sábado, 14 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XVI)

39 El argumento cosmológico

Pregunta: ¿Por qué hay algo en vez de nada?

Respuesta: Dios.

Éste es el inicio y el final del argumento cosmológico, y entre uno y otro no hay mucho más: es uno de los argumentos clásicos de la existencia de Dios, además de uno de los que mayor influjo ha tenido, y (según algunos) es asimismo el más dudoso de los argumentos de la historia de la filosofía.

De hecho, el « argumento cosmológico» es una clase o familia de argumentos, más que uno solo, pero todas las variantes son comparables por su forma, y tienen motivaciones similares. Todas están fundamentadas empíricamente, basadas (en su versión más familiar) en la aparentemente inobjetable observación de que todo lo que existe tiene alguna causa. Esta causa es asimismo causada por otra causa, y así sucesivamente. Para evitar una regresión al infinito, hay que dar con una causa que no sea ella misma causada por ninguna otra causa: la causa primera, causa de sí y de todo, Dios.

¿Por qué existe algo? Si dejamos momentáneamente al margen la consideración de sus méritos, debe admitirse que el argumento cosmológico es una respuesta a la pregunta tal vez más natural, fundamental y profunda que nos cabe plantearnos: ¿por qué existe algo en vez de nada? Podría no haber existido nada, pero existe algo. ¿Por qué? Igual que el otro argumento clásico de la existencia de Dios, el argumento cosmológico tiene su origen en la Antigüedad, y constituye la base para las tres primeras vías del Quinque Viae (Cinco Vías), una serie de cinco argumentos para demostrar la existencia de Dios. Un cosmólogo moderno que preguntara « ¿Por qué existe algo?» sin duda nos remitiría al Big Bang, la gran explosión que se produjo hace algo así como 13 000 millones de años, y que dio origen al universo —a la energía, a la materia e incluso al tiempo
—, lo cual sólo nos obligaría a reformular la pregunta: ¿qué, o quién, causó el Big Bang?

Intentar no meter la pata 

La atracción del argumento cosmológico es que aborda una muy buena pregunta. Al menos, algo que parece una pregunta muy buena, y sin duda muy natural: ¿por qué existimos (y por qué existe el resto del universo)? Pero ¿acaso el argumento cosmológico ofrece una buena respuesta? Hay unas cuantas razones para dudarlo.

• La premisa aparentemente plausible en la que se basa el argumento cosmológico —que todo debe tener una causa— se explica por nuestra experiencia sobre cómo son las cosas en el mundo (o en el universo). Pero el argumento nos exige extrapolar esta idea a algo que se encuentra, por definición, fuera de nuestra experiencia, porque se encuentra fuera del universo; a saber, fuera de lo que sea que dio existencia al universo. En efecto, nuestra experiencia no puede arrojar luz ahí, y no está nada claro que el concepto sea ni siquiera coherente: el universo significa todo lo que existe, y su comienzo, si lo hubo, marca el comienzo del tiempo.

Variantes cosmológicas

La principal diferencia entre las distintas versiones del argumento cosmológico depende de un tipo particular de relación entre las cosas en las que se centra el interés. La versión más familiar, conocida también como el argumento de la causa primera, se atiene a una relación causal (« todo es causado por alguna causa» ), pero la relación puede ser de dependencia, o contingente, o explicativa o intelectiva. Se arguye que la secuencia de estas relaciones no puede extenderse indefinidamente, y para que la secuencia pueda hallar un fin, el punto de origen (es decir, Dios) debe carecer de las propiedades en cuestión. De manera que, según el argumento, Dios no debe ser causado (es causa de sí mismo); debe ser independiente de todo; no contingente (por tanto, existe necesariamente: no es posible que no hubiera existido); evidente; e inteligible sin referencia a nada más. (Por razones de simplicidad, en este artículo el argumento se plantea sólo en términos de la relación causal.)
El Dios de las lagunas

Históricamente se ha invocado al dios o a los dioses para explicar fenómenos de la naturaleza que superan la capacidad humana de comprender y de conocimiento. Así, por ejemplo, en una época en la que se ignoraban las causas físicas de los fenómenos meteorológicos, como los truenos o los rayos, era habitual explicarlos como acciones divinas que expresaban enojo.

A medida que la ciencia ha avanzado y el conocimiento humano ha progresado, estas explicaciones han tendido a disminuir y a ser desplazadas. Antes de que Darwin propusiera la teoría de la evolución de las especies mediante la selección natural, el « dios de las lagunas» servía para explicar el aparentemente inexplicable orden y diseño del mundo natural. 

En el caso del argumento cosmológico. 

Dios se retira hasta el extremo más remoto de la comprensión humana: al nacimiento del universo y al principio mismo del tiempo. En esta profunda fortaleza, Dios se encuentra fuera del alcance de las preguntas científicas. Pero ¿a qué precio? El reino de los cielos sí se ha contraído.

• Aparentemente, la principal premisa del argumento (todo tiene una causa) contradice la conclusión (existe algo, Dios, que no tiene una causa). Para evitar esta contradicción, Dios debe encontrarse fuera del ámbito de « todo» , lo cual significaría entonces algo como « todas las cosas de la naturaleza» . Dicho de otro modo, Dios debe ser sobrenatural. Esto puede satisfacer a quienes ya estaban persuadidos de la conclusión a la que supuestamente debía llevarnos el argumento. Para los demás —que son aquellos a los que debía convencerse— sólo aumenta el misterio y alimenta la sospecha de que los fundamentos del argumento son esencialmente incoherentes o incomprensibles.

• El argumento depende de la noción de que una regresión de las causas al infinito es intolerable: la cadena debe terminar en algún punto, y ese punto es Dios, que es causa de sí mismo. Pero ¿acaso la idea de una cadena infinita, y que implica que el universo no tiene un comienzo, es más complicada de digerir que un ser sobrenatural que se encuentra fuera del tiempo?

• Incluso si admitimos que la cadena de causas debe terminar en algún punto ¿por qué ese algo que no tiene otra causa que él mismo no podría ser el propio universo? Si la idea de la causa de sí mismo se acepta, Dios resulta redundante.

• El argumento cosmológico nos obliga a conferir a Dios un número de propiedades muy peculiares: debe carecer de causa (ser causa de sí mismo), necesariamente existente, y las demás. Pero son por sí mismas propiedades muy problemáticas y complicadas de interpretar. Lo que el argumento no prueba (suponiendo que pruebe algo) es que Dios posea las distintas propiedades consistentes con la explicación teísta habitual: la omnipotencia, la omnisciencia, la bondad universal, etc. El Dios que surge del argumento cosmológico es muy extraño y tenue.


«Simplemente, el universo
está ahí, y no hay más.»
Bertrand Russell, 1964

Entonces ¿qué causó el universo? El meollo del problema del argumento cosmológico es que, si la respuesta a la pregunta « ¿Cuál es la causa del universo?» es X (Dios, por ejemplo, o el Big
Bang), sigue siendo posible preguntar « Ya, pero ¿qué causó X?» . Y si la respuesta a esta pregunta es Y, podemos seguir preguntando « ¿Qué causó Y?» .

El único modo de impedir que la pregunta pueda retroceder hasta el infinito es insistir en que X (o Y o Z) es una causa de un tipo tal que la pregunta no puede plantearse. Y para ello es preciso que a X se le atribuyan algunas propiedades un poco misteriosas. A quienes son reticentes a aceptar esta consecuencia tal vez no les importe aceptar la implicación de que la cadena de causas se remonte al infinito, es decir, de que el universo no tenga un origen. O tal vez asuman el punto de vista de Bertrand Russell: el universo es, en última instancia, ininteligible, un hecho bruto del que no es posible hablar y sobre el que no cabe argumentar. Tal vez sea una respuesta insatisfactoria, pero no es peor que las otras disponibles para la mayoría de estas preocupaciones intratables.

La idea en síntesis: la causa primera y sin causa

40 El argumento ontológico

Tómate un minuto para someter mentalmente a tus papilas gustativas el anacardo más grande imaginable: gordito, con su forma de «u» elegante y sinuosa, saladito y, lo mejor de todo, la textura: al masticarlo en tu boca se convierte en una pasta cremosa, blanda y suave. Todas las cualidades propias de un anacardo, cada una llevada al grado de su perfección. Ñam, ñam. ¿Lo ves en tu mente? Pues ahora viene lo mejor. Ese anacardo existe: el anacardo exquisito, que encama el grado más elevado de todas las perfecciones del fruto seco ¡existe de veras!

Porque lo que tenemos en mente es el mejor anacardo imaginable. Pero un fruto seco que exista en la realidad es, con toda seguridad, mejor que uno que sólo existe en nuestra mente. De modo que si el fruto seco en el que estamos pensando sólo existiera en nuestras cabezas, podría haber otro anacardo más rico, a saber, el que existe en nuestras mentes y en la realidad. Pero si éste existiera sucedería que sería posible imaginar un fruto seco más rico que el fruto seco más delicioso que quepa imaginar: y eso es una contradicción. De modo que el anacardo que imaginamos —el más rico que quepa imaginar— existe realmente: el anacardo insuperable debe existir, pues de lo contrario no sería insuperable.

