El Kálevala
La Epopeya Nacional De Finlandia
EL MARAVILLOSO NACIMIENTO DE WAINAMOINEN
He
aquí que en mi alma se despierta un deseo, que en mi cerebro surge
un pensamiento: quiero cantar, quiero modular mis palabras
entonando un canto nacional, un canto familiar. Las frases se
derriten en mi boca, los discursos se atropellan; desbordan mi
lengua, se expanden alrededor de mis dientes.
Antaño,
mi padre me ha cantado esas mismas palabras tallando el mango de su
hacha; mi madre me las enseñó haciendo girar el huso. Yo entonces
no era más que un niño, una pobre criatura inútil que se
arrastraba por el suelo a los pies de la nodriza, con la
barbilla goteante de leche. Pero hay otras palabras además: palabras
que yo he recogido en las fuentes de la ciencia, encontrado a lo
largo de los caminos, arrancado entre las malezas, desgajado de
los árboles en las altas ramas y amontonado al borde de los
senderos, cuando en mi infancia iba a guardar los rebaños entre los
pastizales con arroyos de miel y las colinas de oro.
También
el frío me ha cantado versos y la lluvia me trajo sus runas1;
los vientos del ciclo y las olas del mar me han hecho oír su poema;
los pájaros me enseñaron su trino, y los árboles desmelenados me
han invitado a sus conciertos.
¡Sí!
Yo cantaré un canto magnífico, un canto espléndido, cuando haya
comido el pan de centeno y haya bebido la áspera cerveza. Y si
la cerveza me falta, mi lengua seca invocará al rocío; y cantaré
para alegrar la noche, para celebrar el esplendor del día.
¡Cantaré hasta la aurora para brizar la salida del sol!
Érase
una vez una virgen; una hermosa virgen, Luonnótar2,
hija de Ilma. Vivía, desde hacía largo tiempo, casta y pura, en
medio de las vastas regiones del aire, de los inmensos espacios de la
bóveda celeste.
Pero
he aquí que un día comenzó a sentir el hastío de las horas, a
fatigarse de su virginidad estéril, de su existencia solitaria en
las llanuras del aire, tristes y desiertas.
Y
descendió de las altas esferas, y se lanzó en la plenitud del mar,
sobre la grupa blanca de las olas.
Entonces
un viento impetuoso, un viento de tempestad, sopló de oriente;
el mar se hinchó y se agitó en oleajes.
La
virgen fue arrastrada por la tempestad, flotando de onda en onda,
sobre las crestas coronadas de espuma. Y el viento salobre vino
a acariciar su regazo. Y el mar la fecundó.
Durante
siete siglos, durante nueve vidas de hombre, llevó la carga de
su gravidez. Y aquel que había de nacer no nacía. Y aquel que nadie
engendró seguía sin ver la luz.
La
virgen nada; nada hacia oriente y occidente, al noroeste y al sur,
por las riberas del aire. Espantosos dolores le queman las entrañas.
Pero aquel que había de nacer no nace y aquel que nadie engendró
sigue sin ver la luz.
La
virgen llora dulcemente y dice: "¡Ay, desdichada, qué
tristes son mis días! ¡qué errante es mi vida, pobre de mí!
¡Siempre y en todas partes, bajo la inmensa bóveda del cielo,
empujada por el viento, arrastrada por las olas en el seno de
este vasto mar sin límites! ¡Oh, Ukko, dios supremo3:
tú que sostienes el mundo, ven a mí, socórreme! ¡Apresúrate a mi
llamada! ¡Libra a esta doncella de sus angustias, a esta mujer
del dolor de sus entrañas! ¡Ven, ay, acude pronto; tu ayuda se
me hace necesaria más y más!"
Un
corto espacio transcurrió. Y de repente un águila de amplias alas
tiende el vuelo. Surca los aires con estrépito, buscando un lugar
para su nido. Vuela a oriente y occidente, vuela al noroeste y al
sur, pero no encuentra un rincón donde construir nidal.
Vuela
de nuevo; después se detiene; y piensa y medita: "¿Qué
lugar elegiré, el viento o el mar? El viento derribará mi casa, el
mar la tragará".
Y
he aquí que entonces la virgen del aire levantó su rodilla por
encima de las olas, ofreciendo así al águila un lugar para su nidal
bienamado.
El
águila ilustre suspende el vuelo; divisa la rodilla de la hija de
lima y la toma por una verde colina, por un cerro de fresco césped.
