42.-La defensa del libre albedrío
La presencia del mal en el mundo representa el desafío más grande a la idea de que existe un dios omnipotente, omnisciente y lleno de amor. Pero los teístas dicen que el mal existe porque tomamos nuestras propias decisiones. El libre albedrío humano es un regalo divino de un inmenso valor, pero Dios no podría haberlo hecho sin asumir el riesgo de que lo usáramos mal. De modo que no puede ser responsable de las cosas malas que ocurren, pues solamente son culpa nuestra, y no deberían utilizarse para cuestionar la existencia de Dios.
La existencia manifiesta del mal —el drama cotidiano del dolor y del sufrimiento que nos rodea— sugiere que, si existe un dios, está muy lejos del ser perfecto que describe la tradición judeocristiana. En cambio, tiene más sentido suponer un ser que, o bien no está dispuesto, o bien es incapaz de evitar las cosas horribles que ocurren, y en consecuencia un dios que apenas merece nuestro respeto, y menos aún nuestra adoración.
Los intentos de cerrar el paso a este desafío requieren mostrar que, en efecto, existen suficientes razones por las que un dios perfecto en su dimensión moral podría haber escogido permitir la existencia del mal. Históricamente, la propuesta más popular e influyente es la llamada « defensa del libre albedrío» .
Nuestra libertad para escoger de un modo genuinamente libre nos permite llevar vidas con un valor moral auténtico y entablar con Dios una relación del todo verdadera y amorosa. Pero podemos usar mal nuestra libertad y escoger mal.
Era asumir un riesgo complicado y pagar un precio caro, pero Dios no podría haber eliminado la posibilidad de la bajeza moral sin privarnos de un gran regalo: la capacidad de la bondad moral. A pesar de la longevidad y de la perennidad de su atractivo, la defensa del libre albedrío plantea algunos problemas considerables.
El mal natural
Tal vez la dificultad más obvia con que topa la defensa del libre albedrío es la existencia del mal natural en el mundo. Incluso si aceptamos que el libre albedrío es un bien precioso cuyo coste es el mal moral —el mal y las cosas malvadas surgen cuando los individuos usan su libertad para escoger mal—, ¿qué sentido puede tener el mal natural? ¿Cómo es posible que Dios socave o malogre nuestro libre albedrío de un modo u otro cuando de pronto nos barren el virus del SIDA, las hemorroides, los mosquitos, las inundaciones y los terremotos? La seriedad de esta dificultad la ilustran algunas de las respuestas teístas: los desastres naturales, las enfermedades, las pestes y todas las cosas similares son, literalmente, obra del diablo, y de un montón de otros demonios y ángeles caídos; o tales aflicciones son un « justo» castigo de Dios al pecado original de Adán y Eva en el jardín del Edén. El último remedio remite todo el mal natural al primer episodio de mal moral, y con ello pretende exonerar a Dios de cualquier culpa.
Pero esta explicación no resulta muy convincente. ¿No constituye una injusticia monstruosa que Dios mantenga el castigo sobre los tatara-(tatara-tatara-…) tataranietos de los pecadores originales? Y ¿cómo beneficia a quienes son juzgados de antemano por las acciones de sus (lejanos) antepasados el que se les otorgue el libre albedrío?
En la cultura popular
En la película del año 2002 Minority Report, Tom Cruise interpretaba al jefe de policía John Anderton del departamento de anticipación criminal de la ciudad de Washington. Anderton arrestaba a criminales antes de que cometieran el crimen, puesto que estaba convencido de que podían anticiparse sus actos con absoluta certeza. Pero cuando el propio Anderton es acusado, se convierte en un fugitivo, y le resulta imposible creer que sea capaz de asesinar. Al final, la posibilidad de anticipar los crímenes queda desacreditada, y con ello el determinismo, dejando intacta la fe de los espectadores en el libre albedrío.
¿Somos realmente libres?
