enfermó fulminantemente y murió pidiéndole a mi madre que me llevara para verme por última vez. Mi madre volvió a Madrid, para recogerme pero no pudo ser. Las monjas aconsejaron no decirme nada, puesto que la muerte de mi tía vino a coincidir con mis exámenes finales de cuarto de bachillerato, a los que debían seguir inmediatamente los de la reválida. No se me podía preocupar por ningún motivo, y mucho menos por una muerte en la familia. No supe de su enfermedad, de sus lágrimas llamándome ni de su muerte, hasta pasados los exámenes, cuando ví a mi madre vestida de negro de los pies a la cabeza. Mucho sentí la muerte de mi madre, pero mucho lloré la de mi tía
Pero, antes de que esto sucediera, cada año llegaba yo en el coche que pasaba por Villamayor de Santiago y por Belmonte y me desembarcaba en la plaza, dónde seguía acudiendo todo el pueblo a ver quién venía. Antes de bajar del autocar, ya divisaba yo la humanidad de mi tía corriendo carretera adelante. Porque la recuerdo grande y como una gran matrona, cuyo abrazo te hacía sumergirte en un material blando y acogedor y era como volver a casa.
Poco a poco mi cuerpo se iba tansformando de niña en mujer y se me dejaba ir al cine, que se celebraba en el Corral de Palomero y al que cada uno aportaba su propia silla. Y algunas veces, durante las fiestas, podía ir al baile, a los sones de una banda que siempre venía de fuera, de Villamayor . En aquellas bandas, cuyos músicos no superaban nuestra edad, había siempre algún jovenzuelo con el que te entendías a base de sonrisas y miradas, aunque nunca crucé una palabra con ninguno de ellos. Mi tía estaba siempre vigilante y aunque no me llevaba de la mano, sabía tenerme localizada en todo instante.
En la plaza del pueblo se montaba el ruedo para las corridas de toros. Se construía a base de carros y galeras aportadas por los propios lugareños. Los toros no solían ser muy grandes pero infundían mucho respeto y los mozos y no tan mozos se lucían delante de un público femenino que jaleaba y aplaudía a los hombres y, a veces, se oía un clamor de susto y dolor unánime en todo el ruido. Era que el toro había cogido a alguno. Todos mis primos se echaban al ruedo y yo me sentía muy orgullosa de ellos, sentía que mis primos eran los más valientes y aplaudía y chillaba contagiada del jolgorio que envolvía el espectáculo. Recuerdo el valor de mis primos León y Celedonio, hijos de mi tío Faíco, y a los que, no sé por qué razón, me costaba trabajo diferenciar. Yo tenía muchos tíos y éstos a su vez tenían muchos hijos así que yo me subía al carro o la galera que quería, en la seguridad de que era de algún modo mía, porque seguro que era de alguien de mi familia. Las partes de abajo, entre las ruedas, se protegían con tablas, por cuyas rendijas se veía el ruedo y donde nos agolpábamos los jóvenes y los mozos más valientes, pero había que dejar sitio para cualquier emergencia, por si algún mozo tenía que tirarse en plancha perseguido por el toro.
Cuando terminaban los toros, se retiraban las carretas y las galeras porque a la caída de la tarde se celebraba el baile. Se bailaban sobre todo pasodobles y allí bailaban todos, daba lo mismo la edad y las mujeres que no bailaban no perdían detalle, para animar con sus cotilleos las tertulias venideras.
