Parece un hecho demostrado, por lo extensamente admitido, que en la Filosofía Antigua no había más ideas que las expuestas por Platón, Aristóteles, Presocráticos, Pitagóricos y poco más. Poco o nada se dice de las escuelas morales, aquellas escuelas que surgen en todas las civilizaciones cuando se entra en un período de crisis o se remueven los cimientos de las creencias.
La invención del Cristianismo (es mi opinión), llevada a cabo en un momento histórico en que las bases del imperio Romano se tambalean y los dioses, excepto agasajos multitudinarios que eran excusa para grandes orgías, ya no ejercen poder sobre las conciencias, fué posible y necesario no sólo desde el punto de vista social y político, sino también religioso.
Es una constante en la historia del cristianismo el oscurecer, cuando no negar claramente, las fuentes de dónde bebieron y darle poca importancia a sociedades anteriores a los romanos, claramente monoteístas (Egipto, p.e.) o a pensamientos morales que luego se aprovecharían. Una de las escuelas, sobre la que la historia de la filosofía que se imparte en las aulas, pasa practicamente de puntillas, es el estoicismo. En cambio, se impone la lectura de algún diálogo de Platón, que hay que desmenuzar para que los alumnos lo entiendan y que resulta embrollado y difícil de seguir precisamente por la forma dialogada en la que se presenta y por las continuas distinciones de términos que, parecen iguales y que, en todo caso, a los alumnos les hastían profundamente. La Filosofía es suficientemente rica y amplia como para confeccionar un programa de enseñanza atractivo para los alumnos y que les pueda servir de base a muchas de las distintas actividades que tengan que desarrollar en la vida.
Del estoicismo y sus enseñanzas está llena la moral católica, no la práctica, pero sí teórícamente. Por eso a mí me gustan los estoicos. Si bien supeditan siempre los sentimientos o tendencias al dictado de la razón, tienen una visión del mundo y, sobre todo del hombre, tal como debería de ser. Hoy, quiero someter a vuestra lectura a las ideas acerca de Dios de Séneca, a quien vamos conociendo cada vez mejor. Si bien, para Séneca es cosa "incierta" quién sea Dios, no duda de su existencia, así como no duda de que el hombre tenga un alma. Dentro de las líneas del estoicismo que predica sencillez en el vivir y desprecio de lo accesorio. Uno de los ideales de Séneca es que el hombre entre en el otro mundo de la misma manera que entra en éste: sin nada. Con la diferencia de que al marchar, sólo se llevará aquello en lo que haya enriquecido su alma.
Llamo vuestra atención sobre la forma tan poética y sensible cómo describe Séneca las maravillas de la Naturaleza que él interpreta como un camino para llegar a Dios. Y, la distinción (es una constante a lo largo de toda su obra) entre los hombres comunes y los que se dedican a cultivar el bien. Y sin más comentarios por mi parte, os transcribo una de las lecciones que da el Maestro a Lucilio, su amado discípulo, que trata por todos los medios de llevar a cabo las recomendaciones, aunque no siempre lo consigue.
Nota aclaratoria: Con la moda de lo políticamente correcto y la profunda ignorancia que impera en los personajillos que llenan nuestras pantallas, se ha dado en sustituir "mentira" por "incierto".O sea, cuando dos verduleras se tiran de los pelos para regocijo del populacho, siempre hay alguna que le dice a la otra: "...... eso es ...... iiiinnnnnccccierto...", para llamarla mentirosa.
Bien, me veo en el deber de aclarar que la palabra "incierto" se utiliza cuando algo "no es seguro" y "mentira" es una afirmación categórica de algo contrario a la realidad, sea material, formal o mediopensionista.
Esta aclaración la creo necesaria porque lo primero que nos dice Séneca es que no se está seguro de cómo ni quién es Dios.
-----------------------------------------------
Un
dios habita en nuestra alma
Realizas
una obra excelente y saludable para ti si, tal como me escribes,
perseveras en tu caminar hacia la sabiduría, la cual es poco
sensato pedir cuando la puedes recabar de ti mismo. No es cuestión
de elevar las manos al cielo, ni de suplicar al guardián del
santuario para que nos permita acércanos hasta el oído de la imagen
con el pretexto de ser escuchados más favorablemente. Dios está
cerca de ti, está contigo, está dentro de ti.
