miércoles, 11 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XV)


36 ¿Q ué es el arte?
«Ya he visto y oído antes una considerable insolencia cockney; pero nunca pensé que escucharía a un gallito petulante pedir doscientas guineas por echarle a la gente un tarro de pintura en plena cara.» Lamentablemente célebre es esta condena del crítico Victoriano John Ruskin ante el fantasmagórico cuadro de James McNeil Whistler titulado Nocturno en negro y oro de 1875. La cantidad de libelos que se sucedieron dejó en una victoria nominal aparente al artista — se le compensaron los prejuicios con un solo cuarto de penique—, pero en realidad sacó mucho más: una plataforma desde la que defender los derechos de los artistas para expresarse, liberados de las constricciones de la crítica, y lanzar el grito de guerra del esteticismo: «el arte por el arte».

La completa incomprensión de la obra de Whistler por parte de Ruskin no es inusual. Cada época actualiza la batalla entre el artista y el crítico, en la que el último —que a menudo refleja el gusto conservador del público— se lamenta con horror y desdén de los supuestos excesos de una nueva y desafiante generación de artistas. En nuestra época, es frecuente ver a los críticos llevarse las manos a la cabeza ante la última atrocidad artística: un tiburón envasado, un lienzo empapado en orines, una cama sin hacer. Es un eterno conflicto imposible de resolver porque su origen es una discrepancia sobre una de las preguntas más fundamentales: ¿qué es el arte?

De la representación a la abstracción 

Las concepciones que Ruskin y Whistler tienen de las propiedades que una obra de arte debe poseer tienen mucho que ver entre sí. Dicho en jerga filosófica, discrepan en la naturaleza del valor estético, el análisis del cual constituye la cuestión central en el ámbito de la filosofía que es
la estética.

El ojo del observador

La pregunta más elemental, y también más natural, de la estética es si la belleza (u otro valor estético) se encuentra realmente « en» (o si es inherente a) los objetos a los que se les atribuye. Los realistas, y los objetivistas, sostienen que la belleza es una propiedad real que debe poseer el objeto, y por ello es enteramente independiente de las ideas o las respuestas de cualquiera respecto a ella; el David de Miguel Ángel sería bello incluso si no existiera ningún humano que lo juzgara así, incluso si todo el mundo pensara que es espantoso. El antirrealista, o subjetivista, cree que el valor estético está necesariamente vinculado a los juicios y las respuestas de los humanos. Paralelamente a lo que ocurre con la pregunta acerca de si los valores morales son objetivos o subjetivos, la pura excepcionalidad de la belleza, su estar « fuera del mundo» y su autonomía con respecto a los observadores humanos, puede forzarnos a una posición antirrealista, es decir, a considerar que la belleza depende del ojo del observador. No obstante, nuestras intuiciones parecen apoyar firmemente la sensación de que hay algo más que hace al objeto bello, aparte del mero hecho de que a nosotros nos lo parezca. La kantiana idea de la validez universal parece confirmar esta intuición: los juicios estéticos están efectivamente basados sólo en nuestras respuestas y sentimientos subjetivos; pero tales respuestas y sentimientos están tan arraigados en la naturaleza humana que son universalmente válidos: cabe esperar que cualquier humano cabalmente constituido los comparta.

En la concepción de los griegos, el arte es una representación o un espejo de lanaturaleza. Para Platón, la realidad última reside en un mundo de Ideas o Formas perfectas e inmutables (inextricablemente unido a los conceptos de bondad y belleza. El filósofo griego consideraba las obras de arte como un reflejo o una pura imitación de estas Ideas, inferior y poco fidedigno como modelo de verdad; por eso echó a los poetas y a otros artistas de su república ideal. Aristóteles compartía la concepción del arte como representación, pero adoptaba una concepción más favorable a sus objetos, considerándolos como un modo de completar algo que en la naturaleza sólo estaba realizado parcialmente, y por lo tanto como una vía para iluminar la esencia universal de las cosas.
La teoría institucional del arte

« Me preguntaron cosas como: “¿Esto es arte?”. Y y o contesté: “A ver…,
si no es arte ¿qué narices se supone que hace en una galería de arte y porqué viene la gente a verlo?”.»
«Podemos observar una
compleja red de similitudes
que se solapan y se
entrecruzan; unas veces
son similitudes generales, y
otras similitudes de
detalle.»
Ludwig Wittgenstein, 1953

