lunes, 9 de julio de 2018

LA BELLA MITOLOGÍA FINLANDESA. EDICIONES TAURO (I)


El Kálevala

La Epopeya Nacional De Finlandia



EL MARAVILLOSO NACIMIENTO DE WAINAMOINEN



He aquí que en mi alma se despierta un deseo, que en mi cerebro surge un pensa­miento: quiero cantar, quiero modular mis palabras entonando un canto nacional, un canto familiar. Las frases se derriten en mi boca, los discursos se atropellan; desbordan mi lengua, se expanden alrededor de mis dientes.
Antaño, mi padre me ha cantado esas mismas palabras tallando el mango de su hacha; mi madre me las enseñó haciendo girar el huso. Yo entonces no era más que un niño, una pobre criatura inútil que se arrastraba por el suelo a los pies de la no­driza, con la barbilla goteante de leche. Pero hay otras palabras además: palabras que yo he recogido en las fuentes de la ciencia, encontrado a lo largo de los cami­nos, arrancado entre las malezas, desgajado de los árboles en las altas ramas y amon­tonado al borde de los senderos, cuando en mi infancia iba a guardar los rebaños entre los pastizales con arroyos de miel y las co­linas de oro.
También el frío me ha cantado versos y la lluvia me trajo sus runas1; los vientos del ciclo y las olas del mar me han hecho oír su poema; los pájaros me enseñaron su trino, y los árboles desmelenados me han invitado a sus conciertos.
¡Sí! Yo cantaré un canto magnífico, un canto espléndido, cuando haya comido el pan de centeno y haya bebido la áspera cer­veza. Y si la cerveza me falta, mi lengua seca invocará al rocío; y cantaré para ale­grar la noche, para celebrar el esplendor del día. ¡Cantaré hasta la aurora para bri­zar la salida del sol!