De los frutos secos a Dios 

Lo que vale para los anacardos vale para Dios. O eso sugiere san Anselmo, el teólogo del siglo XI que acuñó la clásica formulación del argumento ontológico, uno de los argumentos a favor de la existencia de Diosmás influyentes. Pasando completamente por alto los anacardos, san Anselmo empieza con la definición indiscutible (para él) de Dios como el ser « más
excelso que cualquier cosa que pueda concebirse» . Pues bien, si podemos concebir perfectamente a Dios como tal, Dios debe existir como idea en nuestras mentes. Pero si Dios sólo existe en nuestras mentes, podríamos concebir a un ser todavía más excelso, a saber, uno que existiera en nuestras mentes y en la realidad. De modo que, a riesgo de incurrir en contradicción, Dios debe existir no sólo en nuestras mentes sino también en la realidad.

Lógica modal y mundos posibles

La segunda afirmación del argumento ontológico de san Anselmo se parece mucho a la primera, pero la « existencia» se reemplaza ahora por la « existencia necesaria» : la idea de que no puede concebirse que Dios no exista.
La existencia necesaria ha inspirado una serie de tentativas recientes (la más notable la de Alvin Plantinga) para reelaborar el argumento ontológico usando la lógica modal, en la que las ideas de posibilidad y necesidad se analizan en términos de mundos lógicamente posibles. Por ejemplo, supongamos que « absolutamente excelso» significase « existe y es omnipotente (etc.) en cualquier mundo posible» ; y concedamos que es al menos posible que un ser absolutamente excelso existiera (es decir, hay un mundo posible en el que semejante ser existe). Pero este ser que existe en un mundo posible implica que existe en todos los mundos, de modo que existe necesariamente. En lugar de aceptar esta conclusión, podemos preguntar qué concesiones hemos hecho para llegar a ella; en particular, que un ser absolutamente excelso deba existir en cualquier mundo posible. Pero negar esta posibilidad implica decir que un ser absolutamente excelso sea autocontradictorio. Así que ¿es posible que Dios, concebido como un ser absolutamente excelso, no tenga sentido?

A diferencia de la base empírica del argumento del diseño y del argumento cosmológico, el argumento ontológico se establece para probar, a priori y como si se tratara de un problema de necesidad lógica, que la existencia de Dios no puede negarse sin incurrir en contradicción: la idea de Dios implica su existencia.

Exactamente igual que la comprensión del significado del concepto de un cuadrado implica cuatro lados, del mismo modo, arguye Anselmo, la comprensión del concepto de Dios implica saber que existe.

¿La idea de Dios es incoherente?

Todas las versiones del argumento ontológico giran en torno a la idea de que podemos concebir un ser superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Si no es de hecho posible (si el concepto de Dios resulta incoherente o ininteligible), todo el argumento se derrumba. Si el argumento debe probar la existencia de Dios tal como se ha concebido tradicionalmente (omnisciente, omnipotente, etc.), estas cualidades deben ser individualmente coherentes y compatibles entre sí, y cada una de ellas debe estar presente en Dios en el mayor grado posible.

No está nada claro que esto sea posible. Un dios omnipotente debería, por ejemplo, ser capaz de crear seres libres; un dios omnisciente excluye la posibilidad de que tales seres existan. Parece que la omnisciencia y la omnipotencia no pueden estar presentes al mismo tiempo en el mismo ser (un quebradero de cabeza considerable para la concepción tradicional de Dios). En el origen del problema del mal  también se plantea el problema de si la idea tradicional de Dios es coherente.

Objeciones ontológicas 

Igual que el argumento cosmológico, el argumento ontológico constituye una familia de argumentos que comparten una única idea central. Todos son igualmente ambiciosos, pero ¿funcionan? La situación es complicada pues las distintas variantes del argumento afrontan diferentes tipos de crítica. Incluso san Anselmo presentó dos versiones distintas (en la misma obra). La versión que ya hemos dado (la primera formulación de san Anselmo del argumento y su planteamiento clásico) es vulnerable a dos líneas de ataque relacionadas entre sí. Uno de los primeros críticos de san Anselmo fue un contemporáneo llamado Gaunilo, un monje de la abadía de Marmoutier en Francia. La preocupación de Gaunilo era que los argumentos como el ontológico podían utilizarse para probar que nada existe. Su propio ejemplo era una isla perfecta, pero el argumento funciona tan bien con los anacardos como con cosas inexistentes como las sirenas o los centauros. Evidentemente, si un argumento puede servir para probar la existencia de cosas inexistentes tiene un problema serio. Para hacer frente a esta línea de ataque, el defensor del argumento ontológico debe explicar por qué Dios es un caso especial (hasta qué punto difiere en aspectos relevantes de los anacardos). Algunos insisten en que las cualidades o « perfecciones» en las que reside la excelencia de Dios son literalmente perfectibles (susceptibles de alcanzar en principio un nivel más elevado) de un modo en que las propiedades del mejor anacardo no lo son. Si Dios es capaz de hacer todo lo que es concebible hacer, es omnipotente en un grado que no puede ser lógicamente superado; mientras que un anacardo gordito es un anacardo extraordinario, sigue siendo posible concebir uno más gordito y más extraordinario. De modo que la idea misma del anacardo más delicioso imaginable —a diferencia de Dios, el ser más poderoso que quepa imaginar— es incoherente. Así pues, el corolario, para que el argumento de san Anselmo funcione, es que el concepto de Dios debe formarse del todo de esas cualidades intrínsecamente perfectibles. Irónicamente, la aparente incompatibilidad entre estas cualidades tan similares amenaza con convertir el concepto de Dios en incoherente, minando todas las versiones del argumento ontológico

«Y definitivamente, que
algo que es lo más excelso
que cabe concebir, no
puede existir sólo en la
comprensión; así que puede
concebirse como algo que
existe en realidad, lo cual
es más excelso.»
San Anselmo de
Canterbury, 1078

Gaunilo sólo tenía problemas con las artimañas verbales (creía que san Anselmo había conseguido definir la existencia de Dios). La misma preocupación parece subyacer al famoso ataque que Kant hace del argumento, en su Crítica de la razón pura de 1781. Su objeción es relativa a la consecuencia —explícita en la influyente reformulación cartesiana— de que la existencia sea una propiedad o predicado que puede adscribirse tanto a una cosa como a otra. La
posición de Kant, completamente acorde con la lógica del siglo XX (véase la página 116), consiste en que decir que Dios existe no es atribuirle la propiedad de la existencia, junto con propiedades como la omnipotencia o la omnisciencia, sino afirmar que existe, de hecho, una instancia conceptual que reúne esas propiedades; y la verdad de tal predicado no puede ser determinada nunca a priori, sin observar cómo son, de hecho, las cosas en el mundo. En efecto, la existencia no es una propiedad sino una precondición de la posesión de propiedades. Tanto san Anselmo como Descartes cometen un error, la particularidad del cual se reconoce a la perfección si consideramos una afirmación como « Los anacardos que existen son más sabrosos que los que no existen» . San Anselmo realiza un salto ilícito desde un concepto hasta la instanciación del mismo concepto: primero asume que la existencia es una propiedad que algo puede tener o no tener; luego sostiene que tener esta propiedad es mejor que no tenerla; y por último concluye que Dios, puesto que es el ser más excelso que quepa imaginar, debe tenerla. Pero todo este prolijo edificio se desmorona de golpe si se niega a la existencia el estatus de predicado.

La idea en síntesis: el ser más excelso imaginable


41 El problema del mal

Se calcula que en 1984-1985 la sequía y la hambruna en Etiopía, agravadas por la inestabilidad política, provocaron aproximadamente un millón de agónicas muertes a causa del hambre. La hambruna, el crimen, los terremotos, la enfermedad: millones de personas morirán en el futuro, jóvenes vidas se extinguirán absurdamente, muchos niños quedarán huérfanos e indefensos, la agonía de jóvenes y viejos será indiferente.

Si estuviera en tu mano chascar los dedos y detener este catálogo de miserias, y no lo hicieras, serías un monstruo despiadado. Pero se supone que existe un ser que podría erradicarlo todo en un instante, un ser dotado de un poder, conocimiento y excelencia moral ilimitados: Dios. El mal está por todas partes, pero ¿cómo es posible que conviva con un dios que, por definición, tiene la
capacidad de ponerle fin? Este asunto espinoso es el meollo del llamado «problema del mal».

El problema del mal es, sin duda, uno de los desafíos más serios que deben afrontar quienes quieren convencernos de la existencia de Dios. Frente a alguna calamidad terrible, la pregunta más natural es: « ¿Cómo puede Dios permitir que ocurra?» . La dificultad para dar con una respuesta puede poner a prueba seriamente la fe de los afligidos.

En enero de 2007 Joshua
DuRussel, un niño de 7 años de
Michigan (EE. UU.), murió
menos de un año después de que
los médicos le descubrieran un
tumor canceroso raro e
inoperable que destruía
progresivamente su tallo
encefálico. Según un
funcionario de su colegio, este
niño que jugaba al básquet y era
amante de los animales « tenía
serias dificultades, pero nunca
abandonó la esperanza y nunca
se quejó» .


¿Qué es el mal?

Aunque este asunto se suele conocer como « el problema del mal» , el término « mal» no es del todo adecuado. En este contexto la palabra refiere, de modo muy general, a todas las cosas malas que nos ocurren a todos y que son demasiado triviales como para ser calificadas de mal tal como se concibe normalmente. El dolor y el sufrimiento en cuestión se deben tanto a causas humanas como naturales. 

