48 Teorías del castigo
El signo de una sociedad civilizada, dirían muchos, es su capacidad de defender los derechos de sus ciudadanos: de defenderlos contra un trato arbitrario o perjudicial por parte del Estado o de otros individuos, para permitir su plena expresión política y garantizar la libertad de expresión y de movimiento.
Entonces ¿por qué tal sociedad debería infligir daños a sus ciudadanos deliberadamente, excluirlos de sus procesos políticos, restringir su libertad de movimiento o de expresión? Ésa es exactamente la prerrogativa que el Estado se toma cuando decide castigar a sus ciudadanos por vulnerar las reglas que les ha impuesto.
Este conflicto aparente entre diferentes funciones del Estado configura el debate filosófico sobre la justificación del castigo. Como ocurría en la discusión de otros asuntos éticos, el debate sobre la justificación del castigo ha tendido a dividirse entre planteamientos consecuencialistas y deontológicos: las teorías consecuencialistas hacen hincapié en las consecuencias beneficiosas del castigo a los infractores; mientras que las teorías deontólogicas insisten en que el castigo es intrínsecamente bueno como un fin en sí mismo, con independencia de cualesquiera otros beneficios que pueda comportar.
«Es exactamente lo que merecen»
La idea clave de las teorías que sostienen que el castigo es bueno en sí mismo es la reparación. Una convicción básica que subyace a la mayor parte de nuestras ideas morales es que debería darse a la gente lo que se merece: del mismo modo que se beneficiarían si se portasen bien, deben sufrir por portarse mal. La idea de la reparación (la gente debe pagar un precio —a saber, la pérdida de la libertad— por su mal comportamiento) condice perfectamente con esta convicción.
En ocasiones se introduce una idea adicional: la noción de que la infracción crea un desequilibrio, y de que el equilibrio moral se restaura haciendo que el infractor « pague su deuda» a la sociedad; el delincuente ha asumido la obligación con la sociedad de no quebrantar las reglas, de modo que al quebrantarlas contrae una pena (una deuda o un cargo) que debe pagar. La metáfora financiera puede extenderse perfectamente y demandarse una transacción justa: que la severidad de la pena se adecúe a la severidad del crimen.
Niveles de justificación
El « problema del castigo» a menudo adopta como justificaciones consideraciones de tipo utilitarista como la disuasión, la protección de la sociedad y /o factores intrínsecos como la reparación. Pero también puede implicar cuestiones más generales o más específicas. En un nivel específico, podemos preguntarnos si el castigo de un individuo particular está justificado.
Esta pregunta no pone en duda la propiedad general del castigo y no es de un interés filosófico específico o exclusivo. Estas preguntas tienen implicaciones en términos de responsabilidad. ¿Era el acusado responsable de sus acciones en el sentido requerido por la ley ? ¿O estaba actuando bajo alguna coacción o en defensa propia? Aquí, la cuestión de la responsabilidad nos lleva a algunos terrenos filosóficos muy complicados. En el nivel más general, el problema del libre albedrío plantea una pregunta: si todas nuestras acciones están predeterminadas, ¿ejercemos la libertad de decisión en cada uno de nuestros actos y, si no es así, podemos ser responsables de algo de lo que hacemos?
La idea de que « el castigo debería ajustarse al crimen» encuentra apoy o en la lex talionis (la «ley del talión» ) del Antiguo Testamento: « ojo por ojo diente por diente» . Ello implica que el crimen y el castigo deben ser equivalentes no sólo en severidad sino en naturaleza. Los defensores de la pena de muerte, por ejemplo, suelen alegar que la única reparación cabal del asesinato es la pérdida de la vida; aunque quienes piensan así no puedan proponer que los chantajistas sean chantajeados o que los violadores sean violados. Este fundamento bíblico de las teorías de la reparación plantea el principal problema con el que se enfrentan; pues la lex talionis es obra de un Dios « vengativo» , y el reto de la teoría de la reparación es mantener una distancia respetable entre la venganza y la reparación. La idea de que algunos crímenes « claman» castigo se disfraza a veces diciendo que el castigo expresa la indignación de la sociedad hacia un determinado acto porque, cuando la reparación queda puesta en evidencia como poco más que afán de venganza, parece muy poco adecuada como justificación del castigo.