Érase una vez una virgen; una hermosa virgen, Luonnótar2, hija de Ilma. Vivía, desde hacía largo tiempo, casta y pura, en medio de las vastas regiones del aire, de los inmensos espacios de la bóveda celeste.
Pero he aquí que un día comenzó a sentir el hastío de las horas, a fatigarse de su virginidad estéril, de su existencia solitaria en las llanuras del aire, tristes y desiertas.
Y descendió de las altas esferas, y se lanzó en la plenitud del mar, sobre la grupa blanca de las olas.
Entonces un viento impetuoso, un viento de tem­pestad, sopló de oriente; el mar se hinchó y se agitó en oleajes.
La virgen fue arrastrada por la tempestad, flotando de onda en onda, sobre las crestas coronadas de espu­ma. Y el viento salobre vino a acariciar su regazo. Y el mar la fecundó.
Durante siete siglos, durante nueve vidas de hom­bre, llevó la carga de su gravidez. Y aquel que había de nacer no nacía. Y aquel que nadie engendró seguía sin ver la luz.
La virgen nada; nada hacia oriente y occidente, al noroeste y al sur, por las riberas del aire. Espantosos dolores le queman las entrañas. Pero aquel que había de nacer no nace y aquel que nadie engendró sigue sin ver la luz.
La virgen llora dulcemente y dice: "¡Ay, desdicha­da, qué tristes son mis días! ¡qué errante es mi vida, pobre de mí! ¡Siempre y en todas partes, bajo la in­mensa bóveda del cielo, empujada por el viento, arras­trada por las olas en el seno de este vasto mar sin límites! ¡Oh, Ukko, dios supremo3: tú que sostienes el mundo, ven a mí, socórreme! ¡Apresúrate a mi llama­da! ¡Libra a esta doncella de sus angustias, a esta mujer del dolor de sus entrañas! ¡Ven, ay, acude pron­to; tu ayuda se me hace necesaria más y más!"
Un corto espacio transcurrió. Y de repente un águila de amplias alas tiende el vuelo. Surca los aires con estrépito, buscando un lugar para su nido. Vuela a oriente y occidente, vuela al noroeste y al sur, pero no encuentra un rincón donde construir nidal.
Vuela de nuevo; después se detiene; y piensa y me­dita: "¿Qué lugar elegiré, el viento o el mar? El viento derribará mi casa, el mar la tragará".
Y he aquí que entonces la virgen del aire levantó su rodilla por encima de las olas, ofreciendo así al águila un lugar para su nidal bienamado.
El águila ilustre suspende el vuelo; divisa la rodilla de la hija de lima y la toma por una verde colina, por un cerro de fresco césped. Lentamente vacila en el aire. Al fin, se lanza sobre la punta de la rodilla y allí construye su nido. Y en ese nido deposita seis huevos. Seis huevos de oro y un séptimo de hierro.
El águila se pone a incubar sus huevos, un día y otro día, y casi un tercer día. Entonces la hija de lima sintió un calor ardiente en su piel. Parecía que su rodilla era una brasa, que todos sus nervios se de­rretían.
Y replegó vivamente la rodilla, sacudiendo todos sus miembros. Y los huevos rodaron al abismo y se estre­llaron contra las olas.
Pero no se perdieron en el fango ni se mezclaron con el agua. Sus pedazos se convirtieron en las más bellas cosas. Así:
"De la parte inferior de los huevos se formó la tie­rra, madre de todos los seres; de su parte superior el sublime cielo; de sus trozos amarillos el radiante sol; de sus trozos blancos la luna resplandeciente; de las cascarillas jaspeadas se hicieron las estrellas; y los trozos oscuros fueron los nubarrones del aire".
Y el tiempo avanzó y los años se sucedieron, porque el sol y la luna habían comenzado a brillar. Pero la hija de lima continuaba errante todavía sobre la vas­tedad del mar, sobre las olas vestidas de niebla. Debajo de ella, la húmeda llanura; encima de ella, el claro cielo.
Y al noveno año, en el décimo estío, levantó la ca­beza sobre las aguas y comenzó la creación en torno suyo.
Donde tiende su mano, hace surgir promontorios; donde tocan sus pies, cavan hoyos para los peces; donde se sumerge, hace más profundos los abismos. Cuando roza de flanco la tierra, aplana las riberas; cuando tropieza con ella su pie, nace el socavón fatal para los salmones; cuando las golpea de frente, abre los golfos.
Después toma impulso y se interna en la alta mar. Allí crea las rocas, y pare los escollos para el naufra­gio de los navíos y la muerte de los marineros.
Ya las islas emergen de las olas, los pilares del aire se yerguen sobre sus bases, la tierra nacida de una palabra despliega su masa sólida, las venas de mil colores aran la piedra y esmaltan las rocas... Y Wainamoinen no ha nacido todavía, el runoya de la eternidad 4.
El viejo, el impasible Wainamoinen, esperó en el vientre de su madre durante treinta estíos, durante treinta inviernos, sobre el inmenso abismo, sobre las olas nebulosas.
Meditaba profundamente preguntándose en su inte­rior cómo le sería posible existir y pasar su vida en aquel sombrío retiro, en aquella estrecha mansión, donde jamás ni el sol ni la luna dejaban penetrar su luz.
Y clamó: "¡Rompe mis ligaduras, oh luna! ¡libérta­me, oh sol! Y tú, radiante ótawa5, enseña al héroe a franquear estas desconocidas puertas, estos infrecuen­tados caminos, a salir de este reducto oscuro, de este abrigo asfixiante. Conducid sobre la tierra al viajero, al hijo del hombre bajo la bóveda del aire, para que pueda contemplar el sol y la luna, y admirar el es­plendor de ótawa, y gozar la luz de las estrellas".
Pero la luna no rompió sus ligaduras, ni el sol le dio la libertad. Entonces Wainamoinen sintió el hastío de los días y la fatiga de su vida. Y golpeó vivamente la puerta de la fortaleza, con el dedo sin nombre 6. Forzó el muro de hueso con el dedo mayor del pie izquierdo, y se arrastró con las uñas fuera del umbral, y sobre las rodillas fuera del vestíbulo.
Y ahora, helo ahí, sumergido en el abismo hasta la boca y hasta la punta de los dedos. El poderoso héroe continúa sometido al poder de la onda.
Durante cinco años, durante seis años, durante siete y ocho años, se vio arrastrado de ola en ola. Al fin se detuvo en un cabo desconocido, sobre una tierra des­nuda de árboles.
Allí, ayudándose con las rodillas y los codos, se irguió cuan alto era, y se puso a contemplar el sol y la luna, a admirar el esplendor de ótawa y a gozar la luz de las estrellas.
Así nació Wainamoinen, así fue revelado el ilustre runoya. Una mujer lo llevó en su seno. La hija de lima lo trajo al mundo.