Este comentario de la artista inglesa Tracey Emin refleja la « teoría institucional del arte» , muy discutida desde la década de 1970. La teoría sostiene que una obra de arte funciona como tal únicamente en virtud de si miembros autorizados del mundo del arte (críticos, galeristas, artistas…) le han otorgado tal título. A pesar de ser influyente, la teoría institucional ha tenido que afrontar muchas dificultades, la menor de las cuales no es la de proporcionar una información considerablemente pobre. Queremos saber por qué se consideran valiosas las obras de arte. Los miembros del mundo del arte deben tener razones para hacer los juicios que hacen. Si no, ¿cuál es el interés que debemos a sus opiniones?

Y si las tienen, debería informársenos mejor de cuáles son. La idea del arte como representación, y su estrecho vínculo con la belleza, ejerce un claro dominio en la modernidad. Pero, como reacción, en el siglo XX algunos pensadores proponen una aproximación « formalista» al arte, para la cual las líneas, los colores y otras cualidades formales son consideradas primordiales, y cualquier otra consideración, incluso los aspectos representacionales, es despreciada o excluida. 

Así, la forma prevalece sobre el contenido, preparando el camino para el abstraccionismo, que llegó a jugar un papel hegemónico en el arte occidental. Otra alternativa muy influyente en la representación fue el expresionismo, que renunció a cualquier observación atenta y fidedigna del mundo externo a favor de la exageración y la distorsión, mediante el uso de llamativos colores artificiales para expresar los sentimientos íntimos del artista. Instintivas y conscientemente no naturalistas, tales expresiones de las emociones y la experiencia subjetivas del artista fueron consideradas la marca distintiva de las verdaderas obras de arte.

Un aire de familia 

Un tema imperecedero de la filosofía occidental desde Platón ha sido la consecución de definiciones. Los diálogos socráticos plantean la característica pregunta —qué es la justicia, qué es el conocimiento, qué es la belleza—, y a partir de ahí proceden a demostrar, mediante una serie de preguntas y respuestas, que los interlocutores, a pesar de su presunto conocimiento, no poseen un verdadero conocimiento de los conceptos involucrados. El supuesto tácito es que el verdadero conocimiento de algo depende de la capacidad para definirlo, y esto es lo que los interlocutores de Sócrates (el portavoz de Platón) son incapaces de hacer. Pero esto nos confronta a una paradoja, pues quienes son incapaces de proporcionar una definición de un determinado concepto suelen ser capaces de reconocer qué no es, lo que sin duda exige que sepan, en alguna medida, qué es.

El concepto de arte nos confronta con un caso de este tipo. Parece que sabemos qué es, por dificultoso que nos resulte definir las condiciones necesarias y suficientes para que algo se considere obra de arte. En nuestra perplejidad, tal vez sea natural preguntar si la tarea de definición no está en sí misma mal planteada: tal vez sea una pérdida de tiempo intentar identificar algo que se niega obstinadamente a dejarse asir.

La noción de aire de familia, que Wittgenstein expone en sus póstumas Investigaciones filosóficas, ofrece una salida de este laberinto. Consideremos la palabra « juego» . Todos nosotros tenemos una idea clara de qué son los juegos: podemos dar ejemplos, comparar distintos juegos, decidir acerca de algunos casos dudosos, etc. Pero los problemas surgen cuando intentamos ir al fondo del asunto y encontrar algún significado esencial o alguna definición que los abarque todos. Pues no existe un denominador común: hay muchas cosas que los juegos tienen en común, pero no existe un único rasgo que todos ellos compartan. En resumen, no hay un significado esencial o un trasfondo oculto: nuestra comprensión de la palabra consiste ni más ni menos en nuestra capacidad para usarla de forma pertinente en una amplia variedad de contextos.

Si suponemos que « arte» , como « juego» , es una palabra que reúne cosas con un aire de familia, la mayor parte de nuestras dificultades se disipan. Unas obras de arte tienen muchas cosas en común con otras obras de arte: pueden expresar las emociones íntimas del artista; pueden destilar la esencia de la naturaleza; pueden conmovemos, repelernos o chocarnos. Pero si intentamos señalar algún rasgo que todas ellas compartan, estaremos buscando en vano; cualquier tentativa de definir el arte —de aislar un término que sea esencialmente fluido y dinámicoen su uso— constituye un error y nos aboca al fracaso.

