Los párrafos más pequeños y en negro, son citas intercaladas en el texto
Lo que aparecen en verde, son notas a pie de página.
EL
PARTO DEL PUEBLO
Allí donde lo que se
pretende es atacar la propiedad en cuanto Idea, la consecuencia
necesaria será la esclavitud.
E. JÜNGER
Cuanto más enorme sea la
muchedumbre, más perfecto resulta ser su gobierno. Es la ley suprema
de la Sinrazón. Allí donde recogemos una amplia muestra de
elementos caóticos [...] ha estado latente una forma de regularidad
insospechada y extremadamente hermosa.
F.GALTON
Si
tras revisar los presupuestos de la ciencia tratamos de ver el
presente a la luz de nociones como estructuras disipativas,
atractores extraños y no extraños, etc., se hace evidente que no es
posible establecer una correspondencia puntual entre hechos
históricos hipercomplejos y conceptos que explican fenómenos como
las celdillas de Bénard o los relojes químicos de Belousov-
Zhabotinski. Pero el paradigma de los órdenes caóticos mira de otra
manera el despliegue de elementos y procesos que conduce hasta el
hoy, unas veces -las más- en términos simplemente metafóricos, y
otras permitiendo captar de modo semi-directo o directo las pautas
primarias de transición. Si no anda descaminada, la evolución
epistemológica engrana con la histórica o general, ofreciendo unas
veces figura y otras fondo para las transformaciones.
En
Europa, el fin del Medievo supuso pasar de un equilibrio básicamente
estacionario y cerrado («feudal») a un sistema básicamente abierto
', animado por contactos que se ligan a descubrimientos geográficos
y técnicos, y a políticas de conquista, colonización y comercio
ultramarino, en cuya virtud ciertas zonas alcanzan enseguida valores
críticos, y rompen ese equilibrio. Las fluctuaciones dan paso a
bifurcaciones, aparecen nexos a larga distancia que convierten
microestados en macroestados, y la disipatividad de cada sistema se
canaliza por distintos cauces.
Como
constataremos bastante más tarde, a finales del siglo xx, unos
conducen a formas extremas de desestructuración, mientras en otros
el flujo de materia-energía suscita estructuras cada vez más
complejas. Durante la primera fase, que comienza a finales del XVIII
y se mantiene durante todo el XIX el atractor primario es un
Estado-Nación bifurcado en varias ramas -que ejemplifican bien
Inglaterra, Norteamérica y Francia- cuya conducta resulta muy
asimétrica, en función de su respectiva estabilidad o
inestabiltdad.
Sin
embargo, el Estado-Nación es una especie de atractor doble, cuyo
núcleo alberga otro sistema -potencialmente mucho más complejo y
dinámico-, que pronto ofrece signos de querer universalizarse y
sentar los principios de su propia autonomía, inaugurando,
inaugurando así una era de revoluciones. Hasta entonces nuestra
historia había sido crónica de individuos
' El
proceso comienza en el siglo XII, cuando la alianza entre reyes y
burgos empieza a sobreponerse al poder nobiliario y eclesiástico,
movimiento que culmina genéricamente en el Tratado de Westfalia
(1648), donde la religión se subordina al Estado según el principio
cuius regio, eius religio.”
-ilustres
o execrables-, de dioses, ciudades y reinos, no de ese yo plural que
los griegos llamaban demos, “pueblo”. Derrotados los ingleses en
sus colonias americanas, rendida en segundos una fortaleza tan
inexpugnable como la Bastilla, la ruina del rey dios hizo que ese yo
plural fuese origen y fin de todo en política, legitimidad absoluta.
Solo faltaba que el nuevo soberano se resolviese a obrar, pues
durante milenios había sido -como observaba Hegel- (la parte del
Estado que no sabe lo que quiere”).
Siguió
un periodo abierto a que encontrase su voluntad, y cambiara el mundo,
lo cual resultó sencillo mientras el enemigo fueron casas reales,
nobles de sangre y clero. Tan sencillo, de hecho, que prácticamente
todas las constituciones darían por supuesta esa identidad colectiva
donde se funda el querer mayoritario, la voluntad “popular”.
Entre los compromisos que firman unos terratenientes virginianos, en
1779, y aquellos que dos siglos después Pol Pot impone como
república camboyana los adjetivos y sustantivos varían poco: el
«pueblo» se gobernará soberanamente, desterrando como traidores a
quienes defiendan el liberticidio del Viejo Régimen. Con todo, las
escasas variaciones en la letra salvan grandes diferencias en el
espíritu. Esto se lee entre líneas en unas palabras de Mao, al
presentar la Constitución de 1949:
“El poder político del
pueblo exige fortalecer el aparato del Estado del pueblo, que se
refiere primariamente al ejército del pueblo, la policía del pueblo
y los tribunales del pueblo, para defensa de la nación y para
proteger los intereses del pueblo”.