Lentamente vacila en el aire. Al fin, se lanza sobre la punta de la
rodilla y allí construye su nido. Y en ese nido deposita seis
huevos. Seis huevos de oro y un séptimo de hierro.
El
águila se pone a incubar sus huevos, un día y otro día, y casi un
tercer día. Entonces la hija de lima sintió un calor ardiente en su
piel. Parecía que su rodilla era una brasa, que todos sus nervios se
derretían.
Y
replegó vivamente la rodilla, sacudiendo todos sus miembros. Y los
huevos rodaron al abismo y se estrellaron contra las olas.
Pero
no se perdieron en el fango ni se mezclaron con el agua. Sus pedazos
se convirtieron en las más bellas cosas. Así:
"De
la parte inferior de los huevos se formó la tierra, madre de
todos los seres; de su parte superior el sublime cielo; de sus trozos
amarillos el radiante sol; de sus trozos blancos la luna
resplandeciente; de las cascarillas jaspeadas se hicieron las
estrellas; y los trozos oscuros fueron los nubarrones del aire".
Y
el tiempo avanzó y los años se sucedieron, porque el sol y la luna
habían comenzado a brillar. Pero la hija de lima continuaba errante
todavía sobre la vastedad del mar, sobre las olas vestidas de
niebla. Debajo de ella, la húmeda llanura; encima de ella, el claro
cielo.
Y
al noveno año, en el décimo estío, levantó la cabeza sobre
las aguas y comenzó la creación en torno suyo.
Donde
tiende su mano, hace surgir promontorios; donde tocan sus pies, cavan
hoyos para los peces; donde se sumerge, hace más profundos los
abismos. Cuando roza de flanco la tierra, aplana las riberas; cuando
tropieza con ella su pie, nace el socavón fatal para los salmones;
cuando las golpea de frente, abre los golfos.
Después
toma impulso y se interna en la alta mar. Allí crea las rocas, y
pare los escollos para el naufragio de los navíos y la muerte
de los marineros.
Ya
las islas emergen de las olas, los pilares del aire se yerguen sobre
sus bases, la tierra nacida de una palabra despliega su masa sólida,
las venas de mil colores aran la piedra y esmaltan las rocas... Y
Wainamoinen no ha nacido todavía, el runoya de la eternidad 4.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, esperó en el vientre de su madre
durante treinta estíos, durante treinta inviernos, sobre el inmenso
abismo, sobre las olas nebulosas.
Meditaba
profundamente preguntándose en su interior cómo le sería
posible existir y pasar su vida en aquel sombrío retiro, en aquella
estrecha mansión, donde jamás ni el sol ni la luna dejaban penetrar
su luz.
Y
clamó: "¡Rompe mis ligaduras, oh luna! ¡libértame,
oh sol! Y
tú, radiante ótawa5,
enseña al héroe a franquear estas desconocidas puertas, estos
infrecuentados caminos, a salir de este reducto oscuro, de este
abrigo asfixiante. Conducid sobre la tierra al viajero, al hijo del
hombre bajo la bóveda del aire, para que pueda contemplar el sol y
la luna, y admirar el esplendor de ótawa, y gozar la luz de las
estrellas".
Pero
la luna no rompió sus ligaduras, ni el sol le dio la libertad.
Entonces Wainamoinen sintió el hastío de los días y la fatiga de
su vida. Y golpeó vivamente la puerta de la fortaleza, con el dedo
sin nombre 6.
Forzó el muro de hueso con el dedo mayor del pie izquierdo, y se
arrastró con las uñas fuera del umbral, y sobre las rodillas fuera
del vestíbulo.
Y
ahora, helo ahí, sumergido en el abismo hasta la boca y hasta la
punta de los dedos. El poderoso héroe continúa sometido al poder de
la onda.
Durante
cinco años, durante seis años, durante siete y ocho años, se vio
arrastrado de ola en ola. Al fin se detuvo en un cabo desconocido,
sobre una tierra desnuda de árboles.
Allí,
ayudándose con las rodillas y los codos, se irguió cuan alto era, y
se puso a contemplar el sol y la luna, a admirar el esplendor de
ótawa y a gozar la luz de las estrellas.
Así
nació Wainamoinen, así fue revelado el ilustre runoya. Una mujer lo
llevó en su seno. La hija de lima lo trajo al mundo.