II

KÁLEVALA

Wainamoinen encaminó sus pasos a través de aque­lla isla situada en medio del mar, a través de aquella tierra desolada y sin árboles. Largos años vivió en la tierra estéril, en la isla sin nombre.
Y pensó en su espíritu, meditó en su cerebro: "¿Quién vendrá ahora a sembrar este campo? ¿quién lo llenará de gérmenes fecundos?"
Sampsa, el dios de los campos, sembró el agro; de­rramó el grano sobre las llanuras y las ciénagas, sobre el talud y la tierra blanda, y en los espacios rocosos. Sembró el pino en las colinas, el abeto en los altoza­nos, el brezo en las arenas, y plantó los jóvenes arbustos en los valles.
El viejo, el impasible Wainamoinen, acudió a ver la obra de Sampsa. Observó que los jóvenes retoños se habían desarrollado, que los árboles habían crecido. Sólo la semilla de la encina no había fecundado; sólo el árbol de Jumala 7 no había echado raíces.
Entonces cuatro doncellas, divinidades de las aguas, surgieron del seno de la onda y se pusieron a segar las altas yerbas, a cortar el césped húmedo de rocío. Y a medida que avanzaban iban recogiendo las yerbas con un rastrillo y amontonándolas en un gran almiar. Después la yerba cortada fue arrojada al fuego, al poder de las llamas. Y todo ardió hasta la desnudez de la ceniza.
Y he aquí que en la entraña de esa ceniza, del árido tizón, es donde fue a crecer el follaje bienamado y a germinar la bellota de la encina. Ya aparece el verde retoño, la hermosa planta. Y de su tronco arranca una doble rama.
Su ramaje se dilata, su copa sube hasta el cielo, su follaje invade el espacio; detiene el vuelo de las ligeras nubes, interrumpe el curso de las grandes, oscurece la luna y el sol.
Entonces el viejo Wainamoinen reflexionó profunda­mente: "¿No habrá nadie que se atreva a descuajar la encina, a abatir el árbol ilustre? La tristeza se apode­rará de los hombres, los peces nadarán difícilmente, si la luna no brilla y el sol esconde su antorcha".
Pero ningún hombre, ningún héroe se presentó para descuajar la encina, para derribar el árbol de las cien ramas.
El viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh tú, mujer! ¡oh tú, madre Luonnótar: tú que me criaste, envía aquí un genio de las aguas que venga a arrancar la encina, a destruir el árbol fatal, para despejar los caminos del sol y trillar su senda al rayo de la luna".
Un hombre, un héroe surgió entonces del seno de las aguas. No era mayor que el dedo pulgar de un hom­bre; como un palmo de mano de mujer.
El viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "No has sido hecho tú para arrancar la encina, para abatir el árbol maravilloso".
Pero ya el héroe había tomado entonces otra forma. Golpeó poderosamente la tierra con la planta del pie, y su frente llegó hasta las nubes. Flota su barba hasta las rodillas; sus cabellos, hasta los talones. Se pone a afilar su hacha, repasando el filo con seis, con siete pedernales. Después avanza vivamente con sus pies ligeros; da un primer paso rápido sobre la tierra are­nosa; da un segundo paso sobre la tierra color de al­magre; da un tercer paso, y llega al pie de la deslum­brante encina.
Entonces, con su hacha, da un golpe y otro golpe. Al tercer golpe, saltan chispas del acero y la encina se bambolea; el árbol inmenso se viene a tierra.
Y una vez que la encina fue abatida, que el árbol maravilloso fue derribado, el sol y la luna vuelven a encontrar lugar para dardear sus rayos, las nubes para seguir su curso, el arco iris para desplegar su comba esplendorosa desde el cabo de nieblas hasta la isla rica de umbrías.
Y los brezos comenzaron a verdecer, los bosques a crecer gozosos, las hojas a vestir los árboles, el césped a adornar la tierra, los pájaros a gorjear en las um­brías, los zorzales a retozar, y el cuclillo a cantar en las altas copas.
Ya las bayas maduran en sus tallos, las flores de oro esmaltan los campos, la vegetación se despliega bajo mil formas. Pero la cebada no ha germinado aún, la planta tutelar todavía no ha nacido.
Canta el abejaruco 8 en lo alto de un árbol: "La espiga no crecerá, la avena no germinará, mientras los árboles que cubren el campo no sean todos derribados y entregados al fuego".
El viejo, el impasible Wainamoinen, se hace inme­diatamente fabricar un hacha de afilado corte; después derriba una inmensa cantidad de árboles. Bosques en­teros se desploman a sus golpes. Un abedul, un solo abedul queda en pie para servir de refugio a los pájaros del cielo, para que el cuclillo haga oír desde él su canto.
Y he aquí que un águila tiende su vuelo por el ce­leste espacio. Quiere saber por qué ha sido respetado el abedul, por qué el hermoso árbol no ha sido de­rribado.
El viejo Wainamoinen se lo dice: "Se ha dejado en pie este árbol para que sirva de refugio a los pájaros del cielo, para que en él repose el águila". Y el águila contesta: "Bien hecho está".
Entonces el águila prendió fuego a todos los árboles cortados. La llama surgió violentamente; el viento del norte, el viento del nordeste atizaron el incendio; todo fue devorado y reducido a cenizas.
Un día, dos días, tres noches, casi una semana trans­currió. El viejo, el impasible Wainamoinen fue a visi­tar el campo. Y aprobó el buen orden de todo: la cebada había germinado, la espiga tenía tres hileras, el tallo tenía tres nudos.
Entonces el viejo Wainamoinen lanzó una mirada en torno. El cuclillo del estío se acercó y viendo al abedul desplegar su bella cabellera, dijo: "¿Por qué ha sido perdonado el abedul? ¿por qué este lindo árbol no ha sido descuajado?"
El dios Wainamoinen dijo: "El abedul ha sido per­donado para que tú tengas una rama para tu reposo y tu canto. Canta, pues, oh hermoso cuclillo, canta a plena voz, garganta de clarín, garganta de oro. Haz retumbar el aire, garganta de bronce. ¡Canta, sí, canta a la mañana y a la noche y al mediodía! ¡Celebra mis bellas praderas, di la dulzura de mis bosques, los teso­ros de mis riberas, la fecundidad de mis campos!