El 8 de octubre de 2005 un
terremoto catastrófico asoló la
región Pakistani de Cachemira,
y destruy ó muchas ciudades y
pueblos. Las cifras oficiales de
muertos alcanzaron el número
de 75 000; hubo otros 100 000
heridos y cerca de tres millones
de persona perdieron sus
hogares.

Es habitual hablar del « mal moral» para englobar el sufrimiento causado por acciones inmorales de seres humanos (el asesinato, la mentira, y demás); y « mal natural» para englobar el sufrimiento causado por factores que escapan al control humano (desastres naturales como terremotos y enfermedades que no dependen de la actividad humana).

1. Dios es omnisciente: sabe todo lo que es lógicamente posible saber.

2. Dios es omnipotente: es capaz de hacer cualquier cosa que sea lógicamente posible hacer.

3. Dios es absolutamente bondadoso: está dotado de una buena voluntad universal y desea hacer cualquier cosa buena que sea posible hacer. Con respecto al problema del mal, de estas tres propiedades básicas, pueden inferirse plausiblemente las tres siguientes ideas:

4. Si Dios es omnisciente, es perfectamente consciente de todo el sufrimiento y el dolor que tiene lugar.

5. Si Dios es omnipotente, es capaz de prevenir todo el dolor y el sufrimiento.

6. Si Dios es absolutamente bondadoso, debe desear prevenir todo el dolor y el sufrimiento.

Si las proposiciones 4 y 6 son verdad, y Dios, de acuerdo con la definición de las proposiciones 1-3, existe, se sigue entonces que no habrá dolor ni sufrimiento en el mundo, porque Dios habrá seguido sus inclinaciones y lo habrá prevenido. Pero existe — manifiestamente— dolor y sufrimiento en el mundo, de modo que debemos concluir o bien que Dios no existe, o que carece de una o más de las propiedades establecidas en las proposiciones 1-3. En suma, el problema del mal parece tener la implicación, especialmente indigesta para el teísta, o bien de que Dios no sabe lo que ocurre, o no le importa, o no puede hacer nada para evitarlo; o bien de que no existe.

Escurrir el bulto 

Las tentativas para evitar esta conclusión demoledora implican menoscabar alguno de los aspectos enumerados del argumento. Negar que exista en última instancia algo como el mal, tal como hacen los científicos cristianos, resuelve el problema de un plumazo, pero este remedio es demasiado difícil de tragar para la mayoría. Abandonar cualquiera de las tres propiedades básicas que se atribuyen a Dios (limitar su conocimiento, su poder o su excelencia moral) es demasiado oneroso para la may oría de los teístas, de modo que la estrategia habitual es intentar explicar cómo pueden coexistir de hecho el mal y Dios (con todas sus propiedades intactas). Tales tentativas suelen implicar atacar la proposición 6 reivindicando que existen « razones morales suficientes» por las que Dios podría no siempre escoger eliminar el dolor y el sufrimiento. Lo que subyace a esta idea es la previa asunción de que, en alguna medida, Dios escogería esto en nuestro propio beneficio, a largo plazo. En suma, el advenimiento del mal en el mundo es, en última instancia, bueno: las cosas son mejores de lo que lo hubieran sido si no existiera el mal.

Dos problemas del mal

El problema del mal puede cobrar dos formas bastante distintas, aunque relacionadas entre sí. En la versión lógica (que consiste aproximadamente en lo explicado en la primera parte de este capítulo), la imposibilidad de que el mal y Dios coexistan se demuestra mediante un argumento deductivo: se afirma que el carácter de Dios es incoherente con el advenimiento del mal, y en consecuencia que la creencia en Dios es, de hecho, irracional. La versión del problema del mal que pone en evidencia esta incoherencia es, en efecto, una inversión del argumento del diseño (véase la página 156), pues usa la existencia de la interminable cantidad de horrores en el mundo para argumentar la improbabilidad de que sea la creación de un dios todopoderoso y lleno de amor, Esta segunda versión es menos ambiciosa que la versión lógica, y sólo pretende advertir que es improbable que Dios exista, aunque sea complicado rebatirlo. La versión lógica se desmonta formalmente mostrando que la coexistencia de Dios y el mal es simplemente posible, por improbable que pueda parecer. La segunda versión presenta un gran desafío para el teísta, quien debe explicar cómo es posible que del elenco de males del mundo surja un bien mayor para los hombres.
En marzo de 2005 en Florida
(Estados Unidos) se encontró
enterrado en un pequeño foso el
cuerpo medio descompuesto de
Jessica Lunsford, una niña de
nueve años. La había
estrangulado, tras haberla
secuestrado y violado varias
semanas antes, John Couey, un
hombre de 46 años que había
cumplido pena por delitos
sexuales.

Pero ¿exactamente qué bienes mayores se ganan al precio del dolor y el sufrimiento humanos? Es probable que la réplica más poderosa al problema del mal sea la llamada « defensa del libre
albedrío» , según la cual el sufrimiento en la Tierra es el precio que pagamos —y un precio perfectamente asumible— por nuestra libertad para elegir auténticamente nuestros actos. Otra idea importante es la de que el verdadero carácter moral y la virtud se forjan con el sufrimiento humano: sólo sobreponiéndose a la adversidad, ayudando a los oprimidos, resistiendo a los tiranos, etc., puede brillar en todo su esplendor el valor real del héroe o del santo. Las tentativas de eludir el problema del mal tienden a topar con dificultades para explicar la arbitrariedad de la distribución y la magnitud del sufrimiento humano, pues, a menudo, son los inocentes los que más sufren mientras que los malvados salen indemnes; de modo que la cantidad de sufrimiento suele ser desproporcionada con lo que razonablemente requeriría la formación del carácter. Frente a la espantosa miseria, el último recurso del teísta suele consistir en alegar que « los designios del señor son inescrutables» : resulta insolente y presuntuoso que la débil mente humana ponga en duda los propósitos y las intenciones de un dios todopoderoso y omnisciente. Se trata, en efecto, de una apelación a la fe (es irracional invocar la razón para explicar las obras de la voluntad divina), y como tal es improbable que pueda consolar a quienes no están persuadidos.

La idea en síntesis: ¿por qué permite Dios que ocurran cosas malas?


miércoles, 11 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XV)


36 ¿Q ué es el arte?
«Ya he visto y oído antes una considerable insolencia cockney; pero nunca pensé que escucharía a un gallito petulante pedir doscientas guineas por echarle a la gente un tarro de pintura en plena cara.» Lamentablemente célebre es esta condena del crítico Victoriano John Ruskin ante el fantasmagórico cuadro de James McNeil Whistler titulado Nocturno en negro y oro de 1875. La cantidad de libelos que se sucedieron dejó en una victoria nominal aparente al artista — se le compensaron los prejuicios con un solo cuarto de penique—, pero en realidad sacó mucho más: una plataforma desde la que defender los derechos de los artistas para expresarse, liberados de las constricciones de la crítica, y lanzar el grito de guerra del esteticismo: «el arte por el arte».

La completa incomprensión de la obra de Whistler por parte de Ruskin no es inusual. Cada época actualiza la batalla entre el artista y el crítico, en la que el último —que a menudo refleja el gusto conservador del público— se lamenta con horror y desdén de los supuestos excesos de una nueva y desafiante generación de artistas. En nuestra época, es frecuente ver a los críticos llevarse las manos a la cabeza ante la última atrocidad artística: un tiburón envasado, un lienzo empapado en orines, una cama sin hacer. Es un eterno conflicto imposible de resolver porque su origen es una discrepancia sobre una de las preguntas más fundamentales: ¿qué es el arte?

De la representación a la abstracción 

Las concepciones que Ruskin y Whistler tienen de las propiedades que una obra de arte debe poseer tienen mucho que ver entre sí. Dicho en jerga filosófica, discrepan en la naturaleza del valor estético, el análisis del cual constituye la cuestión central en el ámbito de la filosofía que es
la estética.

El ojo del observador

La pregunta más elemental, y también más natural, de la estética es si la belleza (u otro valor estético) se encuentra realmente « en» (o si es inherente a) los objetos a los que se les atribuye. Los realistas, y los objetivistas, sostienen que la belleza es una propiedad real que debe poseer el objeto, y por ello es enteramente independiente de las ideas o las respuestas de cualquiera respecto a ella; el David de Miguel Ángel sería bello incluso si no existiera ningún humano que lo juzgara así, incluso si todo el mundo pensara que es espantoso. El antirrealista, o subjetivista, cree que el valor estético está necesariamente vinculado a los juicios y las respuestas de los humanos. Paralelamente a lo que ocurre con la pregunta acerca de si los valores morales son objetivos o subjetivos, la pura excepcionalidad de la belleza, su estar « fuera del mundo» y su autonomía con respecto a los observadores humanos, puede forzarnos a una posición antirrealista, es decir, a considerar que la belleza depende del ojo del observador. No obstante, nuestras intuiciones parecen apoyar firmemente la sensación de que hay algo más que hace al objeto bello, aparte del mero hecho de que a nosotros nos lo parezca. La kantiana idea de la validez universal parece confirmar esta intuición: los juicios estéticos están efectivamente basados sólo en nuestras respuestas y sentimientos subjetivos; pero tales respuestas y sentimientos están tan arraigados en la naturaleza humana que son universalmente válidos: cabe esperar que cualquier humano cabalmente constituido los comparta.

