miércoles, 18 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA


48 Teorías del castigo

El signo de una sociedad civilizada, dirían muchos, es su capacidad de defender los derechos de sus ciudadanos: de defenderlos contra un trato arbitrario o perjudicial por parte del Estado o de otros individuos, para permitir su plena expresión política y garantizar la libertad de expresión y de movimiento.

Entonces ¿por qué tal sociedad debería infligir daños a sus ciudadanos deliberadamente, excluirlos de sus procesos políticos, restringir su libertad de movimiento o de expresión? Ésa es exactamente la prerrogativa que el Estado se toma cuando decide castigar a sus ciudadanos por vulnerar las reglas que les ha impuesto.

Este conflicto aparente entre diferentes funciones del Estado configura el debate filosófico sobre la justificación del castigo. Como ocurría en la discusión de otros asuntos éticos, el debate sobre la justificación del castigo ha tendido a dividirse entre planteamientos consecuencialistas y deontológicos: las teorías consecuencialistas hacen hincapié en las consecuencias beneficiosas del castigo a los infractores; mientras que las teorías deontólogicas insisten en que el castigo es intrínsecamente bueno como un fin en sí mismo, con independencia de cualesquiera otros beneficios que pueda comportar.

«Es exactamente lo que merecen» 

La idea clave de las teorías que sostienen que el castigo es bueno en sí mismo es la reparación. Una convicción básica que subyace a la mayor parte de nuestras ideas morales es que debería darse a la gente lo que se merece: del mismo modo que se beneficiarían si se portasen bien, deben sufrir por portarse mal. La idea de la reparación (la gente debe pagar un precio —a saber, la pérdida de la libertad— por su mal comportamiento) condice perfectamente con esta convicción. 

En ocasiones se introduce una idea adicional: la noción de que la infracción crea un desequilibrio, y de que el equilibrio moral se restaura haciendo que el infractor « pague su deuda» a la sociedad; el delincuente ha asumido la obligación con la sociedad de no quebrantar las reglas, de modo que al quebrantarlas contrae una pena (una deuda o un cargo) que debe pagar. La metáfora financiera puede extenderse perfectamente y demandarse una transacción justa: que la severidad de la pena se adecúe a la severidad del crimen.

Niveles de justificación

El « problema del castigo» a menudo adopta como justificaciones consideraciones de tipo utilitarista como la disuasión, la protección de la sociedad y /o factores intrínsecos como la reparación. Pero también puede implicar cuestiones más generales o más específicas. En un nivel específico, podemos preguntarnos si el castigo de un individuo particular está justificado. 

Esta pregunta no pone en duda la propiedad general del castigo y no es de un interés filosófico específico o exclusivo. Estas preguntas tienen implicaciones en términos de responsabilidad. ¿Era el acusado responsable de sus acciones en el sentido requerido por la ley ? ¿O estaba actuando bajo alguna coacción o en defensa propia? Aquí, la cuestión de la responsabilidad nos lleva a algunos terrenos filosóficos muy complicados. En el nivel más general, el problema del libre albedrío plantea una pregunta: si todas nuestras acciones están predeterminadas, ¿ejercemos la libertad de decisión en cada uno de nuestros actos y, si no es así, podemos ser responsables de algo de lo que hacemos?

La idea de que « el castigo debería ajustarse al crimen» encuentra apoy o en la lex talionis (la «ley del talión» ) del Antiguo Testamento: « ojo por ojo diente por diente» . Ello implica que el crimen y el castigo deben ser equivalentes no sólo en severidad sino en naturaleza. Los defensores de la pena de muerte, por ejemplo, suelen alegar que la única reparación cabal del asesinato es la pérdida de la vida; aunque quienes piensan así no puedan proponer que los chantajistas sean chantajeados o que los violadores sean violados. Este fundamento bíblico de las teorías de la reparación plantea el principal problema con el que se enfrentan; pues la lex talionis es obra de un Dios « vengativo» , y el reto de la teoría de la reparación es mantener una distancia respetable entre la venganza y la reparación. La idea de que algunos crímenes « claman» castigo se disfraza a veces diciendo que el castigo expresa la indignación de la sociedad hacia un determinado acto porque, cuando la reparación queda puesta en evidencia como poco más que afán de venganza, parece muy poco adecuada como justificación del castigo.

«Todo castigo es un delito:
todo castigo es en sí mismo
malvado.»
Jeremy Bentham, 1789

La pena de muerte

Los debates sobre la pena de muerte normalmente se estructuran de un modo parecido a los debates sobre otros tipos de castigo. Los defensores de la pena capital suelen argumentar que es justo castigar los crímenes más serios con la pena más severa, con independencia de las consecuencias beneficiosas que pueda comportar; pero los supuestos beneficios —sobre todo la disuasión y la protección del pueblo— a menudo también son esgrimidos. Los que se oponen replican señalando que el valor disuasorio es dudoso en el mejor de los casos, que el encarcelamiento brinda la misma protección al pueblo, y que la instauración de la pena capital envilece a la sociedad. El argumento de más peso contra la pena capital —la certeza de que a veces se ha ejecutado a inocentes y de que se los seguirá ejecutando— es difícil de refutar. Tal vez, el mejor argumento a favor de la pena de muerte sea que la muerte es preferible a, o menos cruel que, una vida entre rejas, pero esto sólo nos serviría a lo sumo para concluir que debería dejarse decidir al delincuente si prefiere morir o vivir.

El mal necesario 

En las antípodas de las posiciones de la reparación, las justificaciones utilitaristas, u otras de tipo consecuencialista, del castigo se caracterizan no sólo por negar que sea bueno sino por considerarlo como positivamente malo. El pionero del utilitarismo clásico, Jeremy Bentham, pensaba que el castigo era un mal necesario: era malo porque aumentaba la cantidad de desdicha humana; y sólo se justificaba en la medida en que los beneficios que supusiera superasen la desdicha que causaba. No era ésta una posición puramente teórica, tal y como dejara claro la eminentemente práctica reformista de las cárceles del siglo XIX, Elizabeth Fry : « El castigo no es una venganza sino un modo de reducir el crimen y de reformar al criminal» .

Habitualmente, se entiende que el castigo como instrumento para reducir el crimen satisface su papel de dos formas: la inhabilitación y la disuasión. Sin duda, un asesino ejecutado no podrá volver a matar, pero tampoco podrá hacerlo uno que esté encarcelado. El grado de inhabilitación —especialmente en la inhabilitación permanente por medio de la pena capital— puede suscitar discusiones, pero la necesidad de medidas de este tipo en beneficio del interés público es difícil de discutir. Los argumentos en tomo a la disuasión son menos claros. Parece perverso decir que alguien debería ser castigado, no por el crimen cometido sino para disuadir a otros de cometer ofensas similares; y también su utilidad práctica plantea dudas, pues los estudios sugieren que lo disuasorio es más bien el miedo a ser capturado y no cualquier castigo derivado.

Otro aspecto fundamental en el pensamiento utilitarista sobre el castigo es la reforma o la rehabilitación del criminal. Para el individuo con mentalidad liberal resulta muy seductora la idea de que el castigo constituya una forma de terapia mediante la que se reeduca y se reforma a los delincuentes de modo que puedan convertirse en plenos y útiles miembros de la sociedad. Sin embargo, existen dudas serias sobre la capacidad de los sistemas penales —los habituales, al menos — para conseguir este propósito.

En la práctica, es fácil ofrecer contraejemplos que muestran la inadecuación de cualquier justificación utilitaria particular del castigo: basta con citar casos en los que el delincuente no representa un peligro para la ciudadanía o no necesita reforma, o en los que el castigo carece de cualquier valor disuasorio. Sin embargo, el planteamiento habitual consiste en ofrecer una colección de posibles beneficios que el castigo brinda, sin sugerir que todos ellos se aplican en todos los casos. Pero incluso así, cabe la posibilidad de que sigamos sintiendo que a la explicación puramente utilitaria le falta algo, y que debe preservarse algún espacio para la reparación. De acuerdo con este sentimiento, muchas teorías recientes son de naturaleza esencialmente híbrida, al intentar combinar elementos de la teoría de la reparación con otros de la utilitarista para ofrecer
una explicación global del castigo. Entonces, la principal labor consistiría en establecer prioridades en los distintos objetivos especificados, y poner de relieve los puntos en los que entran en conflicto con las actuales políticas y prácticas.

La ideaen síntesis: ¿se adecúa el castigo al crimen?

49 La Tierra como bote salvavidas

«A la deriva en un Mar Moral … Digamos que aquí estamos sentadas 50 personas, en nuestro bote salvavidas. Siendo generosos, pongamos que caben 10 más, en total 60. Supongamos que los que vamos en el bote salvavidas vemos a 100 más que nadan en el agua, implorando que los dejemos subir a nuestro bote o pidiendo limosna…» … Tenemos muchas opciones: podemos estar tentados de intentar vivir de acuerdo con el ideal cristiano de “cuidar de nuestros hermanos”, o con el ideal marxista de vivir “cada cual de acuerdo con las propias necesidades”. Pero puesto que las necesidades de todos en el agua son las mismas, y puesto que todos pueden considerarse nuestros hermanos, podríamos ofrecer nuestro bote a todos, con lo cual sumaríamos 150 en un bote diseñado para 60. El bote se hunde, y se ahoga todo el mundo. Una justicia completa y una catástrofe completa … Puesto que el bote tiene capacidad para 10 pasajeros más, podríamos admitir solamente a 10. Pero ¿a cuáles dejaríamos subir? Supongamos que decidimos no admitir a
ninguno. Así podríamos sobrevivir aunque deberíamos estar vigilando constantemente a los que quieren abordarnos.»