Mi pueblo se fue modernizando muy poco a poco. Las últimas veces que fui, ya se celebraban baile todos los domingos y, en uno de estos, recibí mi primer beso. Fue durante un apagón general, que abundaban por esas fechas, en que yo me encontraba en brazos de Anselmito, el hijo de Anselmo, que vivía en la plaza y era uno de los pijos del pueblo. Los domingos vestía totalmente de blanco, por aquella época los pantalones y la camisa blanca eran signo de distinción y Anselmito era muy distinguido. Bueno pues aprovechando el apagón de luz, Anselmito me plantó un beso en la mejilla que me dejó sin posibilidad de reacción. Yo ya sabía que a los chicos no se les podía dar confianza, había que andar a tortazos con ellos, pero la verdad, a mí el tortazo no me salió. No me desagradaría mucho cuando aún lo recuerdo, aunque quizá lo que me hace recordarlo son las consecuencias que me trajo aquel dichoso beso. Una de mis primas pequeñas, bueno, la única que tenía de mi edad y con la que me gustaba estar, mi prima Cari, algunas veces me escribía al colegio y me contaba cosas que pasaban en el pueblo. Lo que no sabía mi prima es que nuestro correo no fue nunca secreto, se te entregaban las cartas pasadas por la censura de la monja asistente y, con frecuencia, con párrafos enteros tachados hasta hacer imposible su lectura. En una de sus cartas me comunicaba que el tonto de Anselmito había contado en el pueblo que me había besado y que cómo me había dejado, ahora todo el pueblo sabía lo de mi beso. Aquel párrafo no se me entregó tachado, pero fui sometida a un interrogatorio encaminado a averiguar cómo había salido mi alma de aquel beso fortuito. Una vez confesado el delito, se determinó que por una vez podía pasar, pero no me libró de un rapapolvo y unas cuantas lecciones de moral que yo ya sabía de memoria. Pero a ver qué hace una si se va la luz y Anselmito te planta un beso en la cara, porque lo juro, fue en la cara. De todas formas me siento bien al pensar que fue tan importante para el tonto de Anselmito. A mí quién realmente me gustaba era uno de sus amigos, cuyo nombre no me fue posible conocer y que también vestía de blanco. O sea que era de los pijos pero soy incapaz de localizar su familia, nunca supe quién era, pero me gustaba.
De todas formas, le gustará saber a Anselmito, que pude olvidarle y no lo he hecho. Fue el mejor beso que me han dado en la vida, fue el primer indicio de que yo ya empezaba a gustar a los chicos. Anselmito, andando el tiempo creo que se hizo maestro, y andaba por alguna capital de provincia. Vayan estos bellos recuerdos para él, dónde quiera que se encuentre, junto con mi agradecimiento por aquel primer beso que, sería pecado, pero me sentó de maravilla. Hasta el castigo lo cumplí con gusto. No a todas, en el colegio, las había besado Anselmito.
De todas formas no quiero dar la impresión de que yo era una pobrecita a la que besaba cualquiera. Durante las fiestas aparecía una familia que hacía y vendía unos helados, casi todo hielo, pero que algo de sabor tenían. El heladero, en uno de mis múltiples visitas a su puesto, me plantó, como la cosa más natural del mundo, una mano que pretendía abarcar uno de mis incipientes pechos. No recuerdo si lo consiguió, porque del tortazo que le areé lo dejó plantado en el suelo. El golpe que no se llevó Anselmito, se lo llevó el heladero, junto con otro de mi tía que lo había visto todo. Volvimos a casa satisfechas y orgullosas, con el honor en alto y dejando una prueba de lo que mi madre llamaba la sangre Periquina.
Yo no sé si la cosa es como mi madre me la contaba, pero nosotros somos los Periquines, descendientes todos de mi bisabuelo Perico, con quien ella se había educado, y que debía tener un humor fácilmente excitable y utilizaba la garrota como arma arrojadiza. Era el padre de mi abuelo materno y por él, según mi madre, deberíamos ser todos como el abuelo Perico, que nadie nunca le mojó la oreja, ni se dejó achantar por circunstancia alguna. Los Periquines teníamos la obligación de honrar a nuestros antepasados siendo fieros y valientes y arrastrando por los pelos a cualquiera que nos quisiera mojar la oreja. Lo de mojar la oreja y cocerse en el buche son dos de las expresiones preferidas por mi madre. No sólo nadie le mojaba la oreja, sino que además nada se le cocía en el buche. O sea que se enfrentaba con quien fuera por defender su sitio, y su sitio era el que a ella le daba la gana. Su sangre periquina le trajo no pocos disgustos a mi madre pero, en honor de la verdad, nunca la ví asustada, cabreada muchas veces, pero nunca asustada.