II
KÁLEVALA
Wainamoinen
encaminó sus pasos a través de aquella isla situada en medio
del mar, a través de aquella tierra desolada y sin árboles. Largos
años vivió en la tierra estéril, en la isla sin nombre.
Y
pensó en su espíritu, meditó en su cerebro: "¿Quién vendrá
ahora a sembrar este campo? ¿quién lo llenará de gérmenes
fecundos?"
Sampsa,
el dios de los campos, sembró el agro; derramó el grano sobre
las llanuras y las ciénagas, sobre el talud y la tierra blanda, y en
los espacios rocosos. Sembró el pino en las colinas, el abeto en los
altozanos, el brezo en las arenas, y plantó los jóvenes
arbustos en los valles.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, acudió a ver la obra de Sampsa.
Observó que los jóvenes retoños se habían desarrollado, que los
árboles habían crecido. Sólo la semilla de la encina no había
fecundado; sólo el árbol de Jumala 7
no había echado raíces.
Entonces
cuatro doncellas, divinidades de las aguas, surgieron del seno de la
onda y se pusieron a segar las altas yerbas, a cortar el césped
húmedo de rocío. Y a medida que avanzaban iban recogiendo las
yerbas con un rastrillo y amontonándolas en un gran almiar. Después
la yerba cortada fue arrojada al fuego, al poder de las llamas. Y
todo ardió hasta la desnudez de la ceniza.
Y
he aquí que en la entraña de esa ceniza, del árido tizón, es
donde fue a crecer el follaje bienamado y a germinar la bellota de la
encina. Ya aparece el verde retoño, la hermosa planta. Y de su
tronco arranca una doble rama.
Su
ramaje se dilata, su copa sube hasta el cielo, su follaje invade el
espacio; detiene el vuelo de las ligeras nubes, interrumpe el curso
de las grandes, oscurece la luna y el sol.
Entonces
el viejo Wainamoinen reflexionó profundamente: "¿No habrá
nadie que se atreva a descuajar la encina, a abatir el árbol
ilustre? La tristeza se apoderará de los hombres, los peces
nadarán difícilmente, si la luna no brilla y el sol esconde su
antorcha".
Pero
ningún hombre, ningún héroe se presentó para descuajar la encina,
para derribar el árbol de las cien ramas.
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh tú, mujer! ¡oh tú, madre
Luonnótar: tú que me criaste, envía aquí un genio de las aguas
que venga a arrancar la encina, a destruir el árbol fatal, para
despejar los caminos del sol y trillar su senda al rayo de la luna".
Un
hombre, un héroe surgió entonces del seno de las aguas. No era
mayor que el dedo pulgar de un hombre; como un palmo de mano de
mujer.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "No has sido hecho tú
para arrancar la encina, para abatir el árbol maravilloso".
Pero
ya el héroe había tomado entonces otra forma. Golpeó poderosamente
la tierra con la planta del pie, y su frente llegó hasta las nubes.
Flota su barba hasta las rodillas; sus cabellos, hasta los talones.
Se pone a afilar su hacha, repasando el filo con seis, con siete
pedernales. Después avanza vivamente con sus pies ligeros; da un
primer paso rápido sobre la tierra arenosa; da un segundo paso
sobre la tierra color de almagre; da un tercer paso, y llega al
pie de la deslumbrante encina.
Entonces,
con su hacha, da un golpe y otro golpe. Al tercer golpe, saltan
chispas del acero y la encina se bambolea; el árbol inmenso se viene
a tierra.
Y
una vez que la encina fue abatida, que el árbol maravilloso fue
derribado, el sol y la luna vuelven a encontrar lugar para dardear
sus rayos, las nubes para seguir su curso, el arco iris para
desplegar su comba esplendorosa desde el cabo de nieblas hasta la
isla rica de umbrías.
Y
los brezos comenzaron a verdecer, los bosques a crecer gozosos, las
hojas a vestir los árboles, el césped a adornar la tierra, los
pájaros a gorjear en las umbrías, los zorzales a retozar, y el
cuclillo a cantar en las altas copas.
Ya
las bayas maduran en sus tallos, las flores de oro esmaltan los
campos, la vegetación se despliega bajo mil formas. Pero la cebada
no ha germinado aún, la planta tutelar todavía no ha nacido.