«Todo castigo es un delito:
todo castigo es en sí mismo
malvado.»
Jeremy Bentham, 1789
La pena de muerte
Los debates sobre la pena de muerte normalmente se estructuran de un modo parecido a los debates sobre otros tipos de castigo. Los defensores de la pena capital suelen argumentar que es justo castigar los crímenes más serios con la pena más severa, con independencia de las consecuencias beneficiosas que pueda comportar; pero los supuestos beneficios —sobre todo la disuasión y la protección del pueblo— a menudo también son esgrimidos. Los que se oponen replican señalando que el valor disuasorio es dudoso en el mejor de los casos, que el encarcelamiento brinda la misma protección al pueblo, y que la instauración de la pena capital envilece a la sociedad. El argumento de más peso contra la pena capital —la certeza de que a veces se ha ejecutado a inocentes y de que se los seguirá ejecutando— es difícil de refutar. Tal vez, el mejor argumento a favor de la pena de muerte sea que la muerte es preferible a, o menos cruel que, una vida entre rejas, pero esto sólo nos serviría a lo sumo para concluir que debería dejarse decidir al delincuente si prefiere morir o vivir.
El mal necesario
En las antípodas de las posiciones de la reparación, las justificaciones utilitaristas, u otras de tipo consecuencialista, del castigo se caracterizan no sólo por negar que sea bueno sino por considerarlo como positivamente malo. El pionero del utilitarismo clásico, Jeremy Bentham, pensaba que el castigo era un mal necesario: era malo porque aumentaba la cantidad de desdicha humana; y sólo se justificaba en la medida en que los beneficios que supusiera superasen la desdicha que causaba. No era ésta una posición puramente teórica, tal y como dejara claro la eminentemente práctica reformista de las cárceles del siglo XIX, Elizabeth Fry : « El castigo no es una venganza sino un modo de reducir el crimen y de reformar al criminal» .
Habitualmente, se entiende que el castigo como instrumento para reducir el crimen satisface su papel de dos formas: la inhabilitación y la disuasión. Sin duda, un asesino ejecutado no podrá volver a matar, pero tampoco podrá hacerlo uno que esté encarcelado. El grado de inhabilitación —especialmente en la inhabilitación permanente por medio de la pena capital— puede suscitar discusiones, pero la necesidad de medidas de este tipo en beneficio del interés público es difícil de discutir. Los argumentos en tomo a la disuasión son menos claros. Parece perverso decir que alguien debería ser castigado, no por el crimen cometido sino para disuadir a otros de cometer ofensas similares; y también su utilidad práctica plantea dudas, pues los estudios sugieren que lo disuasorio es más bien el miedo a ser capturado y no cualquier castigo derivado.
Otro aspecto fundamental en el pensamiento utilitarista sobre el castigo es la reforma o la rehabilitación del criminal. Para el individuo con mentalidad liberal resulta muy seductora la idea de que el castigo constituya una forma de terapia mediante la que se reeduca y se reforma a los delincuentes de modo que puedan convertirse en plenos y útiles miembros de la sociedad. Sin embargo, existen dudas serias sobre la capacidad de los sistemas penales —los habituales, al menos — para conseguir este propósito.
En la práctica, es fácil ofrecer contraejemplos que muestran la inadecuación de cualquier justificación utilitaria particular del castigo: basta con citar casos en los que el delincuente no representa un peligro para la ciudadanía o no necesita reforma, o en los que el castigo carece de cualquier valor disuasorio. Sin embargo, el planteamiento habitual consiste en ofrecer una colección de posibles beneficios que el castigo brinda, sin sugerir que todos ellos se aplican en todos los casos. Pero incluso así, cabe la posibilidad de que sigamos sintiendo que a la explicación puramente utilitaria le falta algo, y que debe preservarse algún espacio para la reparación. De acuerdo con este sentimiento, muchas teorías recientes son de naturaleza esencialmente híbrida, al intentar combinar elementos de la teoría de la reparación con otros de la utilitarista para ofrecer
una explicación global del castigo. Entonces, la principal labor consistiría en establecer prioridades en los distintos objetivos especificados, y poner de relieve los puntos en los que entran en conflicto con las actuales políticas y prácticas.