1
La
forma más simple de entender semejante resultado es presentarlo como
una traición a los principios revolucionarios, perpetrada por
sucesivos carniceros y demagogos. Visto así, que la meta original
-consagrar unos derechos humanos, irrenunciables y perpetuos- acabara
transformándose en pretexto para lo contrario vendría de que
aparecieron algunos malhechores, como cuando un barco se desvía de
su rumbo porque lo abordan piratas. Pero aquí los piratas son
indiscernibles del pasaje, y nunca hubo rumbo distinto de una
identidad global que iba inventándose: la del «pueblo» implicado
en cada caso. A ambos lados del océano se preparaba la
industrialización, con el abandono del campo y las antiguas formas
de supervivencia en el gran éxodo hacia fábricas y ciudades.
Quienes
sacaron adelante la revolución en Estados Unidos eran ante todo
gentes prósperas y cultas. Eso suponía un margen de estabilidad
rara vez alcanzado dentro del no-equilibrio, y sugiere que -al menos
hasta su guerra de secesión- el “pueblo” americano no se condujo
como un atractor extraño, sino como un atractor más próximo al
ámbito lineal, pues los factores caóticos singulares que se ligan a
un régimen de libertad expresiva no se habían visto catalizados por
la irrupción de un proyecto como la voluntad general. Nada
horrorizaba más a los Padres Fundadores de Estados Unidos que el
lema roussoniano de “une volonte Une”, y vemos así a un redactor
de la Constitución, Madison, declarar:
“Es
de suma importancia en una república no solo mantener a la sociedad
a salvo de la opresión de sus gobernantes, sino mantener a cada
sector de la sociedad a salvo de las injusticias del resto [...l. No
hay república mientras no se salvaguarden los derechos de la minoría
[...] frente a las cábalas de intereses de la mayoría”2. Tbe
Federalist, núm. 51.
En
Francia, abrumada por miserias materiales y espirituales, sus adeptos
abarcaban un espectro social mucho más amplio, y el país siguió
sintiendo escalofríos ante su canaille, que había contribuido a la
revolución tan generosamente o más que cualquier otro estamento,
pero asustaba por su falta de raíces y sus secretas esperanzas de
redistribuir bienes; básicamente en eso había consistido el Gran
Miedo que se apoderó de casi todos, medio año antes de ser
derrocado Luis XVI, durante el gélido invierno de 1788-1 785). Una
década más tarde -imitando a la baja plebe romana de las épocas
prósperas, que a cambio de enrolarse obtenía una parte del botín
militar-, buena parte de esa canaille fue llamada por Napoleón a
servir armas imperiales, y acumuló medallas en muchas guerras. No
por ello dejó de ser un estamento anómico, llamado en última
instancia a la disciplina del banco de taller, donde -como en otros
países de precoz andadura industrial- acabaría vertebrándose como
una clase insatisfecha con las clases, una anti-clase.
Aun
así, el sector más activo resulta ser no tanto la anti-clase
(obrera) como la extra-clase (lumpen o populacho), que -atendiendo a
elites intelectuales tan minoritarias como dispares 3- cataliza
movimientos de largo alcance, y acabará siendo el principal aliado
de las revoluciones totalitarias. Su inquietud estalla en conflictos
de amplitud creciente, que siembran París de barricadas a partir de
1830 4, y acaban provocando la Comuna de 1871 5, cuya Semana
Sangrienta superará en número de víctimas al Terror de los
jacobinos. Los pensadores que inspiran esas rebeliones suelen
preconizar vías pacíficas, pero los jefes prácti-cos se calcan a
imagen de Blanqui, insurrecto por excelencia, que preconiza
conquistar cada Estado con las armas y un puñado de audaces.
'
Incluyen nihilistas, socialistas, anarquistas, cooperativistas y
hasta neocristianos. Se trata de un proceso que cubre buena parte de
Europa. En España las revoluciones liberales producen el alzamiento
de Riego (1820) y poco después el de los Cien Mil Hijos de San Luis
(1 823).
'
Instigada por la derrota en la guerra franco-prusiana (1870), que
supuso para Francia perder Alsacia-Lorena.
El
gobierno francés, que experimenta turbulencias y saltos irregulares
desde la convocatoria de los Estados Generales hasta el estallido de
la primera gran guerra, es un sistema mucho más inestable que el
norteamericano o el inglés, si bien en toda Europa -y especialmente
en las zonas industrializadas- hay condiciones explosivas comunes.
Una parte del atractor político (el Estado-Nación) segrega como
cemento el patriotismo, y acabará llevando a la gran carnicería de
1914-1918; la otra parte -correspondiente al «pueblo» en sí-
produce sucesivos conatos de alianza entre desclasados y clase
proletaria, con invocaciones a una vida nueva. El joven Marx
desprecia ese comunismo, entendiendo que es miope, brutal e incapaz
de superar lo privado:
Quiere
prescindir de forma violenta del talento, etc. La posesión física
inmediata representa para él la finalidad única de la vida [...]