En aquellos oscuros años de posguerra, cuando las cartillas de racionamiento apenas te concedían lo necesario para la simple subsistencia, mi madre trabajaba en casa de unos señores con influencias en Sindicatos. Debía levantarse a las cuatro de la mañana para acudir a la cola del pan y ser de las primeras. En una de aquellas frías mañanas, alguna trifulca se debió armar en la fila. El caso es que un mozo que, al decir de mi madre no tenía ni media hostia, vestido de miliciano y pensando que su uniforme y el fusil impondría respeto, quiso poner a mi madre la última. Mi madre se dio la vuelta con todo su remango y le cruzó la cara al miliciano mientras de su boca salían sapos y culebras dedicadas no sólo al mozo sino a su santa madre. Aquel muchacho, para mantener su autoridad, la detuvo y la llevó directamente a la comisaría por ataque a la autoridad, dónde se ganó una última torta de mi madre que quería demostrarle dónde se podía meter su autoridad. Allí tuvo que esperar toda la mañana, hasta que el señor de la casa, usando de su influencia, la llevó otra vez a casa. Eso era no dejarse mojar la oreja. Mi madre era como Juan sin miedo, lo que le deparó bastantes disgustos. Entre la oreja seca y el buche vacío, se pasó la vida discutiendo a diestro y siniestro y diciendo todo lo que pensaba hasta del lucero del alba. Era su forma de rebelarse ante un mundo que, a su entender, no se había portado bien con ella.
Lógicamente la anterior historia ocurrió mucho antes de que yo naciera, bueno muchísimo antes de que alguien me planeara la venida al mundo. Cuando quería enfadarme le bastaba con que me llamara “la retirada”. Porque cuando mi madre se empezó a encontrar mal y achacó sus síntomas a la retirada, es decir, la menopausia, palabra que no creo que ella conociera, el médico le dijo que sí, que venía una retirada como de cuatro meses. Y esa era yo.
Creo sinceramente que toda mi vida ha estado marcada por el hecho de venir a destiempo y de improviso. Nunca se supo qué hacer conmigo, aunque nunca me he sentido del todo abandonada. Mi madre era buena y me quería, pero tengo para mí, que la maternidad le sobrepasaba. No tenía sentido de la familia, nunca tuvimos un hogar dónde viviéramos bajo el mismo techo los tres hermanos y mi madre. Cuando mi hermano mayor se casó, fue tan consciente de su lugar en la familia que fue una suegra perfecta. Pero esta es otra historia.









martes, 7 de junio de 2016

YO HE MIRADO AL MAL CARA A CARA, PERO NO PUDO CON MIS DEFENSAS

 EL PRINCIPIO DE TODAS LAS COSA



Éramos pobres. Yo diría que éramos pobres de solemnidad, como si la pobreza fuera parte de nuestra naturaleza, como si hubiéramos nacido sólo para ser pobres. Mi madre tenía a gala recalcar que ella había nacido rica, la pobreza le había venido por el matrimonio con mi padre, que había caído como un jarro de agua fría en la familia. Yo más bien pienso, a estas alturas, que mi padre fue un soñador que marchó a Madrid, como tantos otros, en busca de El Dorado y no lo encontró, o por lo menos, no encontró lo que él buscaba y si algo había en el carácter de mi madre que destacase más que cualquier cosa era la impaciencia y la falta de comprensión, por lo menos con los sueños de su marido, de quien se separaría en diversas ocasiones, para volverse a juntar cuando mi padre aparecía de vuelta de alguna de sus escapadas, siempre en busca de sabe Dios qué. Era un rebelde mi padre, lo mismo que lo han sido mis dos hermanos, sin siquiera saberlo.
