Quizá alguno se ha preguntado alguna vez, de dónde sacaron los judíos los fundamentos de su historia. Pues aquí tenemos una posible fuente.
El
exilio en Babilonia
El
reino del norte de Israel había luchado de principio a fin y acabó
por venirse abajo en 721 a.C. cuando fue invadido por los asirios.
Judá perduró un siglo y medio más. El 15 y 16 de marzo de 597 a.C.
el gran rey babilonio Nabucodonosor tomó Jerusalén, capturó al rey
y nombró a un nuevo rey títere llamado Zedekiah. El verdadero rey,
Jehoiachin, fue enviado al exilio junto con su corte y con los
intelectuales del país, con el propósito de impedir que los que se
quedaban pensaran siquiera en rebelarse contra sus nuevos
gobernantes.
Aunque
la Biblia nos proporciona varias cifras, es muy probable que más de
tres mil personas fueran llevadas a Babilonia; en unas tablillas
cuneiformes con listas de pagos halladas en Babilonia relativas a
raciones de aceite y grano para los cautivos, se nombra
específicamente al rey Jehoiachin y a sus cinco hijos como los
destinatarios.
El
hecho de que Jehoaichin no haya sido ejecutado hizo creer a muchos
judíos que algún día le permitirían regresar a su país, y
existen pruebas que indican la probabilidad de que las intenciones
originales de Nabucodonosor eran ésas precisamente. El nuevo rey
títere no fue tan dócil como los babilonios pensaron y estuvo
tentado a ponerse de parte de los enemigos de Babilonia, los
egipcios, para así liberar a Judá. Al principio siguió los
consejos que le daban los vencedores y no les causó dificultades.
Por desgracia, las presiones en su corte a favor de los egipcios
forzaron una rebelión en 589 a.C, lo que obligó a Nabucodonosor a
atacar las ciudades de Judá, iniciando el sitio de Jerusalén el
siguiente mes de enero. Zedekiah sabía que en esa ocasión no habría
misericordia y se defendió durante dos años y medio, pero, a pesar
de un intento de las fuerzas egipcias de alejar a los babilonios, la
ciudad fue tomada en julio de 586 a.C. Jerusalén y su templo fueron
devastados.
Zedekiah
fue llevado ante Nabucodonosor a Riblah, en Babilonia, donde se le
obligó a presenciar la muerte de sus hijos, y mientras miraba
aterrorizado le arrancaron los ojos. Con esta última terrible visión
cauterizada en su mente, se le condujo encadenado, a Babilonia. De
acuerdo con Jeremías (52.29), unas ochocientas treinta y dos
personas más fueron condenadas al exilio por ese entonces.
Los
exiliados de Judá sentirían admiración por Babilonia como un lugar
maravilloso. Era una ciudad cosmopolita y espléndida, que abarcaba
ambas riberas del Eufrates en forma de cuadro y medía, según se
cuenta, veinticuatro kilómetros cuadrados. El historiador griego
Herodoto visitó la ciudad en el siglo V a.C y describió su
grandeza, con cuadrículas de calles perfectamente alineadas y
edificios que tenían tres o cuatro pisos de altura Nuestra primera
reacción ante tal descripción hizo suponer que el griego exageraba,
pero después descubrimos que su afirmación de que las murallas de
la ciudad eran tan anchas que permitían el paso de un carruaje
jalado por cuatro caballos fue comprobada por excavaciones recientes.
Este
apoyo arqueológico que acredita a Herodoto como testigo fidedigno
hizo que apreciáramos lo impresionante que era Babilonia. Leímos
que dentro de esas murallas gigantescas había grandes parques y
entre sus grandiosas construcciones se encontraba el palacio real con
sus famosos jardines colgantes, que eran terrazas piramidales
sembradas de árboles e inundadas de flores traídas de todo el mundo
conocido.
También
se encontraba la elevada Zigurat de Bel, pirámide escalonada con
siete pisos en forma de torre, revestidos con los colores del sol, la
luna y cinco planetas, y con un templo sobre su cúspide. Esta
construcción fue sin lugar a dudas la fuente de inspiración de la
leyenda de la Torre de Babel, donde se dice que la humanidad perdió
la capacidad de comunicarse entre sí en un mismo idioma. Babel era
el término sumerio que significa "entrada a dios", el cual
dotaba al sacerdocio babilonio de un vínculo entre los dioses y lo
terrenal. Es sorprendente que la Torre de Babel aún exista, aunque
es una deforme ruina.
La
Vereda Procesional que conducía a la gran Puerta de Ishtar haría
que los ojos de los exiliados se llenaran de admiración. Era
monumental y estaba cubierta de azulejos barnizados de un azul
brillante sobre los cuales se podían ver leones, toros y dragones en
alto relieve. Estos animales representaban a los dioses de la ciudad,
siendo Marduk la deidad dragón más importante entre ellos, seguida
por Adad, el dios del cielo en forma de toro, e Ishtar, la diosa del
amor y la guerra, simbolizada por un león.
Para
los sacerdotes y nobles deportados de Jerusalén, esta nueva
existencia tuvo que haber sido muy extraña: sentirían gratitud al
no ser ejecutados por la espada, y al mismo tiempo, tristeza por la
pérdida de sus tierras y su Templo. Aun así, se sintieron
impresionados con lo que veían y escuchaban en la ciudad más grande
de Mesopotamia, una metrópolis que haría sentir que Jerusalén y su
Templo eran muy poca cosa. Seguramente fue un choque cultural similar
al que sintieron los inmigrantes judíos provenientes de pequeños
poblados europeos, cuando llegaban por barco a la ciudad de Nueva
York a principios del siglo XX.