Así
es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el
mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le
hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es
ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse
por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él? Es Él quien
procura nobles y elevados consejos.
En
cada uno de los hombres buenos habita un dios (quien sea ese dios es
cosa incierta).Si se te ofrece a la vista una floresta abundante en
árboles vetustos de altura excepcional, y que dificulta la
contemplación del cielo por la espesura de las ramas que se cubren
unas a otras, la magnitud de aquella selva, la soledad del paraje y
la maravillosa impresión de la sombra tan densa y continua en pleno
campo despertarán en ti la creencia en una divinidad. Si una gruta
excavada hasta lo hondo en las rocas deja como colgando a un monte,
no por factura humana, sino minada en tan vasta amplitud por causas
naturales, suscitará en tu alma un cierto sentimiento de
religiosidad. Las fuentes de los grandes ríos las veneramos. A la
súbita aparición de un inmenso caudal de las entrañas de la tierra
se le dedican altares; se veneran los manantiales de aguas termales,
y a ciertos estanques la obscuridad o inmensa profundidad de sus
aguas los hizo sagrados.
Si
ves a un hombre intrépido en los peligros, inaccesible a las
pasiones, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta,
que contempla a los humanos desde un plano superior y a los dioses al
mismo nivel, ¿no penetrará en ti la veneración por él? ¿No
exclamarás acaso: «Un tal espíritu es demasiado noble y excelso
como para que se le pueda considerar acorde con este corpezuelo en
que se halla»?
Una
fuerza divina ha bajado hasta ahí. A esta alma superior,
equilibrada, que lo considera todo como inferior a sí, que se ríe
de cuanto tememos y ambicionamos, la impulsa un poder celeste. Virtud
tan grande no puede subsistir sin ayuda de la divinidad; de ahí que
su parte más noble está en el lugar del que ha descendido. Como los
rayos del sol alcanzan, es cierto, la tierra, pero se hallan en el
centro que los emite, así el alma noble y sagrada, enviada acá
abajo con el fin de que conociésemos más de cerca las cosas
divinas, convive, sin duda, con nosotros, mas queda adherida a su
origen; está pendiente de ese lugar, hacia él se orienta y dirige
su esfuerzo; de nuestros asuntos se ocupa como un ser superior.
¿Cuál
es, pues, esta alma? La que no resplandece con bien alguno que no sea
el propio. En verdad, ¿qué mayor necedad que alabar en el hombre lo
que no le pertenece? ¿Qué mayor demencia que admirar los dones que
al instante pueden pasar a otro? No hacen mejor al caballo los frenos
de oro. De una forma salta a la arena el león con melena guarnecida
de oro, fatigado porque se le domestica y se le fuerza a soportar
sobre sí el adorno, y de otra el indómito, de fiereza intacta. Sin
duda éste, violento por su instinto, cual lo quiso la naturaleza,
por su belleza salvaje, cuya majestad estriba en no poderlo mirar sin
temor, es preferido al otro, agotado, con lentejuelas de oro.
Nadie
debe vanagloriarse sino del bien propio. Elogiamos la viña cuando
carga los sarmientos con el fruto, cuando por el propio peso de los
racimos que ha producido ella misma derriba los rodrigones. ¿Acaso
alguien antepondría a esta viña otra con racimos de oro, con hojas
de oro? La cualidad propia de la vid es la fertilidad. Igualmente en
el hombre hay que elogiar lo que es característico suyo. Posee una
servidumbre encantadora, una bonita casa; son extensos sus sembrados,
numerosos los préstamos hechos. Ninguno de estos bienes se halla
dentro de él, sino en torno suyo.
Alaba
en él aquello que ni se le puede arrebatar ni otorgar, lo que es
propio del hombre. ¿Quieres saber qué es? El alma, y en el alma la
razón perfecta. El hombre es, en efecto, un ser racional; por tanto,
su bien llega a la plenitud si ha cumplido el fin para el que ha
nacido.
¿Qué
es, pues, lo que esta razón exige de él? Una cosa muy fácil: vivir
conforme a su propia naturaleza. Pero lo que la hace difícil es una
locura generalizada: nos empujamos unos a otros hacia el vicio. Ahora
bien, ¿cómo se puede hacer volver al buen camino a los que nadie
retiene y la turba les empuja?
No hay comentarios:
Publicar un comentario