La ideaen síntesis: ¿se adecúa el castigo al crimen?
49 La Tierra como bote salvavidas
«A la deriva en un Mar Moral … Digamos que aquí estamos sentadas 50 personas, en nuestro bote salvavidas. Siendo generosos, pongamos que caben 10 más, en total 60. Supongamos que los que vamos en el bote salvavidas vemos a 100 más que nadan en el agua, implorando que los dejemos subir a nuestro bote o pidiendo limosna…» … Tenemos muchas opciones: podemos estar tentados de intentar vivir de acuerdo con el ideal cristiano de “cuidar de nuestros hermanos”, o con el ideal marxista de vivir “cada cual de acuerdo con las propias necesidades”. Pero puesto que las necesidades de todos en el agua son las mismas, y puesto que todos pueden considerarse nuestros hermanos, podríamos ofrecer nuestro bote a todos, con lo cual sumaríamos 150 en un bote diseñado para 60. El bote se hunde, y se ahoga todo el mundo. Una justicia completa y una catástrofe completa … Puesto que el bote tiene capacidad para 10 pasajeros más, podríamos admitir solamente a 10. Pero ¿a cuáles dejaríamos subir? Supongamos que decidimos no admitir a
ninguno. Así podríamos sobrevivir aunque deberíamos estar vigilando constantemente a los que quieren abordarnos.»
En un artículo publicado en 1974 el ecologista norteamericano Garrett Hardin introdujo la metáfora de la Tierra como bote salvavidas para argumentar contra las ayudas de los países ricos occidentales a los países en vías de desarrollo de todo el mundo. Erigido en el incansable azote de la sensiblería liberal, Hardin sostenía que las intervenciones bienintencionadas pero equivocadas de Occidente estaban perjudicando a largo plazo a todos los implicados. Los países que recibían ayuda extranjera desarrollaban una cultura dependiente y así no conseguían « aprender a largo plazo» los peligros de un plan posterior inadecuado y del crecimiento de la población ilimitado. Al mismo tiempo, la inmigración sin restricciones significa que las casi estancadas poblaciones occidentales se verán ahogadas rápidamente por las ininterrumpidas oleadas de refugiados económicos. Hardin atribuye la culpa de estos males a la aterrorizada conciencia de los liberales, y censura especialmente el que alentaran la « tragedia de los comunes» , un proceso en el que los limitados recursos, considerados de modo idealista como propiedad de todos los humanos, quedarían incluidos en un tipo de propiedad común que inevitablemente conducía a la sobreexplotación y a la ruina.
«La ruina es el destino
hacia el que todos los
hombres se apresuran, pues
cada uno persigue su propio
interés en una sociedad
convencida de la libertad
para los recursos comunes.
La libertad en los recursos
comunes conduce a la ruina
para todos.»
Garrett Hardin, 1968
La tragedia de los recursos comunes El recurso de Hardin a la dura ética del bote salvavidas era una respuesta directa a los problemas que había observado en la amable metáfora de la « nave espacial Tierra» tan cara a los ecologistas soñadores; de acuerdo con ella, todos nosotros viajamos a bordo de una nave espacial, de modo que tenemos el deber de asegurarnos que no derrochamos los preciados y limitados recursos de la nave. El problema se plantea cuando este panorama se funde con la amable tripulación en la que todos están bien avenidos, y que alimenta la concepción de que los recursos mundiales deberían gestionarse en común, y todo el mundo debería recibir una parte justa e igual de los mismos. Un granjero que tiene una parcela de tierra se ocupará de su propiedad y se asegurará de no arruinarla sobreexplotándola, pero si se convierte en terreno común abierto a todos, no estará tan preocupado en protegerla. Las tentaciones de la ganancia acorto plazo significan que las restricciones voluntarias desaparecerían pronto, y la degradación y el declive las sucederían rápidamente. Estos procesos —inevitables, según Hardin, en « un mundo abarrotado de seres humanos que están bastante lejos de ser imagen liberal de una gran y feliz perfectos» — constituyen lo que él llama la « tragedia de los comunes» . En esta exacta medida, cuando los recursos de la Tierra, como el aire, el agua o los peces de los océanos, son tratados como recursos comunes, no existe una administración adecuada de los mismos y la ruina está asegurada.