III

WAINAMOINEN Y EL JOVEN JOUKAHAINEN

El viejo, el impasible Wainamoinen pasaba los días de su vida en los bosques y las landas de Kálevala. Allí entonaba sus cantos y manifestaba su ciencia.
Día y noche sin interrupción retumbaba su voz. Re­petía sus antiguos recuerdos, celebraba el origen de las cosas, los misterios que todos los hombres juntos no sabrían cantar, que todos los hombres juntos no sabrían comprender en su pobre vida, en las horas su­premas de sus días perecederos. La fama de la sabidu­ría del runoya se extendió a lo lejos; voló hasta las regiones del Mediodía, hasta las alturas de Pohjola.
He aquí, pues, que el joven Joukahainen, el cenceño mancebo de Laponia, paseando un día por su aldea, oyó contar la maravillosa nueva; supo que allá en los bosques y landas de Kálevala, sabían cantos mejores que los suyos, que los que él aprendió de su padre.
Esto le llenó de cólera. Al mismo tiempo una terri­ble envidia se encendió en su pecho contra Waina­moinen, porque comprendió que iba a ser sobrepasado por él. Llegó junto a su madre y le anunció su desig­nio de ir a Wainola 9 a desafiar al bardo.
La madre de Joukahainen desaprobó su decisión, y el padre se esforzó en hacerle desistir, diciéndole: "Allá harán mofa de ti, te embrujarán con sortilegios, hasta que tus manos y tus pies se pongan rígidos, y no puedas moverte ni volver atrás".
El joven Joukahainen respondió: "Sin duda la sabi­duría de mi padre es grande; y la de mi madre mayor aún. Pero la mía es mejor".
Y partió sin escuchar sus consejos. Tomó su caballo de reluciente morro y fogosos corvejones, y lo unció a su trineo dorado, a su trineo de fiesta. Después mon­tó, hizo restallar su látigo ornado de perlas, y se lanzó al espacio.
Caminaba con un fragor de tempestad. Caminó un día, caminó dos días. Al tercer día llegó al bosque de Wainola, en las landas de Kálevala.
El viejo, el impasible Wainamoinen, venía lentamen­te por el camino. Pronto el joven Joukahainen se en­contró con él de frente. Los trineos chocaron, los atalajes se enredaron, se encabestraron las colleras, y los corceles humeantes se detuvieron.
Entonces el viejo Wainamoinen dijo: "¿De qué raza eres tú, que tan locamente cruzas por mi camino, des­trozando mi trineo, mi hermoso trineo de fiesta?"
El joven Joukahainen replicó: "Yo soy el joven Jou­kahainen. ¿Y tú? ¿de dónde sales tú? ¿cuál es tu familia? ¿cuáles son tus antepasados, miserable?"
El viejo Wainamoinen dijo: "Si eres el joven Jou­kahainen, cédeme el paso, porque no eres igual a mí en edad".
El joven Joukahainen dijo: "No se trata aquí de juventud ni de vejez. Que aquel que sea el más grande en sabiduría y el más poderoso en recuerdos, pase delante. Y que el otro le ceda el camino. Si es cierto que tú eres el viejo Wainamoinen, el runoya de la eternidad, comencemos a cantar. Que el hombre dé lecciones al hombre; ¡que uno de nosotros triunfe del otro!"
El viejo Wainamoinen contestó: "¿Qué puedo valer yo como sabio, ni como bardo, si he vivido toda mi vida en estos bosques solitarios, en medio de mis cam­pos, sólo atento a la voz de mi cuclillo? Déjame oír más bien lo que tú sepas; aquello que tú comprendas mejor que los demás".
El joven Joukahainen dijo: "Sé unas cosas y otras; las poseo con plena claridad. Sé que la salida del humo está en el techo, que la llama no está lejos del hogar, que la vida es fácil para la lija y para la foca que se encenaga en las aguas. Pero si esto no te basta, sé otras cosas además, conozco otros asuntos".
El viejo Wainamoinen dijo: "La ciencia del niño, la memoria del niño, no son las del viejo héroe barbado ni las del hombre que ha tomado mujer. ¡Habla de las cosas eternas y profundas!"
El joven Joukahainen dijo: "Sé que el pinzón es un pájaro y sé de dónde viene; sé que la culebra es un reptil, que la pértiga es un pez del agua, que el hierro es flexible, que la tierra negra es amarga, que el agua hirviente causa dolor, que el fuego quema rabiosamen­te. Y todavía recuerdo más cosas: recuerdo el tiempo en que yo me dedicaba a surcar el mar, a sondear el abismo, a cavar agujeros para los peces, a sumergirme hasta las entrañas del agua, a formar lagos, a amon­tonar colinas y a agrupar las rocas. Yo estaba presente cuando la tierra fue creada, cuando fue desplegado el espacio".