La idea en síntesis: los valores estéticos

«No es necesario conocer
las intenciones personales
del artista. La obra nos las
cuenta.»
Susan Sontag, n. 1933


37 La falacia intencional

Son muchos los que consideran a Richard Wagner como uno de los mayores compositores que han existido. Su genio creativo está fuera de duda; la procesión constante de peregrinos a su «santuario» en Bayreuth atestigua su enorme talento y su perdurable fascinación. Pero también parece indiscutible que Wagner fue un hombre excepcionalmente desagradable: de una arrogancia asombrosa y tremendamente obsesivo, carecía de cualquier escrúpulo cuando se trataba de explotar a los demás, era desleal con sus amigos más íntimos… el catálogo de debilidades y vicios es interminable. Y sus ideas eran, si cabe, incluso más repulsivas que su personalidad: intolerante, racista, virulentamente antisemita; fue un entusiasta abogado de la limpieza racial que clamó la expulsión de los judíos de Alemania.

¿Cuán decisivos son estos aspectos? ¿Tiene alguna relevancia nuestro conocimiento del carácter de Wagner, de sus inclinaciones, de sus ideas, etc., para nuestra comprensión y apreciación de su música? Podríamos suponer que estas consideraciones son relevantes en la medida en que informan o afectan a su obra musical; que saber lo que le motivó a producir una obra particular o cuáles eran las intenciones que propiciaron su creación podría darnos una comprensión más completa de sus logros y de su significado. Sin embargo, de acuerdo con una influyente teoría desarrollada a mediados del siglo XX, la interpretación de una obra debería ceñirse a sus cualidades objetivas; debería desatenderse rigurosamente todo factor externo o extrínseco (biográfico, histórico, etc.) relacionado con el autor de la obra. El (presunto) error de suponer que el significado y el valor de una obra pueden determinarlo factores semejantes se denomina « falacia intencional» .

Obras públicas 

Aunque la idea se ha incorporado después a otros ámbitos, la falacia intencional procede originalmente de la crítica literaria. El término lo usaron por primera vez en un ensayo de 1946 William Wimsatt y Monroe Beardsley, dos miembros de la escuela de la Nueva Crítica que
surgió en Estados Unidos en 1930.

La principal preocupación de los nuevos críticos era que los poemas y otros textos fueran considerados como autónomos y autosuficientes; su significado debería determinarse únicamente sobre la base de las propias palabras (las intenciones del autor, explícitas o tácitas, eran irrelevantes para el proceso de interpretación). Una obra, una vez liberada del mundo, se convierte en un objeto público al que nadie, ni siquiera el autor, tiene un acceso privilegiado.
¿Puede ser bueno el arte inmoral?

Existe un antiguo debate filosófico que se centra en la pregunta sobre si un arte moralmente malo puede ser bueno (desde el punto de vista estaban artístico). La pregunta suelen suscitarla figuras como Leni Riefensthal, la cineasta alemana cuy os documentales El triunfo de la voluntad (sobre los mítines de Nuremberg) y Olimpia (sobre las Olimpiadas de Berlín en 1936) eran esencialmente propaganda nazi pero los cuales, no obstante, se consideran a menudo como brillantes desde el punto de vista técnico y artístico. Los griegos antiguos habrían desechado la pregunta rápidamente, pues para ellos las nociones de belleza y de bondad moral íntimamente unidas, pero para los modernos resulta más problemática. Los propios artistas suelen ser relativamente indulgentes, entre ellos Ezra Pound, cuya posición resulta bastante característica: « El buen arte, por “inmoral” que sea, sigue siendo completamente virtuoso. El arte bueno no puede ser inmoral. Por arte bueno entiendo un arte que da cuenta de la verdad» .

La atención a la falacia intencional no es un asunto sólo teórico: pretendía ser un correctivo a las tendencias hegemónicas de la crítica. En efecto, en la medida en que nos atañe a los lectores profanos, está claro que dependemos de todo tipo de factores extraños al interpretar un texto; simplemente parece inadmisible suponer que nuestra lectura de un libro sobre la trata de esclavos sería la misma con independencia de si el autor es africano o europeo. Otra cosa es, naturalmente, si ello debería tener algún efecto, pero tal ve: deberíamos tener cuidado con las ideas que nos obligan a actuar de un modo tan distinto a la práctica común.