En un artículo publicado en 1974 el ecologista norteamericano Garrett Hardin introdujo la metáfora de la Tierra como bote salvavidas para argumentar contra las ayudas de los países ricos occidentales a los países en vías de desarrollo de todo el mundo. Erigido en el incansable azote de la sensiblería liberal, Hardin sostenía que las intervenciones bienintencionadas pero equivocadas de Occidente estaban perjudicando a largo plazo a todos los implicados. Los países que recibían ayuda extranjera desarrollaban una cultura dependiente y así no conseguían « aprender a largo plazo» los peligros de un plan posterior inadecuado y del crecimiento de la población ilimitado. Al mismo tiempo, la inmigración sin restricciones significa que las casi estancadas poblaciones occidentales se verán ahogadas rápidamente por las ininterrumpidas oleadas de refugiados económicos. Hardin atribuye la culpa de estos males a la aterrorizada conciencia de los liberales, y censura especialmente el que alentaran la « tragedia de los comunes» , un proceso en el que los limitados recursos, considerados de modo idealista como propiedad de todos los humanos, quedarían incluidos en un tipo de propiedad común que inevitablemente conducía a la sobreexplotación y a la ruina.
«La ruina es el destino
hacia el que todos los
hombres se apresuran, pues
cada uno persigue su propio
interés en una sociedad
convencida de la libertad
para los recursos comunes.
La libertad en los recursos
comunes conduce a la ruina
para todos.»
Garrett Hardin, 1968

La tragedia de los recursos comunes El recurso de Hardin a la dura ética del bote salvavidas era una respuesta directa a los problemas que había observado en la amable metáfora de la « nave espacial Tierra» tan cara a los ecologistas soñadores; de acuerdo con ella, todos nosotros viajamos a bordo de una nave espacial, de modo que tenemos el deber de asegurarnos que no derrochamos los preciados y limitados recursos de la nave. El problema se plantea cuando este panorama se funde con la amable tripulación en la que todos están bien avenidos, y que alimenta la concepción de que los recursos mundiales deberían gestionarse en común, y todo el mundo debería recibir una parte justa e igual de los mismos. Un granjero que tiene una parcela de tierra se ocupará de su propiedad y se asegurará de no arruinarla sobreexplotándola, pero si se convierte en terreno común abierto a todos, no estará tan preocupado en protegerla. Las tentaciones de la ganancia acorto plazo significan que las restricciones voluntarias desaparecerían pronto, y la degradación y el declive las sucederían rápidamente. Estos procesos —inevitables, según Hardin, en « un mundo abarrotado de seres humanos que están bastante lejos de ser imagen liberal de una gran y feliz perfectos» — constituyen lo que él llama la « tragedia de los comunes» . En esta exacta medida, cuando los recursos de la Tierra, como el aire, el agua o los peces de los océanos, son tratados como recursos comunes, no existe una administración adecuada de los mismos y la ruina está asegurada.

La ética del amor incondicional 

El propio Hardin es poco favorable a promover la ética del amor incondicional en su bote salvavidas. Con la conciencia muy tranquila, su advertencia a la aterrorizada conciencia culposa de los liberales es « largarse y dejar su sitio a los otros» , con lo cual se eliminan los remordimientos que amenazan la estabilidad del bote. No hay razón para preocuparse por el modo en que hemos llegado al bote: « no podemos deshacer el pasado» ; y sólo cabe aceptar su dureza, la firme postura de que es posible salvar el mundo (o nuestra parte del mundo, al menos) para las futuras generaciones.

La representación de la relación entre los países ricos y los pobres es realmente horrible: los primeros se encuentran apalancados sin peligro en sus botes y les parten la cabeza en dos o les aplastan los nudillos a los segundos con sus remos cuando intentan trepar a bordo. Pero hay maneras distintas a la de Hardin de interpretar la metáfora. ¿Acaso el peligro de que se hunda el bote salvavidas es real? ¿Cuál es su capacidad real? ¿No se tratará más bien de un problema de que las hinchadas bestias se apretaran un poco y redujeran sus raciones de comida?

Una buena parte del argumento de Hardin descansa en el supuesto de que los elevados índices de natalidad de los países pobres persistirían incluso si tuvieran mejores condiciones; no admite que tales índices pueden ser un efecto de una mortalidad infantil más elevada, de una expectativa de vida baja, de una pobre educación, y muchas otras cosas del mismo tipo. El liberal diría que sin el maquillaje lo que nos deja Hardin es la idea de una inmoralidad en bruto y desnuda: el egoísmo, la complacencia, la falta de compasión…

Las fronteras morales

Cuando se considera bajo esta luz, la culpa del liberal no parece tan fuera de lugar. Un titular liberal del bote no soñaría en aporrear en la cabeza a un compañero de viaje con el remo, pero ¿qué puede parecerle contemplar cómo otro lo hace (o incluso permitir que suceda algo así) con los desafortunados que están en el agua, alrededor del bote? Además, asumiendo que hubiera efectivamente sitio en el barco, ¿no es su deber ayudarles a salir del agua y compartir las raciones?

El panorama del bote salvavidas confronta así al liberalismo occidental a un reto serio. Uno de los requisitos más elementales de la justicia social es el trato imparcial para todos los individuos; no debería permitirse que las cosas que están más allá de nuestro control (los factores accidentales debidos al nacimiento, por ejemplo, como el color de la piel, el género, etc.) determinaran cómo es tratada y juzgada moralmente esa persona. Y no obstante, existe un factor —el lugar donde nace cada uno— que parece jugar un papel muy importante en nuestras vidas morales, no sólo para los defensores de Hardin, sino también para la mayoría de los que se autoproclaman liberales. ¿Cómo puede tener tanto — siquiera alguno— peso moral algo tan arbitrario como las fronteras nacionales?

Frente a este desafío, el liberal debe, o bien mostrar por qué se suspende el requisito de igualdad, o bien disolver tal requisito cuando consideramos partes del mundo que no son la nuestra (es decir: por qué es correcto para nosotros tener preferencia moral por nosotros mismos); o también puede aceptar que existe alguna incoherencia en el corazón del liberalismo corriente y que la consistencia exige que los principios de la moralidad y de la justicia social se apliquen globalmente.

Teóricos contemporáneos han intentado abordar el asunto de los dos modos. El argumento de la parcialidad es un ingrediente esencial del pensamiento liberal que, si bien es muy útil para hacer frente a realidades globales, sin duda reduce su alcance y su dignidad. Por otro lado, el liberalismo completamente cosmopolita, aunque laudable, exige un cambio radical de las prácticas y las políticas actuales de compromiso internacional que hace temer que se vaya a pique al chocar con esas mismas realidades globales. Sea como fuere, a la filosofía política le queda mucho camino por recorrer en el campo de la justicia internacional y global.
«La supervivencia futura inmediata exige que actuemos de
acuerdo con la ética del bote salvavidas. Le haremos un flaco
favor a la posteridad si obramos de otro modo.»
Garrett Hardin, 1974
La idea en síntesis: ¿queda espacio en el bote?


«Nunca ha habido una
guerra buena, ni una paz
mala.»
Benjamin Franklin, 1783

50 La guerra justa

Aunque la guerra siempre ha tenido entusiastas, la mayoría compartiría los sentimientos del poeta Charles Sorley, quien, en 1915, pocos meses antes de morir a los 21 años en la batalla de Loss, escribió: «No existen las guerras justas. Lo que hacemos es combatir a Satán con Satán». Pero casi cualquiera estaría de acuerdo en que, por más que la guerra sea diabólica, algunos diablos son peores que otros. Sí, debería evitarse la guerra, pero no a cualquier precio.

Puede ser el menor de los males; el motivo puede ser tan irrenunciable, la causa tan importante, que el recurso a las armas esté moralmente justificado. En tales circunstancias, la guerra puede ser justa. El debate filosófico sobre la moralidad de la guerra, un asunto a lo sumo tan vigente hoy como siempre, tiene una larga historia. En Occidente, las preguntas surgieron originalmente en las antiguas Grecia y Roma, y de ellas las heredó la Iglesia cristiana. La conversión del Imperio romano al cristianismo en el siglo IV d. C. demandaba un compromiso entre las aspiraciones pacifistas de la temprana iglesia y las necesidades militares de los gobernantes del Imperio. San Agustín impulsó esta reconciliación, que asumió santo Tomás de Aquino, desarrollando la distinción aún hoy canónica entre ius ad bellum (« justicia en la declaración de guerra» , las condiciones bajo las cuales es moralmente correcto tomar las armas) y ius in bello (« justicia en la guerra» , las reglas de conducta una vez empieza la lucha). El debate en la « teoría de la guerra justa» se estructura esencialmente en tomo a estas dos ideas.

Las condiciones de la guerra 

Los principales objetivos de la teoría de la guerra justa son identificar una serie de condiciones bajo las cuales es moralmente defendible recurrir a la fuerza de las armas, y ofrecer pautas sobre los límites para el desarrollo del combate. Los principios de la ius ad bellum se han discutido y revisado mucho a lo largo de los siglos. Algunos resultan más controvertidos que otros; en la mayoría, los problemas son de interpretación. Se suele coincidir en que las diversas condiciones son todas necesarias pero no suficientes para justificar una declaración de guerra. Sí se ha conseguido bastante consenso acerca de las siguientes:

«Bismarck hizo guerras
“necesarias” y mató a miles
de personas; los idealistas
del siglo XX hacen guerras
“justas” y matan a
millones.»
A. J. P. Taylor, 1906-1990

Causas justas 

Aún hoy se discute la condición primordial para que una guerra sea moralmente defendible: la causa justa. En siglos anteriores se interpretaba de un modo muy amplio y podía incluir, por ejemplo, la motivación religiosa; en el Occidente secular tales causas se descartarían hoy por considerarse ideológicas, cuando no inadecuadas.