Este movimiento de oponer a la propiedad privada la propiedad general
se expresa, finalmente, en la forma animal que quiere oponer al
matrimonio la comunidad de las mujeres. He ahí el secreto a voces de
un comunismo todavía grosero e irreflexivo [...] Negando por
completo la personalidad del hombre es justamente la expresión
lógica de la propiedad privada, que es esta negación. La envidia
general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que
la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera
6. Marx, 1868, pág. 14.
2
Remediar
los males del pueblo de otra manera -sin conformarse con sus fugaces
zarpazos como populacho incendiario fue el expreso objeto de la
Asociación Internacional de Hombres Trabajadores, también conocida
como Primera Internacional, fundada en Londres, a finales del verano
de 1864, por una veintena de personas -entre otras, cierto
infiltrado, agente secreto del gobierno prusiano-, cuyos nombres
apenas conserva el recuerdo. Entre sus méritos estaba apelar a una
realidad no nacional, cuando por todas partes el patriotismo seguía
siendo el mejor banderín de enganche para movilizar a personas y
grupos.
Sus
Normas Provisionales proponían, en esencia, que “la emancipación
económica de la clase trabajadora es el gran fin, al cual todo
movimiento político debe estar subordinado como medio» ".
Hasta ese momento los humanos habían trabajado en lo suyo (como el
campesino y los hombres libres) o eran esclavos. Pero justamente
entonces -cuando la esclavitud iba ilegalizándose en todo el
planeta- una cantidad formidable carecía de todo «suyo», y se veía
lanzada a trabajar para patronos sin la responsabilidad del viejo
dueño 8. Aquello que unía a los individuos de esta clase no era
conocer ciertos oficios, tener raíces comunes o cualquier otra
positividad, sino una suma de negatividades.
' Cfr.
Beriin, 1998.
El amo
antiguo solía estar obligado a proveer unos mínimos (techo,
alimento, descanso periódico y cierta atención médica). Nerón,
por ejemplo, prohibió la costumbre de abandonar a esclavos inútiles
en una isla del Tíber, amenazando con castigos graves en caso de
reincidencia. Octavio Augusto ordenó que todos los esclavos de Vedio
Pollion fuesen emancipados, al ver que este ordenaba matar a uno de
ellos por haber cometido una pequeña falta (cfr. Dión Casio, Hit.,
LIV, 23, y Séneca, De ira, 11, 40).
Lo
mismo se observa en las colonias americanas, cuando el gobernador o
virrey está investido de poderes absolutos. Como observa un erudito,
allí donde el gobierno no es enteramente”arbitrario” (empezando
por la Roma anterior a los césares, y terminando por las colonias
inglesas de América) ningún magistrado «interfiere en la
administración de la propiedad privada» (Smith, 1982, pág. 523).
Su
origen estaba en las muchedumbres que fueron hacinándose en torno a
los nuevos centros fabriles, prestas a cambiar la compañía y el
empleo ruralmente previsibles por el móvil azar de la urbe, soñando
con adquirir lo desplegado en escaparates cada vez mayores, y rara
vez capaces de acercarse a ese sueño; los más desprovistos de
gracia o suerte rodearían a distancia la parte bien iluminada de
cada ciudad como un bidonville africano, adelantado siglo y medio a
su existencia.
Sin
embargo, estas negatividades contenían el germen de su propia
superación, ligada al propio poder transformador del trabajo. Los
sindicatos -que brotan con fuerza incontenible desde mediados del
siglo XIX- pasan del sabotaje en la fábrica a reclamar derecho de
huelga, y de éste al sufragio, apoyando no solo a su clase, sino a
otras partes del cuerpo social. Capaces de sostener el medio y largo
plazo, renuncian muchas veces a reivindicar aumentos salariales
mientras los gobiernos admitan la incorporación gradual del
trabajador al proceso político, reivindicando más bien educación
primaria gratuita y obligatoria, cierto grado de atención médica y,
ante todo, que se consagre el principio una persona, un voto, cuya
eventual entronización alterará los fundamentos del sistema. A
diferencia del irredentista -ante todo seguidor de Marx y Bakunin-,
los reformadores socialdemócratas y socialcristianos se concentran
en una nueva beneficencia, alfabetización y sufragio universal.
3
Portavoz
de esta clase insatisfecha con las clases, cuyos intereses aparecían
desligados de cualquier nación o imperio, la Internacional pensaba
que las metas del conjunto de la humanidad son en principio
compatibles, y que mediando buena fe podrían hallar satisfacción.
Su hipótesis era que todos somos seres provistos de razón, capaces
de cooperar sin conflicto. La decisión de hacerlo marcaría el fin
de la prehistoria, el comienzo de la historia propiamente dicha.
Ahora bien, no habría realmente «pueblo» mientras la sociedad
vacilara ante el paso decisivo: en vez de explotarse unos a otros,
todos colaborarían para producir márgenes de cómoda subsistencia.