La ética del amor incondicional
El propio Hardin es poco favorable a promover la ética del amor incondicional en su bote salvavidas. Con la conciencia muy tranquila, su advertencia a la aterrorizada conciencia culposa de los liberales es « largarse y dejar su sitio a los otros» , con lo cual se eliminan los remordimientos que amenazan la estabilidad del bote. No hay razón para preocuparse por el modo en que hemos llegado al bote: « no podemos deshacer el pasado» ; y sólo cabe aceptar su dureza, la firme postura de que es posible salvar el mundo (o nuestra parte del mundo, al menos) para las futuras generaciones.
La representación de la relación entre los países ricos y los pobres es realmente horrible: los primeros se encuentran apalancados sin peligro en sus botes y les parten la cabeza en dos o les aplastan los nudillos a los segundos con sus remos cuando intentan trepar a bordo. Pero hay maneras distintas a la de Hardin de interpretar la metáfora. ¿Acaso el peligro de que se hunda el bote salvavidas es real? ¿Cuál es su capacidad real? ¿No se tratará más bien de un problema de que las hinchadas bestias se apretaran un poco y redujeran sus raciones de comida?
Una buena parte del argumento de Hardin descansa en el supuesto de que los elevados índices de natalidad de los países pobres persistirían incluso si tuvieran mejores condiciones; no admite que tales índices pueden ser un efecto de una mortalidad infantil más elevada, de una expectativa de vida baja, de una pobre educación, y muchas otras cosas del mismo tipo. El liberal diría que sin el maquillaje lo que nos deja Hardin es la idea de una inmoralidad en bruto y desnuda: el egoísmo, la complacencia, la falta de compasión…
Las fronteras morales
Cuando se considera bajo esta luz, la culpa del liberal no parece tan fuera de lugar. Un titular liberal del bote no soñaría en aporrear en la cabeza a un compañero de viaje con el remo, pero ¿qué puede parecerle contemplar cómo otro lo hace (o incluso permitir que suceda algo así) con los desafortunados que están en el agua, alrededor del bote? Además, asumiendo que hubiera efectivamente sitio en el barco, ¿no es su deber ayudarles a salir del agua y compartir las raciones?
El panorama del bote salvavidas confronta así al liberalismo occidental a un reto serio. Uno de los requisitos más elementales de la justicia social es el trato imparcial para todos los individuos; no debería permitirse que las cosas que están más allá de nuestro control (los factores accidentales debidos al nacimiento, por ejemplo, como el color de la piel, el género, etc.) determinaran cómo es tratada y juzgada moralmente esa persona. Y no obstante, existe un factor —el lugar donde nace cada uno— que parece jugar un papel muy importante en nuestras vidas morales, no sólo para los defensores de Hardin, sino también para la mayoría de los que se autoproclaman liberales. ¿Cómo puede tener tanto — siquiera alguno— peso moral algo tan arbitrario como las fronteras nacionales?
Frente a este desafío, el liberal debe, o bien mostrar por qué se suspende el requisito de igualdad, o bien disolver tal requisito cuando consideramos partes del mundo que no son la nuestra (es decir: por qué es correcto para nosotros tener preferencia moral por nosotros mismos); o también puede aceptar que existe alguna incoherencia en el corazón del liberalismo corriente y que la consistencia exige que los principios de la moralidad y de la justicia social se apliquen globalmente.
Teóricos contemporáneos han intentado abordar el asunto de los dos modos. El argumento de la parcialidad es un ingrediente esencial del pensamiento liberal que, si bien es muy útil para hacer frente a realidades globales, sin duda reduce su alcance y su dignidad. Por otro lado, el liberalismo completamente cosmopolita, aunque laudable, exige un cambio radical de las prácticas y las políticas actuales de compromiso internacional que hace temer que se vaya a pique al chocar con esas mismas realidades globales. Sea como fuere, a la filosofía política le queda mucho camino por recorrer en el campo de la justicia internacional y global.