La may oría de los teóricos modernos han restringido el alcance de las condiciones a la defensa contra la agresión. Menos controvertido resulta incluir la autodefensa contra la violación de los derechos fundamentales de un país (su soberanía política y su integridad territorial, por ejemplo, Kuwait contra Irak en 1990-1991); y muchos de ellos la ampliarían a la posibilidad de ayudar a un tercero que fuera víctima de una agresión (es el caso de la coalición de fuerzas que liberó Kuwait en 1991). Mucho más controvertidas son las acciones militares preventivas contra potenciales agresores, porque las pruebas definitivas de la intención están necesariamente ausentes. La duda está aquí en si la fuerza preventiva no es en sí misma una agresión, y hay quien considera que sólo una agresión concreta —consumada— puede constituir una causa justa.

Buenas intenciones 

Están estrechamente vinculadas a la anterior. No basta con tener una causa justa; es necesario que el objetivo único y exclusivo de la acción militar sea favorecer esa causa. Santo Tomás de Aquino hablaba de que debe promoverse el bien y evitarse el mal, pero el asunto crucial es simplemente que la única motivación debería ser restablecer los males provocados mediante la agresión que proporcionó una causa justa. La causa justa no puede ser entonces un pretexto para otros motivos como el interés nacional, la expansión territorial o la exaltación de la grandeza nacional.
«Ius in bello»

Otro aspecto de la teoría de las guerras justas es la ius in bello: qué es una conducta moralmente aceptable y adecuada una vez empieza el combate. Esto abarca muchas cosas, desde el comportamiento de los soldados en sus relaciones tanto con el enemigo como con los civiles, hasta las principales cuestiones estratégicas, como el uso de armas (nucleares, químicas, minas, bombas de racimo, etc.). En este ámbito, normalmente hay dos consideraciones ineludibles: La proporción
«En la guerra no existen
vías intermedias.»
Winston Churchill, 1949

requiere que los medios y los fines se adecúen. Por tomar un caso extremo, casi cualquiera acepta que un ataque nuclear no puede justificarse por más útil que pudiera ser para conseguir algún objetivo militar. La discriminación requiere que los combatientes y los que no combaten sean rigurosamente diferenciados. Por ejemplo, se considera inadmisible incluir a los civiles, incluso aunque resultara de ayuda para minar la moral de los militares enemigos.

Es evidente que es posible que una guerra justa se desarrolle injustamente, y una injusta de un modo justo. Dicho de otro modo, los requisitos de la ius ad bellum y los de la ius in bello son distintos, y las dos pueden satisfacerse mutuamente. En particular, muchos aspectos de la ius in bello se solapan con el objeto del derecho internacional (tales como el Convenio de La Haya y la Convención de Ginebra), y las infracciones tanto en el bando de los ganadores como en el de los derrotados deben juzgarse en principio como crímenes de guerra.

La autoridad competente 

La decisión de ir a las armas sólo pueden tomarla « las autoridades competentes» de acuerdo con los procesos requeridos. En este contexto « competente» significa cualquier cuerpo o institución del Estado que tenga poder soberano (su competencia para declarar la guerra se suele establecer en el seno de la Constitución de cada país). « Declarar la guerra» es importante, puesto que en ocasiones implica que la decisión de tomar las armas se declarará formalmente a los propios ciudadanos y al Estado(s) contrario. Pero esto parece poco recomendable si el hacerlo concede alguna ventaja estratégica al enemigo, el cual ha perdido efectivamente cualquier derecho a tales consideraciones al iniciar la agresión. El concepto mismo de « autoridad competente» es muy
intrincado, y suscita preguntas peliagudas sobre la legitimidad del gobierno y sobre la relación óptima entre los que toman las decisiones y el pueblo.

El último recurso 

El recurso a la guerra sólo está justificado si —por justa que sea la causa— se han explorado, o cuando menos considerado, cada una de las alternativas pacíficas, no militares. Por ejemplo, si un conflicto puede impedirse por medios diplomáticos, sería categóricamente erróneo dar una respuesta militar. Las sanciones económicas o de otro tipo también deberían considerarse.

Perspectivas de éxito 

Incluso si se cumplen las anteriores condiciones para una intervención militar, un país sólo debería recurrir a la guerra si tiene alguna posibilidad « razonable» de ganar. Este requisito suena bastante prudente: no tiene ningún sentido arrasar vidas y recursos en vano. 
«La política es la guerra sin
derramamiento de sangre,
mientras que la guerra es
la política con
derramamiento de sangre.»
Mao Zedong, 1938


Sin embargo ¿cuán exitoso debe ser el éxito? ¿Es realmente erróneo que un poder la emprenda contra un agresor más fuerte con independencia de hasta qué punto las posibilidades de ganar sean desfavorables? El regusto consecuencialista de esta condición resulta ofensivo a muchos. En ocasiones, es perfectamente adecuado resistir a un agresor —e inmoral o cobarde, no hacerlo— por fútil que parezca la empresa.
La proporción 

Un equilibrio entre la finalidad deseada y las consecuencias que previsiblemente cabe esperar: el bien que se espera (reparar el mal, que constituye la causa justa) debe sopesarse frente a los daños previsibles (las víctimas, el sufrimiento humano, etc.). De modo que cabe exigir que la acción militar ocasione mayores bienes que daños; el beneficio debe ser mayor que el coste. Ésta es también una consideración prudencial y claramente consecuencialista (aunque en este caso casi irresistible SI el bien resultante y el daño pueden definirse y medirse cuidadosamente). Cuando consideramos la proporción entre los medios militares y los fines, empezamos a adentramos en el territorio del ius in bello.

No sólo una guerra justa 

Entre los filósofos contemporáneos, la teoría de la guerra justa tal vez sea el ámbito de mayor debate, aunque no es la única perspectiva. Los dos puntos de vista más extremos son el realismo y el pacifismo.

Los realistas son escépticos con respecto al proyecto mismo de aplicar conceptos éticos para pensar en la guerra (o cualquier otro aspecto de la política exterior); la influencia internacional y la seguridad nacional son las principales preocupaciones (los jugadores reales del mundo juegan a béisbol, la moralidad es para los débiles). Los pacifistas, en las antípodas, creen que la moralidad debe prevalecer en los asuntos internacionales; para ellos, la acción militar nunca es la solución correcta: siempre existe una opción mejor.

La idea en síntesis: lucha en un combate limpio


Glosario

Absolutismo En ética, consiste en considerar que determinadas acciones son correctas o incorrectas con independencia de cualquier circunstancia o de sus consecuencias.

Analítico Describe una proposición que aporta may or información de la que se encuentra contenida en el significado de los términos incluidos. Por ejemplo: « Todos los sementales son machos» . En cambio, una proposición que proporciona información significativa (« Los sementales son más veloces que las y eguas» ) se denomina sintética.

Analogía Comparación en la que dos cosas se parecen: un argumento por analogía usa similitudes evidentes entre dos cosas para defender la similitud en otros aspectos no evidentes.

Antirealismo véase Subjetivismo.

A posteriori véase A priori.

A priori Describe una proposición cuya verdad puede conocerse sin recurrir a la evidencia de la experiencia. En cambio, una proposición que requiere el recurso a la experiencia es denominada a posteriori.

Consecuencialismo En ética, la noción de que la rectitud de una acción sólo puede establecerse por referencia a la efectividad con que permite alcanzar determinados fines o estados de hecho deseables.

Contingente Describe algo que es de hecho cierto pero podría haber sido de otro modo. En cambio, una verdad necesaria es la que no podría haber sido de otro modo; algo verdadero en cualquier circunstancia o en cualquier mundo posible.

Deducción Una forma de inferencia en la que la conclusión se sigue de (está contenida en) las premisas; si las premisas de un razonamiento deductivo válido son verdad, la conclusión es indudablemente verdad.

Deontología La concepción por la que algunas acciones se consideran intrínsecamente correctas o incorrectas, con independencia de sus consecuencias; se pone especial énfasis en los deberes y las intenciones de los sujetos.

Determinismo Teoría según la cual cada acontecimiento tiene una causa anterior y que, en consecuencia, cada estado del mundo requiere un estado previo que lo determina. El problema del libre albedrío surge cuando el determinismo es llevado hasta el extremo de menoscabar nuestra libertad de acción.

Dualismo En la filosofía de la mente, la noción de que la mente (o el alma) y la materia (o el cuerpo) son distintas. Los dualistas de la sustancia sostienen que la mente y la materia son sustancias esencialmente distintas; los dualistas de las propiedades sostienen que una persona tiene dos tipos de propiedades esencialmente distintas, las mentales y las físicas. Al dualismo se opone el idealismo o inmaterialismo (las mentes y las ideas son las únicas que existen), y el fisicalismo o el materialismo (los cuerpos y la materia son lo único que existe).

Empírico Describe los conceptos o creencias basados en la experiencia (a saber, los datos de los sentidos o las evidencias de los sentidos); una verdad empírica es la que puede confirmarse como tal apelando únicamente a la experiencia.

Empirismo La concepción de que el conocimiento está basado en, o inextricablemente unido a, la experiencia derivada de los sentidos; se trata de una negación de un conocimiento a priori.

Epistemología Teoría del conocimiento que incluy e su fundamentación y justificación, así como el papel de la razón y /o de la experiencia, en su adquisición.

Escepticismo Posición filosófica en la que se desafía nuestra pretensión de conocimiento en uno o en todos los ámbitos.

Estética Es la rama de la filosofía consagrada a las artes, incluida la definición y la naturaleza de las obras de arte, el fundamento del juicio estético, y la justificación de los juicios estéticos y de la crítica de arte.

Falacia Un error de razonamiento. Por lo general se distingue entre las falacias formales, en las que el fallo se debe a la estructura lógica de un argumento, y las falacias informales, que comprenden todas aquellas otras formas en que el razonamiento puede extraviarse.

Fisicalismo véase Dualismo.

Idealismo véase Dualismo.

Inducción Forma de inferencia en la que se extrae una conclusión empírica (una ley general o un principio) de premisas empíricas (observaciones particulares sobre cómo son las cosas en el mundo); la conclusión sólo se sostiene en las premisas (sin estar incluida en ellas), de modo que las premisas pueden ser ciertas y aun así la conclusión ser falsa.