¿Y
qué harían el resto del tiempo? El resto del tiempo pescarían,
dormirían la siesta, cortejarían o se entregarían a cualquier cosa
inspirada por deseos autónomos '. Reducido el trabajo alienado a
mínimos sociales -para proveer al mantenimiento de niños, viejos y
minusválidos-, las técnicas, las ciencias y las artes se
asegurarían sostenidos progresos. Esa meta universalizable solo
exigía que ciertos bienes -los llamados «conflictivos» por
Aristóteles, pues (cuantos más tenga un hombre menos ha de tener
otro»- no siguieran siendo objeto de propiedad privada. Mirado a esa
luz, hasta el cruel intermedio capitalista acababa siendo benéfico,
pues consumando la explotación había invocado el proceso de
superarla, mediante un comunismo no incendiario y grosero, sino
gradual y científico, orientado a combatir organizadamente la
deshumanización. Puesto que casi todas las personas cultas y
responsables sentían asco ante la “hipocresía” del mundo
burgués, las cosas se presentaban a mediados del siglo pasado con
sencillez y contundencia:
Este
comunismo es como completo naturalismo = humanismo, y como completo
humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto
entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la
solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre
objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre
individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia, y sabe que
es la solución.
"Más
realista que otros reformadores, Kropotkin calcula en 1902 que -para
proporcionar una vida cómoda a todos- los miembros de cada comuna
deberán trabajar entre cuatro y cinco horas diarias durante dos
décadas.
A
diferencia del amo y el siervo, que en principio son individuos
distintos, la Internacional apeló a una Humanidad que en principio
solo se halla aquejada por conflictos internos, como en una dolencia
se independizan algunas células del resto. Y el conflicto social
interno, la escisión, venía de que las sociedades padecen gobiernos
tiránicos -en este caso, el de la clase capitalista-, bajo una
denominación u otra. De ahí que los déspotas sugiriesen remedios
heroicos, que si para un cuerpo aislado consisten en sajar, sudar,
ayunar e ingerir fármacos tóxicos, para el cuerpo social se
resumían en cumplir el lema de la paz colectiva (libertad, igualdad,
fraternidad), aunque fuese a sangre y fuego.
No
se trataba de hacer que los hombres fuesen menos egoístas, o de que
obraran por motivos de excelencia moral. Deberían ser más egoístas
si cabe -decía Marx-, pero pensar y obrar como científicos
evolucionistas, reconociendo en la Dictadura del Trabajador un
destino objetivamente determinado. Factores físicos elementales,
como los que causan terremotos y vientos, socializarían los medios
de producción, promoviendo un salto cualitativo en la vida humana.
Visto subjetivamente, el arbitrario valor de la cuna cedería paso al
valor proporcional del trabajo, al merecimiento, y no para cosa
distinta de abolir el trabajo enajenado mismo.
Entonces
gobernaban los propietarios, y desde la perspectiva revolucionaria se
daba por supuesto que había una clase coherente en sus decisiones o
dotada de conciencia, capaz de sacar adelante la cura revolucionaria
allí donde se le presentase ocasión. Lo básico era que al Nuevo
Hombre le sobraban los rentistas, tanto como cualquier otro aspirante
a vivir de los demás, y salvo los parásitos -sin duda, muy
amenazados por ese proyecto-, el resto únicamente arriesgaba perder
sus cadenas. La estrategia sería fortalecer el Estado hasta vencer
de modo irrevocable a los reaccionarios, y luego abolirlo. Tal como
el ser humano enajenó su esencia atribuyéndola a Dios, la sociedad
civil había enajenado su esencia atribuyéndola al poder estatal.
Sin duda, en un primer momento sería necesario trabajar sobremanera,
pero a medio y largo plazo habría una inmensa cantidad de bienes
disponibles, permitiendo el bienestar de todos.
4
Desde
el otro lado, este programa parecía algo a caballo entre una
maldición y el disparate absoluto. Burke clamaba ya en 1790 contra
el “capricho” que se opone al orden milenario, basado en un
escalafón de rango y propiedades, alegando que libertad, igualdad y
fraternidad eran eufemismos para sedición, arbitrariedad y revancha.
Cien años más tarde -hacia 1900- ha habido abundantes experiencias
de explosiones sociales feroces, y los obre ros viven
considerablemente mejor. Esto es cierto sobre todo en Alemania, donde
la socialdemocracia consigue crear una especie de burbuja proletaria
a cubierto de sobreexplotación, y también lo es en Francia,
Inglaterra y otros países, aunque en medida algo menor. De hecho, el
movimiento socialista tiene tal éxito en buena parte de Europa que
ya no parece imposible llegar a acceder al gobierno por vías
graduales y pacíficas. Sin embargo, es ahora -poco antes de la
primera gran guerra- cuando el discurso de la socialdemocracia exhibe
tintes de máximo radicalismo 11: la conciencia proletaria de clase
implica una guerra sin cuartel contra el burgués, un enemigo a la
vez general y específico, que solo será convencido de su vileza por
una derrota en el campo de batalla. Antes había sido el pueblo
contra la Corte y la Iglesia. Ahora es el proletariado contra la
burguesía, que al nivel de sus próceres parece tímida y a fin de
cuentas débil, expuesta a una creciente recesión económica.