El viejo Wainamoinen dijo: "¡Deja ya de amontonar mentira sobre mentira!"
Y el joven Joukahainen: "Si mi ciencia no es bas­tante, mi espada la suplirá. ¡Oh, viejo Wainamoinen, oh runoya de la boca sin límites! ¡ven a medir tu espa­da conmigo, prueba ahora la hoja del acero!"
El viejo Wainamoinen dijo: "Poco me importan en verdad tu espada y tu cólera, tu venablo y tus desa­fíos. Pero no me está bien medirme contigo, pobre mozo; batirme contigo, oh miserable".
El joven Joukahainen crispó la boca, irguió la ca­beza, sacudió su negra cabellera, y dijo: "Al que rehuse batirse conmigo yo lo convertiré en cerdo de largo hocico; yo daré cuenta de tales héroes arrastrán­dolos sobre el estiércol, amontonándolos en el fondo del establo".
Entonces Wainamoinen fue presa de la indignación y estalló en furia. Y de pronto rompió a cantar, ento­nando palabras mágicas. Wainamoinen canta, y a su voz braman las marismas, y la tierra tiembla, y las montañas de cobre oscilan, y las losas espesas saltan, y las rocas se hienden, y las piedras se quiebran contra la costa.
Con sus sortilegios anonada al joven Joukahainen. Finge ramas y follaje en la collera de su caballo, varas de mimbre sobre la gualdrapa, ramas de sauce en las riendas. Después convierte su trineo de oro, su her­moso trineo de fiesta, en un arbusto seco de los pantanos; su látigo ornado de perlas, en el carrizo de la orilla del mar; su caballo de estelada frente, en piedra de las cataratas; su espada de guardas de oro, en relámpago; su arco de mil colores, en arco iris; sus aladas flechas, en flotantes ramas de pino; su perro de corvo morro, en un mojón de tierras; su gorra, en nube delgada; sus guantes, en nenúfares de agua es­tancada; su manto de lana azul, en niebla; su rico cinturón, en un reguero de estrellas...
Después sacude entre sus manos al joven Joukahai­nen en persona, y lo hunde en una ciénaga hasta la cintura, en una pradera hasta los riñones, en un brezal hasta las axilas.
Sólo ahora comprende el joven Joukahainen que, aquel que había encontrado en su camino y contra el cual había querido luchar, era verdaderamente el viejo Wainamoinen.
Intentó con uno de sus pies salir del lugar donde se le había hundido, pero su pie estaba paralizado. Lo intentó con el otro, pero lo encontró calzado con un zapato de piedra.
Entonces la desesperación se apoderó del joven Jou­kahainen, viendo que todo le era funesto, y clamó: "Oh sabio Wainamoinen: recoge de nuevo tus palabras sagradas, tus mágicos sortilegios. Líbrame de esta an­gustia, y yo te pagaré un rico rescate".
El viejo Wainamoinen dijo: "¿Qué me darás si recojo mis palabras, si te libro de esa angustia?"
El joven Joukahainen dijo: "Tengo dos arcos, dos preciosos arcos, fuertes y seguros en el blanco. Toma de los dos el que plazcas".
El viejo Wainamoinen dijo: "Hombre de estrechos pensamientos, ¿para qué quiero yo tus arcos? ¿qué me importan a mí, detestable monstruo? También tengo arcos yo; los muros de mi casa están cubiertos de ellos. Milagrosos arcos que salen a cazar al bosque sin la ayuda de la mano del hombre". Y otra vez volteó entre sus manos al joven Joukahainen, enterrándolo más profundamente en el cenagal. El joven Joukahainen dijo: "Oh viejo Wainamoinen: te entregaré un casco lleno de oro, una gorra llena de plata; todo el oro y la plata que mi padre ha conquis­tado en las batallas, que ha traído de sus cabalgadas guerreras".
El viejo Wainamoinen dijo: "De nada me sirve tu riqueza; no corro yo, insensato, detrás de tu oro. Mis cofres lo desbordan. Y mi plata es antigua como la luna; mi oro tiene la edad del sol".
Y nuevamente sacudió al joven Joukahainen, hun­diéndolo más y más en la ciénaga.
El joven Joukahainen estaba en el colmo de la des­dicha, viéndose enterrado hasta la barba en el húmedo fangal, hasta la boca en el légamo espeso, hasta los dientes entre las raíces de los pinos.