El problema de la libertad implica que reconciliemos la concepción que tenemos de nosotros como sujetos libres con perfecto control sobre nuestros actos, con la comprensión (y de todo lo demás) que sugiere la ciencia. Dicho de forma simple, la idea del determinismo es que cualquier acontecimiento tiene una causa previa; cada estado del mundo requiere o está determinado por un estado previo que es, a su vez, el efecto de una secuencia de otros estados anteriores. Pero si todos nuestros actos están determinados de este modo por una serie de acontecimientos que se remontan atrás indefinidamente, a una época anterior incluso a nuestro nacimiento, ¿cómo es posible que nos consideremos los verdaderos autores de esos actos y decisiones?
El determinismo parece amenazar la noción misma de actuar con libertad, y asimismo la noción de nuestro estatus de seres morales. Se trata de un problema profundamente decisivo que ha provocado una vasta variedad de respuestas filosóficas. Entre las muchas que existen, seleccionamos a continuación las principales:
• Deterministas radicales
Sostienen que el determinismo es cierto y que es incompatible con el libre albedrío. Nuestros actos están causalmente determinados y la idea de que son libres, en el sentido de que podríamos haber actuado de otro modo, es ilusoria. La censura o la alabanza morales, tal como se suelen entender, no son pertinentes.
• Deterministas moderados
Aceptan que el determinismo es cierto, pero niegan que sea incompatible con el libre albedrío, El hecho de que pudiéramos actuar determinista de esos mismos actos de un modo distinto en caso de tener la ocasión brinda una noción de la libertad de acción suficiente y satisfactoria. Es irrelevante que una decisión esté causalmente determinada; lo importante es que no sea forzada o contraria a nuestros deseos. En este sentido, una acción libre es susceptible de una valoración moral normal.
• Liberales
Están de acuerdo en que el determinismo es incompatible con el libre albedrío y, en consecuencia, rechazan el determinismo. El determinista moderado sostiene que es irrelevante que hubiéramos podido actuar de un modo distinto si hubiéramos elegido, porque una elección distinta también estaría causalmente determinada (o debería haberlo estado si el determinismo es cierto). Así, el liberal sostiene que el libre albedrío humano es real, y que nuestras decisiones y acciones no están determinadas. El problema para los liberales es explicar cómo es posible que tenga lugar una acción sin determinación (en particular, cómo es posible que un acontecimiento sin causa pueda no ser azaroso, pues el azar resultaría tan oneroso a la idea de la responsabilidad moral como el determinismo). Surge entonces la sospecha de una profunda laguna en el seno del liberalismo: tal vez el liberal ha desechado otras explicaciones sobre la acción humana sin poner en su lugar más que una gran caja negra.
¿La teoría cuántica viene al rescate?
A la may oría de los filósofos les resulta complicado pasar por alto la idea del determinismo radical, de modo que unas veces han aceptado que el libre albedrío es ilusorio, y otras se han enfrentado a él valerosamente intentando integrarlo de algún modo. Al mismo tiempo, las tentativas de los liberales para explicar cómo pueden tener lugar los acontecimientos sin causa, o indeterminadamente, tienden a parecer ad hoc o simplemente descabelladas. Pero ¿la mecánica cuántica no puede resultar de ayuda al liberal? De acuerdo con la mecánica cuántica los acontecimientos a nivel subatómico son indeterminados (cuestión de pura suerte, « ocurren sin más» ). ¿Acaso no proporciona esto una escapatoria del determinismo? En realidad, no. La esencia de la indeterminación de los quanta es el azar, de modo que la idea de que nuestras acciones y decisiones son en un nivel profundo azarosas no contribuye en absoluto a salvaguardar la noción de la responsabilidad moral.
Al margen de la dificultad del mal natural, la defensa del libre albedrío desemboca inevitablemente en otras dificultades filosóficas complicadas, relativas a la forma misma del problema del libre albedrío. La defensa asume que nuestra capacidad para elegir es genuinamente libre en el sentido pleno del término: cuando decidimos hacer algo nuestra decisión no está determinada o causada por ningún factor externo a nosotros; tenemos la posibilidad de obrar de otro modo. Esta llamada explicación « liberal» del libre albedrío concuerda perfectamente con nuestro cotidiano sentido de lo que ocurre cuando actuamos y decidimos, pero muchos filósofos consideran que es insostenible teniendo en cuenta el determinismo . Y naturalmente, si la explicación liberal que subyace a la defensa del libre albedrío es insostenible, lo que se hunde inmediatamente es la defensa misma.