Al
alcanzar valores críticos, que aceleran el desequilibrio, se
disocian el deber del trabajador y el del patriota. Aunque estén
afiliados al mismo sindicato, y propugnen las mismas reformas, el
Estado-Nación puede decretar una movilización militar que vista a
esos individuos con uniformes distintos, y les lance a matarse unos a
otros 12. De ahí que en vez de una guerra sin cuartel contra el
burgués brote primero la Gran Guerra, protagonizada por tropas
básicamente proletarias y campesinas, pórtico a una suma inaudita
de violencia.
"
Cfr. Berlin, 1998, págs. 179-243.
'' Los
historiadores suelen conferir más peso específico en el estallido
del conflicto a causas como la rivalidad entre algunas naciones
europeas, la nula expansión colonial de Alemania, la necesidad de
conquistar nuevos mercados y la descomposición del imperio
austrohúngaro. Sin embargo, estas circunstancias coadyuvan a una
finalidad incomparablemente más densa, que es domar al Trabajador,
encauzando su titánica capacidad transformadora del mundo. La obra
capital en este sentido es Der Arbeiter, el tratado de Jünger
(1932). Un documento no menos excepcional sobre los años previos a
la primera gran guerra se encuentra en Los Thibaut, la novela de
Roger Martin EL PAdu Gard.
Señor
de los actos, el exterminio se hace interior y exterior, supremamente
eficaz, crónico; entre frente y retaguardia deja de haber
diferencia, como deja de haberla entre disparar al blanco y disparar
a la cabeza. El Estado-Nación se sobrepone al «pueblo», cortando
sus correlaciones de largo alcance y reduciendo durante algunos años
el campo de actividad a matar o morir. Para cuando terminen las
hostilidades, la exangüe población de los países vencidos no
renuncia a una bandera nacional, aunque sí a la previa ideología
dominante, encarnada por el gobierno. En realidad, está a punto de
dejar de ser «pueblo» sin saberlo, porque un nuevo Estado-Nación
despunta, y será esencialmente antiliberal. El baño de sangre no
vendrá de querer imponer nuevos dioses, nuevas fronteras o nuevos
impuestos; es, en principio, un conflicto entre comunistas y
acaparadores (algo después entre arios y no arios, estatistas y
rojos). Sin embargo, las energías que los contrincantes aportan son
aún más aniquiladoras que los fundamentos del fanatismo religioso,
donde el infiel puede redimirse abrazando formalmente alguna fe.
Abrazar la fe socialista es reeducarse en el trabajo, renunciar a
propiedad y oficio, obedecer a nuevas instituciones y principios.
Antes
y después de la Gran Guerra, los detractores del programa
redistributivo disponían de recursos casi ilimitados. Sus
partidarios eran más numerosos, en cambio, y simplemente
sindicándose mostraron que podían entorpecer e incluso paralizar la
dinámica de acumulación; a su favor estaba también el espíritu
del mundo, que sin esfuerzo reclutaba para el fervor revolucionario a
buena parte de las personas más destacadas por talento y virtud, no
solo entre obreros y marginales, sino en todas las clases. Socializar
las fuentes de riqueza, abolir el Estado e inaugurar una duradera paz
social parecían cosas enteramente factibles. En esencia, la
filosofía marxista venía a decir que el universo era una materia
autoconstituida, propugnando un criterio que -siendo científico de
raíz- contrastaba con el espiritualismo alambicado de la academia
filosófica. Frente a un principio semejante, el
contrarrevolucionario nunca se pareció tanto a un enemigo de la
dignidad humana, movido a sufragar una guerra sucia basada en el
soborno, los ataques indiscriminados y otras modalidades de alevosía.
Y el antídoto revolucionario a la guerra sucia del
contrarrevolucionario fue la linea, una forma de reunir ortodoxia y
practicidad que cuadraba el círculo 13: puesto que el bien común no
triunfaría sin un pequeño núcleo capaz de conformarlo e imponerlo,
una facción arrastraría a todo el resto hacia el autogobierno, para
disolverse al punto; lo sectario de su composición, y lo pasivo del
pueblo -aún abstracto, indeciso-, quedarían anulados en sus
recíprocas miserias, a la vez que potenciados en lo positivo. De ahí
que la línea no fuera una línea, sino la línea general
Partiendo
de ese esquema, Lenin triunfa donde menos se esperaba, en un país
casi desprovisto de proletarios. Pero el «pueblo» ha ido sufriendo
contracciones sucesivas; primero solo excluía a monárquicos y
clericales, mientras ahora se reduce a un selecto comité ejecutivo,
sujeto a cierto Secretario General, encargado último de gestionar
«masas». En vez de ciudadanía hay masas, herederas de las
desaparecidas clases. Y no hay nada peyorativo en ser masa o regir
sobre masas. Al contrario, pues lo opuesto a masa no es autonomía,
discernimiento o libertad, sino oligarquía y social-traición 14; el
estatuto de inercia y mera aglomeración, inherente a lo másico, se
presenta como garantía de objetividad y naturalidad.