Inferencia Proceso de razonamiento que va de las premisas a la conclusión; los principales tipos de inferencia son la deducción y la inducción. Discernir entre las inferencias correctas y las incorrectas es el propósito de la lógica.

Inmaterialismo véase Dualismo.

Liberalismo (ético) La concepción de que el determinismo es falso y de que las decisiones humanas son genuinamente libres.

Libre albedrío véase Determinismo.

Lógica véase Inferencia.

Materialismo véase Dualismo.

Metafísica Rama de la filosofía que se ocupa de la naturaleza o de la estructura de la realidad, centrándose generalmente en nociones como la de ser, sustancia y causa.

Naturalismo En ética, la concepción de que los conceptos morales pueden explicarse o analizarse meramente en términos de « hechos de naturaleza» que, en principio, puede descubrir la ciencia.

Necesario véase Contingente.

Normativo Relativo a las normas (pautas o principios) mediante las que se juzga o se orienta la conducta humana. La distinción normativo/descriptivo es paralela a la distinción entre valores y hechos.

Objetivismo En ética y en estética, la concepción de que valores y propiedades como la bondad y la belleza son inherentes o intrínsecos a los objetos, y existen independientemente de la capacidad humana para aprehenderlos.

Paradoja En lógica, argumento en el que premisas aparentemente inobjetables llevan, mediante un razonamiento aparentemente sólido, a una conclusión inaceptable o contradictoria.

Racionalismo La concepción de que el conocimiento (o algún conocimiento) puede adquirirse de un modo alternativo al uso de los sentidos, mediante el ejercicio de nuestros exclusivos poderes racionales.

Realismo La concepción de que los valores éticos y estéticos, las propiedades matemáticas, etc. existen « ahí fuera» en el mundo, con independencia de nuestro conocimiento o de nuestra experiencia de los mismos.

Reduccionismo Aproximación a un aspecto o ámbito de un discurso que intenta explicar o analizarlo, completa y absolutamente, en otros términos (normalmente más simples o más accesibles), por ejemplo, el fenómeno mental en términos puramente físicos.

Relativismo En ética, la concepción para la cual la corrección o incorrección de las acciones está determinada por, o es relativa a, la cultura y las tradiciones de los grupos o comunidades sociales particulares.

Sintético véase Analítico.

Subjetivismo (o antirrealismo) En ética y en estética, la concepción para la cual el fundamento del valor no se encuentra en la realidad externa, sino en nuestras creencias acerca de ella o en nuestras respuestas emocionales a ella.

Utilitarismo En ética, sistema consecuencialista en el que las acciones se juzgan correctas o incorrectas en la medida en que aumenten o disminuyan el bienestar o la « utilidad» humanas; la interpretación clásica de la utilidad es el placer o la felicidad humanos.


martes, 17 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER SOB

45 El principio de la diferencia

La dinámica de las sociedades humanas es inmensamente compleja, pero es razonable suponer que, en general, las sociedades justas son más estables y duraderas que las injustas. Los miembros de una sociedad deben considerar que es, con todo, justa, para poder acatar las leyes que la mantienen cohesionada, y para mantener sus instituciones. Pero ¿cómo deberían distribuirse las obligaciones y los derechos entre los miembros de una sociedad para que fuera justa?
Debemos suponer que la única distribución verdaderamente justa de los bienes sociales es la equitativa. Sin embargo, la equidad puede significar distintas cosas. ¿Significa igualdad de recursos, de tal modo que todo el mundo tiene una participación semejante en la riqueza y los beneficios que la sociedad puede ofrecer, y que todo el mundo debe cargar igualmente con un peso semejante de obligaciones? Pero la espalda de algunos es más grande o más fuerte que la de otros, y la sociedad en su conjunto debe aprovechar los grandes esfuerzos que algunos de sus miembros son capaces de hacer. Si existen personas dispuestas a hacer esfuerzos adicionales, ¿no es razonable que tengan una mayor participación en los beneficios? De lo contrario, quienes están dotados de mayores talentos naturales no podrían explotar plenamente sus dones, y la sociedad en su conjunto se vería perjudicada. De modo que, tal vez, lo importante sea la igualdad de oportunidades, por la que cualquier miembro de una sociedad tiene las mismas oportunidades de prosperar, incluso si algunas personas las aprovechan mejor que otras y acumulan más beneficios al hacerlo.

Rawlsianos contra utilitaristas

Buena parte de la fuerza de la idea rawlsiana de la justicia procede de su oposición a una concepción clásica utilitarista sobre los mismos asuntos. Desde la perspectiva utilitarista, cualquier desigualdad está justificada siempre que revierta en un claro incremento de la utilidad (como en el caso de la felicidad). Así, por ejemplo, los intereses de la mayoría podrían sacrificarse a cambio de un gran beneficio para una minoría; o un perjuicio considerable para una minoría podría justificarse siempre que produjese un beneficio suficiente para una gran mayoría. 

El principio de la diferencia de Rawls, que desaconseja sacrificar los intereses de los más desfavorecidos, anula ambas posibilidades.

Otra diferencia importante es que los utilitaristas son imparciales en la consideración de los intereses de cada cual; en efecto, cada cual debe compartir sus propios intereses con los de los demás, y procurar cualquier resultado que pueda proporcionar el mayor beneficio neto en utilidad. 

Por el contrario, los rawlsianos, que se remiten a la posición original, actúan egoístamente; son el interés propio combinado con la incertidumbre acerca de su futura posición en la sociedad los que explican la aprobación prudencial del principio de la diferencia.

En su Teoría de la justicia, publicada en 1971, el filósofo norteamericano John Rawls hizo una contribución decisiva al debate en torno a la justicia social y a la equidad. En el seno de su teoría yace el llamado « principio de la diferencia» , según el cual las desigualdades sociales sólo son justificables si resultan mejores para sus miembros más desfavorecidos de lo que hubiera ocurrido en otro caso. El principio de Rawls suscitó un buen número de críticas, favorables y desfavorables, y se ha invocado, aunque no siempre como al propio Rawls le hubiera gustado, para sostener algunas de las posiciones ideológicas del espectro político.

La teoría del caballo y el gorrión

El principio de la diferencia de Rawls estipula la igualdad excepto cuando la desigualdad beneficia a todos, e impide así que los intereses de un grupo sean subordinados a los de otros. Sin embargo, el principio no dice nada de los beneficios relativos de los distintos beneficiarios, de modo que una pequeña mejora para los más desfavorecidos justificaría una considerable pérdida para quienes y a disfrutan de la mejor parte de los bienes de la sociedad. Esto ha hecho que se invoque este principio desde posiciones muy distantes de la de Rawls, esencialmente igualitarista. Así, la llamada « economía del goteo» de las administraciones de Reagan y Thatcher en los años ochenta se apropió del espíritu rawlsiano al defender que los recortes de los impuestos de los más ricos favorecían el incremento de las inversiones y el crecimiento económico, y en consecuencia mejorarían las condiciones económicas de los menos favorecidos. 

«Una sociedad que ponga la
igualdad —en el sentido de
igualdad de recursos— por
encima de la libertad no
conseguirá ni la igualdad ni
la libertad.»
Milton Friedman, 1980

Esta reivindicación fue descrita desdeñosamente por J. K. Galbraith como « la economía del caballo y el gorrión» : « tú engorda al caballo, que ya le dará de comer al gorrión alguien que pase por ahí» .
Detrás del velo de la ignorancia 

Cualquier concepción de la justicia social supone, al menos implícitamente, la noción de la imparcialidad. Un solo indicio de que los principios y las estructuras en las que se basa un sistema social favorecen a un sector particular (una clase social o una casta, por ejemplo, o un partido político), automáticamente convierte en injusto ese sistema. Para entender esta idea de la imparcialidad y fundamentar sus principios de justicia en la equidad, Rawls plantea un experimento mental que tiene su origen en las teorías del contrato social de Rousseau y Hobbes. 
Se nos invita a imaginamos a nosotros mismos en lo que él denomina la « posición original» , en la que todavía no existe ningún interés personal o lealtad: « Nadie sabe qué posición ocupa en la sociedad, ni su clase social, ni su estatus, ni siquiera sabe qué dones o habilidades le ha otorgado la naturaleza, qué inteligencia, qué fuerza física, ni otras cosas similares» . Aunque podríamos pretender anteponer nuestros intereses, no sabríamos dónde se encuentran, de modo que no sería posible defender intereses particulares. Al ignorar qué papel tendremos en la sociedad, estamos obligados a ir sobre seguro, y a aseguramos de que no se desfavorece a ningún grupo para favorecer a otro.
«El principio de la diferencia constituye una firme concepción
igualitarista en el sentido de que a menos que exista una
distribución que mejore la situación de ambas personas … es
preferible una distribución equitativa.»
John Rawls, 1971

Así, la imparcialidad es —en una paradoja que es tan sólo aparente— la decisión racional e inevitable de sujetos que velan por sus propios intereses en una posición original. Rawls reivindica que las estructuras y los acuerdos sociales y económicos sólo podrían considerarse inequívocamente justos si pudieran suscribirse en este contexto imaginario del « velo de ignorancia» . Además, sólo lo que se acordara en tales circunstancias puede ser, a su vez, lo que estaría dispuesto a aceptar cualquier individuo que actuase racional y prudencialmente.

Y lo mejor y más prudente que puede hacer quien decide racionalmente para salvaguardar sus futuros (inciertos) intereses es atenerse al principio de la diferencia. El corolario del principio de la diferencia —la idea de que las desigualdades son aceptables sólo si benefician a los más desfavorecidos— es que bajo cualesquiera otras circunstancias las desigualdades son inaceptables. Dicho de otro modo: las condiciones de igualdad deben existir excepto cuando el principio de la diferencia indica que una determinada desigualdad es permisible. Así, por ejemplo, las medidas económicas que mejoran considerablemente las condiciones de los más favorecidos, pero mantienen las de los más desfavorecidos, no se consideran justas. Es posible que haya gente que tiene, por el azar del nacimiento, mayores talentos naturales que otros, pero éstos sólo pueden reportarles mayores ventajas sociales o económicas si con ello contribuyen a una mejora de la situación de los más desfavorecidos. En resumen, la desigualdad sólo es justa si beneficia a todos; de lo contrario debe prevalecer la igualdad.