Vivíamos realquilados en una habitación de reducidas dimensiones, que compartíamos con la Sra. Lola y sus dos hijos. El mayor se llamaba Vicente y, por esos juegos que se trae nuestra memoria con las cosas pasadas es al único que recuerdo en una especie de instantánea dónde yo vuelo por los aires feliz de que alguien me cogiera después. La Sra. Lola era buena, a decir de mi madre, porque nos dio cobijo a cambio de ayudarla a pagar el alquiler al Sr. Juan, que ocupaba la habitación de al lado, toda para él sólo porque era el casero. Bueno, era nuestro casero, porque él tenía alquiladas las dos estancias a la Sr. Pepa, que vivía en medio del patio en una casa con escalera, al final de la cual había una jaula con conejos que el marido criaba y vendía después a sus propios vecinos. Porque el patio estaba rodeado por una serie de puertas que constituían cada una de ellas una vivienda. Por la noche, el portón grande, que daba entrada a toda la finca, se cerraba y los vecinos sacaban las sillas a las puertas y se hacía la tertulia, donde se hablaba y, algunas veces se cantaba y se bailaba, como sólo los pobres saben hacerlo. Junto al portón , ya dentro, había una puertecita con un enorme escalón al que había que encaramarse para hacer las necesidades puesto que el plato turco para estos menesteres quedaba demasiado alto. Esta circunstancia hacía que todo el recinto oliera siempre a pises y necesidades acumuladas. No recuerdo que aquello se limpiara nunca.
Tenía una ventaja aquella distribución. Mi madre podía irse a trabajar sin miedo a que me pasara nada. Siempre había alguna vecina que te echaba un ojo de vez en cuando para comprobar que estabas bien. Vivía también con nosotros un gran gato de angora que desentonaba claramente y al que llamábamos Napoleón. Recuerdo de él que era rubio y lo atropelló un camión.
Subiendo dos o tres escalones de la Sra. Pepa, veías al otro lado de la tapia, un corral con una mula, siempre comiendo, de quién el marido de los conejos decía que estaba “famélica”. Aquel hombre sabía muchas palabras de este estilo, pero no recuerdo que se dedicara a nada. Mi madre decía que tenía bastante con los alquileres que cobraba a todos los vecinos y con los conejos que vendía. Como eran los caseros, eran más ricos, pero muy sencillos y campechanos, siempre en opinión de mi madre.
Todo esto y una estufa con un tubo largo que se perdía en el techo es lo que recuerdo de nuestra estancia en aquel sitio, que, además, quedaba muy cerquita del Cementerio de la Almudena, casi a sus puertas. Como si la Providencia nos pusiera a mano nuestro propio entierro.
Otra instantánea conservo en la memoria con unos barrotes y la cara de mi madre al otro lado, yo corriendo y cayendo al suelo. Me levanto y miro a mi madre que llora . Pertenece a la casa cuna en que mi madre logró que me admitieran y a la que se acercaba para verme en el recreo, haciendo un alto en su propio trabajo. Después la memoria está más segura, pero todavía brumosa, como si poco a poco se fuera descorriendo una cortina y el escenario se fuera haciendo cada vez más visible. Allí, en algún día de Reyes, recibí mi primera muñeca, de la que sólo recuerdo el acto de entrega, tanta debió de ser mi alegría al recibirla. No sé cómo era, ni lo que fue de ella, sólo sé que la tuve
Nunca he sido buena situando los acontecimientos en una sucesión temporal, pero creo que, a continuación, por lógica, debe de venir mi estancia en aquel colegio, a las afueras de Madrid, que quedaba junto a las vías del tren, cuyas pasadas nocturnas dibujaban extrañas figuras en la pared de la enorme sala en que dormíamos. No es amable la memoria conmigo, permitiéndome retener todo el horror de aquel sitio. Era a la vez aspirantado para las monjas e internado para niñas díscolas y difíciles y debía de recibir alguna clase de subvención del estado, porque a las que se rebelaban, que siempre era alguna de las mayores, las llevaban directamente al “correccional”, palabra ésta que se decía en voz baja y misteriosa y que representaba para nosotras una especie de casa de los horrores en fase terminal, como si fuera un viaje sin posibilidad de retorno. Había un tercer grupo, que éramos las de pago, poco pago debía de ser o alguien que desconozco lo debía subvencionar porque mi madre nunca tuvo dinero para colegios. Tenía bastante con sobrevivir y conservar algunas fuerzas para visitarme el día señalado y sonreir desde lejos. Yo la divisaba desde el momento en que bajaba del tren y la veía venir vía adelante hasta llegar al portón de entrada, momento en que ya te estaba permitido echar a correr y refugiarte en sus brazos, buscando su olor y dejándote envolver por todo su cuerpo, recibiendo sus besos, cuyos efectos tendrían que durar hasta el mes siguiente. Porque allí, las visitas eran mensuales. Yo pertenecía a ese tercer grupo, una especie de acogida a la que se le negaba algún derecho, como, por ejemplo, el lavado de la ropa. Iba guardando toda la ropa sucia en un saco que mi madre me dejaba todos los meses con la limpia que me traía. Recuerdo sus reproches por mi empeño en perder las bragas. No sé por qué, yo siempre perdía las bragas. Nunca me han gustado las bragas y aún hoy, si puedo, no me las pongo, detalle que me ha costado más de una discusión con Emilio, cuando me quejo de haber cogido frío en la vagina, cuando, al hacer pis, me queda un dolor insidioso y molesto que poco a poco se va pasando. Pero esto no pertenece al principio, es más bien el final.
