lunes, 7 de agosto de 2017

HABLEMOS ALGO DE LOS ESTOICOS Y LEAMOS A SÉNECA

Parece un hecho demostrado, por lo extensamente admitido, que en la Filosofía Antigua no había más ideas que las expuestas por Platón, Aristóteles, Presocráticos, Pitagóricos y poco más. Poco o nada se dice de las escuelas morales, aquellas escuelas que surgen en todas las civilizaciones cuando se entra en un período de crisis o se remueven los cimientos de las creencias.

La invención del Cristianismo (es mi opinión), llevada a cabo en un momento histórico en que las bases del imperio Romano se tambalean y los dioses, excepto agasajos multitudinarios que eran excusa para grandes orgías, ya no ejercen poder sobre las conciencias, fué posible y necesario no sólo desde el punto de vista social y político, sino también religioso.

Es una constante en la historia del cristianismo el oscurecer, cuando no negar claramente, las fuentes de dónde bebieron y darle poca importancia a sociedades anteriores a los romanos, claramente monoteístas (Egipto, p.e.) o a pensamientos morales que luego se aprovecharían. Una de las escuelas, sobre la que la historia de la filosofía que se imparte en las aulas, pasa practicamente de puntillas, es el estoicismo. En cambio, se impone la lectura de algún diálogo de Platón, que hay que desmenuzar para que los alumnos lo entiendan y que resulta embrollado y difícil de seguir precisamente por la forma dialogada en la que se presenta y por las continuas distinciones de términos que, parecen iguales y que, en todo caso, a los alumnos les hastían profundamente. La Filosofía es suficientemente rica y amplia como para confeccionar un programa de enseñanza atractivo para los alumnos y que les pueda servir de base a muchas de las distintas actividades que tengan que desarrollar en la vida.

Del estoicismo y sus enseñanzas está llena la moral católica, no la práctica, pero sí teórícamente. Por eso a mí me gustan los estoicos. Si bien supeditan siempre los sentimientos o tendencias al dictado de la razón, tienen una visión del mundo y, sobre todo del hombre, tal como debería de ser. Hoy, quiero someter a vuestra lectura a las ideas acerca de Dios de Séneca, a quien vamos conociendo cada vez mejor. Si bien, para Séneca es cosa "incierta" quién sea Dios, no duda de su existencia, así como no duda de que el hombre tenga un alma. Dentro de las líneas del estoicismo que predica sencillez en el vivir y desprecio de lo accesorio. Uno de los ideales de Séneca es que el hombre entre en el otro mundo de la misma manera que entra en éste: sin nada. Con la diferencia de que al marchar, sólo se llevará aquello en lo que haya enriquecido su alma.

Llamo vuestra atención sobre la forma tan poética y sensible cómo describe Séneca las maravillas de la Naturaleza que él interpreta como un camino para llegar a Dios. Y, la distinción (es una constante a lo largo de toda su obra) entre los hombres comunes y los que se dedican a cultivar el bien. Y sin más comentarios por mi parte, os transcribo una de las lecciones que da el Maestro a Lucilio, su amado discípulo, que trata por todos los medios de llevar a cabo las recomendaciones, aunque no siempre lo consigue.

Nota aclaratoria: Con la moda de lo políticamente correcto y la profunda ignorancia que impera en los personajillos que llenan nuestras pantallas, se ha dado en sustituir "mentira" por "incierto".O sea, cuando dos verduleras se tiran de los pelos para regocijo del populacho, siempre hay alguna que le dice a la otra: "...... eso es ...... iiiinnnnnccccierto...", para llamarla mentirosa.

Bien, me veo en el deber de aclarar que la palabra "incierto" se utiliza cuando algo "no es seguro" y "mentira" es una afirmación categórica de algo contrario a la realidad, sea material, formal o mediopensionista.

Esta aclaración la creo necesaria porque lo primero que nos dice Séneca es que no se está seguro de cómo ni quién es Dios.

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Un dios habita en nuestra alma

Realizas una obra excelente y saludable para ti si, tal como me escribes, perseveras en tu caminar hacia la sabiduría, la cual es poco sensato pedir cuando la puedes recabar de ti mismo. No es cuestión de elevar las manos al cielo, ni de suplicar al guardián del santuario para que nos permita acércanos hasta el oído de la imagen con el pretexto de ser escuchados más favorablemente. Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti.

Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él? Es Él quien procura nobles y elevados consejos.

En cada uno de los hombres buenos habita un dios (quien sea ese dios es cosa incierta).Si se te ofrece a la vista una floresta abundante en árboles vetustos de altura excepcional, y que dificulta la contemplación del cielo por la espesura de las ramas que se cubren unas a otras, la magnitud de aquella selva, la soledad del paraje y la maravillosa impresión de la sombra tan densa y continua en pleno campo despertarán en ti la creencia en una divinidad. Si una gruta excavada hasta lo hondo en las rocas deja como colgando a un monte, no por factura humana, sino minada en tan vasta amplitud por causas naturales, suscitará en tu alma un cierto sentimiento de religiosidad. Las fuentes de los grandes ríos las veneramos. A la súbita aparición de un inmenso caudal de las entrañas de la tierra se le dedican altares; se veneran los manantiales de aguas termales, y a ciertos estanques la obscuridad o inmensa profundidad de sus aguas los hizo sagrados.

Si ves a un hombre intrépido en los peligros, inaccesible a las pasiones, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, que contempla a los humanos desde un plano superior y a los dioses al mismo nivel, ¿no penetrará en ti la veneración por él? ¿No exclamarás acaso: «Un tal espíritu es demasiado noble y excelso como para que se le pueda considerar acorde con este corpezuelo en que se halla»?

Una fuerza divina ha bajado hasta ahí. A esta alma superior, equilibrada, que lo considera todo como inferior a sí, que se ríe de cuanto tememos y ambicionamos, la impulsa un poder celeste. Virtud tan grande no puede subsistir sin ayuda de la divinidad; de ahí que su parte más noble está en el lugar del que ha descendido. Como los rayos del sol alcanzan, es cierto, la tierra, pero se hallan en el centro que los emite, así el alma noble y sagrada, enviada acá abajo con el fin de que conociésemos más de cerca las cosas divinas, convive, sin duda, con nosotros, mas queda adherida a su origen; está pendiente de ese lugar, hacia él se orienta y dirige su esfuerzo; de nuestros asuntos se ocupa como un ser superior.

¿Cuál es, pues, esta alma? La que no resplandece con bien alguno que no sea el propio. En verdad, ¿qué mayor necedad que alabar en el hombre lo que no le pertenece? ¿Qué mayor demencia que admirar los dones que al instante pueden pasar a otro? No hacen mejor al caballo los frenos de oro. De una forma salta a la arena el león con melena guarnecida de oro, fatigado porque se le domestica y se le fuerza a soportar sobre sí el adorno, y de otra el indómito, de fiereza intacta. Sin duda éste, violento por su instinto, cual lo quiso la naturaleza, por su belleza salvaje, cuya majestad estriba en no poderlo mirar sin temor, es preferido al otro, agotado, con lentejuelas de oro.

Nadie debe vanagloriarse sino del bien propio. Elogiamos la viña cuando carga los sarmientos con el fruto, cuando por el propio peso de los racimos que ha producido ella misma derriba los rodrigones. ¿Acaso alguien antepondría a esta viña otra con racimos de oro, con hojas de oro? La cualidad propia de la vid es la fertilidad. Igualmente en el hombre hay que elogiar lo que es característico suyo. Posee una servidumbre encantadora, una bonita casa; son extensos sus sembrados, numerosos los préstamos hechos. Ninguno de estos bienes se halla dentro de él, sino en torno suyo.

Alaba en él aquello que ni se le puede arrebatar ni otorgar, lo que es propio del hombre. ¿Quieres saber qué es? El alma, y en el alma la razón perfecta. El hombre es, en efecto, un ser racional; por tanto, su bien llega a la plenitud si ha cumplido el fin para el que ha nacido.

¿Qué es, pues, lo que esta razón exige de él? Una cosa muy fácil: vivir conforme a su propia naturaleza. Pero lo que la hace difícil es una locura generalizada: nos empujamos unos a otros hacia el vicio. Ahora bien, ¿cómo se puede hacer volver al buen camino a los que nadie retiene y la turba les empuja?



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