La idea en síntesis: libertad para equivocarse
43 Razón y fe
A pesar de algunas heroicas tentativas recientes, la mayoría de los filósofos coincidirían en que no hay quien pueda resucitar los argumentos tradicionales para probar la existencia de Dios. Sin embargo, a la mayoría de los creyentes no les preocuparía demasiado está conclusión. Su creencia no depende de tales argumentos y, difícilmente, podría verse afectada por su refutación.
Para los creyentes, los requisitos normales del discurso racional son inadecuados a los asuntos religiosos. La especulación y el razonamiento abstractos de la filosofía no son lo que les ha llevado a creer en primera instancia, y tampoco podría convencerlos de renunciar a la creencia. Además, es arrogante, afirman, suponer que nuestros esfuerzos intelectuales podrían esclarecer o hacer comprensibles los designios divinos. Creer en Dios, no es, en ultima instancia, cuestión de razón sino de fe.
Tal vez la fe sea ciega, pero no se trata « simplemente de creer» . Quienes ponen la fe por encima de la razón —el llamado « fideísmo» — sostienen que la fe es un patrón alternativo de verdad y que, en el caso de la creencia religiosa, constituye el camino correcto. Un estado de convicción, que se alcanza al cabo mediante la acción de Dios en el alma, exige no obstante un acto deliberado y libre de la voluntad a favor de la fe; la fe requiere un salto en el vacío. Los filósofos, en cambio, pretenden hacer una valoración racional de los argumentos posibles a favor de la creencia religiosa, para cribar y sopesar las evidencias, y alcanzar una conclusión a partir de ellas. El fideísta y el filósofo parecen, pues, involucrados en proyectos diametralmente opuestos. Y, dada la aparente distancia, ¿existe alguna posibilidad de acuerdo o de encuentro entre ambos?
Abraham e Isaac
El relato bíblico de Abraham e Isaac ilustra bien la insuperable distancia que separa la fe de la razón. Abraham es presentado como el ejemplo arquetípico y paradigmático de la fe religiosa por la indiscutible buena voluntad con que obedeció los mandatos divinos, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su hijo, Isaac. Sin embargo, si se extrapola su figura del contexto religioso y se la considera desde el punto de vista racional, el comportamiento de Abraham parece el de un individuo trastornado.
«Q uien comienza amando
más al cristianismo que a la
verdad proseguirá
queriendo más a su propia
secta o Iglesia que al
cristianismo, y terminará
queriéndose a sí mismo más
que a cualquier otra cosa.»
Samuel Taylor Coleridge,
1825
Cualquier alternativa hermenéutica de la situación era preferible y plausible a la que él escogió (¿acaso estoy loco/he oído mal/acaso Dios me está poniendo a prueba/no será el diablo haciéndose
pasar por Dios/no podrían darme la orden por escrito?), de modo que su comportamiento es simple y llanamente incomprensible para la racionalidad del que no está dispuesto a creer.
El balance general de la fe
En manos de un fideísta, el hecho de que la creencia religiosa no pueda defenderse de forma adecuada a partir de fundamentos racionales se toma una virtud. Si existiera una vía (completamente) racional no sería necesaria la fe, pero como la razón no consigue encontrar una justificación, la fe permite salvar esa brecha. El acto necesario de voluntad del creyente vincula el mérito moral a la adquisición de la fe; y, al menos, quienes comparten la devoción que no cuestiona a su objeto la reverencian como simple y honesta piedad. Algunos de los encantos de la fe son bastante obvios: la vida cobra un sentido evidente, las tribulaciones de la vida hallan alivio, los creyentes disponen del consuelo de saber que algo mejor les espera tras la muerte, etc.
Es evidente que la creencia religiosa da respuesta a algunas necesidades y preocupaciones humanas fundamentales, primordiales, y mucha gente mejora visiblemente, incluso se transforma, al adoptar un modo de vida piadosa. Al mismo tiempo, los símbolos y bondades de la religión han suministrado una inspiración y una riqueza culturales prácticamente ilimitadas.
