39 El argumento cosmológico
Pregunta: ¿Por qué hay algo en vez de nada?
Respuesta: Dios.
Éste es el inicio y el final del argumento cosmológico, y entre uno y otro no hay mucho más: es uno de los argumentos clásicos de la existencia de Dios, además de uno de los que mayor influjo ha tenido, y (según algunos) es asimismo el más dudoso de los argumentos de la historia de la filosofía.
De hecho, el « argumento cosmológico» es una clase o familia de argumentos, más que uno solo, pero todas las variantes son comparables por su forma, y tienen motivaciones similares. Todas están fundamentadas empíricamente, basadas (en su versión más familiar) en la aparentemente inobjetable observación de que todo lo que existe tiene alguna causa. Esta causa es asimismo causada por otra causa, y así sucesivamente. Para evitar una regresión al infinito, hay que dar con una causa que no sea ella misma causada por ninguna otra causa: la causa primera, causa de sí y de todo, Dios.
¿Por qué existe algo? Si dejamos momentáneamente al margen la consideración de sus méritos, debe admitirse que el argumento cosmológico es una respuesta a la pregunta tal vez más natural, fundamental y profunda que nos cabe plantearnos: ¿por qué existe algo en vez de nada? Podría no haber existido nada, pero existe algo. ¿Por qué? Igual que el otro argumento clásico de la existencia de Dios, el argumento cosmológico tiene su origen en la Antigüedad, y constituye la base para las tres primeras vías del Quinque Viae (Cinco Vías), una serie de cinco argumentos para demostrar la existencia de Dios. Un cosmólogo moderno que preguntara « ¿Por qué existe algo?» sin duda nos remitiría al Big Bang, la gran explosión que se produjo hace algo así como 13 000 millones de años, y que dio origen al universo —a la energía, a la materia e incluso al tiempo
—, lo cual sólo nos obligaría a reformular la pregunta: ¿qué, o quién, causó el Big Bang?
Intentar no meter la pata
La atracción del argumento cosmológico es que aborda una muy buena pregunta. Al menos, algo que parece una pregunta muy buena, y sin duda muy natural: ¿por qué existimos (y por qué existe el resto del universo)? Pero ¿acaso el argumento cosmológico ofrece una buena respuesta? Hay unas cuantas razones para dudarlo.
• La premisa aparentemente plausible en la que se basa el argumento cosmológico —que todo debe tener una causa— se explica por nuestra experiencia sobre cómo son las cosas en el mundo (o en el universo). Pero el argumento nos exige extrapolar esta idea a algo que se encuentra, por definición, fuera de nuestra experiencia, porque se encuentra fuera del universo; a saber, fuera de lo que sea que dio existencia al universo. En efecto, nuestra experiencia no puede arrojar luz ahí, y no está nada claro que el concepto sea ni siquiera coherente: el universo significa todo lo que existe, y su comienzo, si lo hubo, marca el comienzo del tiempo.
Variantes cosmológicas
La principal diferencia entre las distintas versiones del argumento cosmológico depende de un tipo particular de relación entre las cosas en las que se centra el interés. La versión más familiar, conocida también como el argumento de la causa primera, se atiene a una relación causal (« todo es causado por alguna causa» ), pero la relación puede ser de dependencia, o contingente, o explicativa o intelectiva. Se arguye que la secuencia de estas relaciones no puede extenderse indefinidamente, y para que la secuencia pueda hallar un fin, el punto de origen (es decir, Dios) debe carecer de las propiedades en cuestión. De manera que, según el argumento, Dios no debe ser causado (es causa de sí mismo); debe ser independiente de todo; no contingente (por tanto, existe necesariamente: no es posible que no hubiera existido); evidente; e inteligible sin referencia a nada más. (Por razones de simplicidad, en este artículo el argumento se plantea sólo en términos de la relación causal.)
El Dios de las lagunas
Históricamente se ha invocado al dios o a los dioses para explicar fenómenos de la naturaleza que superan la capacidad humana de comprender y de conocimiento. Así, por ejemplo, en una época en la que se ignoraban las causas físicas de los fenómenos meteorológicos, como los truenos o los rayos, era habitual explicarlos como acciones divinas que expresaban enojo.