Bien. En aquel colegio, junto a las vías del tren, descubrí el miedo, la maldad, la humillación y el sexo. No sé en qué orden, pero supongo que se juntaría todo y estaría en el ambiente que respirábamos. Y también conservo una irrefrenable repugnancia por la calabaza. Las aspirantes a monjas y éstas mismas cultivaban la huerta como ayuda para dar de comer a tantas como allí vivíamos y cuyo número exacto desconozco. Sólo recuerdo que cualquier comida contenía calabaza como complemento y que incluso los postres sabían a calabaza. En cambio, me gustaba ir a rebuscar al basurero en el que las monjas tiraban las partes de hortalizas que no utilizaban y buscar con verdadera ilusión algún troncho de lechuga o repollo, que me comía con la más absoluta tranquilidad. Supongo que todavía no había aprendido el asco, porque aquellos tronchos me sabían a gloria. Hoy sigo prefiriéndolos a la lechuga, la coliflor o el repollo. A mí que me den los tronchos
Durante toda mi estancia en aquel lugar fui una niña meona. En mi corto entendimiento, hacía todo lo que podía por evitarlo, pero todas las noches indefectiblemente me despertaba tarde, cuando el mal ya estaba hecho. Siempre tenía la esperanza de que la mancha se secara antes de que amaneciera, pero esto ocurría muy pocas veces. Por recomendación de las monjas, mi madre me surtía todos los meses con una enorme caja de dulce de membrillo que se me iba administrando en porciones diarias para evitar mi enuresis (que es la palabra técnica, ahora lo sé). El membrillo estaba bueno pero se mostró ineficaz para mi problema: comía membrillo y meaba la cama.
La misma mente que inventó lo del membrillo debió de ser la que insinuó otro remedio más drástico, que consistía en la publicación ubi et orbi de mi pecado nocturno. A las doce de la mañana (en esto eran consideradas), cuando el sol pegaba de pleno en la pared, bajo las ventanas de la iglesia, se me sentaba en el suelo con la sábana por la cabeza hasta que se secaba. En la sábana aprendí a diferenciar las distintas tonalidades y extensión de mis sucesivas meadas, aprendí a cantar en latín y la tabla de multiplicar de oído. A través de las ventanas, sobre mi cabeza, salía un coro de voces blancas que rezaban cantando y en latín el ángelus, que empezaba con “Ángelus Dei...........María” y a partir de ahí, con el calor del sol y sin posibilidad de ver nada, yo me hacía a la idea de estar en el cielo. Pero también llegaban hasta mí las voces de mis compañeras recitando todas a coro la tabla de multiplicar:” dos por una es dos, dos por dos son cuatro, dos por tres son seis........” Al final, entre unos sonidos y otros yo me quedaba dormida no sin antes haberme deshecho en lágrimas y peticiones de perdón, que nunca eran escuchadas. Mi improvisada siesta era siempre interpretada como un acto de indiferencia y rebeldía, por lo que pasé, durante el tiempo que permanecí en aquel centro, la mayoría de las mañanas al sol. Aprendí también a hacer bolillos, aunque nunca pasé de los ocho, ganchillo, punto de cruz, festones, zurcidos, dobladillos y todas esas labores primorosas que hacen tan bien las monjas. Con el tiempo y en mejores circunstancias, llegué a ayudar a una monjita enferma a bordar una primorosa capulla que ella quería terminar antes de morirse. Ignoro, o por lo menos, no recuerdo si lo conseguimos. Pero esto no fue allí, fue con “mis monjas”, las mías, las que he llevado en el corazón durante todos estos años y cuyas enseñanzas y ejemplo templaron y apaciguaron en gran medida, las malas experiencias anteriores.