En la concepción de los griegos, el arte es una representación o un espejo de lanaturaleza. Para Platón, la realidad última reside en un mundo de Ideas o Formas perfectas e inmutables (inextricablemente unido a los conceptos de bondad y belleza. El filósofo griego consideraba las obras de arte como un reflejo o una pura imitación de estas Ideas, inferior y poco fidedigno como modelo de verdad; por eso echó a los poetas y a otros artistas de su república ideal. Aristóteles compartía la concepción del arte como representación, pero adoptaba una concepción más favorable a sus objetos, considerándolos como un modo de completar algo que en la naturaleza sólo estaba realizado parcialmente, y por lo tanto como una vía para iluminar la esencia universal de las cosas.
La teoría institucional del arte

« Me preguntaron cosas como: “¿Esto es arte?”. Y y o contesté: “A ver…,
si no es arte ¿qué narices se supone que hace en una galería de arte y porqué viene la gente a verlo?”.»
«Podemos observar una
compleja red de similitudes
que se solapan y se
entrecruzan; unas veces
son similitudes generales, y
otras similitudes de
detalle.»
Ludwig Wittgenstein, 1953

Este comentario de la artista inglesa Tracey Emin refleja la « teoría institucional del arte» , muy discutida desde la década de 1970. La teoría sostiene que una obra de arte funciona como tal únicamente en virtud de si miembros autorizados del mundo del arte (críticos, galeristas, artistas…) le han otorgado tal título. A pesar de ser influyente, la teoría institucional ha tenido que afrontar muchas dificultades, la menor de las cuales no es la de proporcionar una información considerablemente pobre. Queremos saber por qué se consideran valiosas las obras de arte. Los miembros del mundo del arte deben tener razones para hacer los juicios que hacen. Si no, ¿cuál es el interés que debemos a sus opiniones?

Y si las tienen, debería informársenos mejor de cuáles son. La idea del arte como representación, y su estrecho vínculo con la belleza, ejerce un claro dominio en la modernidad. Pero, como reacción, en el siglo XX algunos pensadores proponen una aproximación « formalista» al arte, para la cual las líneas, los colores y otras cualidades formales son consideradas primordiales, y cualquier otra consideración, incluso los aspectos representacionales, es despreciada o excluida. 

Así, la forma prevalece sobre el contenido, preparando el camino para el abstraccionismo, que llegó a jugar un papel hegemónico en el arte occidental. Otra alternativa muy influyente en la representación fue el expresionismo, que renunció a cualquier observación atenta y fidedigna del mundo externo a favor de la exageración y la distorsión, mediante el uso de llamativos colores artificiales para expresar los sentimientos íntimos del artista. Instintivas y conscientemente no naturalistas, tales expresiones de las emociones y la experiencia subjetivas del artista fueron consideradas la marca distintiva de las verdaderas obras de arte.

Un aire de familia 

Un tema imperecedero de la filosofía occidental desde Platón ha sido la consecución de definiciones. Los diálogos socráticos plantean la característica pregunta —qué es la justicia, qué es el conocimiento, qué es la belleza—, y a partir de ahí proceden a demostrar, mediante una serie de preguntas y respuestas, que los interlocutores, a pesar de su presunto conocimiento, no poseen un verdadero conocimiento de los conceptos involucrados. El supuesto tácito es que el verdadero conocimiento de algo depende de la capacidad para definirlo, y esto es lo que los interlocutores de Sócrates (el portavoz de Platón) son incapaces de hacer. Pero esto nos confronta a una paradoja, pues quienes son incapaces de proporcionar una definición de un determinado concepto suelen ser capaces de reconocer qué no es, lo que sin duda exige que sepan, en alguna medida, qué es.

El concepto de arte nos confronta con un caso de este tipo. Parece que sabemos qué es, por dificultoso que nos resulte definir las condiciones necesarias y suficientes para que algo se considere obra de arte. En nuestra perplejidad, tal vez sea natural preguntar si la tarea de definición no está en sí misma mal planteada: tal vez sea una pérdida de tiempo intentar identificar algo que se niega obstinadamente a dejarse asir.

La noción de aire de familia, que Wittgenstein expone en sus póstumas Investigaciones filosóficas, ofrece una salida de este laberinto. Consideremos la palabra « juego» . Todos nosotros tenemos una idea clara de qué son los juegos: podemos dar ejemplos, comparar distintos juegos, decidir acerca de algunos casos dudosos, etc. Pero los problemas surgen cuando intentamos ir al fondo del asunto y encontrar algún significado esencial o alguna definición que los abarque todos. Pues no existe un denominador común: hay muchas cosas que los juegos tienen en común, pero no existe un único rasgo que todos ellos compartan. En resumen, no hay un significado esencial o un trasfondo oculto: nuestra comprensión de la palabra consiste ni más ni menos en nuestra capacidad para usarla de forma pertinente en una amplia variedad de contextos.

Si suponemos que « arte» , como « juego» , es una palabra que reúne cosas con un aire de familia, la mayor parte de nuestras dificultades se disipan. Unas obras de arte tienen muchas cosas en común con otras obras de arte: pueden expresar las emociones íntimas del artista; pueden destilar la esencia de la naturaleza; pueden conmovemos, repelernos o chocarnos. Pero si intentamos señalar algún rasgo que todas ellas compartan, estaremos buscando en vano; cualquier tentativa de definir el arte —de aislar un término que sea esencialmente fluido y dinámicoen su uso— constituye un error y nos aboca al fracaso.

La idea en síntesis: los valores estéticos

«No es necesario conocer
las intenciones personales
del artista. La obra nos las
cuenta.»
Susan Sontag, n. 1933


37 La falacia intencional

Son muchos los que consideran a Richard Wagner como uno de los mayores compositores que han existido. Su genio creativo está fuera de duda; la procesión constante de peregrinos a su «santuario» en Bayreuth atestigua su enorme talento y su perdurable fascinación. Pero también parece indiscutible que Wagner fue un hombre excepcionalmente desagradable: de una arrogancia asombrosa y tremendamente obsesivo, carecía de cualquier escrúpulo cuando se trataba de explotar a los demás, era desleal con sus amigos más íntimos… el catálogo de debilidades y vicios es interminable. Y sus ideas eran, si cabe, incluso más repulsivas que su personalidad: intolerante, racista, virulentamente antisemita; fue un entusiasta abogado de la limpieza racial que clamó la expulsión de los judíos de Alemania.

¿Cuán decisivos son estos aspectos? ¿Tiene alguna relevancia nuestro conocimiento del carácter de Wagner, de sus inclinaciones, de sus ideas, etc., para nuestra comprensión y apreciación de su música? Podríamos suponer que estas consideraciones son relevantes en la medida en que informan o afectan a su obra musical; que saber lo que le motivó a producir una obra particular o cuáles eran las intenciones que propiciaron su creación podría darnos una comprensión más completa de sus logros y de su significado. Sin embargo, de acuerdo con una influyente teoría desarrollada a mediados del siglo XX, la interpretación de una obra debería ceñirse a sus cualidades objetivas; debería desatenderse rigurosamente todo factor externo o extrínseco (biográfico, histórico, etc.) relacionado con el autor de la obra. El (presunto) error de suponer que el significado y el valor de una obra pueden determinarlo factores semejantes se denomina « falacia intencional» .

Obras públicas 

Aunque la idea se ha incorporado después a otros ámbitos, la falacia intencional procede originalmente de la crítica literaria. El término lo usaron por primera vez en un ensayo de 1946 William Wimsatt y Monroe Beardsley, dos miembros de la escuela de la Nueva Crítica que
surgió en Estados Unidos en 1930.

La principal preocupación de los nuevos críticos era que los poemas y otros textos fueran considerados como autónomos y autosuficientes; su significado debería determinarse únicamente sobre la base de las propias palabras (las intenciones del autor, explícitas o tácitas, eran irrelevantes para el proceso de interpretación). Una obra, una vez liberada del mundo, se convierte en un objeto público al que nadie, ni siquiera el autor, tiene un acceso privilegiado.
¿Puede ser bueno el arte inmoral?

Existe un antiguo debate filosófico que se centra en la pregunta sobre si un arte moralmente malo puede ser bueno (desde el punto de vista estaban artístico). La pregunta suelen suscitarla figuras como Leni Riefensthal, la cineasta alemana cuy os documentales El triunfo de la voluntad (sobre los mítines de Nuremberg) y Olimpia (sobre las Olimpiadas de Berlín en 1936) eran esencialmente propaganda nazi pero los cuales, no obstante, se consideran a menudo como brillantes desde el punto de vista técnico y artístico. Los griegos antiguos habrían desechado la pregunta rápidamente, pues para ellos las nociones de belleza y de bondad moral íntimamente unidas, pero para los modernos resulta más problemática. Los propios artistas suelen ser relativamente indulgentes, entre ellos Ezra Pound, cuya posición resulta bastante característica: « El buen arte, por “inmoral” que sea, sigue siendo completamente virtuoso. El arte bueno no puede ser inmoral. Por arte bueno entiendo un arte que da cuenta de la verdad» .