«La supervivencia futura inmediata exige que actuemos de
acuerdo con la ética del bote salvavidas. Le haremos un flaco
favor a la posteridad si obramos de otro modo.»
Garrett Hardin, 1974
La idea en síntesis: ¿queda espacio en el bote?
«Nunca ha habido una
guerra buena, ni una paz
mala.»
Benjamin Franklin, 1783
50 La guerra justa
Aunque la guerra siempre ha tenido entusiastas, la mayoría compartiría los sentimientos del poeta Charles Sorley, quien, en 1915, pocos meses antes de morir a los 21 años en la batalla de Loss, escribió: «No existen las guerras justas. Lo que hacemos es combatir a Satán con Satán». Pero casi cualquiera estaría de acuerdo en que, por más que la guerra sea diabólica, algunos diablos son peores que otros. Sí, debería evitarse la guerra, pero no a cualquier precio.
Puede ser el menor de los males; el motivo puede ser tan irrenunciable, la causa tan importante, que el recurso a las armas esté moralmente justificado. En tales circunstancias, la guerra puede ser justa. El debate filosófico sobre la moralidad de la guerra, un asunto a lo sumo tan vigente hoy como siempre, tiene una larga historia. En Occidente, las preguntas surgieron originalmente en las antiguas Grecia y Roma, y de ellas las heredó la Iglesia cristiana. La conversión del Imperio romano al cristianismo en el siglo IV d. C. demandaba un compromiso entre las aspiraciones pacifistas de la temprana iglesia y las necesidades militares de los gobernantes del Imperio. San Agustín impulsó esta reconciliación, que asumió santo Tomás de Aquino, desarrollando la distinción aún hoy canónica entre ius ad bellum (« justicia en la declaración de guerra» , las condiciones bajo las cuales es moralmente correcto tomar las armas) y ius in bello (« justicia en la guerra» , las reglas de conducta una vez empieza la lucha). El debate en la « teoría de la guerra justa» se estructura esencialmente en tomo a estas dos ideas.
Las condiciones de la guerra
Los principales objetivos de la teoría de la guerra justa son identificar una serie de condiciones bajo las cuales es moralmente defendible recurrir a la fuerza de las armas, y ofrecer pautas sobre los límites para el desarrollo del combate. Los principios de la ius ad bellum se han discutido y revisado mucho a lo largo de los siglos. Algunos resultan más controvertidos que otros; en la mayoría, los problemas son de interpretación. Se suele coincidir en que las diversas condiciones son todas necesarias pero no suficientes para justificar una declaración de guerra. Sí se ha conseguido bastante consenso acerca de las siguientes:
«Bismarck hizo guerras
“necesarias” y mató a miles
de personas; los idealistas
del siglo XX hacen guerras
“justas” y matan a
millones.»
A. J. P. Taylor, 1906-1990
Causas justas
Aún hoy se discute la condición primordial para que una guerra sea moralmente defendible: la causa justa. En siglos anteriores se interpretaba de un modo muy amplio y podía incluir, por ejemplo, la motivación religiosa; en el Occidente secular tales causas se descartarían hoy por considerarse ideológicas, cuando no inadecuadas.
La may oría de los teóricos modernos han restringido el alcance de las condiciones a la defensa contra la agresión. Menos controvertido resulta incluir la autodefensa contra la violación de los derechos fundamentales de un país (su soberanía política y su integridad territorial, por ejemplo, Kuwait contra Irak en 1990-1991); y muchos de ellos la ampliarían a la posibilidad de ayudar a un tercero que fuera víctima de una agresión (es el caso de la coalición de fuerzas que liberó Kuwait en 1991). Mucho más controvertidas son las acciones militares preventivas contra potenciales agresores, porque las pruebas definitivas de la intención están necesariamente ausentes. La duda está aquí en si la fuerza preventiva no es en sí misma una agresión, y hay quien considera que sólo una agresión concreta —consumada— puede constituir una causa justa.