Ni la sábana por la cabeza ni el calorcito del sol, ni los salmos, ni la tabla de multiplicar, acabaron con mi problema, así que se intentó de otro modo. Se acabó el sol y empezaron las tinieblas. Para acceder al comedor, había que b ajar unas escaleras con una puerta en uno de sus descansillos. Allí se apiñaban las maletas que todas llevábamos al llegar y recuperábamos cuando salíamos. Era un cuarto sin ventana y lleno de cachivaches que, en la oscuridad y dejando libre tu imaginación, constituían figuras cada vez más atemorizantes. Su nombre era el cuarto de las ratas. No sé si correspondía a la realidad, es decir, no sé si había o no ratas, pero las veía por todas partes y de todos los tamaños. Allí dejé lágrimas inútiles y llamadas de auxilio durante horas sin que, como con la sábana, alguien se conmoviera con mi terror, porque, al final, eran verdaderos ataques de miedo y terror lo que llegaba a sentir. Allí se cumplían rigurosamente las penas. En el tiempo que estuve, no recuerdo un acto de compasión por parte de aquellas monjas. En cambio, algunas compañeras, compadecidas por tus lloros, se acercaban a la puerta, exponiéndose ellas mismas al castigo, y te hablaban durante unos instantes para que no te sintieras tan sola y trataban de convencerte de que allí no había ratas. Solían ser las mayores, las que se atrevían a enfrentarse a las monjas incluso físicamente, que de todo vi en aquel lugar.
Debía de haber alguna monja más bondadosa, porque otras veces me tocaba pasar la mañana en el “cuartito”. Era como se llamaba al water en lenguaje autorizado. El cuartito estaba en una de las esquinas del inmenso dormitorio y servía para las urgencias nocturnas. Y para encerrarme a mí, precisamente por no utilizarlo para mi urgencia, que yo no sentía hasta que era demasiado tarde. Allí también lloraba, pero menos, más que nada por la costumbre y porque era lo que se esperaba de mí, pero lo que de verdad sentía en el cuartito era un inmenso aburrimiento, porque allí no llegaba ruido alguno, más que el de los trenes que pasaban, pero como no era de noche, no podía entretenerme con las formas de sus luces sobre las paredes. Que me expliquen a mí la caverna de Platón.
Como el enclave estaba en pleno campo, las tormentas eran grandiosas. Y a veces la noche hacía que muchas buscaran cobijo en la cama de cualquier compañera mayor, pecado capital castigado con toda dureza si te llegaban a descubrir. A veces la suciedad que los adultos van acumulando en sus mentes hace que ensucien las intenciones y mentes de los niños y en aquel colegio se cumplía y daban todas las condiciones para que esto sucediera. Mucha mugre debía haber en la “clausura” (parte del convento exclusivo para las monjas) cuando sus coletazos llegaban hasta nosotras. Allí cualquier acto se enjuiciaba como transgresión del sexto mandamiento.
Descubrí el sexo. Primero como juego y luego su vertiente sucia. El juego con mi amiga Nicolasa, que un día se afeitó las cejas porque tenía hambre. Esa fue su explicación. Mi amiga Nicolasa tenía su cama junto a la mía y, si algún día me libraba del castigo era porque ella se había despertado y me llevaba al cuartito. Pero no siempre se despertaba. De todas formas era una de las que se exponía al hacerme múltiples visitas durante mis horas de encierro. Decían que estaba algo mal de la cabeza, pero era mi amiga. Yo creo que mi amiga Nicolasa era una pasota, simplemente. Fue la primera que me enseñó sus genitales e indagó entre los míos a ver si eran iguales. Una vez comprobada la igualdad me enseñó a pasármelo bien indicándome el punto exacto donde debía tocar. Ella me llevaba la mano y, tengo que reconocer que, tonta sería, pero también una experta en tocamientos. A partir de ahí, yo hice mis propios descubrimientos, por ejemplo, lo bien que me lo pasaba restregándome con las esquinas, me gustaba y lo hacía siempre que tenía ocasión. A esas prácticas las llamábamos “hacer pichichi” y utilizábamos a veces las almohadas entre las piernas porque su calorcito aumentaba la sensación.