Canta
el abejaruco 8
en lo alto de un árbol: "La espiga no crecerá, la avena no
germinará, mientras los árboles que cubren el campo no sean todos
derribados y entregados al fuego".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se hace inmediatamente fabricar
un hacha de afilado corte; después derriba una inmensa cantidad de
árboles. Bosques enteros se desploman a sus golpes. Un abedul,
un solo abedul queda en pie para servir de refugio a los pájaros del
cielo, para que el cuclillo haga oír desde él su canto.
Y
he aquí que un águila tiende su vuelo por el celeste espacio.
Quiere saber por qué ha sido respetado el abedul, por qué el
hermoso árbol no ha sido derribado.
El
viejo Wainamoinen se lo dice: "Se ha dejado en pie este árbol
para que sirva de refugio a los pájaros del cielo, para que en él
repose el águila". Y el águila contesta: "Bien hecho
está".
Entonces
el águila prendió fuego a todos los árboles cortados. La llama
surgió violentamente; el viento del norte, el viento del nordeste
atizaron el incendio; todo fue devorado y reducido a cenizas.
Un
día, dos días, tres noches, casi una semana transcurrió. El
viejo, el impasible Wainamoinen fue a visitar el campo. Y aprobó
el buen orden de todo: la cebada había germinado, la espiga tenía
tres hileras, el tallo tenía tres nudos.
Entonces
el viejo Wainamoinen lanzó una mirada en torno. El cuclillo del
estío se acercó y viendo al abedul desplegar su bella cabellera,
dijo: "¿Por qué ha sido perdonado el abedul? ¿por qué este
lindo árbol no ha sido descuajado?"
El
dios Wainamoinen dijo: "El abedul ha sido perdonado para
que tú tengas una rama para tu reposo y tu canto. Canta, pues, oh
hermoso cuclillo, canta a plena voz, garganta de clarín, garganta de
oro. Haz retumbar el aire, garganta de bronce. ¡Canta, sí, canta a
la mañana y a la noche y al mediodía! ¡Celebra mis bellas
praderas, di la dulzura de mis bosques, los tesoros de mis
riberas, la fecundidad de mis campos!
III
WAINAMOINEN Y EL JOVEN JOUKAHAINEN
El
viejo, el impasible Wainamoinen pasaba los días de su vida en los
bosques y las landas de Kálevala. Allí entonaba sus cantos y
manifestaba su ciencia.
Día
y noche sin interrupción retumbaba su voz. Repetía sus
antiguos recuerdos, celebraba el origen de las cosas, los misterios
que todos los hombres juntos no sabrían cantar, que todos los
hombres juntos no sabrían comprender en su pobre vida, en las horas
supremas de sus días perecederos. La fama de la sabiduría
del runoya se extendió a lo lejos; voló hasta las regiones del
Mediodía, hasta las alturas de Pohjola.
He
aquí, pues, que el joven Joukahainen, el cenceño mancebo de
Laponia, paseando un día por su aldea, oyó contar la maravillosa
nueva; supo que allá en los bosques y landas de Kálevala, sabían
cantos mejores que los suyos, que los que él aprendió de su padre.
Esto
le llenó de cólera. Al mismo tiempo una terrible envidia se
encendió en su pecho contra Wainamoinen, porque comprendió que
iba a ser sobrepasado por él. Llegó junto a su madre y le anunció
su designio de ir a Wainola 9
a desafiar al bardo.
La
madre de Joukahainen desaprobó su decisión, y el padre se esforzó
en hacerle desistir, diciéndole: "Allá harán mofa de ti, te
embrujarán con sortilegios, hasta que tus manos y tus pies se pongan
rígidos, y no puedas moverte ni volver atrás".
El
joven Joukahainen respondió: "Sin duda la sabiduría de mi
padre es grande; y la de mi madre mayor aún. Pero la mía es mejor".
Y
partió sin escuchar sus consejos. Tomó su caballo de reluciente
morro y fogosos corvejones, y lo unció a su trineo dorado, a su
trineo de fiesta. Después montó, hizo restallar su látigo
ornado de perlas, y se lanzó al espacio.
Caminaba
con un fragor de tempestad. Caminó un día, caminó dos días. Al
tercer día llegó al bosque de Wainola, en las landas de Kálevala.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, venía lentamente por el
camino. Pronto el joven Joukahainen se encontró con él de
frente. Los trineos chocaron, los atalajes se enredaron, se
encabestraron las colleras, y los corceles humeantes se detuvieron.