Buenas intenciones
Están estrechamente vinculadas a la anterior. No basta con tener una causa justa; es necesario que el objetivo único y exclusivo de la acción militar sea favorecer esa causa. Santo Tomás de Aquino hablaba de que debe promoverse el bien y evitarse el mal, pero el asunto crucial es simplemente que la única motivación debería ser restablecer los males provocados mediante la agresión que proporcionó una causa justa. La causa justa no puede ser entonces un pretexto para otros motivos como el interés nacional, la expansión territorial o la exaltación de la grandeza nacional.
«Ius in bello»
Otro aspecto de la teoría de las guerras justas es la ius in bello: qué es una conducta moralmente aceptable y adecuada una vez empieza el combate. Esto abarca muchas cosas, desde el comportamiento de los soldados en sus relaciones tanto con el enemigo como con los civiles, hasta las principales cuestiones estratégicas, como el uso de armas (nucleares, químicas, minas, bombas de racimo, etc.). En este ámbito, normalmente hay dos consideraciones ineludibles: La proporción
«En la guerra no existen
vías intermedias.»
Winston Churchill, 1949
requiere que los medios y los fines se adecúen. Por tomar un caso extremo, casi cualquiera acepta que un ataque nuclear no puede justificarse por más útil que pudiera ser para conseguir algún objetivo militar. La discriminación requiere que los combatientes y los que no combaten sean rigurosamente diferenciados. Por ejemplo, se considera inadmisible incluir a los civiles, incluso aunque resultara de ayuda para minar la moral de los militares enemigos.
Es evidente que es posible que una guerra justa se desarrolle injustamente, y una injusta de un modo justo. Dicho de otro modo, los requisitos de la ius ad bellum y los de la ius in bello son distintos, y las dos pueden satisfacerse mutuamente. En particular, muchos aspectos de la ius in bello se solapan con el objeto del derecho internacional (tales como el Convenio de La Haya y la Convención de Ginebra), y las infracciones tanto en el bando de los ganadores como en el de los derrotados deben juzgarse en principio como crímenes de guerra.
La autoridad competente
La decisión de ir a las armas sólo pueden tomarla « las autoridades competentes» de acuerdo con los procesos requeridos. En este contexto « competente» significa cualquier cuerpo o institución del Estado que tenga poder soberano (su competencia para declarar la guerra se suele establecer en el seno de la Constitución de cada país). « Declarar la guerra» es importante, puesto que en ocasiones implica que la decisión de tomar las armas se declarará formalmente a los propios ciudadanos y al Estado(s) contrario. Pero esto parece poco recomendable si el hacerlo concede alguna ventaja estratégica al enemigo, el cual ha perdido efectivamente cualquier derecho a tales consideraciones al iniciar la agresión. El concepto mismo de « autoridad competente» es muy
intrincado, y suscita preguntas peliagudas sobre la legitimidad del gobierno y sobre la relación óptima entre los que toman las decisiones y el pueblo.
El último recurso
El recurso a la guerra sólo está justificado si —por justa que sea la causa— se han explorado, o cuando menos considerado, cada una de las alternativas pacíficas, no militares. Por ejemplo, si un conflicto puede impedirse por medios diplomáticos, sería categóricamente erróneo dar una respuesta militar. Las sanciones económicas o de otro tipo también deberían considerarse.
Perspectivas de éxito
Incluso si se cumplen las anteriores condiciones para una intervención militar, un país sólo debería recurrir a la guerra si tiene alguna posibilidad « razonable» de ganar. Este requisito suena bastante prudente: no tiene ningún sentido arrasar vidas y recursos en vano.
«La política es la guerra sin
derramamiento de sangre,
mientras que la guerra es
la política con
derramamiento de sangre.»
Mao Zedong, 1938
Sin embargo ¿cuán exitoso debe ser el éxito? ¿Es realmente erróneo que un poder la emprenda contra un agresor más fuerte con independencia de hasta qué punto las posibilidades de ganar sean desfavorables? El regusto consecuencialista de esta condición resulta ofensivo a muchos. En ocasiones, es perfectamente adecuado resistir a un agresor —e inmoral o cobarde, no hacerlo— por fútil que parezca la empresa.