''
Desde este momento el cientifismo marxista se transforma en una
especie de positivismo platónico. Ya en 1905 el marxista
Lunarcharsku presentaba a las fuerzas productivas como el Padre, el
proletariado como el Hijo y el comunismo como el Espíritu Santo
(cfr. Wetter, 1963).
l4
Canetti deriva la masa de «una inversión en el temor a ser tocado))
(1986, cap. 1 ). Como animales y humanos rechazan espontáneamente el
contacto material con extraños, la masificación de un grupo supone
que - en vez de reivindicar su espacio- aparezca en sus miembros un
impulso hacia la “junteidad”, no solo manifiesto en soportar la
presión del número, sino en obrar como un solo y dócil individuo.
5
Ahora
una población despojada de estructura, simple producto de densidad
por volumen15, asume en principio la tarea de gobernar el mayor país
del mundo, y exportar esta dinámica a muchos otros. Durante medio
siglo largo será apoyado por una alta proporción de quienes
troquelan la cultura en todo el planeta. Como comenta Lenin, el
tránsito no puede suprimir cierto grado de opresión, si bien será
una opresión mitigada -«mucho más fácil, natural y viable»-, que
puede realizarse sin gran derramamiento de sangre, pues se trata de
oprimir a la minoría, no a la inversa como hasta entonces. Para él
la revolución en la URSS depende ante todo de la revolución
mundial; para Stalin será la revolución mundial quien ante todo
dependa de la URSS.
En
la práctica, el «pueblo» debía hacerse real, operante, y en ese
trance se reduce hasta desaparecer del mapa político. Si bien
aspiraba a abolir el Estado para darse nacimiento, sería abortado -y
posteriormente embalsamado- por el aparato previsto para asegurar su
parto. Cuando pueda poner en práctica la cura revolucionaria -fuente
de cohesión, salud y tranquilo ocio- necesitará resucitar una
guerra civil indefinida, donde no solo se oponen propietarios a
no-propietarios, sino no-propietarios entre sí. Su unidad inaugura
modalidades interminables de escisión.
Así,
el proyecto de destruir la maquinaria estatal construyó una
maquinaria estatal nunca vista, que en manos del nuevo censor -ahora
comisario popular- convertiría las pesquisas ideológicas de los
inquisidores medievales en un juego de niños;
“La
responsabilidad de esta desestructuración no puede atribuirse en
justicia a Lenin, que siempre consideró imprescindible una
estratificación -con diferencias sociales, nacionales y
profesionales-, sino a sus epígonos, inmersos en el proyecto de una
dominación absoluta. A Lenin se debe, por ejemplo, que la
Constitución soviética conceda expresamente un derecho de secesión
a sus distintas Repúblicas. Pero Lenin es también el inventor del
«terror rojo», versión agravada del jacobinismo”.
El
responsable de barrio delegó en responsables de manzana, que
delegaron en responsables de casa, que delegaron a su vez en
responsables de piso, y dentro de cada vivienda pareció útil (e
incluso vital) tener al menos un oído responsable también, porque
consolidar la revolución implicaba que política y policía borraran
sus límites, como cuando dos paños destiñen o dos trazos se
superponen. Eje de todas las referencias, el enemigo se agigantó
hasta lo infinito.
Aparecieron
titánicos planes de alfabetización y salud, por ejemplo, para que
nadie padeciera incultura o enfermedad por falta de recursos
económicos, mientras la censura de publicaciones reducía al absurdo
la capacidad de leer, y los desvelos por la salud pública se
acompañaban por el manejo más irresponsable de energías y
desechos. Como ya habían mostrado los jacobinos, el comité de salud
pública era en realidad un comité de salvación pública, y la
salvación resulta compatible con todo tipo de tormento, mientras
acabe salvando. Siglos atrás había dejado de tener acogida el
mensaje de quemar a algunas personas por su bien, dándoles ocasión
de arrepentirse en última instancia (pues buena parte de los humanos
ya no creían en las bondades de una vida celestial, purificada);
ahora brota el mensaje de reeducar a los descarriados para
habilitarles una vida terrenal digna, colectivizada, y el suplicio
alcanza niveles insólitos de refinamiento. Uno de cada tres, mejor
uno de cada dos individuos, debía espiar para la revolución,
amenazada siempre por todas partes. La policía es, en abrumadora
proporción, policía secreta. Y, naturalmente, era cierto que la
revolución estaba amenazada por todas partes. Sin ir más lejos, el
peligro era la propia sociedad, venerable en general aunque minada
por traidores, deseosos de consumar autónomamente sus empresas
particulares. Solo una parte muy pequeña, compuesta por individuos
ajenos al afán de prosperar en libertad, debía hacer frente a
muchedumbres presas aún en dicho afán, y hasta esa minoría selecta
se hallaba expuesta a constantes tentaciones. Consolidar la familia
humana, punto de partida del proceso revolucionario, había
desembocado en una ubicuidad de desertores y caínes, que desde
dentro y desde fuera saboteaban constantemente el proceso, con lo
cual solo hubo manera de mitigar el estado de guerra interior y
tensión exterior transformando la prometida abolición del Estado en
fundación de un Estado total. Para superar la diferencia entre el
todo y la parte estaría la parte/todo, el Partido.