Además, es incluso dudoso que sea posible, y mucho menos deseable, separar completamente la mentalidad de un autor y sus obras. Comprender las acciones de una persona implica suponer algunas cosas acerca de sus intenciones; ¿acaso la interpretación de una obra no depende en parte de semejantes supuestos e inferencias? A fin de cuentas, resulta complicado tragarse la idea de que lo que un autor o un artista pretenden expresar con su obra es irrelevante para entender lo que realmente significa.
Imitaciones, falsificaciones y restos

Los peligros de la falacia intencional nos advierten de la conveniencia de ignorar las intenciones del creador cuando juzgamos el valor y el significado de una obra de arte. Pero, por más que nos veamos obligados a mirar una obra de arte aisladamente, desvinculada de las intenciones de su creador, podemos intentar mantener algunas distinciones que lamentaríamos (o nos sorprendería al menos) perder.

Supongamos que un falsificador creara un Picasso perfecto: con el estilo exacto del maestro, cada una de cuyas pinceladas fuera impecable, imposible de ser identificado por los expertos como una imitación.

Normalmente subestimamos la copia, por buena que sea, puesto que no es la obra de un maestro; es una servil imitación, desprovista de originalidad y de genio creativo. Pero en cuanto se separa la obra de su origen, ¿acaso tales consideraciones no son pura cháchara? Un cínico podría decir cháchara por no decir algo peor: preferir un original es una mezcla poco edificante entre el esnobismo, la codicia y el fetichismo. La falacia intencional es un antídoto contra todas estas cosas, un recordatorio del verdadero valor del arte.

¿Y qué ocurre si no existen consideraciones que ignorar porque no existe un creador? Supongamos que millones de restos marinos imbricados al azar terminaran transformando una pieza de madera en una hermosa escultura, cuyo color, textura y equilibrio fueran perfectos. Conservaríamos esa pieza como un tesoro, pero ¿acaso sería una obra de arte, o simplemente arte? Parece evidente que no se trata de un artefacto. ¿Qué es entonces? Y ¿qué valor tiene? El hecho de que sea el producto de la creatividad humana cambia el modo en que lo contemplamos. ¿Pero no es acaso un error, si los orígenes de la escultura son irrelevantes?

Por último, supongamos que el mayor artista de la actualidad escogiera y dispusiera cuidadosamente un cubo y una fregona en una prestigiosa galería. Entonces, llegaría el empleado de la limpieza y dejaría su cubo y su fregona, idénticas a las del artista, al lado de la « obra de arte» . El valor artístico, en este caso, reside precisamente en el proceso de elección y disposición. Nada más diferencia a los dos cubos y las dos fregonas. Pero si consideramos sólo el carácter objetivo de los cubos y las fregonas, ¿existe alguna diferencia?

«El poema no le pertenece
al crítico ni al autor (está
desvinculado del autor
desde su origen, y circula
por el mundo fuera del
alcance de sus pretensiones
o de su control). El poema
pertenece a los lectores.»
William Wimsatt y Monroe
Beardsley, 1946

Estas ideas sugieren que necesitamos examinar de nuevo nuestras actitudes hacia el arte. El peligro de que el vestido nuevo del emperador nos deslumbre es real.

La falacia de los afectos 

Al apreciar una obra de arte o un texto —especialmente si es complejo, abstracto o nos desafía de algún otro modo—, esperamos que los distintos tipos de público respondan de diferentes modos y tengan diversas opiniones. Esperamos que cada intérprete haga su propia interpretación, y en un sentido cada una de estas interpretaciones impone un significado distinto a la obra. Aparentemente, el hecho de que los diversos significados no puedan haber sido previstos -por el artista parece dar la razón a la idea de la falacia intencional. Sin embargo, en su resuelto interés por las palabras mismas, la Nueva Crítica no estaba menos preocupada por excluir las reacciones y las respuestas del lector en la evaluación de una obra literaria. Al error de confundir el impacto que una obra puede tener entre el público con su significado lo llamaron la « falacia de los afectos» Dadas las incontables respuestas subjetivas distintas que varias personas pueden experimentar, parece de poca ayuda vincularlas con el significado de la obra. Pero, una vez más, ¿acaso nuestra valoración de las cualidades supuestamente objetivas de una obra no puede estar
influenciada por su capacidad para provocar diversas respuestas entre el público? 