La idea en síntesis: la justicia como equidad

«Señalo en primer lugar
como inclinación de la
humanidad entera, un
perpetuo e incesante afán
de Poder, que sólo cesa con
la muerte.»
Thomas Hobbes, 1951

46 El Leviatán

«Mientras los hombres viven sin un poder común que los atemorice, se hallan en la condición que se denomina estado de guerra; una guerra tal que enfrenta a todos contra todos … En una condición semejante la industria no tiene ninguna oportunidad, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay agricultura, ni navegación, ni ninguno de los artículos que pueden importarse por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y desplazar las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo peor de todo es que existe un constante temor y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es así solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.»

El pasaje más famoso de una obra maestra de la filosofía política, esta distopía de la humanidad, la
presenta el filósofo inglés Thomas Hobbes en su libro Leviatán, publicado en 1651. Desalentado por las secuelas inmediatas de la guerra civil inglesa, Hobbes ofrece un panorama de la humanidad que es consecuentemente pesimista y lóbrego: una visión de los humanos, en un imaginario « estado de naturaleza» , aislados, preocupados únicamente por sus propios intereses, cuya única ocupación es su propia seguridad y su propio placer; en constante competición y conflicto recíproco, preocupados sólo por ser los primeros en tomar represalias; entre los cuales no existe la confianza y, por consiguiente, ninguna posibilidad de cooperación.

Contratos sociales

La idea de concebir un contrato social para entender el funcionamiento de un Estado ha seducido a muchos filósofos desde Hobbes. Participar de un contrato confiere a las partes determinados derechos e impone determinadas obligaciones; cabe suponer que una forma paralela de justificación subyace al sistema de derechos y obligaciones que existen entre los ciudadanos de un Estado y las autoridades que lo controlan.

Pero exactamente ¿qué tipo de contrato supone o implica esto? El contrato entre el ciudadano y el Estado no tiene un significado literal, y el « estado de naturaleza» que se imagina en ausencia de sociedad civil es asimismo hipotético, propuesto como un recurso para distinguir entre los aspectos naturales y los convencionales de la condición humana. Pero entonces cabe preguntarse —como hizo el filósofo escocés David Hume —, qué valor se debe atribuir a tales nociones hipotéticas en el momento de determinar los poderes y las prerrogativas concretas del ciudadano y del Estado.
El sucesor más influyente de Hobbes fue el filósofo francés Jean- Jacques Rousseau, cuya obra El contrato social se publicó en 1762. Desde entonces ha habido numerosos teóricos del contrato social (o « contractualistas» ), el más conspicuo de los cuales es el filósofo norteamericano John Rawls.
La pregunta para Hobbes es cómo individuos hundidos en semejante estado de discordia espantosa e implacable lograron salir jamás de él. Lo cual es tanto como preguntar: ¿acaso puede desarrollarse alguna forma de organización social y política a partir de semejantes orígenes atroces? He aquí su respuesta: gracias a « un poder común que los atemorice» ; el poder absoluto del Estado, denominado simbólicamente Leviatán.

El buen salvaje

Rousseau, el sucesor francés de Hobbes, no comparte el lóbrego retrato hobbesiano de los humanos en « estado de naturaleza» (es decir, sin las limitaciones que imponen las convenciones sociales y legales). Mientras que Hobbes considera el poder como un medio necesario para domesticar la naturaleza bestial de los individuos, Rousseau piensa que los vicios y otros males de los hombres son el producto de la sociedad: al « buen salvaje» , inocente por naturaleza, feliz en su « razón dormida» , y que vive en armonía con sus semejantes, lo corrompe la educación y otras influencias sociales. La concepción de la inocencia perdida y de los sentimientos no intelectualizados inspiró al movimiento del Romanticismo que se extendió por Europa hacia finales del siglo XVIII. Sin embargo, el propio Rousseau nunca tuvo la menor esperanza de que fuera posible un retorno a cualquier condición idílica anterior: una vez abandonada definitivamente la inocencia, era inevitable el advenimiento del tipo de constricciones planteadas por Hobbes.

«Sin la espada, los pactos son sólo palabras» Para Hobbes, el instinto de cada individuo es velar por su propio interés, y en atención al propio interés de cada cual conviene cooperar: sólo de este modo puede escaparse del estado de guerra y de la vida « solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve» . Si esto es así, ¿por qué no resulta fácil el acuerdo y la cooperación entre los individuos en el estado de naturaleza? No resulta fácil porque contraer un contrato siempre tiene un precio y no hacerlo siempre supone alguna ventaja (por lo menos a corto plazo).

Pero si el interés propio y la autopreservación constituyen la única pauta moral, ¿cómo es posible estar seguros de que los demás no buscarán preventivamente sacar alguna ventaja traicionando el contrato? No cabe ninguna duda de que buscarán sacar ventaja, entonces ¿acaso no es mejor ser el primero en quebrantar el contrato? Naturalmente todos los demás razonan del mismo modo, por lo que no es posible la confianza ni, por lo tanto, el acuerdo. En el estado de naturaleza de Hobbes, los intereses a largo plazo siempre se supeditan a los beneficios a corto plazo, inhibiendo la salida del ciclo de desconfianza y violencia.

«El hombre nace libre; pero se encuentra encadenado por
todas partes. Alguno se cree el señor de los demás, aunque sea
más esclavo que ellos. ¿Cómo ha podido esto llegar a
producirse? No lo sé. ¿Q ué puede legitimarlo? A eso sí creo
poder dar respuesta.»
Jean-Jacques Rousseau, 1782

De bestias y monstruos

Leviatán, que a menudo se asocia con Behemoth, es un aterrador monstruo marino mítico que aparece en varios pasajes relacionados con la creación en el Antiguo Testamento así como en otras fuentes literarias. Hobbes usa este nombre para sugerir el colosal poder del Estado (« ese
gran LEVIATÁN, o mejor dicho —hablando con mayor reverencia— aquel Dios Mortal, sometido al Dios Inmortal, al que debemos nuestra paz y nuestra defensa» ).

En el uso moderno, la palabra se suele aplicar al Estado para una apropiación del sugerir poder y de la autoridad más allá de lo debido. « Sin la espada, los pactos son sólo palabras» , concluye Hobbes. Lo que se requiere es alguna forma de poder externo o de sanción que obligue a los individuos a acatar los términos del contrato que beneficia a todos (siempre que todos lo acaten). Los individuos deben restringir de buen grado sus libertades en beneficio de la cooperación y de la paz, a condición de que cada cual haga lo propio; deben « otorgar todo su poder y su fuerza a un Hombre, o a una Asamblea de hombres, capaz de reducir todas sus Voluntades, gracias a la pluralidad de voces, a una sola Voluntad» . Así es como los ciudadanos acuerdan ceder su soberanía al Estado, que dispone de poder absoluto para « conformar las voluntades de todos ellos con vistas a la Paz en su propio país y a la mutua ayuda contra sus enemigos extranjeros» .

La idea en síntesis: el contrato social

47 El dilema del prisionero

«“Éste es el trato: exculparte y testificar contra tu compañero (le caerán 10 años de cárcel y tú simplemente quedarás libre).” Gordon sabía que en cualquier caso la policía podía meterlos en la cárcel un año, sólo por ir armados con cuchillos; pero les faltaban pruebas para imputarles el robo. La trampa era que también sabía que le estaban proponiendo lo mismo a Tony en la celda contigua: si los dos confesaban y se incriminaban mutuamente a cada uno le caerían 5 años. Ojalá pudiera saber qué iba a hacer Tony… » … Como Gordon no es tonto, sopesa con cuidado las opciones. “Supongamos que Tony no dice nada; en ese caso mi mejor jugada es delatarlo: le caerán 10 años y y o seré libre. Pero supongamos que me acusa a mí: entonces mejor que confesar, es acusarle a él, y que me caigan cinco años (si no, si no digo nada, me caerán los 10 años). De modo que en cualquier caso, tanto si Tony confiesa como si no, la mejor jugada es confesar.” Pero el problema de Gordon es que Tony tampoco es tonto y llega exactamente a la misma conclusión. De modo que se incriminan mutuamente y les caen cinco años. Y sin embargo, si ninguno hubiera dicho nada, sólo les hubiera caído un año a cada uno…»

Los dos han tomado una decisión racional, basada en un cálculo de sus propios intereses, pero incluso así el resultado no es el mejor posible para cada uno de ellos. ¿Qué se torció?

Suma cero

La teoría de los juegos ha dado lugar a un campo tan fértil que parte de su terminología ya es de uso común. Un « juego de suma cero» , por ejemplo (se suele usar de manera informal, en particular en el mundo de los negocios), es técnicamente un juego como el póquer o el ajedrez, en el que las ganancias de un lado quedan exactamente compensadas por las pérdidas del otro, de modo que la suma de ambas es cero. En cambio, el juego del prisionero no es de « suma cero» , pues cabe la posibilidad de que ambos jugadores ganen… o pierdan.

La teoría de juegos 

Este resumen del relato conocido como el « dilema del prisionero» posiblemente sea el más célebre de una serie de situaciones estudiadas en el campo de la teoría de juegos. El objeto de la teoría es analizar situaciones de este tipo, donde existe un claro conflicto de intereses, y determinar en qué consistiría una estrategia racional. Tal estrategia, en este contexto, es la que permite maximizar las propias ventajas e implica, o bien aliarse con un adversario (la « cooperación» en los términos de la teoría de juegos), o bien traicionarlo (la « deserción» ). Naturalmente, se supone que tal análisis arroja luz en el comportamiento humano real, explicando por qué la gente actúa como lo hace, o bien prescribiendo como debería hacerlo.