Descubrí el sexo sucio. Tiene su historia. La comunidad pertenecía a una orden mendicante. Todos los días tres o cuatro monjas, con alguna alumna elegida por ellas, cogían el tren e iban a Madrid a recoger las limosnas a las casas de gente colaboradora. Yo era una niña gordita y daba la impresión de estar bien alimentada, por lo que me tenían en el punto de mira para estos periplos, que constituían para mí un verdadero suplicio, porque significaban horas y horas andando de un sitio para otro, según un itinerario que sólo la monja sabía. Yo a veces preguntaba:”Sor, ¿falta mucho?” para recibir la misma respuesta: “No, sólo dos más”. Y siempre eran dos más., Cuando volvíamos al colegio, a la caída de la tarde, te recompensaban con un gran tazón de leche y unas galletas o una naranja. Allí cualquier cosa que se pudiera comer era bienvenida. Supongo que algo de hambre pasaríamos, aunque no me consta. Eran casas lujosas, a las que teníamos que acceder por el ascensor de servicio, que siempre daba a la puerta de la cocina. Allí, la Sor entregaba la tarjeta y la cocinera o la doncella era la encargada de entregar el donativo. A veces, hasta un bocadillito para la niña, que la monja guardaba celosamente, para cuando llegara la hora.
Una de ellas era Sor Francisca, de la que recuerdo el bigote y una truculenta historia en la que estaban implicados el jardinero, el único hombre que existía en aquel mundo femenino y alguna niña, que al parecer pasaba uso días en la enfermería. Era ésta un edificio de ladrillo rojo que se levantaba al final del huerto y que servía para trasladar a cualquiera que adquiriera alguna dolencia contagiosa, como el sarampión, la varicela, la gripe, en fin servía aquella construcción para evitar el contagio. Y algo debió pasar con el jardinero y alguna de las alumnas que, por lo que fuese, habitaba por unos días en la enfermería.
El caso es que en mi último periplo por las calles de Madrid, Sor Francisca, en vez de rezar el rosario, como hacíamos siempre mientras caminábamos y entre casa y casa, empleó todos sus recursos en hacerme confesar qué había pasado entre yo y el jardinero. Por lo visto en el asunto estaba implicada una niña rubia y gordita y de ahí ella concluía que yo cumplía con el retrato robot que ella misma se había formado en la cabeza. Yo no recuerdo que pasara nunca por la enfermería, ni sabía tampoco de qué me estaba hablando, pero ella estaba segura de que yo tenía que confesar no sé qué asunto entre yo y el jardinero. Lo negué todo, a pesar de sus amenazas que iban desde un castigo hasta las penas del infierno, pasando por una lección de amor celestial y perdón divino que me serían concedidos con mi confesión y mi arrepentimiento. Aquello debió durar todo el día :ella insistiendo y yo negando, con la diferencia de que ella sabía lo que quería oir y yo desconocía lo que tenía que contestar. Pero, el cansancio y la insistencia debieron hacer mella en mi ánimo porque, al final de la jornada, yo estaba dispuesta a confesar hasta un asesinato, con tal de que mi cabeza encontrara reposo. Así que, con la idea de que quedaría tranquila, confesé mi affaire con el jardinero.
Me equivoqué al pensar que la confesión me traería la tranquilidad, porque lo que vino después da una idea de hasta dónde puede llegar el abuso de un adulto sobre un niño y la imaginación de éste por congraciarse con su torturador. La hermana, lo que quería saber era exactamente cómo era el pene del jardinero y me pedía urgentemente dimensiones de algo que yo no había visto en mi vida. No sólo le interesaba la longitud, sino también el perímetro. Y, ya de perdidos al río, ahí me vi yo inventándome y señalando con los dedos las exactas medidas de la pirula del jardinero, para satisfacción, supongo, de una mente sucia.