Entonces
el viejo Wainamoinen dijo: "¿De qué raza eres tú, que tan
locamente cruzas por mi camino, destrozando mi trineo, mi
hermoso trineo de fiesta?"
El
joven Joukahainen replicó: "Yo soy el joven Joukahainen.
¿Y tú? ¿de dónde sales tú? ¿cuál es tu familia? ¿cuáles son
tus antepasados, miserable?"
El
viejo Wainamoinen dijo: "Si eres el joven Joukahainen,
cédeme el paso, porque no eres igual a mí en edad".
El
joven Joukahainen dijo: "No se trata aquí de juventud ni de
vejez. Que aquel que sea el más grande en sabiduría y el más
poderoso en recuerdos, pase delante. Y que el otro le ceda el camino.
Si es cierto que tú eres el viejo Wainamoinen, el runoya de la
eternidad, comencemos a cantar. Que el hombre dé lecciones al
hombre; ¡que uno de nosotros triunfe del otro!"
El
viejo Wainamoinen contestó: "¿Qué puedo valer yo como sabio,
ni como bardo, si he vivido toda mi vida en estos bosques solitarios,
en medio de mis campos, sólo atento a la voz de mi cuclillo?
Déjame oír más bien lo que tú sepas; aquello que tú comprendas
mejor que los demás".
El
joven Joukahainen dijo: "Sé unas cosas y otras; las poseo con
plena claridad. Sé que la salida del humo está en el techo, que la
llama no está lejos del hogar, que la vida es fácil para la lija y
para la foca que se encenaga en las aguas. Pero si esto no te basta,
sé otras cosas además, conozco otros asuntos".
El
viejo Wainamoinen dijo: "La ciencia del niño, la memoria del
niño, no son las del viejo héroe barbado ni las del hombre que ha
tomado mujer. ¡Habla de las cosas eternas y profundas!"
El
joven Joukahainen dijo: "Sé que el pinzón es un pájaro y sé
de dónde viene; sé que la culebra es un reptil, que la pértiga es
un pez del agua, que el hierro es flexible, que la tierra negra es
amarga, que el agua hirviente causa dolor, que el fuego quema
rabiosamente. Y todavía recuerdo más cosas: recuerdo el tiempo
en que yo me dedicaba a surcar el mar, a sondear el abismo, a cavar
agujeros para los peces, a sumergirme hasta las entrañas del agua, a
formar lagos, a amontonar colinas y a agrupar las rocas. Yo
estaba presente cuando la tierra fue creada, cuando fue desplegado el
espacio".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Deja ya de amontonar mentira sobre
mentira!"
Y
el joven Joukahainen: "Si mi ciencia no es bastante, mi
espada la suplirá. ¡Oh, viejo Wainamoinen, oh runoya de la boca sin
límites! ¡ven a medir tu espada conmigo, prueba ahora la hoja
del acero!"
El
viejo Wainamoinen dijo: "Poco me importan en verdad tu espada y
tu cólera, tu venablo y tus desafíos. Pero no me está bien
medirme contigo, pobre mozo; batirme contigo, oh miserable".
El
joven Joukahainen crispó la boca, irguió la cabeza, sacudió
su negra cabellera, y dijo: "Al que rehuse batirse conmigo yo lo
convertiré en cerdo de largo hocico; yo daré cuenta de tales héroes
arrastrándolos sobre el estiércol, amontonándolos en el fondo
del establo".
Entonces
Wainamoinen fue presa de la indignación y estalló en furia. Y de
pronto rompió a cantar, entonando palabras mágicas.
Wainamoinen canta, y a su voz braman las marismas, y la tierra
tiembla, y las montañas de cobre oscilan, y las losas espesas
saltan, y las rocas se hienden, y las piedras se quiebran contra la
costa.
Con
sus sortilegios anonada al joven Joukahainen. Finge ramas y follaje
en la collera de su caballo, varas de mimbre sobre la gualdrapa,
ramas de sauce en las riendas. Después convierte su trineo de oro,
su hermoso trineo de fiesta, en un arbusto seco de los pantanos;
su látigo ornado de perlas, en el carrizo de la orilla del mar; su
caballo de estelada frente, en piedra de las cataratas; su espada de
guardas de oro, en relámpago; su arco de mil colores, en arco iris;
sus aladas flechas, en flotantes ramas de pino; su perro de corvo
morro, en un mojón de tierras; su gorra, en nube delgada; sus
guantes, en nenúfares de agua estancada; su manto de lana azul,
en niebla; su rico cinturón, en un reguero de estrellas...
