domingo, 25 de junio de 2017

HISTORIAS IMPERTINENTES II (SEGÚN VAN SURGIENDO)



7.-SÓLO SE QUE NO SOY NADA. Así rezaba en los escritos herméticos. Los ignorantes, los que nos transmitieron tanta tontería desinformativa, como el pueblo lo repetía constantemente, decidieron cambiarlo. Y, al usar el “saber” en lugar del “ser”, le dieron un sentido de arrogancia inaudita. 
Un día me encontré con el Licenciado Vidriera, sí, ese del que habló después Cervantes, que era un licenciaíllo botarate, y me soltó, muy pagado de sí mismo: “sólo sé que no sé nada” y luego sonrió con cara bobalicona. Yo le contesté: “tú eres tan tonto que, no sabes por qué no sabes nada”, “¿lo sabes tú, lista?”, “Pues, claro”, “A ver, ¿por qué no sé nada?”, “Pues….. porque eres tonto”. Abrió los ojos como platos y yo me adelanté a su protesta: “Te pasas el día y parte de la noche leyendo libros gordos y vienes a decirme que no sabes nada….. o sea, que no entiendes lo que lees….. luego, eres tonto”. Se enfadó y nunca me volvió a hablar. Cervantes, después, se encontró con él y le convirtió en un personaje de libro.
Y, de Anaximandro no diré nada malo, que no le ha llegado su hora. Pero dime, ¿Por qué Aristóteles le hace aparecer como discípulo de Tales, si fueron amigos de infancia? Fíjate en las fechas y dime si Aristo. no amañaba los datos como quería. Qué ignorante era Aristóteles..... No entendió a Platón ni torta.... p´a mí que, mientras su maestro hablaba, él estudiaba el ojo de la mosca. Y desprecia a Anaximandro y le rebaja de categoría por decir "tó apeirón".
Hay una idea que se está gestando en mis entenederas que había yo tenido el otro día y que Anaximandro me ha confirmado. A ver, en una esfera hueca y en eterna rotación, ¿Dónde puede haber algo que no sea influído por el movimiento y que no haya lugar ni tiempo?
Y otra idea que he solucionado hoy, pero no por Anaximandro, sino por nuestro padre Enki (del que yo nunca te hablaré) ¿Por qué todo el que se va al desierto se pasa 40 días y 40noches?, ¿Por qué la cuaresma dura 40 días? ¿Por qué estuvo lloviendo 40 días y 40 noches? ¿cuántos días se tiró Moisés en el Sinaí, dándole a la lengua con Jahvé? 40. Tiene su aquél.



8.- Pues ya sabes, amigo, que hay muchos más misterios en nuestro cielo cercano que a treinta mil años luz. El número 40 ha quedado en nuestra memoria colectiva como una pista para buscar su origen.

Y te diré, que aquellos de los que nunca te hablaré, no utilizaban el sistema decimal. Eso fué una triquiñuela para despistar a aquellos que nos han venido engañando desde los tiempos de la Gran Calamidad, que no fue, como se quiere que pensemos, aquella ridícula inundación, que es verdad que le dió la vuelta al mundo perceptible, pero que fue debida a cuestiones geológicas y estaba prevista en la Tabla de los Destinos. Esta inundación ha servido como principio del Gran Engaño.

Por ahora, sólo te voy a decir que “Enuma Ellis” , o sea, “cuando los dioses del cielo bajaron a la tierra (y no me dirás que no te doy pistas), su sistema de numeración se basaba en el tiempo que necesitaba su planeta en acercarse lo más posible a nuestro Sol, sin que el sistema se resintiera. Exactamente 3.600 años (o, lo que es lo mismo, 60 veces 60).