La atención a la falacia intencional no es un asunto sólo teórico: pretendía ser un correctivo a las tendencias hegemónicas de la crítica. En efecto, en la medida en que nos atañe a los lectores profanos, está claro que dependemos de todo tipo de factores extraños al interpretar un texto; simplemente parece inadmisible suponer que nuestra lectura de un libro sobre la trata de esclavos sería la misma con independencia de si el autor es africano o europeo. Otra cosa es, naturalmente, si ello debería tener algún efecto, pero tal ve: deberíamos tener cuidado con las ideas que nos obligan a actuar de un modo tan distinto a la práctica común.

Además, es incluso dudoso que sea posible, y mucho menos deseable, separar completamente la mentalidad de un autor y sus obras. Comprender las acciones de una persona implica suponer algunas cosas acerca de sus intenciones; ¿acaso la interpretación de una obra no depende en parte de semejantes supuestos e inferencias? A fin de cuentas, resulta complicado tragarse la idea de que lo que un autor o un artista pretenden expresar con su obra es irrelevante para entender lo que realmente significa.
Imitaciones, falsificaciones y restos

Los peligros de la falacia intencional nos advierten de la conveniencia de ignorar las intenciones del creador cuando juzgamos el valor y el significado de una obra de arte. Pero, por más que nos veamos obligados a mirar una obra de arte aisladamente, desvinculada de las intenciones de su creador, podemos intentar mantener algunas distinciones que lamentaríamos (o nos sorprendería al menos) perder.

Supongamos que un falsificador creara un Picasso perfecto: con el estilo exacto del maestro, cada una de cuyas pinceladas fuera impecable, imposible de ser identificado por los expertos como una imitación.

Normalmente subestimamos la copia, por buena que sea, puesto que no es la obra de un maestro; es una servil imitación, desprovista de originalidad y de genio creativo. Pero en cuanto se separa la obra de su origen, ¿acaso tales consideraciones no son pura cháchara? Un cínico podría decir cháchara por no decir algo peor: preferir un original es una mezcla poco edificante entre el esnobismo, la codicia y el fetichismo. La falacia intencional es un antídoto contra todas estas cosas, un recordatorio del verdadero valor del arte.

¿Y qué ocurre si no existen consideraciones que ignorar porque no existe un creador? Supongamos que millones de restos marinos imbricados al azar terminaran transformando una pieza de madera en una hermosa escultura, cuyo color, textura y equilibrio fueran perfectos. Conservaríamos esa pieza como un tesoro, pero ¿acaso sería una obra de arte, o simplemente arte? Parece evidente que no se trata de un artefacto. ¿Qué es entonces? Y ¿qué valor tiene? El hecho de que sea el producto de la creatividad humana cambia el modo en que lo contemplamos. ¿Pero no es acaso un error, si los orígenes de la escultura son irrelevantes?

Por último, supongamos que el mayor artista de la actualidad escogiera y dispusiera cuidadosamente un cubo y una fregona en una prestigiosa galería. Entonces, llegaría el empleado de la limpieza y dejaría su cubo y su fregona, idénticas a las del artista, al lado de la « obra de arte» . El valor artístico, en este caso, reside precisamente en el proceso de elección y disposición. Nada más diferencia a los dos cubos y las dos fregonas. Pero si consideramos sólo el carácter objetivo de los cubos y las fregonas, ¿existe alguna diferencia?

«El poema no le pertenece
al crítico ni al autor (está
desvinculado del autor
desde su origen, y circula
por el mundo fuera del
alcance de sus pretensiones
o de su control). El poema
pertenece a los lectores.»
William Wimsatt y Monroe
Beardsley, 1946

Estas ideas sugieren que necesitamos examinar de nuevo nuestras actitudes hacia el arte. El peligro de que el vestido nuevo del emperador nos deslumbre es real.

La falacia de los afectos 

Al apreciar una obra de arte o un texto —especialmente si es complejo, abstracto o nos desafía de algún otro modo—, esperamos que los distintos tipos de público respondan de diferentes modos y tengan diversas opiniones. Esperamos que cada intérprete haga su propia interpretación, y en un sentido cada una de estas interpretaciones impone un significado distinto a la obra. Aparentemente, el hecho de que los diversos significados no puedan haber sido previstos -por el artista parece dar la razón a la idea de la falacia intencional. Sin embargo, en su resuelto interés por las palabras mismas, la Nueva Crítica no estaba menos preocupada por excluir las reacciones y las respuestas del lector en la evaluación de una obra literaria. Al error de confundir el impacto que una obra puede tener entre el público con su significado lo llamaron la « falacia de los afectos» Dadas las incontables respuestas subjetivas distintas que varias personas pueden experimentar, parece de poca ayuda vincularlas con el significado de la obra. Pero, una vez más, ¿acaso nuestra valoración de las cualidades supuestamente objetivas de una obra no puede estar
influenciada por su capacidad para provocar diversas respuestas entre el público? 

La idea en síntesis: los significados del arte

La finalidad del mundo El argumento del diseño del mundo también se conoce como

38 El argumento del diseño

«Mira el mundo que te rodea: contempla su totalidad y cada una de sus partes, verás que no es otra cosa que una gran máquina, subdividida en un número infinito de máquinas menores, a su vez susceptibles de subdivisiones que superan lo que los sentidos y las facultades humanas pueden percibir o explicar. Todas estas diversas máquinas, e incluso sus partes más diminutas, se adecúan unas a otras con una precisión que cautiva hasta la admiración a cualquier hombre que las haya contemplado alguna vez. La curiosa armonía entre los medios y los fines, en toda la naturaleza, recuerda exactamente, aunque las supera con creces, las creaciones del ingenio humano; de los diseños humanos, del pensamiento, de la sabiduría y la inteligencia… » … Y puesto que, por consiguiente, los efectos se parecen, debemos concluir, de acuerdo con todas las reglas de la analogía, que también las causas se parecen; y que el Autor de la Naturaleza es de algún modo similar a la mente del hombre, aunque dotada de muchas más facultades, proporcionadas a la grandeza de la obra que ha ejecutado. Mediante este argumento a posteriori, y únicamente mediante este argumento, se prueba simultáneamente la existencia de una Divinidad, y su similitud con la mente y la inteligencia humanas.»

Este sucinto planteamiento del argumento del diseño para probar la existencia de Dios lo pone en boca de su abogado Cleantes el filósofo David Hume en sus Diálogos sobre la Religión Natural que se publicaron póstumamente en 1779. El propósito de Hume es plantear el argumento para refutarlo (y la mayoría de los autores coinciden en que hizo un trabajo de demolición muy efectivo). Se trata, sin embargo, de un testimonio de la gran resistencia del argumento, y del atractivo inmediato que ejerce, no sólo capaz de sobrevivir al embate de Hume, sino de ir adoptando distintas formas y reapareciendo hasta la actualidad. Aunque la influencia que ejerció el argumento tuvo su auge en el siglo XVIII, sus orígenes se remontan a la Antigüedad y, de hecho, nunca ha pasado de moda desde entonces.

En qué consiste el argumento 

La finalidad del mundo
El argumento del diseño del
mundo también se conoce como
« argumento teleológico» . El
calificativo deriva de la palabra
griega telos, que significaba
« finalidad» o « propósito» ,
porque la idea que suby ace al
argumento es que la finalidad
que nosotros, aparentemente,
detectamos en el
funcionamiento del mundo es
una evidencia de que tiene un
agente intencionado y
responsable.

La perenne vitalidad del argumento del diseño se debe a la poderosa y extendida intuición de que la belleza, el orden, la complejidad y la finalidad aparente que exhibe el mundo que nos rodea no puede ser simplemente el producto de los azarosos y ciegos procesos naturales.Sentimos que debe haber algún agente con una destreza y una capacidad mental inconcebibles, para planificar y realizar todas las maravillas de la naturaleza, tan exquisitamente diseñada y modelada
para cumplir sus distintos papeles. Fijémonos, por ejemplo, en el ojo humano: es de una elaboración tan intrincada, y está adecuado a su función de un modo tan asombroso, que tiene que haber sido diseñado expresamente para ella.

El argumento suele iniciarse con una lista de ejemplos elocuentes de tan asombrosa, en apariencia, habilidad de la naturaleza, para proseguir luego mediante una analogía con los artefactos humanos que evidencia claramente la impronta de sus creadores. Así, del mismo modo que un reloj, por ejemplo, está habilidosamente diseñado y construido para una finalidad particular, y nos permite inferir la existencia de un relojero, también las innumerables señales de la aparente intención y propósito en el mundo natural nos permiten concluir que en este caso existe asimismo un diseñador de la obra: un arquitecto a la altura del trabajo de diseñar las maravillas del universo. Y el único diseñador con poderes a la altura de la tarea es Dios.

El relojero divino y el ciego

En su Teología natural de 1802 el teólogo William Paley expuso una de las versiones más famosas del argumento del diseño. Si te encuentras un reloj en un matorral, inevitablemente deducirás de su complejidad y de la precisión de su construcción que debe haber sido obra de un relojero; del mismo modo, cuando contemplamos los portentosos ingenios de la naturaleza, nos sentimos obligados a concluir que también éstos deben tener un creador: Dios. Aludiendo a la imagen de Paley, el biólogo inglés Richard Dawkins describe los procesos de la selección natural como los de un « relojero ciego» , precisamente porque modela a ciegas las complejas estructuras de la naturaleza, sin obedecer a ningún plan, ni propósito, ni finalidad.