Y dijo: "Oh sabio Wainamoinen: recoge tus encan­tamientos, perdona mi triste vida, líbrame de este es­pantoso abismo. Si retiras tus mágicas palabras, te en­tregaré a mi hermana Aino. Te ofrezco a la hija de mi madre para poner tu casa en orden, para barrer el suelo de tu cámara, para fregar tus escudillas de leche, para lavar tus vestidos, para tejerte un manto de oro y amasarte las tortas de miel".
Entonces Wainamoinen sintió en su corazón un in­menso gozo; la esperanza de tener a la hermana del joven Joukahainen para sostén de sus viejos días des­armó su cólera.
Y se puso a cantar un instante; y otra vez luego, y una tercera vez, recogiendo así sus sagradas palabras de antes, sus mágicos sortilegios.
De este modo el joven Joukahainen salió del abismo donde se hallaba hundido; y su caballo dejó de ser una roca, su trineo un arbusto seco y su látigo caña mari­na. Después montó en su trineo querido, y se dirigió con el corazón abrumado y triste el alma, a la casa de su dulce madre.
Camina con un estrépito ensordecedor, con una velo­cidad de espanto. Y he aquí que su trineo va a chocar en la escalinata de la casa paterna, estrellándose con­tra el pabellón de baños.
La madre y el padre acuden al estrépito, y le dicen: "Has estrellado a propósito tu trineo, has hecho astillas voluntariamente tu timón. ¿Por qué conduces de manera tan extraña y tan loca?"
El joven Joukahainen, deshecho en llanto, estaba con la cabeza baja, el corazón en la garganta, derriba­da la gorra, los labios secos y espesos, hundida la nariz contra la boca.
Su madre le habló: "¿Por qué lloras, hijo? ¿por qué te lamentas, oh fruto de mi mocedad?".
El joven Joukahainen dijo: "Oh madre, lloraré y me lamentaré toda mi vida porque he ofrecido a mi hermana Aino a Wainamoinen, para que sea su esposa, para que sirva de sostén al senil, de apoyo al habitante eterno del país de los viejos".
La madre del joven Joukahainen se frotó las manos, y dijo: "No llores, hijo querido, ninguna razón tienes para estar triste. Mis votos serán colmados al fin, y veré al héroe de los héroes en mi casa; tendré a Wai­namoinen por yerno, al célebre runoya por esposo de mi hija".
Pero la hermana del joven Joukahainen comenzó a llorar a su vez amargamente. Un día, dos días lloró, tendida sobre las escaleras de la casa.
Su madre le dijo: "¿Por qué lloras, mi buena Aino, tú a quien tan alto esposo ha elegido, tú que habitarás la mansión del hombre ilustre, que has de sentarte junto a su ventana y charlar con él en su escaño?".
La doncella dijo: "Sí, madre mía, razones tengo pa­ra llorar. Lloro mi hermosa cabellera que tendré que cubrir, mis finos bucles que tendré que ocultar cuando soy tan niña aún, cuando todavía estoy creciendo" 10. Y también lloro por la dulzura de este sol, por el en­canto de esta luna sin igual, por toda la majestad de este cielo que, tan niña aún, tendré que abandonar". La madre dijo: "Seca tus lágrimas, loca. El sol de Dios no brilla sólo en las ventanas de tu padre; tam­bién en otros lugares brilla. Ni es sólo tampoco en los campos de tu padre y en los claros bosques de tu her­mano donde encontrarás, pobre niña, bayas y fresas. También crecen en otras montañas, también en otras llanuras crecen".
Aino, la joven virgen, Aino, la hermana de Joukahainen, salió al bosque a buscar un brazado de rami­llas de abedul. Y cuando volvía a la casa, atravesando el bosque con sus ágiles pies, el viejo Wainamoinen apareció. Contempló a la muchacha, adornada con un collar de perlas, corriendo sobre el fresco césped. Y le habló: "Sólo para mí, y no para ningún otro llevarás, oh doncella, tu collar de perlas, adornarás tu pecho con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La muchacha contestó: "Ni para ti ni para otro alguno adorno yo mi pecho con la hebilla de metal, ni ato mis cabellos con el lazo de seda. Ni los hermosos vestidos me apetecen, ni las rebanadas del pan candeal. Antes prefiero el tosco brial y el pan duro en casa de mi padre, al lado de mi dulce madre".