Nos interesa el asunto porque, amigo mío, en el momento que nos ocupa, hay tres personajes de máxima importancia, que jerárquicamente, según su pensar, son el 60, 50 y 40. Si nuestro Padre Enki por su categoría, posee el grado 40, sólo dos personajes más constituyen el Trío Rector. Los tres con la misma importancia, si bien con distintas tareas. Este es el significado que le hemos de dar al número 40 y a todas las cuarentenas que se han utilizado, se utilizan y se utilizarán. Es un homenaje camuflado a “Nuestro Padre”, artífice de nuestro cuerpo y donante voluntario y gustoso de lo divino que hay en nosotros. No confundir con el UNO, el CREADOR de todo, incluso de aquellos que vivieron mucho tiempo entre nosotros y tuvieron que marchar por la Gran Calamidad.







9.-No le gustaba mucho a Enki que los humanos le tuvieran por un Dios, puesto que no lo era y él lo sabía. Era tan mortal como ellos, pero no le importaba que le llamaran Padre, porque así se consideraba y, además, culpable. Culpable de haber permitido que aquellas criaturas, que él había ayudado a modificar, estuvieran en un estado de asombro y nerviosismo. Por eso, se quedaría con ellos hasta que aprendieran a vivir, por lo menos, de los frutos de la Tierra. Y no permitiría que, durante ese proceso, alguien jugara con su razón o su buena fe. Después se marcharía y que los humanos siguieran su historia como hubiera sido, si ellos no hubieran venido a robarles sus tesoros, interrumpir el curso normal de la creación y los hubieran convertido en esclavos. Entonces, las Tablas del Destino volverían a estar abiertas para ellos, y lo que tuviera que ser, sería. Pero dejaría su historia guardada en algún lugar lejano. Quizá en el Abzu, donde había empezado todo. Y, les contaría de los “dioses celestes”, aquellos que estaban siempre presente y a los que no se podía ver porque eran espíritus. Quizá, andando el tiempo y, si esta vez los vigilantes cumplían su obligación, llegaría el momento de decirles la verdad.
Sesenta habían quedado en la Tierra por mutuo acuerdo, entre ellos su hermana, la médico de la expedición, con la que, siguiendo la Ley de la Simiente, había tenido dos hijos que habían traído la Gran Calamidad. Él mismo había vetado la permanencia de Enlil, su hermano, obligándole a salir en su nave con un rumbo desconocido. Los hijos de Enlil, copartícipes de la catástrofe, estaban obligados a ayudar a reparar el daño que habían causado. Ahora, los cuatro estaban entre los que preparaban la partida y cada uno tenía una dirección que tomar. Marcharían con las historias de pergamino que él mismo había supervisado, sellado y lacrado. Y, en sus lugares de destino, les esperaban los pocos que quedaban de aquellos, que, habiendo nacido en la Tierra, nunca verían el planeta de sus padres . No podrían soportar otras atmósferas. Ni siquiera podrían soportar el viaje. Pero serían los Custodios durante sus vidas de los secretos que recibirían. Y se encargarían de que los royos pasaran de generación en generación hasta que el Destino, regido por el Gran Regidor, aquel que no intervenía, pero juzgaría al final de los tiempos, cumpliera sus propios planes. Planes que nunca debieron torcerse y que tanto se habían desviado por la acción de los hados particulares.

Todas estas cosas meditaba Enki, en aquella enorme cueva (de las que se habían preparado otras once), mientras observaba los trabajos de los mecánicos, ingenieros, proyectistas, biólogos, todos venidos en las primeras expediciones y que ahora preparaban el largo viaje de los Mensajeros. veinticuatro Mensajeros, con doce caminos diferentes. Doce parejas de las que nadie volvería a oir hablar, una vez abandonaran el Refugio. Cumplida su misión, las órdenes eran limpiar los lugares de vestigios sospechosos y salir con sus naves con rumbos distintos. Tendrían que encontrar sus propios enclaves. Y, si el Gran Architecto, el Creador, el Desconocido cuya existencia todos conocían pero del que ignoraban hasta su nombre. Si el Uno lo tenía en sus Tablas de los Destinos, quizá algún día sus descendientes se volverían a encontrar, una vez el crimen de sus antepasados hubiera sido olvidado.