Después
sacude entre sus manos al joven Joukahainen en persona, y lo
hunde en una ciénaga hasta la cintura, en una pradera hasta los
riñones, en un brezal hasta las axilas.
Sólo
ahora comprende el joven Joukahainen que, aquel que había encontrado
en su camino y contra el cual había querido luchar, era
verdaderamente el viejo Wainamoinen.
Intentó
con uno de sus pies salir del lugar donde se le había hundido, pero
su pie estaba paralizado. Lo intentó con el otro, pero lo encontró
calzado con un zapato de piedra.
Entonces
la desesperación se apoderó del joven Joukahainen, viendo que
todo le era funesto, y clamó: "Oh sabio Wainamoinen: recoge de
nuevo tus palabras sagradas, tus mágicos sortilegios. Líbrame de
esta angustia, y yo te pagaré un rico rescate".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¿Qué me darás si recojo mis
palabras, si te libro de esa angustia?"
El
joven Joukahainen dijo: "Tengo dos arcos, dos preciosos arcos,
fuertes y seguros en el blanco. Toma de los dos el que plazcas".
El
viejo Wainamoinen dijo: "Hombre de estrechos pensamientos, ¿para
qué quiero yo tus arcos? ¿qué me importan a mí, detestable
monstruo? También tengo arcos yo; los muros de mi casa están
cubiertos de ellos. Milagrosos arcos que salen a cazar al bosque sin
la ayuda de la mano del hombre". Y otra vez volteó entre sus
manos al joven Joukahainen, enterrándolo más profundamente en el
cenagal. El joven Joukahainen dijo: "Oh viejo Wainamoinen: te
entregaré un casco lleno de oro, una gorra llena de plata; todo el
oro y la plata que mi padre ha conquistado en las batallas, que
ha traído de sus cabalgadas guerreras".
El
viejo Wainamoinen dijo: "De nada me sirve tu riqueza; no corro
yo, insensato, detrás de tu oro. Mis cofres lo desbordan. Y mi plata
es antigua como la luna; mi oro tiene la edad del sol".
Y
nuevamente sacudió al joven Joukahainen, hundiéndolo más y
más en la ciénaga.
El
joven Joukahainen estaba en el colmo de la desdicha, viéndose
enterrado hasta la barba en el húmedo fangal, hasta la boca en el
légamo espeso, hasta los dientes entre las raíces de los pinos.
Y
dijo: "Oh sabio Wainamoinen: recoge tus encantamientos,
perdona mi triste vida, líbrame de este espantoso abismo. Si
retiras tus mágicas palabras, te entregaré a mi hermana Aino.
Te ofrezco a la hija de mi madre para poner tu casa en orden, para
barrer el suelo de tu cámara, para fregar tus escudillas de leche,
para lavar tus vestidos, para tejerte un manto de oro y amasarte las
tortas de miel".
Entonces
Wainamoinen sintió en su corazón un inmenso gozo; la esperanza
de tener a la hermana del joven Joukahainen para sostén de sus
viejos días desarmó su cólera.
Y
se puso a cantar un instante; y otra vez luego, y una tercera vez,
recogiendo así sus sagradas palabras de antes, sus mágicos
sortilegios.
De
este modo el joven Joukahainen salió del abismo donde se hallaba
hundido; y su caballo dejó de ser una roca, su trineo un arbusto
seco y su látigo caña marina. Después montó en su trineo
querido, y se dirigió con el corazón abrumado y triste el alma, a
la casa de su dulce madre.
Camina
con un estrépito ensordecedor, con una velocidad de espanto. Y
he aquí que su trineo va a chocar en la escalinata de la casa
paterna, estrellándose contra el pabellón de baños.
La
madre y el padre acuden al estrépito, y le dicen: "Has
estrellado a propósito tu trineo, has hecho astillas voluntariamente
tu timón. ¿Por qué conduces de manera tan extraña y tan loca?"
El
joven Joukahainen, deshecho en llanto, estaba con la cabeza baja, el
corazón en la garganta, derribada la gorra, los labios secos y
espesos, hundida la nariz contra la boca.
Su
madre le habló: "¿Por qué lloras, hijo? ¿por qué te
lamentas, oh fruto de mi mocedad?".