La proporción
Un equilibrio entre la finalidad deseada y las consecuencias que previsiblemente cabe esperar: el bien que se espera (reparar el mal, que constituye la causa justa) debe sopesarse frente a los daños previsibles (las víctimas, el sufrimiento humano, etc.). De modo que cabe exigir que la acción militar ocasione mayores bienes que daños; el beneficio debe ser mayor que el coste. Ésta es también una consideración prudencial y claramente consecuencialista (aunque en este caso casi irresistible SI el bien resultante y el daño pueden definirse y medirse cuidadosamente). Cuando consideramos la proporción entre los medios militares y los fines, empezamos a adentramos en el territorio del ius in bello.
No sólo una guerra justa
Entre los filósofos contemporáneos, la teoría de la guerra justa tal vez sea el ámbito de mayor debate, aunque no es la única perspectiva. Los dos puntos de vista más extremos son el realismo y el pacifismo.
Los realistas son escépticos con respecto al proyecto mismo de aplicar conceptos éticos para pensar en la guerra (o cualquier otro aspecto de la política exterior); la influencia internacional y la seguridad nacional son las principales preocupaciones (los jugadores reales del mundo juegan a béisbol, la moralidad es para los débiles). Los pacifistas, en las antípodas, creen que la moralidad debe prevalecer en los asuntos internacionales; para ellos, la acción militar nunca es la solución correcta: siempre existe una opción mejor.
La idea en síntesis: lucha en un combate limpio
Glosario
Absolutismo En ética, consiste en considerar que determinadas acciones son correctas o incorrectas con independencia de cualquier circunstancia o de sus consecuencias.
Analítico Describe una proposición que aporta may or información de la que se encuentra contenida en el significado de los términos incluidos. Por ejemplo: « Todos los sementales son machos» . En cambio, una proposición que proporciona información significativa (« Los sementales son más veloces que las y eguas» ) se denomina sintética.
Analogía Comparación en la que dos cosas se parecen: un argumento por analogía usa similitudes evidentes entre dos cosas para defender la similitud en otros aspectos no evidentes.
Antirealismo véase Subjetivismo.
A posteriori véase A priori.
A priori Describe una proposición cuya verdad puede conocerse sin recurrir a la evidencia de la experiencia. En cambio, una proposición que requiere el recurso a la experiencia es denominada a posteriori.
Consecuencialismo En ética, la noción de que la rectitud de una acción sólo puede establecerse por referencia a la efectividad con que permite alcanzar determinados fines o estados de hecho deseables.
Contingente Describe algo que es de hecho cierto pero podría haber sido de otro modo. En cambio, una verdad necesaria es la que no podría haber sido de otro modo; algo verdadero en cualquier circunstancia o en cualquier mundo posible.
Deducción Una forma de inferencia en la que la conclusión se sigue de (está contenida en) las premisas; si las premisas de un razonamiento deductivo válido son verdad, la conclusión es indudablemente verdad.
Deontología La concepción por la que algunas acciones se consideran intrínsecamente correctas o incorrectas, con independencia de sus consecuencias; se pone especial énfasis en los deberes y las intenciones de los sujetos.
Determinismo Teoría según la cual cada acontecimiento tiene una causa anterior y que, en consecuencia, cada estado del mundo requiere un estado previo que lo determina. El problema del libre albedrío surge cuando el determinismo es llevado hasta el extremo de menoscabar nuestra libertad de acción.
Dualismo En la filosofía de la mente, la noción de que la mente (o el alma) y la materia (o el cuerpo) son distintas. Los dualistas de la sustancia sostienen que la mente y la materia son sustancias esencialmente distintas; los dualistas de las propiedades sostienen que una persona tiene dos tipos de propiedades esencialmente distintas, las mentales y las físicas. Al dualismo se opone el idealismo o inmaterialismo (las mentes y las ideas son las únicas que existen), y el fisicalismo o el materialismo (los cuerpos y la materia son lo único que existe).
Empírico Describe los conceptos o creencias basados en la experiencia (a saber, los datos de los sentidos o las evidencias de los sentidos); una verdad empírica es la que puede confirmarse como tal apelando únicamente a la experiencia.