La apuesta de Pascal
Supongamos que sentimos que la evidencia de la existencia de Dios simplemente no es concluyente. ¿Qué hacer? Podemos creer en Dios o no. Si decidimos creer y acertamos (es decir. Dios existe), ganamos la dicha eterna; y si nos equivocamos, perdemos muy poco. Por otro lado, si decidimos no creer y acertamos (es decir, Dios no existe), no perdemos nada pero tampoco ganamos demasiado; pero si nos equivocamos, nuestra pérdida es colosal (en el mejor de los casos
perdemos la posibilidad de la dicha eterna, y en el peor de los casos sufrimos la condena eterna). Mucho que ganar y muy poco que perder: hay que ser idiota para no apostar por la existencia de Dios.
«Dejadnos sopesar qué
ganamos y qué perdemos
apostando por la existencia
de Dios. Dejadnos valorar
estas dos posibilidades. Si
ganas, lo ganas todo; si
pierdes, no pierdes nada.
Apuesta pues, sin dudar,
por su existencia.»
Blaise Pascal, 1670
Este ingenioso argumento para creer en Dios, conocido como la apuesta de Pascal, fue propuesto por Blaise Pascal en sus Pensamientos de 1670: y tal vez sea ingenioso, pero es fallido. El problema evidente es que el argumento requiere que decidamos qué creer, y ése no es precisamente el modo como funciona la creencia. Aunque hay algo peor, y es que lo primero que sentimos al hacer la apuesta es que no tenemos suficiente información sobre Dios para poder apostar; y además hacer la apuesta correcta depende de tener un conocimiento detallado de las ventajas y los inconvenientes de Dios. ¿Y qué ocurre si se da el caso de que a Dios no le molesta demasiado que lo adoren, pero le molestan considerablemente los tipejos calculadores que sólo apuestan si pueden esperar sacar algún beneficio para sí mismos?
Muchas de las cosas que el fideísta apuntaría en el haber de la fe figuran como deberes del filósofo ateo. Pero entre los principios más preciados del liberalismo secular, acuñado de un modo memorable por J. S. Mill, se encuentra la libertad de expresión y de pensamiento, que convive difícilmente con el hábito del asentimiento acrítico que ensalza el creyente piadoso el.
La devoción acrítica que valora el fideísta puede parecer al no creyente una forma de credulidad y
superstición. La perfecta aceptación de la autoridad puede conducir a los individuos a caer bajo la influencia de sectas y cultos inescrupulosos, y ello puede desembocar a veces en el fanatismo más atroz.
Tener fe en los otros es admirable siempre que los otros en cuestión sean admirables. Cuando se acalla a la razón, cualquier forma de exceso puede apresurarse a ocupar su lugar; y hay que admitir que a veces el sentido religioso y la simpatía son arrojados por la ventana, y sustituidos por la intolerancia, la superstición, el sexismo y algunas otras cosas peores.
J. S. Mill y la libertad intelectual
En su Sobre la libertad de 1859, en una apasionada defensa de la libertad de pensamiento y de expresión, John Stuart Mill advertía de los peligros de una cultura intelectualmente represiva, en la que se disuadiera de los cuestionamientos y la crítica de las ideas recibidas, y en la que « los
intelectos más activos y críticos» tuvieran que temer limitarse a « especular libre y audazmente sobre los asuntos elevados» .
«Creo para comprender.»
Agustín de Hipona, c. 400
El desarrollo mental se encontraría constreñido y la razón intimidada, y el fundamento de la verdad se debilitaría: « tolerar las opiniones … como un prejuicio, una creencia independiente del (y a prueba de) argumento; ésa no es la manera en que debe defender la verdad un ser racional …
La verdad, la verdadera, no es más que una superstición más, accidentalmente unida a palabras que enuncian una verdad» . De modo que ya tenemos el balance general, con el debe y el haber en cada lado, y a menudo los activos que hay en un lado parecen pasivos en el otro. En la medida en que los métodos de recuento usados son distintos, las cuentas mismas carecen de sentido, y ésa suele ser la inevitable impresión que nos deja el debate entre creyentes y no creyentes.