A medida que la ciencia ha avanzado y el conocimiento humano ha progresado, estas explicaciones han tendido a disminuir y a ser desplazadas. Antes de que Darwin propusiera la teoría de la evolución de las especies mediante la selección natural, el « dios de las lagunas» servía para explicar el aparentemente inexplicable orden y diseño del mundo natural.
En el caso del argumento cosmológico.
Dios se retira hasta el extremo más remoto de la comprensión humana: al nacimiento del universo y al principio mismo del tiempo. En esta profunda fortaleza, Dios se encuentra fuera del alcance de las preguntas científicas. Pero ¿a qué precio? El reino de los cielos sí se ha contraído.
• Aparentemente, la principal premisa del argumento (todo tiene una causa) contradice la conclusión (existe algo, Dios, que no tiene una causa). Para evitar esta contradicción, Dios debe encontrarse fuera del ámbito de « todo» , lo cual significaría entonces algo como « todas las cosas de la naturaleza» . Dicho de otro modo, Dios debe ser sobrenatural. Esto puede satisfacer a quienes ya estaban persuadidos de la conclusión a la que supuestamente debía llevarnos el argumento. Para los demás —que son aquellos a los que debía convencerse— sólo aumenta el misterio y alimenta la sospecha de que los fundamentos del argumento son esencialmente incoherentes o incomprensibles.
• El argumento depende de la noción de que una regresión de las causas al infinito es intolerable: la cadena debe terminar en algún punto, y ese punto es Dios, que es causa de sí mismo. Pero ¿acaso la idea de una cadena infinita, y que implica que el universo no tiene un comienzo, es más complicada de digerir que un ser sobrenatural que se encuentra fuera del tiempo?
• Incluso si admitimos que la cadena de causas debe terminar en algún punto ¿por qué ese algo que no tiene otra causa que él mismo no podría ser el propio universo? Si la idea de la causa de sí mismo se acepta, Dios resulta redundante.
• El argumento cosmológico nos obliga a conferir a Dios un número de propiedades muy peculiares: debe carecer de causa (ser causa de sí mismo), necesariamente existente, y las demás. Pero son por sí mismas propiedades muy problemáticas y complicadas de interpretar. Lo que el argumento no prueba (suponiendo que pruebe algo) es que Dios posea las distintas propiedades consistentes con la explicación teísta habitual: la omnipotencia, la omnisciencia, la bondad universal, etc. El Dios que surge del argumento cosmológico es muy extraño y tenue.
«Simplemente, el universo
está ahí, y no hay más.»
Bertrand Russell, 1964
Entonces ¿qué causó el universo? El meollo del problema del argumento cosmológico es que, si la respuesta a la pregunta « ¿Cuál es la causa del universo?» es X (Dios, por ejemplo, o el Big
Bang), sigue siendo posible preguntar « Ya, pero ¿qué causó X?» . Y si la respuesta a esta pregunta es Y, podemos seguir preguntando « ¿Qué causó Y?» .
El único modo de impedir que la pregunta pueda retroceder hasta el infinito es insistir en que X (o Y o Z) es una causa de un tipo tal que la pregunta no puede plantearse. Y para ello es preciso que a X se le atribuyan algunas propiedades un poco misteriosas. A quienes son reticentes a aceptar esta consecuencia tal vez no les importe aceptar la implicación de que la cadena de causas se remonte al infinito, es decir, de que el universo no tenga un origen. O tal vez asuman el punto de vista de Bertrand Russell: el universo es, en última instancia, ininteligible, un hecho bruto del que no es posible hablar y sobre el que no cabe argumentar. Tal vez sea una respuesta insatisfactoria, pero no es peor que las otras disponibles para la mayoría de estas preocupaciones intratables.
La idea en síntesis: la causa primera y sin causa
40 El argumento ontológico
Tómate un minuto para someter mentalmente a tus papilas gustativas el anacardo más grande imaginable: gordito, con su forma de «u» elegante y sinuosa, saladito y, lo mejor de todo, la textura: al masticarlo en tu boca se convierte en una pasta cremosa, blanda y suave. Todas las cualidades propias de un anacardo, cada una llevada al grado de su perfección. Ñam, ñam. ¿Lo ves en tu mente? Pues ahora viene lo mejor. Ese anacardo existe: el anacardo exquisito, que encama el grado más elevado de todas las perfecciones del fruto seco ¡existe de veras!