En el análisis de la teoría de juegos, las estrategias posibles que pueden adoptar Gordon y Tony pueden presentarse en una « matriz de pagos» : El dilema se produce porque la preocupación exclusiva de cada prisionero es minimizar los años de prisión. Para lograr el mejor resultado para ambos colectivamente (un año para cada uno), deberían colaborar y ponerse de acuerdo en renunciar al mejor resultado individual (la libertad). En el planteamiento clásico del dilema no existe la posibilidad de tal colaboración, y en cualquier caso ninguno de los dos prisioneros tendría razón alguna para confiar en que el otro no incumpla el acuerdo. De modo que adoptan una estrategia que excluye el mejor resultado colectivo, para evitar el peor resultado individual, y van a parar a un resultado intermedio que no es el más óptimo.

Implicaciones en el mundo real 

Las implicaciones generales del dilema del prisionero son que la persecución egoísta de los propios intereses, aun siendo racional en ocasiones, no puede conducirnos al mejor resultado para nosotros y para los demás; y además que la colaboración, al menos en determinadas circunstancias, es globalmente la mejor política. Pero ¿qué ocurre si trasladamos el dilema del prisionero al mundo real?

El dilema del prisionero ha tenido un influjo especial en las ciencias sociales, sobre todo en la economía y la política. Puede iluminar, por ejemplo, la toma de decisiones y la psicología en la que descansan las escaladas armamentísticas entre naciones enfrentadas. En tales situaciones, en principio resulta claramente beneficioso para las dos partes implicadas llegar a un acuerdo para limitar el nivel de gasto armamentístico, pero en la práctica en muy raras ocasiones ocurre así.

De acuerdo con el análisis de la teoría de juegos, no se llega a alcanzar acuerdos por el temor a una pérdida grande (una derrota militar) mucho peor que una ganancia relativamente pequeña (un menor gasto militar); el resultado real —ni el peor ni el mejor posibles— es la carrera armamentística.

Se ha visto un claro paralelismo entre el dilema del prisionero y el sistema que consiste en declararse culpable de un delito menor para evitar la acusación de un delito más grave y que se da en algunos sistemas judiciales (en Estados Unidos) pero que está prohibido en otros. La lógica del dilema del prisionero sugiere que la estrategia racional de « minimizar las pérdidas mayores» —es decir, aceptar una sentencia o una pena más leve por temor a recibir una más grave— puede inducir a las partes inocentes a confesar o inculparse mutuamente. En el peor de los casos, ello podría conducir a que la parte culpable confesara su falta mientras la inocente siguiera alegando su inocencia, con la extraña consecuencia de que el inocente recibiera la pena más severa.
Una mente maravillosa

El teórico actualmente más famoso de la teoría de juegos es John Forbes Nash de Princeton. Su genio matemático y su triunfo contra la enfermedad mental le valieron un Premio Nobel de Economía en 1994, lo cual inspiró la película Una mente maravillosa (2001).

Como teórico de los juegos, la contribución más célebre de Nash es el haber definido el epónimo « equilibrio de Nash» : una situación estable en un juego en la que ningún jugador tiene ningún incentivo para cambiar su estrategia, a menos que otro jugador cambie la suya. En el dilema del prisionero, la doble delación (los dos jugadores confiesan) representa el equilibrio de Nash, que, como se ha visto, no se corresponde necesariamente con el resultado óptimo para los jugadores implicados.
Gallinas 

Otro juego muy estudiado por los teóricos es el del « gallina» , cuya versión más memorable se encuentra en la película Rebelde sin causa que interpretó James Dean en 1955. Aquí, dos jugadores conducen sus respectivos coches uno contra el otro y el perdedor (el gallina) es el que se desvía para evitar chocar. En este escenario, el precio de la cooperación (desviarse y quedar como un gallina) es tan pequeño en comparación con el precio de la delación (seguir recto y chocar) que lo racional en este caso parece ser la colaboración. El peligro surge cuando el jugador A supone que el jugador B es igualmente racional y que, en consecuencia, se desviará, lo cual le permite a él (el jugador A) seguir impunemente en línea recta y ganar.
El peligro inherente en este juego es obvio: la doble delación (los dos siguen en línea recta) implica el choque seguro. Los paralelismos con varios tipos de políticas arriesgadas del mundo real (la más potencialmente peligrosa de las cuales es la nuclear) son también claros.

La idea en síntesis: jugar en serio


lunes, 16 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XVII)

42.-La defensa del libre albedrío

La presencia del mal en el mundo representa el desafío más grande a la idea de que existe un dios omnipotente, omnisciente y lleno de amor. Pero los teístas dicen que el mal existe porque tomamos nuestras propias decisiones. El libre albedrío humano es un regalo divino de un inmenso valor, pero Dios no podría haberlo hecho sin asumir el riesgo de que lo usáramos mal. De modo que no puede ser responsable de las cosas malas que ocurren, pues solamente son culpa nuestra, y no deberían utilizarse para cuestionar la existencia de Dios.

La existencia manifiesta del mal —el drama cotidiano del dolor y del sufrimiento que nos rodea— sugiere que, si existe un dios, está muy lejos del ser perfecto que describe la tradición judeocristiana. En cambio, tiene más sentido suponer un ser que, o bien no está dispuesto, o bien es incapaz de evitar las cosas horribles que ocurren, y en consecuencia un dios que apenas merece nuestro respeto, y menos aún nuestra adoración.

Los intentos de cerrar el paso a este desafío requieren mostrar que, en efecto, existen suficientes razones por las que un dios perfecto en su dimensión moral podría haber escogido permitir la existencia del mal. Históricamente, la propuesta más popular e influyente es la llamada « defensa del libre albedrío» .

Nuestra libertad para escoger de un modo genuinamente libre nos permite llevar vidas con un valor moral auténtico y entablar con Dios una relación del todo verdadera y amorosa. Pero podemos usar mal nuestra libertad y escoger mal.

Era asumir un riesgo complicado y pagar un precio caro, pero Dios no podría haber eliminado la posibilidad de la bajeza moral sin privarnos de un gran regalo: la capacidad de la bondad moral. A pesar de la longevidad y de la perennidad de su atractivo, la defensa del libre albedrío plantea algunos problemas considerables.

El mal natural 

Tal vez la dificultad más obvia con que topa la defensa del libre albedrío es la existencia del mal natural en el mundo. Incluso si aceptamos que el libre albedrío es un bien precioso cuyo coste es el mal moral —el mal y las cosas malvadas surgen cuando los individuos usan su libertad para escoger mal—, ¿qué sentido puede tener el mal natural? ¿Cómo es posible que Dios socave o malogre nuestro libre albedrío de un modo u otro cuando de pronto nos barren el virus del SIDA, las hemorroides, los mosquitos, las inundaciones y los terremotos? La seriedad de esta dificultad la ilustran algunas de las respuestas teístas: los desastres naturales, las enfermedades, las pestes y todas las cosas similares son, literalmente, obra del diablo, y de un montón de otros demonios y ángeles caídos; o tales aflicciones son un « justo» castigo de Dios al pecado original de Adán y Eva en el jardín del Edén. El último remedio remite todo el mal natural al primer episodio de mal moral, y con ello pretende exonerar a Dios de cualquier culpa.

Pero esta explicación no resulta muy convincente. ¿No constituye una injusticia monstruosa que Dios mantenga el castigo sobre los tatara-(tatara-tatara-…) tataranietos de los pecadores originales? Y ¿cómo beneficia a quienes son juzgados de antemano por las acciones de sus (lejanos) antepasados el que se les otorgue el libre albedrío?

En la cultura popular

En la película del año 2002 Minority Report, Tom Cruise interpretaba al jefe de policía John Anderton del departamento de anticipación criminal de la ciudad de Washington. Anderton arrestaba a criminales antes de que cometieran el crimen, puesto que estaba convencido de que podían anticiparse sus actos con absoluta certeza. Pero cuando el propio Anderton es acusado, se convierte en un fugitivo, y le resulta imposible creer que sea capaz de asesinar. Al final, la posibilidad de anticipar los crímenes queda desacreditada, y con ello el determinismo, dejando intacta la fe de los espectadores en el libre albedrío.

¿Somos realmente libres?

El problema de la libertad implica que reconciliemos la concepción que tenemos de nosotros como sujetos libres con perfecto control sobre nuestros actos, con la comprensión (y de todo lo demás) que sugiere la ciencia. Dicho de forma simple, la idea del determinismo es que cualquier acontecimiento tiene una causa previa; cada estado del mundo requiere o está determinado por un estado previo que es, a su vez, el efecto de una secuencia de otros estados anteriores. Pero si todos nuestros actos están determinados de este modo por una serie de acontecimientos que se remontan atrás indefinidamente, a una época anterior incluso a nuestro nacimiento, ¿cómo es posible que nos consideremos los verdaderos autores de esos actos y decisiones?

El determinismo parece amenazar la noción misma de actuar con libertad, y asimismo la noción de nuestro estatus de seres morales. Se trata de un problema profundamente decisivo que ha provocado una vasta variedad de respuestas filosóficas. Entre las muchas que existen, seleccionamos a continuación las principales:

• Deterministas radicales
Sostienen que el determinismo es cierto y que es incompatible con el libre albedrío. Nuestros actos están causalmente determinados y la idea de que son libres, en el sentido de que podríamos haber actuado de otro modo, es ilusoria. La censura o la alabanza morales, tal como se suelen entender, no son pertinentes.