Grietas en el diseño 

A pesar de su perenne atractivo, Hume y otros autores han planteado objeciones muy serias contra el argumento del diseño. Enumeramos a continuación las que más mella han hecho:

• Un razonamiento por analogía funciona afirmando que dos cosas son suficientemente parecidas en determinados aspectos conocidos como para justificar el que se les supongan semejanzas recíprocas en aspectos desconocidos. Las similitudes entre la psicología y el comportamiento de los humanos y los chimpancés son suficientemente numerosas como para suponer (aunque no podamos tener garantías) que, como nosotros, ellos experimentan sensaciones como el dolor. La fuerza de la analogía depende del grado de similitudes relevantes que existan entre las cosas comparadas. Pero los aspectos similares entre los artefactos humanos (por ejemplo, las cámaras) y los objetosnaturales (por ejemplo, los ojos de los mamíferos) son de hecho relativamente irrelevantes, de modo que cualquier conclusión a la que se llegue por analogía será consecuentemente sesgada.

• El argumento del diseño parece vulnerable a una regresión infinita. Si la maravillosa belleza y la organización del universo requiere un diseñador, ¿cuánto más maravilloso será este universo de maravillas cuanto más lo sea el arquitecto que hay detrás de todo? Si hace falta un diseñador, parece que también debería haber un überdiseñador, y luego un über-überdiseñador, y luego… Así que, mientras que la eliminación de la regresión al infinito es una de las claves del argumento cosmológico , en el argumento del diseño la amenaza de la regresión al infinito resulta perfectamente viciosa.

• Lo más cautivador del argumento del diseño es que explica cómo tales maravillas de la naturaleza como el ojo humano pueden existir y funcionar tan bien. Pero, precisamente, esas maravillas y su adecuación a la finalidad son las que resultan explicables a partir de la teoría de la evolución de Darwin y de la selección natural, sin necesidad de la intervención sobrenatural de un diseñador inteligente. Todo parece indicar que al relojero divino le ha quitado su trabajo el relojero ciego.

El afinamiento cósmico

Algunas variantes modernas del argumento del diseño surgen del asombro ante algo tan improbable como el que todas las condiciones en el universo fueran exactamente como debían ser para que la vida pudiera desarrollarse y florecer. Si alguna de las muchas variables, como la fuerza de gravedad y la explosión inicial que expandió el universo, hubieran sido levemente distintas, la vida no habría surgido. En resumen, parecen existir evidencias de un afinamiento cósmico, tan preciso que debemos suponer que fue obra de un afinador inmensamente poderoso,

Pero hasta las cosas más improbables ocurren. Es igualmente increíble que ganes un premio gordo de la lotería, pero es posible; y si lo ganaras no supondrías que alguien hubiera manipulado el resultado a tu favor: lo atribuirías a una extraordinaria suerte. Puede ser igualmente improbable que la vida se desarrolle, pero ello sólo se debe a que nosotros estamos aquí para advertir cuán improbable es… y para sacar conclusiones erróneas sobre la improbabilidad de algo que ha ocurrido.

• Incluso concediendo que los argumentos del diseño estuvieran justificados, no está nada claro hasta qué punto se sostienen. Muchos de los « artefactos» de la naturaleza podrían sugerir un diseño en equipo, de modo que podría resultar que hiciera falta un equipo de dioses en vez de limitamos a uno. Casi cada objeto natural, por impresionante que sea en general, está lejos de ser perfecto en los detalles; ¿los diseños defectuosos son acaso delatores de un diseñador defectuoso (no omnipotente)? Por lo general, el mal en el mundo y en sus objetos pone en duda la moral de su creador. Y naturalmente, no existe ninguna razón de peso para suponer que el diseñador, por bueno que fuera el trabajo hecho, siga con vida.

La idea en síntesis: el relojero divino

martes, 10 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XIV)

33 Ciencia y pseudociencia

Los fósiles son los vestigios o las huellas de criaturas que vivieron en el pasado, que se fosilizaron tras su muerte y se han preservado en las rocas. Se han descubierto cientos de tipos distintos de fósiles…

1. …desde bacterias primitivas que vivieron y murieron hace tres billones y medio de años, hasta los primeros humanos, que aparecieron en África en los últimos doscientos mil años. Los fósiles, y su disposición en las sucesivas capas geológicas, son un tesoro oculto de información sobre el desarrollo de la vida en la Tierra que nos muestran cómo se desarrollan las últimas formas de vida a partir de las primeras.

2. …desde bacterias simples hasta los primeros humanos. Todas estas criaturas extinguidas, junto con todas las criaturas que viven hoy, fueron creadas por Dios en un plazo de seis días hace unos 6 000 años. La may or parte de los animales fosilizados murieron en un diluvio universal catastrófico que tuvo lugar unos 1 000 años más tarde.

Dos concepciones del todo opuestas sobre cómo se originaron los fósiles y qué nos revelan. La primera es la concepción ortodoxa que nos darían la mayoría de los geólogos o de los paleontólogos. La segunda podría ofrecérnosla un creacionista, para el que el relato bíblico de la creación del universo que encontramos en el Génesis es literalmente verdadero. Al creacionista no le inspira ninguna simpatía el otro modo de ver las cosas: cree que los científicos ortodoxos están radicalmente equivocados en muchos aspectos cruciales, sobre todo en la aceptación de la teoría de la evolución por medio de la selección natural; el científico ortodoxo piensa que al creacionista lo guía su fervor religioso, tal vez políticamente motivado, y considera que está del todo engañado si pretende formar parte de una empresa científica seria. Pues el creacionismo, de acuerdo con el punto de vista científico mayoritario, es una superchería disfrazada de ciencia, es decir, « pseudociencia» .

Si estás en un agujero…

La secuencia cronológica de la evolución requiere que nunca haya habido ninguna « alteración» geológica (que los fósiles no hayan ido a parar a un estrato equivocado). Se trata de una hipótesis completamente comprobable y perfectamente falseable: bastaría con encontrar un solo fósil de dinosaurio en la misma piedra en que se halla un fósil de humano o de alguna herramienta para que la teoría de la evolución quedara en agua de borrajas. De hecho, entre los millones de fósiles que se han descubierto no se ha encontrado una sola alteración de las capas: una contundente confirmación de la teoría. Para el creacionista esta evidencia supone una complicación considerable. Entre las diversas tentativas desesperadas de encontrar una explicación convincente para la evidencia, una de las propuestas sugeridas es « una intervención clasificatoria hidráulica» por la que se supone que las diferentes densidades, formas, tamaños, etc., de los cuerpos dan lugar a distintos grados de profundidad y así separan a los animales en distintas capas.

Otra idea es la de que los animales de menor tamaño estuvieron en mejores condiciones de escapar a tierras más elevadas y con ello evitaron ahogarse por más tiempo. Si estás en un atolladero geológico…
Cuestiones científicas 

¿Qué es exactamente la ciencia? Es evidente que necesitamos una respuesta a esta pregunta si queremos reconocer a los impostores, y diferenciarlos de los que se dedican a esta actividad. En cualquier caso la pregunta es importante: la ciencia tiene mucho que reivindicar y difícilmente podría exagerarse su importancia. La vida humana se ha transformado completamente en el espacio de unos pocos cientos de años: se han erradicado enfermedades devastadoras; viajes que llevaban semanas pueden hacerse en horas; los humanos han aterrizado en la Luna; se ha descubierto la estructura subatómica de la materia. Debemos estos logros, junto con una miríada de muchos otros, a la ciencia. El poder transformador de la ciencia es tan grande que la mera reivindicación de algo como « científico» a menudo se esgrime para disuadir los análisis o las valoraciones críticas. Pero no todos los desarrollos de la ciencia dominante están exentos de crítica, mientras que algunas de las reivindicaciones que se hacen desde los márgenes de la ciencia —o desde la pseudociencia— pueden ser cautivadoras, autocomplacientes o del todo peligrosas. De modo que la capacidad para discernir la diferencia es crucial.
El método hipotético 

La concepción habitual consiste en que el « método científico» es hipotético: se inicia con los datos procedentes de la observación y otros medios, y avanza a partir de ahí hacia la teoría, intentando brindar hipótesis que expliquen los datos en cuestión. Una hipótesis exitosa es la que soporta los posteriores exámenes y genera predicciones que no podrían haber sido anticipadas de otro modo. El movimiento va así desde la observación empírica hasta la generalización, y si ésta es buena y sobrevive a exámenes sucesivos, puede ser aceptada finalmente como « ley de la naturaleza» universal, que cabe esperar que se cumpla en circunstancias similares, con independencia del momento y del lugar. Su inconveniente, que reconoció hace unos 250 años David Hume, es el llamado « problema de la inducción».

La falsación

Una respuesta importante al problema de la inducción fue la del filósofo de origen austriaco Karl Popper. Esencialmente, dicho filósofo aceptaba que el problema no podía resolverse, pero escogió esquivarlo. Así, sugirió que no existe ninguna teoría que pueda considerarse jamás probada, con independencia de las evidencias que hay a para sostenerla; lo que ocurre más bien es que aceptamos una teoría hasta que es falseada (o cuestionada). De modo que, mientras que un millón de observaciones de ovejas blancas no puede confirmar la hipótesis general de que todas las ovejas son blancas, la aparición de una sola oveja negra basta para falsearla.