Porque lo que tenemos en mente es el mejor anacardo imaginable. Pero un fruto seco que exista en la realidad es, con toda seguridad, mejor que uno que sólo existe en nuestra mente. De modo que si el fruto seco en el que estamos pensando sólo existiera en nuestras cabezas, podría haber otro anacardo más rico, a saber, el que existe en nuestras mentes y en la realidad. Pero si éste existiera sucedería que sería posible imaginar un fruto seco más rico que el fruto seco más delicioso que quepa imaginar: y eso es una contradicción. De modo que el anacardo que imaginamos —el más rico que quepa imaginar— existe realmente: el anacardo insuperable debe existir, pues de lo contrario no sería insuperable.
De los frutos secos a Dios
Lo que vale para los anacardos vale para Dios. O eso sugiere san Anselmo, el teólogo del siglo XI que acuñó la clásica formulación del argumento ontológico, uno de los argumentos a favor de la existencia de Diosmás influyentes. Pasando completamente por alto los anacardos, san Anselmo empieza con la definición indiscutible (para él) de Dios como el ser « más
excelso que cualquier cosa que pueda concebirse» . Pues bien, si podemos concebir perfectamente a Dios como tal, Dios debe existir como idea en nuestras mentes. Pero si Dios sólo existe en nuestras mentes, podríamos concebir a un ser todavía más excelso, a saber, uno que existiera en nuestras mentes y en la realidad. De modo que, a riesgo de incurrir en contradicción, Dios debe existir no sólo en nuestras mentes sino también en la realidad.
Lógica modal y mundos posibles
La segunda afirmación del argumento ontológico de san Anselmo se parece mucho a la primera, pero la « existencia» se reemplaza ahora por la « existencia necesaria» : la idea de que no puede concebirse que Dios no exista.
La existencia necesaria ha inspirado una serie de tentativas recientes (la más notable la de Alvin Plantinga) para reelaborar el argumento ontológico usando la lógica modal, en la que las ideas de posibilidad y necesidad se analizan en términos de mundos lógicamente posibles. Por ejemplo, supongamos que « absolutamente excelso» significase « existe y es omnipotente (etc.) en cualquier mundo posible» ; y concedamos que es al menos posible que un ser absolutamente excelso existiera (es decir, hay un mundo posible en el que semejante ser existe). Pero este ser que existe en un mundo posible implica que existe en todos los mundos, de modo que existe necesariamente. En lugar de aceptar esta conclusión, podemos preguntar qué concesiones hemos hecho para llegar a ella; en particular, que un ser absolutamente excelso deba existir en cualquier mundo posible. Pero negar esta posibilidad implica decir que un ser absolutamente excelso sea autocontradictorio. Así que ¿es posible que Dios, concebido como un ser absolutamente excelso, no tenga sentido?
A diferencia de la base empírica del argumento del diseño y del argumento cosmológico, el argumento ontológico se establece para probar, a priori y como si se tratara de un problema de necesidad lógica, que la existencia de Dios no puede negarse sin incurrir en contradicción: la idea de Dios implica su existencia.
Exactamente igual que la comprensión del significado del concepto de un cuadrado implica cuatro lados, del mismo modo, arguye Anselmo, la comprensión del concepto de Dios implica saber que existe.
¿La idea de Dios es incoherente?
Todas las versiones del argumento ontológico giran en torno a la idea de que podemos concebir un ser superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Si no es de hecho posible (si el concepto de Dios resulta incoherente o ininteligible), todo el argumento se derrumba. Si el argumento debe probar la existencia de Dios tal como se ha concebido tradicionalmente (omnisciente, omnipotente, etc.), estas cualidades deben ser individualmente coherentes y compatibles entre sí, y cada una de ellas debe estar presente en Dios en el mayor grado posible.
No está nada claro que esto sea posible. Un dios omnipotente debería, por ejemplo, ser capaz de crear seres libres; un dios omnisciente excluye la posibilidad de que tales seres existan. Parece que la omnisciencia y la omnipotencia no pueden estar presentes al mismo tiempo en el mismo ser (un quebradero de cabeza considerable para la concepción tradicional de Dios). En el origen del problema del mal también se plantea el problema de si la idea tradicional de Dios es coherente.