Restaurado
el gobierno absoluto en cada territorio, y devuelto el pueblo al
estatuto prerrevolucionario (aquella parte del Estado que ignora su
verdadero bien), la idea bolchevique de totalidad será el estandarte
de una segunda oleada salvífica, abanderada por nazis y fascistas.
La hermandad se percibe desde el ascenso de Stalin y Hitler a
posiciones hegemónicas. Urgidos por Ulbricht, entonces secretario
general, los comunistas alemanes apoyan y votan al partido nazi16
desde mediados de los años veinte, considerando que republicanos y
socialdemócratas son su adversario «objetivo»; de hecho, la mitad
de las SS hitlerianas originales provienen de antiguas células
comunistas, decepcionadas por las promesas del Komintern y fascinadas
por un Conductor teutónico. Como observó Mussolini, “la masa no
tiene que saber, debe creer”. La Administración -reducida antes a
asuntos exteriores, hacienda y fuerzas armadas- se derrama ahora
sobre las artes en general, las ciencias, el empleo del tiempo, la
moral, la medicina, el deporte y muy especialmente el manejo de masas
mediante técnicas propagandísticas. Radio y cine, los inventos más
recientes, son un complemento providencial para desfiles militares,
manuales de espíritu revolucionario y otros medios orientados a
exaltar el impulso titánico del trabajador, presto a dar el Gran
Salto Adelante.
l6
Cuyo nombre original es Partido de los Trabajadores.
6
La
higiene mental, también conocida como lavado de cerebro, merece un
breve apunte. Aunque emplea algunos suplicios “tradicionales ",
es ante todo un vigoroso instrumento de propaganda, que aprovecha la
disociación interior provocada por una adhesión sincera al proceso
revolucionario 18. En los famosos juicios de Moscú, que se celebran
entre 1936 y 1938, los acusados son los revolucionarios más
respetados por el país, con hojas gloriosas de servicio a la causa,
largas estancias en prisiones zaristas y heroicos comportamientos
durante la guerra civil y la posterior reconstrucción. El fiscal
jefe, Vychinski, inicia la requisitoria
así
19:
“El
pueblo exige una sola cosa: que los traidores y espías -que
han
intentado pisotear las flores más perfumadas de nuestro jardín
socialista-
sean fusilados como perros sarnosos, sin excepción”.
Por
lo demás, hay pleno acuerdo entre los acusados, que no se defenderán
alegando inocencia ni acusando a la acusación. Se les imputa
l7
Interrogatorios interminables, drogas creadoras de malestar o
estupor, descargas eléctricas, golpes que no dejen huella, amenazas
a los seres queridos, aislamiento en condiciones atroces, promesas de
que confesar los cargos provocará un indulto para el reo o su
familia, etc.
Merleau-Ponty,
un convencido marxista-leninista, observa en Humanismo y terror: “La
tragedia llega a su punto culminante cuando el oponente está
persuadido de que la dirección revolucionaria se equivoca. Entonces
no hay solo fatalidad, sino un hombre enfrentado a fuerzas exteriores
de las que es secretamente cómplice, porque no puede estar ni a
favor ni en contra de la dirección del poden”. Idéntica situación
padece otro fervoroso marxista-leninista, el ingeniero Anton Ciliga,
a quien el gobierno soviético pide que se acuse de sabotaje para
justificar fallos en uno de los Planes Quinquenales. Aunque quien se
lo pide sabe que no es responsable de nada parecido - en realidad, se
trata de un extranjero que trabaja en la Unión Soviética por puro
altruismo-, el comisario político le dice: «Si apoya la revolución,
como pretende, demuéstrelo con sus actos: el Partido necesita su
confesión» (cfr. Arendt, 1998, pág. 388). El cero y el infinito,
la novela de Koestler, sigue siendo el libro ejemplar sobre ese clima
moral.