La falsabilidad también era para Popper criterio para distinguir la verdadera ciencia de sus imitaciones. Una teoría científica plenamente satisfactoria asume riesgos, aventura predicciones que pueden ser examinadas y desveladas como erróneas; por el contrario, la pseudociencia siempre se salvaguarda y presenta las cosas de un modo vago, confiando así no ser puesta en evidencia. El falsacionismo sigue siendo muy influyente, aunque muchos no acepten el que excluya la inducción del método científico, o el que asuma una relación un tanto simplista entre las teorías científicas y las evidencias (presuntamente neutrales u objetivas) en las que se basan.

La determinación de la teoría depende de la evidencia Otro modo de llegar a un punto muy parecido consiste en decir que la teoría científica siempre « depende» de las evidencias disponibles: la evidencia por sí sola nunca basta para escoger definitivamente una teoría en vez de otra. Es más, en principio siempre existe un número de teorías alternativas que permite explicar o « hacer encajar» una determinada serie de datos. La cuestión es, entonces, si las diversas calificaciones y añadidos ad hoc requeridos para apuntalar una teoría son más de las que pueden oponérsele. Este proceso de adecuación y depuración es una parte característica de la metodología científica, pero si el peso de las evidencias contra una teoría es muy considerable, no quedará más alternativa (racional) que rechazarla.
El problema del creacionismo es que existe un auténtico tsunami de evidencias contra él. Veamos sólo dos ejemplos:

• Los métodos radiométricos, y otros medios para determinar la antigüedad de un material, en los que se basa la geología, la antropología y las ciencias de la Tierra deben desecharse completamente para poder acomodar la cronología de la Nueva Tierra.
• La disposición estratificada de los fósiles en las piedras y la espectacular ausencia de alteraciones (fósiles que aparecieran en lugares donde no deberían) —evidencias contundentes de la evolución— obligan a los creacionistas a hacer contorsiones extravagantes. El creacionismo también plantea toda una batería de problemas propios. Por ejemplo, haría falta una fuente de agua extraordinaria para inundar todo el planeta, y hasta la fecha las posibilidades sugeridas (el choque de un cometa glacial, una bóveda de vapor sobre la atmósfera, algún depósito subterráneo) no resultan ni siquiera remotamente plausibles. A menudo, se reprocha al creacionismo el no asumir ningún riesgo: no propone los planteamientos audaces y falsables característicos de la ciencia. Tal vez fuera más justo decir que se limita a hacer algunas propuestas fantasiosamente arriesgadas que no se basan en ninguna evidencia atendible.

La idea en síntesis: la evidencia falsa las hipótesis

34 Cambios de paradigma

«Si he visto un poco más lejos es porque me he subido a hombros de un Gigante.» El célebre comentario de Newton a su colega científico Robert Hooke expresa con elocuencia la idea popular sobre el progreso de la ciencia.
Se supone que el progreso científico es un proceso acumulativo en el que cada generación de científicos edifica sobre los descubrimientos de sus predecesores: un avance en colaboración —gradual, metódico, ininterrumpido — hacia una mayor comprensión de las leyes naturales que gobiernan el universo.
Tal vez sea una representación popular y atractiva, pero bastante equivocada según el filósofo e historiador norteamericano Thomas S. Kuhn. En su influy ente libro de 1962, La estructura de las revoluciones científicas, Kuhn ofreció una visión del desarrollo científico como algo más accidentado y discontinuo: una historia irregular e intermitente del progreso, salpicada de crisis revolucionarias conocidas como « cambios de paradigma» .

La ciencia normal y la revolucionaria Según Kuhn, en un período de supuesta « ciencia normal» una comunidad de científicos que trabaja en consenso opera en el interior de un marco o de una « visión del mundo» que él llama « paradigma» . Un paradigma es una vasta red flexible delimitada de ideas y supuestos compartidos: métodos y prácticas comunes, pautas implícitas sobre temas adecuados para la investigación y la experimentación, técnicas probadas y modelos de evidencia acordados, interpretaciones que pasan de una generación a otra sin ser apenas cuestionadas, y más cosas similares. A los científicos que trabajan en el seno de un paradigma no les preocupa explorar nuevos territorios o iluminar nuevos senderos; por el contrario, están principalmente entregados a resolver desajustes provocados por el esquema conceptual, despejando las anomalías a medida que se producen, y asegurando y ampliando de forma gradual las fronteras del territorio.

Verdad científica y relativismo científico

Un rasgo central de la representación que brinda Kuhn del cambio científico es que se encuentra culturalmente inscrito en un conjunto completo de factores históricos y de otro tipo. Aunque el propio Kuhn tenía mucho interés en distanciarse de una interpretación relativista de su trabajo, su explicación sobre cómo se desarrolla la ciencia pone en duda la noción misma de la verdad científica, así como la idea de que la finalidad de la ciencia es descubrir objetivamente hechos acerca de la verdadera forma de las cosas en el mundo. 

Los pasatiempos de Kelvin
Por su propia naturaleza, los
cambios de paradigma pueden
provocar algunos tropiezos. En
1900, en un asombroso arrebato
de vanidad, el célebre físico
inglés lord Kelvin declaró: « Ya
no queda nada nuevo por
descubrir en física. Todo lo que
queda por hacer son mediciones
cada vez más precisas» . Sólo
unos pocos años más tarde, las
teorías de Einstein de la
relatividad especial y general, y
la nueva teoría cuántica,
usurparon el trono ocupado
durante unos dos siglos por la
mecánica newtoniana.

Pues ¿qué sentido tiene hablar de verdad objetiva si cada comunidad científica establece sus propios objetivos y criterios de evidencia y prueba; filtra todo a través de una red de supuestos y creencias previas; y toma sus propias decisiones sobre qué debe preguntarse y qué cuenta como una respuesta adecuada?

La visión habitual consiste en que la verdad de una teoría científica es una cuestión de hasta qué punto se mantiene en pie y convive con las observaciones objetivas y neutrales sobre el mundo. Pero tal como han mostrado Kuhn y otros autores, no existen hechos « neutrales» : no existe una frontera nítida entre la teoría y los datos; toda observación está « cargada» de teoría, cubierta por una espesa capa de creencias y de teorías previas.

Un período de ciencia normal puede prolongarse durante muchas generaciones, tal vez durante varios siglos, pero finalmente los esfuerzos de quienes integran la comunidad producen un volumen de problemas y anomalías que empiezan a socavar y a poner en cuestión el paradigma vigente. Esto produce una crisis que alienta a algunos a mirar más allá del marco establecido y a empezar a fraguar un nuevo paradigma, con lo cual se produce una migración de científicos —que puede llevar años o décadas— desde el viejo paradigma hacia el nuevo. El ejemplo que utiliza
Kuhn para ilustrar esto es la traumática transición entre la cosmovisión ptolemaica en la que la Tierra era el centro y el sistema heliocéntrico de Copérnico. Otro cambio de paradigma abrupto fue la sustitución de la mecánica newtoniana por la física cuántica y por la mecánica de la relatividad en las primeras décadas del siglo XX.

«No dudo de que, por Uso y abuso público El término « cambio de paradigma» es uno de los pocos términos académicos o técnicos que se ha convertido en una expresión de dominio público. La noción de un cambio radical en el modo de pensar y mirar las cosas de la gente es tan sugerente y suena tan bien que se ha abierto camino en los más variados contextos. Así, la invención de pólvora marca un cambio de paradigma en la tecnología militar; la penicilina en la tecnología médica; los aviones con motor en la aviación; las raquetas de fibra de vidrio en el tenis; y así sucesivamente. Y de un modo aún menos serio la expresión se ha convertido en parte del socorrido arsenal de los manuales de marketing. Naturalmente es irónico que la obra de Kuhn representase un cambio de paradigma en el modo de entender el progreso la de la ciencia que tenían los filósofos.

La falta de unidad de la ciencia

Durante mucho tiempo se ha dado por descontado que la ciencia es una empresa esencialmente unificada. Parecía razonable hablar de un « método científico» (único, una serie de procedimientos y prácticas bien definidas que en principio podían aplicarse a muchas disciplinas diferentes; y servir para especular sobre las posibilidades de algún tipo de amplia unificación de las ciencias, en el que todas las leyes y los principios podrían de algún modo desembocar en una estructura exhaustiva, omniabarcadora e internamente consistente). La clave de una unión semejante es supuestamente una explicación de las ciencias del todo reductora, pues sugiere que todo quedará subsumido finalmente bajo la física. Sin embargo los trabajos recientes han brindado una
descripción más completa de la inscripción social y cultural de las ciencias, y han puesto un may or énfasis en la esencial falta de unidad de la ciencia. Y, con ello, hemos advertido que la búsqueda de un método científico único es probablemente una quimera.

Las acusadas discontinuidades y dislocaciones que supone la explicación de Kuhn han hecho que sea un tanto polémica como tesis histórica, pero no
obstante ha resultado muy influy ente entre los
filósofos de la ciencia. 