Objeciones ontológicas
Igual que el argumento cosmológico, el argumento ontológico constituye una familia de argumentos que comparten una única idea central. Todos son igualmente ambiciosos, pero ¿funcionan? La situación es complicada pues las distintas variantes del argumento afrontan diferentes tipos de crítica. Incluso san Anselmo presentó dos versiones distintas (en la misma obra). La versión que ya hemos dado (la primera formulación de san Anselmo del argumento y su planteamiento clásico) es vulnerable a dos líneas de ataque relacionadas entre sí. Uno de los primeros críticos de san Anselmo fue un contemporáneo llamado Gaunilo, un monje de la abadía de Marmoutier en Francia. La preocupación de Gaunilo era que los argumentos como el ontológico podían utilizarse para probar que nada existe. Su propio ejemplo era una isla perfecta, pero el argumento funciona tan bien con los anacardos como con cosas inexistentes como las sirenas o los centauros. Evidentemente, si un argumento puede servir para probar la existencia de cosas inexistentes tiene un problema serio. Para hacer frente a esta línea de ataque, el defensor del argumento ontológico debe explicar por qué Dios es un caso especial (hasta qué punto difiere en aspectos relevantes de los anacardos). Algunos insisten en que las cualidades o « perfecciones» en las que reside la excelencia de Dios son literalmente perfectibles (susceptibles de alcanzar en principio un nivel más elevado) de un modo en que las propiedades del mejor anacardo no lo son. Si Dios es capaz de hacer todo lo que es concebible hacer, es omnipotente en un grado que no puede ser lógicamente superado; mientras que un anacardo gordito es un anacardo extraordinario, sigue siendo posible concebir uno más gordito y más extraordinario. De modo que la idea misma del anacardo más delicioso imaginable —a diferencia de Dios, el ser más poderoso que quepa imaginar— es incoherente. Así pues, el corolario, para que el argumento de san Anselmo funcione, es que el concepto de Dios debe formarse del todo de esas cualidades intrínsecamente perfectibles. Irónicamente, la aparente incompatibilidad entre estas cualidades tan similares amenaza con convertir el concepto de Dios en incoherente, minando todas las versiones del argumento ontológico
«Y definitivamente, que
algo que es lo más excelso
que cabe concebir, no
puede existir sólo en la
comprensión; así que puede
concebirse como algo que
existe en realidad, lo cual
es más excelso.»
San Anselmo de
Canterbury, 1078
Gaunilo sólo tenía problemas con las artimañas verbales (creía que san Anselmo había conseguido definir la existencia de Dios). La misma preocupación parece subyacer al famoso ataque que Kant hace del argumento, en su Crítica de la razón pura de 1781. Su objeción es relativa a la consecuencia —explícita en la influyente reformulación cartesiana— de que la existencia sea una propiedad o predicado que puede adscribirse tanto a una cosa como a otra. La
posición de Kant, completamente acorde con la lógica del siglo XX (véase la página 116), consiste en que decir que Dios existe no es atribuirle la propiedad de la existencia, junto con propiedades como la omnipotencia o la omnisciencia, sino afirmar que existe, de hecho, una instancia conceptual que reúne esas propiedades; y la verdad de tal predicado no puede ser determinada nunca a priori, sin observar cómo son, de hecho, las cosas en el mundo. En efecto, la existencia no es una propiedad sino una precondición de la posesión de propiedades. Tanto san Anselmo como Descartes cometen un error, la particularidad del cual se reconoce a la perfección si consideramos una afirmación como « Los anacardos que existen son más sabrosos que los que no existen» . San Anselmo realiza un salto ilícito desde un concepto hasta la instanciación del mismo concepto: primero asume que la existencia es una propiedad que algo puede tener o no tener; luego sostiene que tener esta propiedad es mejor que no tenerla; y por último concluye que Dios, puesto que es el ser más excelso que quepa imaginar, debe tenerla. Pero todo este prolijo edificio se desmorona de golpe si se niega a la existencia el estatus de predicado.