• Deterministas moderados

Aceptan que el determinismo es cierto, pero niegan que sea incompatible con el libre albedrío, El hecho de que pudiéramos actuar determinista de esos mismos actos de un modo distinto en caso de tener la ocasión brinda una noción de la libertad de acción suficiente y satisfactoria. Es irrelevante que una decisión esté causalmente determinada; lo importante es que no sea forzada o contraria a nuestros deseos. En este sentido, una acción libre es susceptible de una valoración moral normal.

• Liberales

Están de acuerdo en que el determinismo es incompatible con el libre albedrío y, en consecuencia, rechazan el determinismo. El determinista moderado sostiene que es irrelevante que hubiéramos podido actuar de un modo distinto si hubiéramos elegido, porque una elección distinta también estaría causalmente determinada (o debería haberlo estado si el determinismo es cierto). Así, el liberal sostiene que el libre albedrío humano es real, y que nuestras decisiones y acciones no están determinadas. El problema para los liberales es explicar cómo es posible que tenga lugar una acción sin determinación (en particular, cómo es posible que un acontecimiento sin causa pueda no ser azaroso, pues el azar resultaría tan oneroso a la idea de la responsabilidad moral como el determinismo). Surge entonces la sospecha de una profunda laguna en el seno del liberalismo: tal vez el liberal ha desechado otras explicaciones sobre la acción humana sin poner en su lugar más que una gran caja negra.

¿La teoría cuántica viene al rescate?

A la may oría de los filósofos les resulta complicado pasar por alto la idea del determinismo radical, de modo que unas veces han aceptado que el libre albedrío es ilusorio, y otras se han enfrentado a él valerosamente intentando integrarlo de algún modo. Al mismo tiempo, las tentativas de los liberales para explicar cómo pueden tener lugar los acontecimientos sin causa, o indeterminadamente, tienden a parecer ad hoc o simplemente descabelladas. Pero ¿la mecánica cuántica no puede resultar de ayuda al liberal? De acuerdo con la mecánica cuántica los acontecimientos a nivel subatómico son indeterminados (cuestión de pura suerte, « ocurren sin más» ). ¿Acaso no proporciona esto una escapatoria del determinismo? En realidad, no. La esencia de la indeterminación de los quanta es el azar, de modo que la idea de que nuestras acciones y decisiones son en un nivel profundo azarosas no contribuye en absoluto a salvaguardar la noción de la responsabilidad moral.

Al margen de la dificultad del mal natural, la defensa del libre albedrío desemboca inevitablemente en otras dificultades filosóficas complicadas, relativas a la forma misma del problema del libre albedrío. La defensa asume que nuestra capacidad para elegir es genuinamente libre en el sentido pleno del término: cuando decidimos hacer algo nuestra decisión no está determinada o causada por ningún factor externo a nosotros; tenemos la posibilidad de obrar de otro modo. Esta llamada explicación « liberal» del libre albedrío concuerda perfectamente con nuestro cotidiano sentido de lo que ocurre cuando actuamos y decidimos, pero muchos filósofos consideran que es insostenible teniendo en cuenta el determinismo . Y naturalmente, si la explicación liberal que subyace a la defensa del libre albedrío es insostenible, lo que se hunde inmediatamente es la defensa misma.

La idea en síntesis: libertad para equivocarse

43 Razón y fe

A pesar de algunas heroicas tentativas recientes, la mayoría de los filósofos coincidirían en que no hay quien pueda resucitar los argumentos tradicionales para probar la existencia de Dios. Sin embargo, a la mayoría de los creyentes no les preocuparía demasiado está conclusión. Su creencia no depende de tales argumentos y, difícilmente, podría verse afectada por su refutación.

Para los creyentes, los requisitos normales del discurso racional son inadecuados a los asuntos religiosos. La especulación y el razonamiento abstractos de la filosofía no son lo que les ha llevado a creer en primera instancia, y tampoco podría convencerlos de renunciar a la creencia. Además, es arrogante, afirman, suponer que nuestros esfuerzos intelectuales podrían esclarecer o hacer comprensibles los designios divinos. Creer en Dios, no es, en ultima instancia, cuestión de razón sino de fe.

Tal vez la fe sea ciega, pero no se trata « simplemente de creer» . Quienes ponen la fe por encima de la razón —el llamado « fideísmo» — sostienen que la fe es un patrón alternativo de verdad y que, en el caso de la creencia religiosa, constituye el camino correcto. Un estado de convicción, que se alcanza al cabo mediante la acción de Dios en el alma, exige no obstante un acto deliberado y libre de la voluntad a favor de la fe; la fe requiere un salto en el vacío. Los filósofos, en cambio, pretenden hacer una valoración racional de los argumentos posibles a favor de la creencia religiosa, para cribar y sopesar las evidencias, y alcanzar una conclusión a partir de ellas. El fideísta y el filósofo parecen, pues, involucrados en proyectos diametralmente opuestos. Y, dada la aparente distancia, ¿existe alguna posibilidad de acuerdo o de encuentro entre ambos?

Abraham e Isaac

El relato bíblico de Abraham e Isaac ilustra bien la insuperable distancia que separa la fe de la razón. Abraham es presentado como el ejemplo arquetípico y paradigmático de la fe religiosa por la indiscutible buena voluntad con que obedeció los mandatos divinos, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su hijo, Isaac. Sin embargo, si se extrapola su figura del contexto religioso y se la considera desde el punto de vista racional, el comportamiento de Abraham parece el de un individuo trastornado.
«Q uien comienza amando
más al cristianismo que a la
verdad proseguirá
queriendo más a su propia
secta o Iglesia que al
cristianismo, y terminará
queriéndose a sí mismo más
que a cualquier otra cosa.»
Samuel Taylor Coleridge,
1825

Cualquier alternativa hermenéutica de la situación era preferible y plausible a la que él escogió (¿acaso estoy loco/he oído mal/acaso Dios me está poniendo a prueba/no será el diablo haciéndose
pasar por Dios/no podrían darme la orden por escrito?), de modo que su comportamiento es simple y llanamente incomprensible para la racionalidad del que no está dispuesto a creer.

El balance general de la fe 

En manos de un fideísta, el hecho de que la creencia religiosa no pueda defenderse de forma adecuada a partir de fundamentos racionales se toma una virtud. Si existiera una vía (completamente) racional no sería necesaria la fe, pero como la razón no consigue encontrar una justificación, la fe permite salvar esa brecha. El acto necesario de voluntad del creyente vincula el mérito moral a la adquisición de la fe; y, al menos, quienes comparten la devoción que no cuestiona a su objeto la reverencian como simple y honesta piedad. Algunos de los encantos de la fe son bastante obvios: la vida cobra un sentido evidente, las tribulaciones de la vida hallan alivio, los creyentes disponen del consuelo de saber que algo mejor les espera tras la muerte, etc. 

Es evidente que la creencia religiosa da respuesta a algunas necesidades y preocupaciones humanas fundamentales, primordiales, y mucha gente mejora visiblemente, incluso se transforma, al adoptar un modo de vida piadosa. Al mismo tiempo, los símbolos y bondades de la religión han suministrado una inspiración y una riqueza culturales prácticamente ilimitadas.

La apuesta de Pascal

Supongamos que sentimos que la evidencia de la existencia de Dios simplemente no es concluyente. ¿Qué hacer? Podemos creer en Dios o no. Si decidimos creer y acertamos (es decir. Dios existe), ganamos la dicha eterna; y si nos equivocamos, perdemos muy poco. Por otro lado, si decidimos no creer y acertamos (es decir, Dios no existe), no perdemos nada pero tampoco ganamos demasiado; pero si nos equivocamos, nuestra pérdida es colosal (en el mejor de los casos
perdemos la posibilidad de la dicha eterna, y en el peor de los casos sufrimos la condena eterna). Mucho que ganar y muy poco que perder: hay que ser idiota para no apostar por la existencia de Dios. 

«Dejadnos sopesar qué
ganamos y qué perdemos
apostando por la existencia
de Dios. Dejadnos valorar
estas dos posibilidades. Si
ganas, lo ganas todo; si
pierdes, no pierdes nada.
Apuesta pues, sin dudar,
por su existencia.»
Blaise Pascal, 1670

Este ingenioso argumento para creer en Dios, conocido como la apuesta de Pascal, fue propuesto por Blaise Pascal en sus Pensamientos de 1670: y tal vez sea ingenioso, pero es fallido. El problema evidente es que el argumento requiere que decidamos qué creer, y ése no es precisamente el modo como funciona la creencia. Aunque hay algo peor, y es que lo primero que sentimos al hacer la apuesta es que no tenemos suficiente información sobre Dios para poder apostar; y además hacer la apuesta correcta depende de tener un conocimiento detallado de las ventajas y los inconvenientes de Dios. ¿Y qué ocurre si se da el caso de que a Dios no le molesta demasiado que lo adoren, pero le molestan considerablemente los tipejos calculadores que sólo apuestan si pueden esperar sacar algún beneficio para sí mismos?

Muchas de las cosas que el fideísta apuntaría en el haber de la fe figuran como deberes del filósofo ateo. Pero entre los principios más preciados del liberalismo secular, acuñado de un modo memorable por J. S. Mill, se encuentra la libertad de expresión y de pensamiento, que convive difícilmente con el hábito del asentimiento acrítico que ensalza el creyente piadoso el.

La devoción acrítica que valora el fideísta puede parecer al no creyente una forma de credulidad y
superstición. La perfecta aceptación de la autoridad puede conducir a los individuos a caer bajo la influencia de sectas y cultos inescrupulosos, y ello puede desembocar a veces en el fanatismo más atroz.

Tener fe en los otros es admirable siempre que los otros en cuestión sean admirables. Cuando se acalla a la razón, cualquier forma de exceso puede apresurarse a ocupar su lugar; y hay que admitir que a veces el sentido religioso y la simpatía son arrojados por la ventana, y sustituidos por la intolerancia, la superstición, el sexismo y algunas otras cosas peores.