El
joven Joukahainen dijo: "Oh madre, lloraré y me lamentaré toda
mi vida porque he ofrecido a mi hermana Aino a Wainamoinen, para que
sea su esposa, para que sirva de sostén al senil, de apoyo al
habitante eterno del país de los viejos".
La
madre del joven Joukahainen se frotó las manos, y dijo: "No
llores, hijo querido, ninguna razón tienes para estar triste. Mis
votos serán colmados al fin, y veré al héroe de los héroes en mi
casa; tendré a Wainamoinen por yerno, al célebre runoya por
esposo de mi hija".
Pero
la hermana del joven Joukahainen comenzó a llorar a su vez
amargamente. Un día, dos días lloró, tendida sobre las escaleras
de la casa.
Su
madre le dijo: "¿Por qué lloras, mi buena Aino, tú a quien
tan alto esposo ha elegido, tú que habitarás la mansión del hombre
ilustre, que has de sentarte junto a su ventana y charlar con él en
su escaño?".
La
doncella dijo: "Sí, madre mía, razones tengo para llorar.
Lloro mi hermosa cabellera que tendré que cubrir, mis finos bucles
que tendré que ocultar cuando soy tan niña aún, cuando todavía
estoy creciendo" 10.
Y también lloro por la dulzura de este sol, por el encanto de
esta luna sin igual, por toda la majestad de este cielo que, tan niña
aún, tendré que abandonar". La madre dijo: "Seca tus
lágrimas, loca. El sol de Dios no brilla sólo en las ventanas de tu
padre; también en otros lugares brilla. Ni es sólo tampoco en
los campos de tu padre y en los claros bosques de tu hermano
donde encontrarás, pobre niña, bayas y fresas. También crecen en
otras montañas, también en otras llanuras crecen".
Aino,
la joven virgen, Aino, la hermana de Joukahainen, salió al bosque a
buscar un brazado de ramillas de abedul. Y cuando volvía a la
casa, atravesando el bosque con sus ágiles pies, el viejo
Wainamoinen apareció. Contempló a la muchacha, adornada con un
collar de perlas, corriendo sobre el fresco césped. Y le habló:
"Sólo para mí, y no para ningún otro llevarás, oh doncella,
tu collar de perlas, adornarás tu pecho con la hebilla de metal y
anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La
muchacha contestó: "Ni para ti ni para otro alguno adorno yo mi
pecho con la hebilla de metal, ni ato mis cabellos con el lazo de
seda. Ni los hermosos vestidos me apetecen, ni las rebanadas del pan
candeal. Antes prefiero el tosco brial y el pan duro en casa de mi
padre, al lado de mi dulce madre".
Y
arrancándose la hebilla del pecho, despojándose del collar de
perlas de su cuello, de los anillos de sus dedos y el rojo lazo de
sus cabellos, los arrojó a tierra para que la tierra los gozase a su
capricho; los dispersó por el bosque para que el bosque se adornase
con ellos. Y llorando regresó a casa.
La
madre de Aino trabajaba, sentada en la escalera del granero,
desnatando la leche. "¿Por qué lloras tú, doncella, pobre
hija mía?".
"Ay
madre, mi suerte es cruel y amarga. Lloro y me lamento ¿y qué otra
cosa puedo hacer? He ido al bosque y regresaba a casa, cuando,
de repente, Wainamoinen me gritó estas palabras desde el fondo
del valle: "Sólo para mí y no para ningún otro llevarás, oh
doncella, tu collar de perlas, y adornarás tu pecho con la
hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La
madre respondió: "Sube al aitta" 11
que se alza allá en la colina, el granero lleno de nuestra riqueza.
Abre el mejor cofre, levanta su tapa repujada. Encontrarás en
él seis cinturones de oro, siete sayas azules. Ciñe tu frente con
la banda de seda; tus sienes con la diadema de oro. Cuelga las perlas
brillantes a tu cuello, la hebilla de oro a tu pecho. Cambia tu
camisa de grosera tela por una del más fino lienzo. Ponte el
vestido de lana, medias de seda, ricos zapatos. Ata tus trenzas
con el cordón de seda. Adorna tus dedos con los anillos de oro, y
tus brazos con ajorcas de plata".