La idea en síntesis: el ser más excelso imaginable
41 El problema del mal
Se calcula que en 1984-1985 la sequía y la hambruna en Etiopía, agravadas por la inestabilidad política, provocaron aproximadamente un millón de agónicas muertes a causa del hambre. La hambruna, el crimen, los terremotos, la enfermedad: millones de personas morirán en el futuro, jóvenes vidas se extinguirán absurdamente, muchos niños quedarán huérfanos e indefensos, la agonía de jóvenes y viejos será indiferente.
Si estuviera en tu mano chascar los dedos y detener este catálogo de miserias, y no lo hicieras, serías un monstruo despiadado. Pero se supone que existe un ser que podría erradicarlo todo en un instante, un ser dotado de un poder, conocimiento y excelencia moral ilimitados: Dios. El mal está por todas partes, pero ¿cómo es posible que conviva con un dios que, por definición, tiene la
capacidad de ponerle fin? Este asunto espinoso es el meollo del llamado «problema del mal».
El problema del mal es, sin duda, uno de los desafíos más serios que deben afrontar quienes quieren convencernos de la existencia de Dios. Frente a alguna calamidad terrible, la pregunta más natural es: « ¿Cómo puede Dios permitir que ocurra?» . La dificultad para dar con una respuesta puede poner a prueba seriamente la fe de los afligidos.
En enero de 2007 Joshua
DuRussel, un niño de 7 años de
Michigan (EE. UU.), murió
menos de un año después de que
los médicos le descubrieran un
tumor canceroso raro e
inoperable que destruía
progresivamente su tallo
encefálico. Según un
funcionario de su colegio, este
niño que jugaba al básquet y era
amante de los animales « tenía
serias dificultades, pero nunca
abandonó la esperanza y nunca
se quejó» .
¿Qué es el mal?
Aunque este asunto se suele conocer como « el problema del mal» , el término « mal» no es del todo adecuado. En este contexto la palabra refiere, de modo muy general, a todas las cosas malas que nos ocurren a todos y que son demasiado triviales como para ser calificadas de mal tal como se concibe normalmente. El dolor y el sufrimiento en cuestión se deben tanto a causas humanas como naturales.
El 8 de octubre de 2005 un
terremoto catastrófico asoló la
región Pakistani de Cachemira,
y destruy ó muchas ciudades y
pueblos. Las cifras oficiales de
muertos alcanzaron el número
de 75 000; hubo otros 100 000
heridos y cerca de tres millones
de persona perdieron sus
hogares.
Es habitual hablar del « mal moral» para englobar el sufrimiento causado por acciones inmorales de seres humanos (el asesinato, la mentira, y demás); y « mal natural» para englobar el sufrimiento causado por factores que escapan al control humano (desastres naturales como terremotos y enfermedades que no dependen de la actividad humana).
1. Dios es omnisciente: sabe todo lo que es lógicamente posible saber.
2. Dios es omnipotente: es capaz de hacer cualquier cosa que sea lógicamente posible hacer.
3. Dios es absolutamente bondadoso: está dotado de una buena voluntad universal y desea hacer cualquier cosa buena que sea posible hacer. Con respecto al problema del mal, de estas tres propiedades básicas, pueden inferirse plausiblemente las tres siguientes ideas:
4. Si Dios es omnisciente, es perfectamente consciente de todo el sufrimiento y el dolor que tiene lugar.
5. Si Dios es omnipotente, es capaz de prevenir todo el dolor y el sufrimiento.
6. Si Dios es absolutamente bondadoso, debe desear prevenir todo el dolor y el sufrimiento.
Si las proposiciones 4 y 6 son verdad, y Dios, de acuerdo con la definición de las proposiciones 1-3, existe, se sigue entonces que no habrá dolor ni sufrimiento en el mundo, porque Dios habrá seguido sus inclinaciones y lo habrá prevenido. Pero existe — manifiestamente— dolor y sufrimiento en el mundo, de modo que debemos concluir o bien que Dios no existe, o que carece de una o más de las propiedades establecidas en las proposiciones 1-3. En suma, el problema del mal parece tener la implicación, especialmente indigesta para el teísta, o bien de que Dios no sabe lo que ocurre, o no le importa, o no puede hacer nada para evitarlo; o bien de que no existe.