Normalmente hablan de cosas distintas, no consiguen establecer ningún espacio común y lo único que consiguen es no moverse ni un milímetro de su posición inicial. Los ateos se complacen en demostrar que la fe es irracional; y el creyente considera esta presunta prueba irrelevante y bastante fuera de lugar. Al final, la fe es irracional o no racional; se enfrenta, orgullosa y desafiante, a la razón y, en un sentido, consiste precisamente en eso.
La idea en síntesis: el salto de la fe
44 Libertad positiva y negativa
La discusión sobre la libertad, que constituye por sí misma un problema peliagudo, se complica aún más por discrepancias fundamentales acerca de su verdadera naturaleza. Planea sobre ella la sospecha de que tal vez no sea realmente nada: no sólo ocurre que la palabra « libertad» tiene muchos matices, sino que además puede referirse a una cantidad de conceptos distintos, aunque relacionados. Así, que estamos en deuda con el influyente filósofo del siglo XX Isaiah Berlin por haber arrojado luz en este turbio panorama. En el centro de su reflexión sobre la libertad subyace una distinción entre la libertad positiva y la negativa.
Dos conceptos de libertad « George está sentado con un vaso de coñac frente a él. Nadie le apunta con una pistola en la cabeza para obligarle a beber. No existe coerción ni impedimento: no hay nada que lo fuerce a beber ni nada que lo disuada. Tiene libertad para actuar como le plazca. Pero George es alcohólico. Sabe que beber le hace daño, que incluso podría matarlo. Podría perder a sus amigos, a su familia, a sus hijos, su trabajo, su dignidad, el amor propio… pero
no puede evitarlo. Tiende su mano temblorosa y lleva el vaso a sus labios.»
Aquí están en juego dos tipos de libertad muy distinta. Solemos pensar en la libertad como la ausencia de restricciones externas o de coerción: somos libres en la medida en que no existan obstáculos que nos impidan hacer lo que queremos. Esto es lo que Berlin denomina « libertad negativa» ; es negativa por cuanto se define por la ausencia de algo (cualquier forma de coacción o de interferencia externa). En este sentido, George el alcohólico es completamente libre. Pero George no se controla. Se siente impulsado a beber, incluso a sabiendas de que le conviene más no hacerlo. No tiene completo control sobre sí mismo y su destino no está enteramente en sus manos. En la medida en que se siente impelido a beber, no tiene elección y no es libre. Lo que le falta a George es lo que Berlin llama « libertad positiva» : positiva porque lo que la define es algo
que debe poseer el sujeto (autocontrol, autonomía, capacidad para actuar de acuerdo con lo que racionalmente consideramos más conveniente). En este sentido, es evidente que George no es libre.
Libertad negativa
Somos libres, en el sentido negativo que señala Berlín, en la medida en que nadie interfiera en nuestra capacidad para actuar como nos place. Pero al ejercer nuestra libertad, es inevitable que topemos con la libertad del otro. Cuando canto libremente a toda voz en el baño, te niego la libertad de disfrutar de una tarde tranquila. Nadie puede disfrutar de una libertad ilimitada sin usurpar la libertad de los otros, de modo que en la vida en sociedad se requiere algún grado de compromiso.
La posición de los liberales clásicos se define por el llamado « principio del perjuicio» . Su planteamiento más célebre es el del filósofo Victoriano J. S. Mill en su Sobre la libertad, donde estipula que debería permitirse a los individuos actuar de cualquier modo que no cause perjuicio a los otros; sólo cuando se causa perjuicio existe una justificación para que la sociedad imponga restricciones. De algún modo, podemos definir un espacio de libertad privada que es sacrosanto e inmune a las interferencias externas y a la autoridad. En este espacio se permite a los individuos satisfacer sus preferencias y sus inclinaciones personales sin cortapisas; y en un sentido político los individuos tienen libertad para ejercer algunos derechos o libertades inviolables: de expresión, de asociación, de conciencia, etcétera.