Así
habló la madre a su hija. Pero Aino permaneció insensible a sus
ruegos. Fue a vagar, llorando, por la cerca de la casa. Y clamó
levantando la voz: "Más me hubiera valido no nacer jamás a la
vida, no crecer jamás para conocer estos funestos días, este
mundo sin alegría. Más me hubiera valido morir a la edad de sólo
seis noches; extinguirme en el octavo día de mi existencia.
Entonces bien poco me hubiera bastado: un simple trozo de tela y un
pobre rincón de tierra. Sólo habría costado unas lágrimas a mi
madre, algunas menos a mi padre, y tal vez ni una sola a mi
hermano". Sin embargo subió hasta el granero de la colina.
Abrió el mejor cofre, y sacó los seis cinturones de oro y las siete
sayas azules. Después se vistió con ellos, coronó sus sienes de
oro, entrelazó con hilos de plata sus cabellos, ciñó su frente con
la banda de seda azul y su cabeza con el rojo lazo. Y empezó a
recorrer los campos y los marjales, las claras florestas y los vastos
desiertos, cantando en su vagabunda carrera:
"Sufro
en mi corazón, sufro en mi pensamiento. Pero todavía no es
bastante. ¡Ojalá pudiera sufrir cien veces más, para que la muerte
viniera a librarme de esta miseria!".
Aino
caminó un día y otro día. Al tercer día el mar desplegó ante sus
ojos sus riberas cubiertas de carrizos. Y la noche vino a
suspender su marcha, forzándola a detenerse las tinieblas. Toda
la noche lloró sobre una roca, al borde del inmenso mar. Al
alba del día siguiente, divisó a tres muchachas que se bañaban
junto a la extremidad del cabo.
Aino
quiso ser la cuarta. Colgó su camisa en una rama de mimbre y su
vestido en un chopo. Dejó sus medias en el suelo desnudo, sus
zapatos en la roca, sus perlas en la ribera arenosa, sus anillos en
la pedregosa playa. Una roca sobresalía en la superficie del agua,
una roca tachonada de mil colores y brillante como el oro. La
muchacha pretendió alcanzarla a nado. Pero apenas se había
sentado sobre ella, la roca vaciló de repente y se desplomó en
el abismo. Aino se desplomó con ella.
Así
desapareció la paloma, así murió la mísera doncella.
Descendiendo al fondo de las aguas, susurró al morir:
"Había
venido a bañarme en el mar, a nadar en el golfo. Y heme aquí que
desaparezco bajo las ondas, pobre paloma; que muero, triste pájaro,
de una prematura muerte. ¡Que mi padre no vuelva en toda su
vida a pescar en este golfo inmenso! ¡que mi madre no vuelva a
buscar aquí el agua para amasar su pan!". Todas las gotas de
agua que aquí se encuentren serán otras tantas gotas de mi sangre.
Todos sus peces serán trozos de mi carne. Todas las ramas dispersas
por estas riberas, serán pedazos de mis huesos. Todos los tallos del
césped serán hebras de mis cabellos".
Tal
fue la triste aventura de la doncella; tal el fin de la hermosa
paloma.
¿Y
ahora, quien se encargará de llevar la noticia a la ilustre casa de
Aino?
1
Runa:
verso, poema y fórmula mágica
2
Luonnótar
significa "Hija de la Naturaleza". Ilma es la
personificación del aire.
3
Ukko
es, en la antigua mitología finesa, el dios del cielo y del aire.
4
Runoya:
bardo, compositor y cantor de runas. Este término implica
también la posesión del poder mágico.
5
Ótawa:
la Osa Mayor.
6
El dedo anular. En el antiguo
idioma finlandés sólo tienen nombre los otros cuatro dedos.
7
Jumala,
otra denominación del dios supremo, Ukko. La encina le estaba
consagrada como entre los romanos a Júpiter.
8
Pájaro
dotado de voz profetice como en las sagas de Los Nibelungos. En
cuanto al cuclillo, que tantas veces aparece en el Kálevala, es un
pájaro sagrado para los pueblos del norte; su canto anuncia la
llegada del estío, y la esperanza de los campesinos.
9
Wainola:
la mansión de Wainamoinen.
10
Las
antiguas mujeres finesas sólo se cubrían la cabeza después
del matrimonio.
11
Aitta:
pequeña construcción levantada aparte y aneja a la habitación
finesa, que servía al mismo tiempo de granero, desván y
guardarropa, al modo de los "hórreos" del norte de
España.