10 .-Y, mientras esperaban, los vigilantes no estaban ociosos. Serían los encargados de blindar la Tierra. No podrían impedir incursiones de otras razas, pero tendrían que estar cuidando para que otras especies, en caso de visitar la Tierra, respetaran el “principio de no intervención” que era una Ley cumplida en el Universo desde tiempos tan lejanos que Enki no podía recordar.

El blindaje sería doble: puesto que necesitaban saber el grado de avance tecnológico que los humanos iban alcanzando para elegir la mente más idónea para una iluminación, serían necesarias dos balizas de comunicación. Estarían situadas a unos 12.000 kms. de altura y circundarían la Tierra por las zonas polares (para interferir lo menos posible con los demás blindajes) y, cada cierto tiempo, se harían visibles durante breves momentos; captaría señales electromagnéticas que tuvieran origen en el Planeta y fueran de orden desconocido hasta entonces. Entre las apariciones deberían ser equipadas por equipos de ocultación. A esa misma altura, la Tierra sería rodeada por cinturones radiactivos difíciles de salvar. Tendrían que dar varias vueltas a la cuasiesfera terrestre e ir sembrando, como aspersores, los materiales que compondrían estos escudos, que se extenderían hasta unos 24.000 kms.

Una vez colocados los textos elegidos en sus lugares y realizados los necesarios trabajos de ingeniería, ciencia y mecánica, se trasladarían a Marte, hogar de los Vigilantes, con la misión de cuidar de los Humanos. Puesto que ya se habían amotinado y habían abandonado sus puestos con anterioridad, con la excusa de que necesitaban mujeres, las habían conseguido y se habían unido a ellas, se les permitiría agruparse por núcleos familiares, puesto que algunos de ellos ya contaban con algún descendiente. La atmósfera de Marte no les era directamente perjudicial, pero, a la larga, sus organismos se debilitaban y la sangre perdía parte del plasma, ocasionándoles una muerte prematura. Antes del último viaje, los residentes en la Estación de Tránsito marciano, habían recibido órdenes estrictas de la preparación de los domos subterráneos en los que tendrían que vivir los últimos de su raza y dar lugar a una nueva población que no sabían seguro si podría sobrevivir en la superficie.

Cincuenta círculos al Sol eran los calculados por Enki para que los efectos de la Gran Calamidad empezaran a disiparse. De momento, salir de las cuevas sin el necesario equipo sería una locura que, por ahora, nadie había intentado. Al marcharse el Sol, la temperatura de la tierra había descendido en unas horas a unos niveles impensables y había comenzado la nevada negra que cubriría el suelo por mucho tiempo. No era una nevada normal, llevaba consigo materiales sólidos congelados que se precipitaban por su peso y traspasaban, al principio, varios metros la tierra. Después lo que caían eran bolas de hielo comprimidas y densas que también destrozaban lo poco que hubiera quedado en pie. Y agujas finas de hielo que se clavaban como arpones y traspasaban las ropas, por muy gruesas que fueran.
Estas eran las condiciones que tendrían que afrontar las doce parejas en su viaje hacia Oriente. Porque todo Occidente, estaba bajo la glaciación y el casquete polar bajaba, cubriendo lo que antes era agua y adentrándose en la tierra muchos kilómetros. No se tenían noticias del Abzu, al Sur, pero era muy posible que el mar que lamía las costas en el interior y que hacía el clima tan agradable, hubiera desaparecido por acción del calor y no quedara de él mas que el fondo propio de los mares, una vez muertos los animales acuáticos, sólo la arena se ofrecería a la vista. O quizá, con los movimientos sísmicos producidos por las armas del Terror, se hubiera abierto una grieta suficientemente grande, cerrándose después y aprisionando el agua debajo. Ellos nunca lo sabrían, por ahora.