El
tipo de vida en Babilonia les pudo resultar ajeno, pero pronto se
dieron cuenta de que su teología les era sorprendentemente familiar.
Sus propias leyendas estaban basadas en sucesos egipcio-cananeos y
las de los babilonios derivaban de una antigua fuente sumeria común;
los judíos pronto se percataron de que ahora podrían llenarse los
vacíos que se encontraban en sus historias tribales sobre la
creación y el diluvio.
Los
dignatarios que fueron desarraigados, que estaban acostumbrados a
administrar un reino, ahora se encontraban dispersos en un territorio
ajeno, donde con frecuencia se les forzaba a realizar tareas
domésticas. Como seres acostumbrados a gobernar un estado, ahora
sólo les quedaba reflexionar sobre las injusticias de la vida; sin
embargo, la gran mayoría de ellos sencillamente aceptó que la vida
era cruel y trató de sacar el mejor partido posible dentro de su
mala situación. De hecho, muchas familias judías se integraron por
completo al estilo de vida de la gran ciudad, y permanecieron en ella
aun después de la terminación de su cautiverio.
Al
contrario de lo que se piensa, los judíos de aquel tiempo no eran
monoteístas y aunque vieran a Jehová como el dios especial de su
nación, también adoraron a los dioses babilonios una vez que se les
deportó a su nuevo hogar. En aquel entonces era normal mostrar
respeto al dios o dioses de los países que se visitaban como un acto
de prudencia, ya que se consideraba que las deidades tenían poder en
sus tierras. La zona de influencia de Jehová era Jerusalén y no hay
pruebas de que ni sus seguidores más fervientes hayan construido su
propio templo durante el cautiverio.
Si
bien la mayoría de esos judíos se conformaron con su nueva vida, un
pequeño grupo de los deportados estaba conformado por sacerdotes
filósofos y fundamentalistas del Templo de Salomón, a quienes sólo
puede describírseles como personas abrumadas por su destino
frustrado, y que buscaron racionalizar su situación tan bien como
les fue posible. Se ha aceptado en forma generalizada que fue
precisamente ahí, durante el cautiverio en Babilonia, donde se
escribieron la mayor parte de los cinco libros de la Biblia, una
apasionada búsqueda del propósito y la herencia de su pueblo.
Sirviéndose de la información sobre el inicio del tiempo
proporcionada por sus captores, los judíos pudieron reconstruir la
forma en que Dios creó el mundo y la humanidad, así como obtener
detalles sobre eventos posteriores, como el Diluvio.
Los
escritos de estos primeros judíos eran una combinación de
fragmentos de hechos históricos precisos, trozos de memorias
culturales corruptas y mitos tribales, cimentados entre sí por sus
propias invenciones originales generadas con el fin de llenar
incómodos vacíos históricos. Desde luego, es difícil distinguir
qué partes pertenecían a qué, pero los investigadores modernos han
tenido una gran capacidad para identificar las verdades y ficciones
probables, así como para clasificar los estilos e influencias de los
autores.
Las
largas historias han sido analizadas en profundidad por grupos de
expertos pero, para nosotros, los pequeños fragmentos de información
extraña son los que nos proporcionan algunas de las claves más
importantes sobre los orígenes. Encontramos la influencia de Sumeria
y Egipto en lugares inesperados. Por ejemplo, la figura de Jacob, el
padre de José, antecedería a la influencia egipcia, aun cuando
existen indicios claros de que los que escribieron sobre él ya veían
el mundo tal como era después del Éxodo de Egipto. En el Génesis
28:18 se nos dice que Jacob erigió una columna para comunicar a la
Tierra con los Cielos en Betel, a unos quince kilómetros al norte de
Jerusalén, y más tarde, en el Génesis 31:45, que construyó una
segunda columna, posiblemente en Mizpah, que se localizaba en las
montañas de Galeed, al este del río Jordán. La identificación de
estas columnas evoca fuertemente la teología que Moisés trajo
consigo desde los dos reinos del Alto y Bajo Egipto. Es poco probable
que alguno de esos pueblos identificados en la Biblia existieran
durante los tiempos de Jacob, y cuando uno analiza el significado
literal de los nombres de esos poblados, queda claro que fueron
creados para cumplir con los requerimientos de la historia. Betel
significa casa de Dios, que sugiere un punto de enlace entre el cielo
y lo terrenal, y Mizpah significa torre de vigilancia, que es un
sitio de protección contra las invasiones.
La
mayoría de los occidentales piensan en los nombres como si fueran
etiquetas abstractas y cuando se espera el nacimiento de un infante,
los padres pueden adquirir un libro de nombres de donde elegir el que
les agrade. Pero a lo largo de la historia en general, los nombres no
han sido una designación placentera o popular, sino que han
transmitido significados importantes. Es muy significativo notar que
el desaparecido filólogo semita, John Allegro, descubrió que el
nombre Jacob deriva directamente del término sumerio IA-AGUB, que
significa columna o, en forma más literal, piedra erguida.
Al
escribir la historia de su pueblo, los hebreos dieron a sus
personajes más importantes títulos que conferían sentidos
específicos, que para los lectores modernos son simples nombres
personales. Creemos que los autores del Génesis confirieron una gran
importancia al personaje de Jacob, y cuando las escrituras cambian su
nombre por el de Israel, esto señala al lector contemporáneo que
las columnas del nuevo reino estaban en su sitio y que la nación
estaba preparada para tener su propio nombre. Esto era un precedente
necesario para el establecimiento de una auténtica monarquía.