"
Las actas del juicio pueden consultarse en Broué, 1969.
simpatías
con el trotskismo, pero todos los reos declaran haber profesado
siempre gran desprecio hacia Trotsky (a quien solo temían), así
como una fervorosa veneración haciaStalin, únicamente torcida por
el ánimo de lucro y la ambición personal de cada uno; si no
hubiesen querido cobrar emolumentos del espionaje nazi y fascista, o
erigirse en dictadores, ninguno habría caído en el «aventurerismo».
El brillante Bujarin, uno de los favoritos de Lenin, rehabilitado
medio siglo después por la perestroika, declara: “Estoy de
rodillas ante el país, el Partido y todo el pueblo. La monstruosidad
de mis crímenes no tiene límite. Todo el mundo ve la sabia
dirección del país, asegurada por Stalin”. Zinoviev, orador
legendario y número dos del aparato en tiempos de Lenin, confirma su
confesión de ingratitud: “Lo que nos condujo hasta aquí fue un
odio sin límites contra la dirección del Partido y el país”.
Piatakov, máximo dirigente de la economía, declara: “Nuestro más
ardiente amor rodea a nuestros jefes, los obreros de todo el mundo
conocen a su Stalin, y están orgullosos de él. Radek, responsable
de contactos con la Internacional, añade: «Los jueces no me
torturaron a mí, sino que yo les torturé a ellos, demorando la
confesión de mis monstruosidades, y obligándoles a realizar un
trabajo inútil. Afín igualmente al lavado cerebral es el testimonio
de Rosengolz, otro reo que hasta entonces pasaba por gran héroe
bolchevique:
“Los niños y los
ciudadanos de la Unión Soviética cantan: «No existe en el mundo
otra patria donde uno pueda sentirse tan libre». Y estas palabras
las repito yo, que estoy prisionero: no hay país en el mundo donde
el entusiasmo por el trabajo sea tan grande, donde la risa suene con
tanta alegría y júbilo, donde las canciones broten con tanta
soltura, donde los bailes sean tan animados, donde el amor sea tan
hermoso”.
El
lirismo revolucionario prende por igual en acusadores y acusados.
Vychinski abría la causa mencionando las perfumadas flores del
jardín socialista, mientras Rosengolz lo cierra aludiendo a un
estado general de alegres risas, rodeado el pueblo por el más
hermoso de los amores. Todo es edificante, hasta el acto final donde
uno a uno los procesados imploran el indulto, aunque admiten no
merecerlo de ninguna manera, y son pasados rápidamente por las
armas. La epifanía del pueblo unido se verifica sobre la base de una
confesión ilimitada -por ejemplo, alcanza sueños, meras intenciones
y actos no imputados por la fiscalía-, que gracias a eso mismo
contiene arrepentimiento absoluto. Se cumple así el principio
procesal y sustantivo de los inquisidores, bien expuesto por el
magistrado Ayrault en 1576:
“No está todo en que los
malos sean castigados justamente; a ser
posible, conviene que se
juzguen y condenen a sí mismos.”
De
ahí también que sobre cualquier tipo de prueba documental para los
crímenes, y que -a falta de testigos sin tacha- se admita lo
alegado por provocadores, chivatos a sueldo, enemigos personales e
incluso personas inexistentes. Pocos lustros después, cuando el
venerable Stalin ha muerto, el informe secreto de I Guschev al XX
Congreso revela que de los 139 miembros del Comité Central elegidos
en 1934, el 70 por 100, concretamente 98, había sido ejecutado por
terrorismo y alta traición. Meses más tarde, en septiembre de 1955,
un proceso a puerta cerrada dicta pena de muerte contra varios jueces
y dirigentes de la policía política por “preparar sumarios
falsos, emplear métodos salvajes en los interrogatorios y haber
practicado actos terroristas de venganza contra honestos ciudadanos,
acusándoles sin fundamento de crímenes contrarrevolucionarios”.
Entre las atrocidades cometidas no se incluye aún el dato
(confirmado luego) de que una cifra próxima al 20 por 100 de los
detenidos -probablemente quienes no se avinieron a confesar, o
quedaron demasiado maltrechos tras su interrogatorio- ha
“desaparecido”. Sumando ejecutados y desaparecidos, resulta que
sólo el 10 por 100 de los miembros de aquel Comité Central conservó
la vida. Purgas semejantes realizará Mao en China, un par de décadas
después 20.
20 Es el mismo móvil: liquidar a la vieja guardia, y mostrar que cualquiera puede ser fulminado, pública o privadamente, cuando el Secretario General lo decida. Pero el refinamiento asiático introduce mejoras en el esquema. Por ejemplo, “escribir cartas reaccionarias” es un supuesto tipificado, que faculta a la policía para instar un procedimiento penal ante los tribunales o, si lo prefiere, proceder al internamiento indefinido de esa persona en una institución psiquiátrica. Según cuentan los periódicos, el hecho acaba de repetirse - en junio de 1999- con un ciudadano de Shanghai, eligiendo la policía el correctivo psiquiátrico.