J. S. Mill y la libertad intelectual

En su Sobre la libertad de 1859, en una apasionada defensa de la libertad de pensamiento y de expresión, John Stuart Mill advertía de los peligros de una cultura intelectualmente represiva, en la que se disuadiera de los cuestionamientos y la crítica de las ideas recibidas, y en la que « los
intelectos más activos y críticos» tuvieran que temer limitarse a « especular libre y audazmente sobre los asuntos elevados» . 
«Creo para comprender.»
Agustín de Hipona, c. 400

El desarrollo mental se encontraría constreñido y la razón intimidada, y el fundamento de la verdad se debilitaría: « tolerar las opiniones … como un prejuicio, una creencia independiente del (y a prueba de) argumento; ésa no es la manera en que debe defender la verdad un ser racional …

La verdad, la verdadera, no es más que una superstición más, accidentalmente unida a palabras que enuncian una verdad» . De modo que ya tenemos el balance general, con el debe y el haber en cada lado, y a menudo los activos que hay en un lado parecen pasivos en el otro. En la medida en que los métodos de recuento usados son distintos, las cuentas mismas carecen de sentido, y ésa suele ser la inevitable impresión que nos deja el debate entre creyentes y no creyentes. 

Normalmente hablan de cosas distintas, no consiguen establecer ningún espacio común y lo único que consiguen es no moverse ni un milímetro de su posición inicial. Los ateos se complacen en demostrar que la fe es irracional; y el creyente considera esta presunta prueba irrelevante y bastante fuera de lugar. Al final, la fe es irracional o no racional; se enfrenta, orgullosa y desafiante, a la razón y, en un sentido, consiste precisamente en eso.

La idea en síntesis: el salto de la fe


44 Libertad positiva y negativa

La libertad es una de esas cosas sobre las que todo el mundo está de acuerdo. Es importante, es buena y constituye uno de los ideales políticos más importantes, tal vez el más importante. La libertad es también una de esas cosas en las que nadie se pone de acuerdo. ¿Cuánta deberíamos tener? ¿Es necesaria alguna limitación para que prospere? ¿Cómo puede evitarse que tu libertad de hacer algo entre en conflicto con mi libertad de hacer algo distinto?

La discusión sobre la libertad, que constituye por sí misma un problema peliagudo, se complica aún más por discrepancias fundamentales acerca de su verdadera naturaleza. Planea sobre ella la sospecha de que tal vez no sea realmente nada: no sólo ocurre que la palabra « libertad» tiene muchos matices, sino que además puede referirse a una cantidad de conceptos distintos, aunque relacionados. Así, que estamos en deuda con el influyente filósofo del siglo XX Isaiah Berlin por haber arrojado luz en este turbio panorama. En el centro de su reflexión sobre la libertad subyace una distinción entre la libertad positiva y la negativa.

Dos conceptos de libertad « George está sentado con un vaso de coñac frente a él. Nadie le apunta con una pistola en la cabeza para obligarle a beber. No existe coerción ni impedimento: no hay nada que lo fuerce a beber ni nada que lo disuada. Tiene libertad para actuar como le plazca. Pero George es alcohólico. Sabe que beber le hace daño, que incluso podría matarlo. Podría perder a sus amigos, a su familia, a sus hijos, su trabajo, su dignidad, el amor propio… pero
no puede evitarlo. Tiende su mano temblorosa y lleva el vaso a sus labios.»

Aquí están en juego dos tipos de libertad muy distinta. Solemos pensar en la libertad como la ausencia de restricciones externas o de coerción: somos libres en la medida en que no existan obstáculos que nos impidan hacer lo que queremos. Esto es lo que Berlin denomina « libertad negativa» ; es negativa por cuanto se define por la ausencia de algo (cualquier forma de coacción o de interferencia externa). En este sentido, George el alcohólico es completamente libre. Pero George no se controla. Se siente impulsado a beber, incluso a sabiendas de que le conviene más no hacerlo. No tiene completo control sobre sí mismo y su destino no está enteramente en sus manos. En la medida en que se siente impelido a beber, no tiene elección y no es libre. Lo que le falta a George es lo que Berlin llama « libertad positiva» : positiva porque lo que la define es algo
que debe poseer el sujeto (autocontrol, autonomía, capacidad para actuar de acuerdo con lo que racionalmente consideramos más conveniente). En este sentido, es evidente que George no es libre. 

Libertad negativa 

Somos libres, en el sentido negativo que señala Berlín, en la medida en que nadie interfiera en nuestra capacidad para actuar como nos place. Pero al ejercer nuestra libertad, es inevitable que topemos con la libertad del otro. Cuando canto libremente a toda voz en el baño, te niego la libertad de disfrutar de una tarde tranquila. Nadie puede disfrutar de una libertad ilimitada sin usurpar la libertad de los otros, de modo que en la vida en sociedad se requiere algún grado de compromiso.
La posición de los liberales clásicos se define por el llamado « principio del perjuicio» . Su planteamiento más célebre es el del filósofo Victoriano J. S. Mill en su Sobre la libertad, donde estipula que debería permitirse a los individuos actuar de cualquier modo que no cause perjuicio a los otros; sólo cuando se causa perjuicio existe una justificación para que la sociedad imponga restricciones. De algún modo, podemos definir un espacio de libertad privada que es sacrosanto e inmune a las interferencias externas y a la autoridad. En este espacio se permite a los individuos satisfacer sus preferencias y sus inclinaciones personales sin cortapisas; y en un sentido político los individuos tienen libertad para ejercer algunos derechos o libertades inviolables: de expresión, de asociación, de conciencia, etcétera.

Mientras la comprensión negativa de la libertad propugnada por los liberales suele ser la hegemónica, en los países occidentales, al menos, sigue habiendo muchos aspectos problemáticos. En particular, cabe preguntarse si la libertad de la que goza un individuo que no tiene la posibilidad ni los recursos para hacer lo que es « libre» de hacer, merece realmente tal nombre. Ésta es la sombra que proyecta el hecho de que todo ciudadano norteamericano sea libre para convertirse en presidente. Ciertamente no existen barreras legales o constitucionales, de modo que en esta medida todos los ciudadanos tienen libertad para hacerlo; pero de hecho, muchos ciudadanos están excluidos porque carecen de los recursos necesarios, es decir, del dinero, de la educación y del estatus social. En suma, carecen de la libertad sustantiva para ejercer los derechos que formalmente poseen. Pero para reparar estas deficiencias con vistas a transformar la mera libertad formal en una libertad real, sustantiva, el liberal estaría obligado a permitir formas de intervención estatal que parecen más adecuadas a la interpretación positiva de la libertad.

«Al sujeto (una persona o
un grupo de personas) se le
debería permitir hacer o
ser lo que fuera capaz de
hacer o de ser, sin que
interfirieran otras
personas.»
Isaiah Berlin, 1959

Libertad positiva 

Mientras que la libertad negativa es libertad con respecto a las interferencias externas, la libertad positiva suele caracterizarse como libertad para alcanzar determinados fines; como una forma de estimulación que permite al individuo realizar su potencial, alcanzar una visión particular de su realización, lograr un estado de autonomía personal y autodominio. En un sentido político más amplio, la libertad en este sentido positivo se entiende como la liberación de la presión cultural y social que, de otro modo, impedirían el progreso hacia la autorrealización.

Mientras que la libertad negativa es esencialmente interpersonal, y existe como relación entre los
individuos, la libertad positiva, en cambio, es intrapersonal: es algo que se desarrolla y se cultiva en el interior del individuo. Del mismo modo que en el interior de George existe un conflicto entre su conciencia más racional y sus apetitos más bajos, generalmente el concepto positivo de la libertad supone una división del yo en partes elevadas y partes inferiores. La consecución de la libertad está determinada por el triunfo (moral, racional) del preferible y o elevado.
El abuso de la libertad

« ¡Oh, libertad! ¡Cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!» , exclamó madame Roland antes de que la ejecutaran, en el año 1793. Pero las atrocidades y los excesos de la Revolución Francesa son sólo un ejemplo de los horrores que se han perpetrado en nombre de la libertad (específicamente en nombre de la libertad positiva). La profunda desconfianza que a Berlin le inspiraba la libertad positiva surgía de los excesos del siglo XX, especialmente de los de Stalin. El problema provenía de la creencia (el vicio del reformador social) de que existe un único horizonte deseable para la sociedad, un único remedio para sus males, Contra esta concepción, Berlin se erigió en un firme defensor del pluralismo de los valores humanos. Así, argumentaba que existe una pluralidad de bienes distintos e incompatibles, que nos obligan a tomar decisiones radicales. Su compromiso liberal con la libertad negativa estaba reforzado por su idea de que este tipo de libertad fomentaba el entorno más propicio para que los individuos controlaran y dieran forma a sus vidas a partir de tales elecciones.
«Manipular a los hombres,
impelerlos a metas que uno
—el reformador social—
ve, pero que ellos no
pueden ver, es negarles su
esencia humana, tratarlos
como objetos desprovistos
de voluntad propia y, en
consecuencia,
degradarlos.»
Isaiah Berlin, 1959

En parte, este concepto del yo dividido, que a Berlin le parecía implícito en el concepto de libertad positiva, le inspiraba algunas reservas. Volvamos a George: la parte de él que entiende adecuadamente lo que más le conviene es supuestamente la más elevada, la del y o más racional. Si es incapaz de alentar el predominio de esta parte, tal vez necesite ayuda externa, ayuda de personas más prudentes que él y más capaces de saber cómo debería actuar. Si esto es así, estamos a un paso de considerar legítimo impedir físicamente a George que se acerque a la botella de coñac. Y, teme Berlin, lo que vale para George vale también para el Estado: amparándose en la pancarta de la libertad (positiva) un gobierno puede volverse tiránico y establecer un fin particular para la sociedad; o también priorizar un determinado modo de vida para sus ciudadanos; o incluso decidir lo que deberían desear sin atender a sus deseos reales (véase el cuadro).

La idea en síntesis: libertades en conflicto