Escurrir el bulto
Las tentativas para evitar esta conclusión demoledora implican menoscabar alguno de los aspectos enumerados del argumento. Negar que exista en última instancia algo como el mal, tal como hacen los científicos cristianos, resuelve el problema de un plumazo, pero este remedio es demasiado difícil de tragar para la mayoría. Abandonar cualquiera de las tres propiedades básicas que se atribuyen a Dios (limitar su conocimiento, su poder o su excelencia moral) es demasiado oneroso para la may oría de los teístas, de modo que la estrategia habitual es intentar explicar cómo pueden coexistir de hecho el mal y Dios (con todas sus propiedades intactas). Tales tentativas suelen implicar atacar la proposición 6 reivindicando que existen « razones morales suficientes» por las que Dios podría no siempre escoger eliminar el dolor y el sufrimiento. Lo que subyace a esta idea es la previa asunción de que, en alguna medida, Dios escogería esto en nuestro propio beneficio, a largo plazo. En suma, el advenimiento del mal en el mundo es, en última instancia, bueno: las cosas son mejores de lo que lo hubieran sido si no existiera el mal.
Dos problemas del mal
El problema del mal puede cobrar dos formas bastante distintas, aunque relacionadas entre sí. En la versión lógica (que consiste aproximadamente en lo explicado en la primera parte de este capítulo), la imposibilidad de que el mal y Dios coexistan se demuestra mediante un argumento deductivo: se afirma que el carácter de Dios es incoherente con el advenimiento del mal, y en consecuencia que la creencia en Dios es, de hecho, irracional. La versión del problema del mal que pone en evidencia esta incoherencia es, en efecto, una inversión del argumento del diseño (véase la página 156), pues usa la existencia de la interminable cantidad de horrores en el mundo para argumentar la improbabilidad de que sea la creación de un dios todopoderoso y lleno de amor, Esta segunda versión es menos ambiciosa que la versión lógica, y sólo pretende advertir que es improbable que Dios exista, aunque sea complicado rebatirlo. La versión lógica se desmonta formalmente mostrando que la coexistencia de Dios y el mal es simplemente posible, por improbable que pueda parecer. La segunda versión presenta un gran desafío para el teísta, quien debe explicar cómo es posible que del elenco de males del mundo surja un bien mayor para los hombres.
En marzo de 2005 en Florida
(Estados Unidos) se encontró
enterrado en un pequeño foso el
cuerpo medio descompuesto de
Jessica Lunsford, una niña de
nueve años. La había
estrangulado, tras haberla
secuestrado y violado varias
semanas antes, John Couey, un
hombre de 46 años que había
cumplido pena por delitos
sexuales.
Pero ¿exactamente qué bienes mayores se ganan al precio del dolor y el sufrimiento humanos? Es probable que la réplica más poderosa al problema del mal sea la llamada « defensa del libre
albedrío» , según la cual el sufrimiento en la Tierra es el precio que pagamos —y un precio perfectamente asumible— por nuestra libertad para elegir auténticamente nuestros actos. Otra idea importante es la de que el verdadero carácter moral y la virtud se forjan con el sufrimiento humano: sólo sobreponiéndose a la adversidad, ayudando a los oprimidos, resistiendo a los tiranos, etc., puede brillar en todo su esplendor el valor real del héroe o del santo. Las tentativas de eludir el problema del mal tienden a topar con dificultades para explicar la arbitrariedad de la distribución y la magnitud del sufrimiento humano, pues, a menudo, son los inocentes los que más sufren mientras que los malvados salen indemnes; de modo que la cantidad de sufrimiento suele ser desproporcionada con lo que razonablemente requeriría la formación del carácter. Frente a la espantosa miseria, el último recurso del teísta suele consistir en alegar que « los designios del señor son inescrutables» : resulta insolente y presuntuoso que la débil mente humana ponga en duda los propósitos y las intenciones de un dios todopoderoso y omnisciente. Se trata, en efecto, de una apelación a la fe (es irracional invocar la razón para explicar las obras de la voluntad divina), y como tal es improbable que pueda consolar a quienes no están persuadidos.
La idea en síntesis: ¿por qué permite Dios que ocurran cosas malas?