La idea en síntesis: los significados del arte

La finalidad del mundo El argumento del diseño del mundo también se conoce como

38 El argumento del diseño

«Mira el mundo que te rodea: contempla su totalidad y cada una de sus partes, verás que no es otra cosa que una gran máquina, subdividida en un número infinito de máquinas menores, a su vez susceptibles de subdivisiones que superan lo que los sentidos y las facultades humanas pueden percibir o explicar. Todas estas diversas máquinas, e incluso sus partes más diminutas, se adecúan unas a otras con una precisión que cautiva hasta la admiración a cualquier hombre que las haya contemplado alguna vez. La curiosa armonía entre los medios y los fines, en toda la naturaleza, recuerda exactamente, aunque las supera con creces, las creaciones del ingenio humano; de los diseños humanos, del pensamiento, de la sabiduría y la inteligencia… » … Y puesto que, por consiguiente, los efectos se parecen, debemos concluir, de acuerdo con todas las reglas de la analogía, que también las causas se parecen; y que el Autor de la Naturaleza es de algún modo similar a la mente del hombre, aunque dotada de muchas más facultades, proporcionadas a la grandeza de la obra que ha ejecutado. Mediante este argumento a posteriori, y únicamente mediante este argumento, se prueba simultáneamente la existencia de una Divinidad, y su similitud con la mente y la inteligencia humanas.»

Este sucinto planteamiento del argumento del diseño para probar la existencia de Dios lo pone en boca de su abogado Cleantes el filósofo David Hume en sus Diálogos sobre la Religión Natural que se publicaron póstumamente en 1779. El propósito de Hume es plantear el argumento para refutarlo (y la mayoría de los autores coinciden en que hizo un trabajo de demolición muy efectivo). Se trata, sin embargo, de un testimonio de la gran resistencia del argumento, y del atractivo inmediato que ejerce, no sólo capaz de sobrevivir al embate de Hume, sino de ir adoptando distintas formas y reapareciendo hasta la actualidad. Aunque la influencia que ejerció el argumento tuvo su auge en el siglo XVIII, sus orígenes se remontan a la Antigüedad y, de hecho, nunca ha pasado de moda desde entonces.

En qué consiste el argumento 

La finalidad del mundo
El argumento del diseño del
mundo también se conoce como
« argumento teleológico» . El
calificativo deriva de la palabra
griega telos, que significaba
« finalidad» o « propósito» ,
porque la idea que suby ace al
argumento es que la finalidad
que nosotros, aparentemente,
detectamos en el
funcionamiento del mundo es
una evidencia de que tiene un
agente intencionado y
responsable.

La perenne vitalidad del argumento del diseño se debe a la poderosa y extendida intuición de que la belleza, el orden, la complejidad y la finalidad aparente que exhibe el mundo que nos rodea no puede ser simplemente el producto de los azarosos y ciegos procesos naturales.Sentimos que debe haber algún agente con una destreza y una capacidad mental inconcebibles, para planificar y realizar todas las maravillas de la naturaleza, tan exquisitamente diseñada y modelada
para cumplir sus distintos papeles. Fijémonos, por ejemplo, en el ojo humano: es de una elaboración tan intrincada, y está adecuado a su función de un modo tan asombroso, que tiene que haber sido diseñado expresamente para ella.

El argumento suele iniciarse con una lista de ejemplos elocuentes de tan asombrosa, en apariencia, habilidad de la naturaleza, para proseguir luego mediante una analogía con los artefactos humanos que evidencia claramente la impronta de sus creadores. Así, del mismo modo que un reloj, por ejemplo, está habilidosamente diseñado y construido para una finalidad particular, y nos permite inferir la existencia de un relojero, también las innumerables señales de la aparente intención y propósito en el mundo natural nos permiten concluir que en este caso existe asimismo un diseñador de la obra: un arquitecto a la altura del trabajo de diseñar las maravillas del universo. Y el único diseñador con poderes a la altura de la tarea es Dios.