Y arrancándose la hebilla del pecho, despojándose del collar de perlas de su cuello, de los anillos de sus dedos y el rojo lazo de sus cabellos, los arrojó a tierra para que la tierra los gozase a su capricho; los dispersó por el bosque para que el bosque se adornase con ellos. Y llorando regresó a casa.
La madre de Aino trabajaba, sentada en la escalera del granero, desnatando la leche. "¿Por qué lloras tú, doncella, pobre hija mía?".
"Ay madre, mi suerte es cruel y amarga. Lloro y me lamento ¿y qué otra cosa puedo hacer? He ido al bos­que y regresaba a casa, cuando, de repente, Wainamoi­nen me gritó estas palabras desde el fondo del valle: "Sólo para mí y no para ningún otro llevarás, oh don­cella, tu collar de perlas, y adornarás tu pecho con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La madre respondió: "Sube al aitta" 11 que se alza allá en la colina, el granero lleno de nuestra riqueza. Abre el mejor cofre, levanta su tapa repujada. Encon­trarás en él seis cinturones de oro, siete sayas azules. Ciñe tu frente con la banda de seda; tus sienes con la diadema de oro. Cuelga las perlas brillantes a tu cue­llo, la hebilla de oro a tu pecho. Cambia tu camisa de grosera tela por una del más fino lienzo. Ponte el ves­tido de lana, medias de seda, ricos zapatos. Ata tus trenzas con el cordón de seda. Adorna tus dedos con los anillos de oro, y tus brazos con ajorcas de plata".
Así habló la madre a su hija. Pero Aino permaneció insensible a sus ruegos. Fue a vagar, llorando, por la cerca de la casa. Y clamó levantando la voz: "Más me hubiera valido no nacer jamás a la vida, no crecer ja­más para conocer estos funestos días, este mundo sin alegría. Más me hubiera valido morir a la edad de sólo seis noches; extinguirme en el octavo día de mi exis­tencia. Entonces bien poco me hubiera bastado: un simple trozo de tela y un pobre rincón de tierra. Sólo habría costado unas lágrimas a mi madre, algunas me­nos a mi padre, y tal vez ni una sola a mi hermano". Sin embargo subió hasta el granero de la colina. Abrió el mejor cofre, y sacó los seis cinturones de oro y las siete sayas azules. Después se vistió con ellos, coronó sus sienes de oro, entrelazó con hilos de plata sus cabellos, ciñó su frente con la banda de seda azul y su cabeza con el rojo lazo. Y empezó a recorrer los campos y los marjales, las claras florestas y los vastos desiertos, cantando en su vagabunda carrera:
"Sufro en mi corazón, sufro en mi pensamiento. Pero todavía no es bastante. ¡Ojalá pudiera sufrir cien veces más, para que la muerte viniera a librarme de esta miseria!".
Aino caminó un día y otro día. Al tercer día el mar desplegó ante sus ojos sus riberas cubiertas de carri­zos. Y la noche vino a suspender su marcha, forzán­dola a detenerse las tinieblas. Toda la noche lloró so­bre una roca, al borde del inmenso mar. Al alba del día siguiente, divisó a tres muchachas que se bañaban junto a la extremidad del cabo.
Aino quiso ser la cuarta. Colgó su camisa en una rama de mimbre y su vestido en un chopo. Dejó sus me­dias en el suelo desnudo, sus zapatos en la roca, sus perlas en la ribera arenosa, sus anillos en la pedregosa playa. Una roca sobresalía en la superficie del agua, una roca tachonada de mil colores y brillante como el oro. La muchacha pretendió alcanzarla a nado. Pero ape­nas se había sentado sobre ella, la roca vaciló de re­pente y se desplomó en el abismo. Aino se desplomó con ella.
Así desapareció la paloma, así murió la mísera don­cella. Descendiendo al fondo de las aguas, susurró al morir:
"Había venido a bañarme en el mar, a nadar en el golfo. Y heme aquí que desaparezco bajo las ondas, pobre paloma; que muero, triste pájaro, de una pre­matura muerte. ¡Que mi padre no vuelva en toda su vida a pescar en este golfo inmenso! ¡que mi madre no vuelva a buscar aquí el agua para amasar su pan!". Todas las gotas de agua que aquí se encuentren serán otras tantas gotas de mi sangre. Todos sus peces serán trozos de mi carne. Todas las ramas dispersas por estas riberas, serán pedazos de mis huesos. Todos los tallos del césped serán hebras de mis cabellos".
Tal fue la triste aventura de la doncella; tal el fin de la hermosa paloma.