Nunca volví a saber del tema. Creo recordar que efectivamente, por aquel entonces, desapareció una de las alumnas, rubia y gordita, que, casualmente, era hermana de una novicia. El incidente, además de grabarse en mi memoria para el resto de mis días, me libró también del oficio de acompañante de pedigüeña, puesto que nunca más fui reclamada para esos menesteres. Pero el recuerdo de Sor Francisca y su reprimida sexualidad no me han abandonado en ningún momento.
Recuerdo a otra monja, hemipléjica, cuyo lado izquierdo estaba paralizado y arrastraba uno de los pies al andar. Sor Otilia se llamaba y su presencia nos llenaba de zozobra y nerviosismo. Todas en aquella casa sentíamos miedo de ella. Quizá fuera simplemente sus dificultades físicas las que le hacían parecer ante nosotras como algo amenazante, pero la verdad es que la Sor tenía un humor de perros y utilizaba el castigo físico más frecuentemente que otras. Un poco sádica también era. Te mandaba al huerto a pedirle a alguna de las que trabajaban allí una vara apropiada para azotarte. Labor que desempeñaba a conciencia, a pesar de que las novicias elegían siempre la más apropiada para que el dolor fuera menor. Las novicias eran buenas, pero no se les permitía tener contacto con nosotras, para no exponerlas a una crisis de vocación. Sor Otilia fue la causante de mi marcha de aquel colegio y, a pesar de todo, le estoy agradecida.
Ocurrió una noche de tormenta, de esas tormentas de verano que yo sólo he contemplado en la sierra de Madrid, con unos truenos que te hacían encogerte bajo las sábanas y unos relámpagos que iluminaban toda la habitación. Una de esas noches en que el miedo te hacía correr a la cama de otra compañera, como si su compañía conjurara el peligro y el pavor. Yo me refugiaba en aquellas ocasiones con mi amiga Nicolasa y metía la cabeza bajo sus brazos. Lógicamente en aquellas ocasiones siempre aparecía Sor Otilia, como el ángel de la muerte, buscando una víctima a la que aumentar, si era posible, el terror. Aquella noche me tocó a mí. No sólo me arrancó de los brazos amigos de Nicolasa, sino que me colocó violentamente en el alfeizar de una ventana y cerró los cristales por dentro, para que me acostumbrara a las tormentas de una vez por todas. Me recuerdo llorando y tapándome los ojos cada vez que la luz de un relámpago preludiaba el trueno, siempre en una relación constante. Había por aquel entonces tantas tormentas que sabíamos calcular, entre otras cosas, la proximidad del fenómeno contando desde el momento del relámpago hasta que nos llegaba el chasquido del trueno que a veces hacía estremecer todo el edificio. Aquella noche Sor Nicolasa se olvidó de mí y allí permanecí durante toda la noche, no sólo temblando de miedo sino también de frío, empapada por la lluvia que guardaba también relación con el fragor del fenómeno atmosférico. Cuando amaneció, las mayores alborotaron todo el colegio con sus protestas, Sor Otilia fue amonestada, me consta, por sus superioras y a mí me costó un principio de pulmonía que casi me traslada al otro mundo.
Ardiendo de fiebre, tosiendo y soñando pasé quince días en la cama, con las constantes visitas de mi amiga Nicolasa, que contaba con el permiso oficial, como si con sus visitas quisieran compensarme de cierta forma de su descuido y crueldad. Quiso el destino que el percance ocurriera pocos días antes del de las visitas, con lo que eso suponía, puesto que mi madre no me podría ver en aquella ocasión. No sé qué disculpas le darían puesto que ni mi madre ni yo comentamos este incidente en los años venideros, pero mi amiga Nicolasa se las apañó para que marchara bien informada de lo que había pasado.
Supongo el disgusto de mi madre y el cabreo de mis hermanos, que no tardaron ni tres días en presentarse en aquel colegio, leerles la cartilla a sus caridades y trasladarme a casa con mis pocas pertenencias. Supongo que alguna braga quedaría por allí como recuerdo de mi estancia. Nunca volví a ver a mi amiga Nicolasa pero no la he olvidado y su recuerdo provoca en mí una cálida sonrisa.