No dudo de que, ejemplo, la mecánica newtoniana mejoró gracias a la de Aristóteles, y que la de Einstein mejoró gracias a Newton, como instrumentos para resolver el rompecabezas. Pero soy incapaz de encontrar en su sucesión una dirección coherente en el desarrollo ontológico.»
Thomas Kuhn, 1962

Algo que ha resultado de particular interés ha sido la afirmación de que los distintos paradigmas son « inconmensurables» : las diferencias básicas de sus lógicas inmanentes implican que los resultados de un paradigma son efectivamente incompatibles con, o indemostrables a partir de, otro paradigma. Así, por ejemplo, si bien podemos suponer que los « átomos» del filósofo griego Demócrito no pueden compararse con los fisionados por Ernest Rutherford, la inconmensurabilidad supone que los átomos de Rutherford también son diferentes de los descritos por la teoría moderna de la mecánica cuántica. Esta discontinuidad lógica en el seno de la gran arquitectura de la ciencia contradice frontalmente la visión que había prevalecido antes de la época de Kuhn. Hasta entonces se había aceptado que el edificio del conocimiento científico se erigía de un modo seguro y racional sobre los fundamentos establecidos por los anteriores científicos. Kuhn suprimió de un plumazo la idea del progreso conjunto hacia una única verdad científica, y la sustituy ó por un paisaje de aspiraciones y métodos científicos determinados localmente, y a menudo en conflicto entre ellos.

La idea en síntesis: la ciencia, evolución y revolución

35 La navaja de Ockham

Los círculos de los cultivos son formas geométricas surcadas en campos de trigo, cebada, centeno… tales formaciones, a menudo muy vastas y de diseños bastante intrincados, se han encontrado por todo el mundo en una cantidad creciente desde 1970. Como los medios de comunicación se hicieron mucho eco, en un principio se produjo una febril especulación acerca de su origen. Entre las teorías con más predicamento están las siguientes:

1. Los círculos marcaban las zonas de aterrizaje de las naves espaciales extraterrestres, o de los OVNIS, que habrían dejado formas reconocibles en el terreno.

2. Los círculos los crearon bromistas humanos, que acudían por las noches, provistos de cuerdas y otras herramientas, para crear esas figuras y así llamar la atención de los medios de comunicación y provocar las especulaciones.

Las dos explicaciones parecen adecuarse a las evidencias disponibles, así que ¿cómo decidir cuál de las dos teorías deberíamos creer? En ausencia de cualquier otra información, ¿podemos realizar la elección entre una teoría y sus rivales? De acuerdo con un principio conocido como la navaja de Ockham, sí podemos: cuando se nos ofrecen dos o más hipótesis para explicar un fenómeno determinado, es razonable aceptar el más simple: el que incluye menos supuestos no probados. La teoría 1 supone que los OVNIS existen, un supuesto del que no existen evidencias claras. La teoría 2 no supone ninguna actividad paranomal; además sólo supone un tipo de comportamiento humano, la travesura, que ha sido muy común a lo largo de la historia. De modo que estamos racionalmente justificados —de forma provisional y sólo hasta que una nueva evidencia aparezca— para creer que los círculos de los cultivos son obra de unos bromistas humanos.

Caballos, no cebras

Para los doctores siempre es tentador, especialmente para los jóvenes, diagnosticar un caso exótico y raro allí donde el tópico y la explicación mundana son más verosímiles. Para corregir esta tendencia, a los estudiantes de medicina norteamericanos se les advierte a veces: « cuando oigáis el ruido de los cascos, no esperéis que aparezca una cebra» : la mayoría de las veces el diagnóstico más obvio es el más correcto, Sin embargo, como ocurre en aplicaciones parecidas de la navaja de Ockham, la explicación más simple no es necesariamente la mejor, y ningún doctor que no hubiera reconocido nunca a un caballo sería un doctor de caballos. Es evidente que los doctores norteamericanos que trabajan en África tienen que invertir sus aforismos.

De hecho, en este caso la navaja de Ockham funciona a la perfección. Hoy se sabe que la teoría 2 es la correcta porque los bromistas involucrados lo han admitido todo. Pero ¿es siempre tan eficaz la navaja de Ockham?

Ambiciones y limitaciones 

Conocido en ocasiones como el principio de parsimonia, la navaja de Ockham es en esencia un precepto de no recurrir a una explicación más complicada en los casos en que existe una más simple. Si diversas explicaciones alternativas están disponibles debemos, en igualdad de condiciones, dar preferencia a la más simple.

A veces se critica la navaja de Ockham por no cumplir con lo que, de hecho, se proponía no hacer. Las teorías empíricas siempre dependen de la determinación de los datos en los que se basan , de modo que siempre existen diversas explicaciones posibles para un determinado conjunto de evidencias. El principio no sostiene que la explicación simple sea la conecta, sino sencillamente que es más probable que sea cierta y que ello explica que sea preferible hasta que existan razones fundadas para adoptar una alternativa más elaborada. Se trata esencialmente de una regla general o de un precepto metodológico, especialmente válido (se supone) para orientar los propios
esfuerzos en los primeros estadios de una investigación.

El principio del KISS

En ámbitos como la ingeniería u otras disciplinas técnicas la navaja de Ockham cobra la forma un tanto indecorosa de « principio del KISS (beso)» . En el desarrollo de programas informáticos, por ejemplo, la complejidad y la multiplicación de especificaciones ejercen una atracción irresistible, algo que evidencia el apabullante lote de « pijadas» que se añaden de forma ingeniosa y que puntualmente ignoran el 95% de los usuarios. Lo esencial del principio cuya aplicación pretende evitar estos excesos se resume entonces como: « Keep It Simple, Stupid» (No lo compliques, tonto).

La navaja en acción 

Aunque por lo general no se reconoce explícitamente, la navaja de Ockham se esgrime a menudo en los debates científicos y filosóficos, incluidos algunos de los mencionados en este libro.

El problema del cerebro en una cubeta  establece dos situaciones enfrentadas, y las dos son aparentemente compatibles con las evidencias de que disponemos: somos seres reales en un mundo real, o cerebros en cubetas. ¿Es racional creer que somos lo primero en vez de lo segundo? Sí, de acuerdo con la navaja de Ockham, porque la primera es más simple: un solo mundo real, en vez de un mundo virtual creado en una cubeta, más la computadora que alimenta la cubeta, los científicos perversos, y el resto. Pero también aquí, como en otros casos, el problema se ha desplazado, no se ha resuelto: pues ¿cómo podemos decir cuál es la situación más simple? Podríamos, por ejemplo, insistir en que el número de objetos físicos es lo que importa y que, por lo tanto, un mundo virtual es más simple que uno real.

En una misma línea, a veces se desechan los demás problemas de la mente  —el problema de cómo saber si los otros tienen mente— esgrimiendo la navaja de Ockham: existen muchas otras explicaciones posibles, pero es racional pensar que los otros tienen mente como nosotros mismos porque atribuirles pensamiento consciente es la explicación más simple para explicar su comportamiento. No obstante, una vez más las preguntas acerca de qué se considera lo más simple embotan considerablemente el filo de la navaja.

El asno de Buridán

Se supone que un uso juicioso de la navaja de Ockham facilita la elección racional entre dos teorías confrontadas. El asno de Buridán — que al parecer debemos a un discípulo de Guillermo de Ockham, Jean Buridan— ilustra el peligro de racionalizar excesivamente las elecciones.

El asno en cuestión, al encontrarse frente a dos almiares, no consigue dar con una razón para preferir un montón de paja a otro y, puesto que es incapaz de resolver la cuestión, no hace nada y muere de hambre. El fallo de la desdichada bestia consiste en suponer que el que no haya ninguna razón para preferir una cosa a otra hace que escoger sea irracional, y no hacer nada sea racional. 

Naturalmente, de hecho, es racional hacer algo, incluso si ese algo no puede determinarse mediante una elección racional. La navaja también se utiliza a menudo contra una serie de explicaciones dualistas, pues se supone que es más simple no incorporar otro nivel de realidad u
otro patrón de explicación, etc. La complejidad innecesaria —proponer un mundo mental y otro físico separados, y tener que hacer luego penosos malabarismos para explicar cómo se relacionan— es una de las principales objeciones que se hace al dualismo cartesiano del cuerpo y la mente. La navaja permite cortar una de las dos realidades, pero naturalmente no indica cuál de las dos es desechable. Los fisicalistas actuales (quienes suponen que todo —incluido nosotros— es en última instancia susceptible de explicación física) constituyen la gran mayoría, pero siempre quedan quienes, como George Berkeley, adoptan el patrón idealista.

¿Una navaja sin filo? 

La idea de la simplicidad puede interpretarse de distintos modos. ¿Se trata de rechazar la incorporación de entidades injustificadas o de hipótesis injustificadas? Hay muchos aspectos distintos: a la limitación del número y de la complejidad de las hipótesis al mínimo se alude en ocasiones como « elegancia» ; y a la minimización del número y la complejidad de entes, como « parsimonia» . Pero cada una de estas opciones puede contradecirse: la incorporación de un ente desconocido, como un planeta o una partícula subatómica, puede suponer una gran oportunidad para el andamiaje teórico como para descartarla. Pero si existe una incertidumbre semejante acerca del sentido de la navaja, ¿es razonable esperar que nos proporcione una orientación segura?

La idea en síntesis: no lo compliques