Mientras la comprensión negativa de la libertad propugnada por los liberales suele ser la hegemónica, en los países occidentales, al menos, sigue habiendo muchos aspectos problemáticos. En particular, cabe preguntarse si la libertad de la que goza un individuo que no tiene la posibilidad ni los recursos para hacer lo que es « libre» de hacer, merece realmente tal nombre. Ésta es la sombra que proyecta el hecho de que todo ciudadano norteamericano sea libre para convertirse en presidente. Ciertamente no existen barreras legales o constitucionales, de modo que en esta medida todos los ciudadanos tienen libertad para hacerlo; pero de hecho, muchos ciudadanos están excluidos porque carecen de los recursos necesarios, es decir, del dinero, de la educación y del estatus social. En suma, carecen de la libertad sustantiva para ejercer los derechos que formalmente poseen. Pero para reparar estas deficiencias con vistas a transformar la mera libertad formal en una libertad real, sustantiva, el liberal estaría obligado a permitir formas de intervención estatal que parecen más adecuadas a la interpretación positiva de la libertad.
«Al sujeto (una persona o
un grupo de personas) se le
debería permitir hacer o
ser lo que fuera capaz de
hacer o de ser, sin que
interfirieran otras
personas.»
Isaiah Berlin, 1959
Libertad positiva
Mientras que la libertad negativa es libertad con respecto a las interferencias externas, la libertad positiva suele caracterizarse como libertad para alcanzar determinados fines; como una forma de estimulación que permite al individuo realizar su potencial, alcanzar una visión particular de su realización, lograr un estado de autonomía personal y autodominio. En un sentido político más amplio, la libertad en este sentido positivo se entiende como la liberación de la presión cultural y social que, de otro modo, impedirían el progreso hacia la autorrealización.
Mientras que la libertad negativa es esencialmente interpersonal, y existe como relación entre los
individuos, la libertad positiva, en cambio, es intrapersonal: es algo que se desarrolla y se cultiva en el interior del individuo. Del mismo modo que en el interior de George existe un conflicto entre su conciencia más racional y sus apetitos más bajos, generalmente el concepto positivo de la libertad supone una división del yo en partes elevadas y partes inferiores. La consecución de la libertad está determinada por el triunfo (moral, racional) del preferible y o elevado.
El abuso de la libertad
« ¡Oh, libertad! ¡Cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!» , exclamó madame Roland antes de que la ejecutaran, en el año 1793. Pero las atrocidades y los excesos de la Revolución Francesa son sólo un ejemplo de los horrores que se han perpetrado en nombre de la libertad (específicamente en nombre de la libertad positiva). La profunda desconfianza que a Berlin le inspiraba la libertad positiva surgía de los excesos del siglo XX, especialmente de los de Stalin. El problema provenía de la creencia (el vicio del reformador social) de que existe un único horizonte deseable para la sociedad, un único remedio para sus males, Contra esta concepción, Berlin se erigió en un firme defensor del pluralismo de los valores humanos. Así, argumentaba que existe una pluralidad de bienes distintos e incompatibles, que nos obligan a tomar decisiones radicales. Su compromiso liberal con la libertad negativa estaba reforzado por su idea de que este tipo de libertad fomentaba el entorno más propicio para que los individuos controlaran y dieran forma a sus vidas a partir de tales elecciones.
«Manipular a los hombres,
impelerlos a metas que uno
—el reformador social—
ve, pero que ellos no
pueden ver, es negarles su
esencia humana, tratarlos
como objetos desprovistos
de voluntad propia y, en
consecuencia,
degradarlos.»
Isaiah Berlin, 1959
En parte, este concepto del yo dividido, que a Berlin le parecía implícito en el concepto de libertad positiva, le inspiraba algunas reservas. Volvamos a George: la parte de él que entiende adecuadamente lo que más le conviene es supuestamente la más elevada, la del y o más racional. Si es incapaz de alentar el predominio de esta parte, tal vez necesite ayuda externa, ayuda de personas más prudentes que él y más capaces de saber cómo debería actuar. Si esto es así, estamos a un paso de considerar legítimo impedir físicamente a George que se acerque a la botella de coñac. Y, teme Berlin, lo que vale para George vale también para el Estado: amparándose en la pancarta de la libertad (positiva) un gobierno puede volverse tiránico y establecer un fin particular para la sociedad; o también priorizar un determinado modo de vida para sus ciudadanos; o incluso decidir lo que deberían desear sin atender a sus deseos reales (véase el cuadro).
La idea en síntesis: libertades en conflicto
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