El relojero divino y el ciego

En su Teología natural de 1802 el teólogo William Paley expuso una de las versiones más famosas del argumento del diseño. Si te encuentras un reloj en un matorral, inevitablemente deducirás de su complejidad y de la precisión de su construcción que debe haber sido obra de un relojero; del mismo modo, cuando contemplamos los portentosos ingenios de la naturaleza, nos sentimos obligados a concluir que también éstos deben tener un creador: Dios. Aludiendo a la imagen de Paley, el biólogo inglés Richard Dawkins describe los procesos de la selección natural como los de un « relojero ciego» , precisamente porque modela a ciegas las complejas estructuras de la naturaleza, sin obedecer a ningún plan, ni propósito, ni finalidad.

Grietas en el diseño 

A pesar de su perenne atractivo, Hume y otros autores han planteado objeciones muy serias contra el argumento del diseño. Enumeramos a continuación las que más mella han hecho:

• Un razonamiento por analogía funciona afirmando que dos cosas son suficientemente parecidas en determinados aspectos conocidos como para justificar el que se les supongan semejanzas recíprocas en aspectos desconocidos. Las similitudes entre la psicología y el comportamiento de los humanos y los chimpancés son suficientemente numerosas como para suponer (aunque no podamos tener garantías) que, como nosotros, ellos experimentan sensaciones como el dolor. La fuerza de la analogía depende del grado de similitudes relevantes que existan entre las cosas comparadas. Pero los aspectos similares entre los artefactos humanos (por ejemplo, las cámaras) y los objetosnaturales (por ejemplo, los ojos de los mamíferos) son de hecho relativamente irrelevantes, de modo que cualquier conclusión a la que se llegue por analogía será consecuentemente sesgada.

• El argumento del diseño parece vulnerable a una regresión infinita. Si la maravillosa belleza y la organización del universo requiere un diseñador, ¿cuánto más maravilloso será este universo de maravillas cuanto más lo sea el arquitecto que hay detrás de todo? Si hace falta un diseñador, parece que también debería haber un überdiseñador, y luego un über-überdiseñador, y luego… Así que, mientras que la eliminación de la regresión al infinito es una de las claves del argumento cosmológico , en el argumento del diseño la amenaza de la regresión al infinito resulta perfectamente viciosa.

• Lo más cautivador del argumento del diseño es que explica cómo tales maravillas de la naturaleza como el ojo humano pueden existir y funcionar tan bien. Pero, precisamente, esas maravillas y su adecuación a la finalidad son las que resultan explicables a partir de la teoría de la evolución de Darwin y de la selección natural, sin necesidad de la intervención sobrenatural de un diseñador inteligente. Todo parece indicar que al relojero divino le ha quitado su trabajo el relojero ciego.

El afinamiento cósmico

Algunas variantes modernas del argumento del diseño surgen del asombro ante algo tan improbable como el que todas las condiciones en el universo fueran exactamente como debían ser para que la vida pudiera desarrollarse y florecer. Si alguna de las muchas variables, como la fuerza de gravedad y la explosión inicial que expandió el universo, hubieran sido levemente distintas, la vida no habría surgido. En resumen, parecen existir evidencias de un afinamiento cósmico, tan preciso que debemos suponer que fue obra de un afinador inmensamente poderoso,

Pero hasta las cosas más improbables ocurren. Es igualmente increíble que ganes un premio gordo de la lotería, pero es posible; y si lo ganaras no supondrías que alguien hubiera manipulado el resultado a tu favor: lo atribuirías a una extraordinaria suerte. Puede ser igualmente improbable que la vida se desarrolle, pero ello sólo se debe a que nosotros estamos aquí para advertir cuán improbable es… y para sacar conclusiones erróneas sobre la improbabilidad de algo que ha ocurrido.

• Incluso concediendo que los argumentos del diseño estuvieran justificados, no está nada claro hasta qué punto se sostienen. Muchos de los « artefactos» de la naturaleza podrían sugerir un diseño en equipo, de modo que podría resultar que hiciera falta un equipo de dioses en vez de limitamos a uno. Casi cada objeto natural, por impresionante que sea en general, está lejos de ser perfecto en los detalles; ¿los diseños defectuosos son acaso delatores de un diseñador defectuoso (no omnipotente)? Por lo general, el mal en el mundo y en sus objetos pone en duda la moral de su creador. Y naturalmente, no existe ninguna razón de peso para suponer que el diseñador, por bueno que fuera el trabajo hecho, siga con vida.

La idea en síntesis: el relojero divino

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