¿Y ahora, quien se encargará de llevar la noticia a la ilustre casa de Aino?

1 Runa: verso, poema y fórmula mágica
2 Luonnótar significa "Hija de la Naturaleza". Ilma es la personificación del aire.
3 Ukko es, en la antigua mitología finesa, el dios del cielo y del aire.
4 Runoya: bardo, compositor y cantor de runas. Este térmi­no implica también la posesión del poder mágico.
5 Ótawa: la Osa Mayor.
6 El dedo anular. En el antiguo idioma finlandés sólo tienen nombre los otros cuatro dedos.
7 Jumala, otra denominación del dios supremo, Ukko. La encina le estaba consagrada como entre los romanos a Júpiter.
8 Pájaro dotado de voz profetice como en las sagas de Los Nibelungos. En cuanto al cuclillo, que tantas veces aparece en el Kálevala, es un pájaro sagrado para los pueblos del norte; su canto anuncia la llegada del estío, y la esperanza de los cam­pesinos.
9 Wainola: la mansión de Wainamoinen.
10 Las antiguas mujeres finesas sólo se cubrían la cabeza des­pués del matrimonio.
11 Aitta: pequeña construcción levantada aparte y aneja a la habitación finesa, que servía al mismo tiempo de granero, desván y guardarropa, al modo de los "hórreos" del norte de España.

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