Empirismo La concepción de que el conocimiento está basado en, o inextricablemente unido a, la experiencia derivada de los sentidos; se trata de una negación de un conocimiento a priori.
Epistemología Teoría del conocimiento que incluy e su fundamentación y justificación, así como el papel de la razón y /o de la experiencia, en su adquisición.
Escepticismo Posición filosófica en la que se desafía nuestra pretensión de conocimiento en uno o en todos los ámbitos.
Estética Es la rama de la filosofía consagrada a las artes, incluida la definición y la naturaleza de las obras de arte, el fundamento del juicio estético, y la justificación de los juicios estéticos y de la crítica de arte.
Falacia Un error de razonamiento. Por lo general se distingue entre las falacias formales, en las que el fallo se debe a la estructura lógica de un argumento, y las falacias informales, que comprenden todas aquellas otras formas en que el razonamiento puede extraviarse.
Fisicalismo véase Dualismo.
Idealismo véase Dualismo.
Inducción Forma de inferencia en la que se extrae una conclusión empírica (una ley general o un principio) de premisas empíricas (observaciones particulares sobre cómo son las cosas en el mundo); la conclusión sólo se sostiene en las premisas (sin estar incluida en ellas), de modo que las premisas pueden ser ciertas y aun así la conclusión ser falsa.
Inferencia Proceso de razonamiento que va de las premisas a la conclusión; los principales tipos de inferencia son la deducción y la inducción. Discernir entre las inferencias correctas y las incorrectas es el propósito de la lógica.
Inmaterialismo véase Dualismo.
Liberalismo (ético) La concepción de que el determinismo es falso y de que las decisiones humanas son genuinamente libres.
Libre albedrío véase Determinismo.
Lógica véase Inferencia.
Materialismo véase Dualismo.
Metafísica Rama de la filosofía que se ocupa de la naturaleza o de la estructura de la realidad, centrándose generalmente en nociones como la de ser, sustancia y causa.
Naturalismo En ética, la concepción de que los conceptos morales pueden explicarse o analizarse meramente en términos de « hechos de naturaleza» que, en principio, puede descubrir la ciencia.
Necesario véase Contingente.
Normativo Relativo a las normas (pautas o principios) mediante las que se juzga o se orienta la conducta humana. La distinción normativo/descriptivo es paralela a la distinción entre valores y hechos.
Objetivismo En ética y en estética, la concepción de que valores y propiedades como la bondad y la belleza son inherentes o intrínsecos a los objetos, y existen independientemente de la capacidad humana para aprehenderlos.
Paradoja En lógica, argumento en el que premisas aparentemente inobjetables llevan, mediante un razonamiento aparentemente sólido, a una conclusión inaceptable o contradictoria.
Racionalismo La concepción de que el conocimiento (o algún conocimiento) puede adquirirse de un modo alternativo al uso de los sentidos, mediante el ejercicio de nuestros exclusivos poderes racionales.
Realismo La concepción de que los valores éticos y estéticos, las propiedades matemáticas, etc. existen « ahí fuera» en el mundo, con independencia de nuestro conocimiento o de nuestra experiencia de los mismos.
Reduccionismo Aproximación a un aspecto o ámbito de un discurso que intenta explicar o analizarlo, completa y absolutamente, en otros términos (normalmente más simples o más accesibles), por ejemplo, el fenómeno mental en términos puramente físicos.
Relativismo En ética, la concepción para la cual la corrección o incorrección de las acciones está determinada por, o es relativa a, la cultura y las tradiciones de los grupos o comunidades sociales particulares.
Sintético véase Analítico.
Subjetivismo (o antirrealismo) En ética y en estética, la concepción para la cual el fundamento del valor no se encuentra en la realidad externa, sino en nuestras creencias acerca de ella o en nuestras respuestas emocionales a ella.
Utilitarismo En ética, sistema consecuencialista en el que las acciones se juzgan correctas o incorrectas en la medida en que aumenten o disminuyan el bienestar o la « utilidad» humanas; la interpretación clásica de la utilidad es el placer o la felicidad humanos.
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