miércoles, 9 de agosto de 2017

SÉNECA NOS HABLA SOBRE EL SUICIDIO

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Entereza necesaria para el suicidio
De improviso se nos han presentado hoy las naves de Alejandría que suelen adelantarse para anunciar la llegada de la flota que vendrá en seguida: se las llama mensajeras. Grata resulta a los campanos su contemplación; todo el pueblo de Putéo los se concentra en los muelles y por la misma forma de las velas reconoce a las alejandrinas aun en medio de una gran multitud de navíos; porque sólo a ellas se les permite extender la gavia que todas las naves izan en alta mar.

Nada, en verdad, favorece tanto la travesía como la parte superior de la vela: en ese lado el navío recibe el máximo impulso. Así que cuantas veces arrecia el viento y sopla con más ímpetu del necesario, se baja la antena, ya que el soplo en la parte inferior tiene menos fuerza. Una vez que se han introducido por Cápreas y el promontorio desde el cual sobre un peñasco tempestuoso Palas contempla la alta mar, es norma que las restantes naves se contenten con la vela mayor; la gavia se reserva como distintivo para las alejandrinas.

En medio de esta carrera apresurada de toda la población hacia la costa, experimenté gran placer en mi pereza por cuanto, habiendo de recibir cartas de los míos, no me apresuré por conocer cuál era en aquellas tierras el estado de mis asuntos, ni qué noticias me traían. Hace ya tiempo que no experimento ni pérdida, ni ganancia alguna. Este sentimiento habría de tenerlo, aunque no fuese un viejo, pero ahora con mucha más razón: por escasas que fueran mis provisiones, me quedaría, con todo, más viático que camino por recorrer, sobre todo, cuando estamos metidos en un camino que no hay necesidad de recorrer hasta el final.

Un itinerario quedará incompleto si uno se detiene a mitad del recorrido, o antes del término fijado; la vida no queda incompleta, cuando es honesta. En el punto en que uno termine, si termina bien, queda consumada. Mas, con frecuencia hay que terminarla hasta con energía, y no por las causas más graves, puesto que tampoco son las más graves las que nos retienen.

Tulio Marcelino, a quien conociste muy bien, joven reposado, envejecido prematuramente, al verse acosado por una enfermedad, no incurable, por cierto, pero larga, penosay que reclamaba mucha atención, se puso a reflexionar
si se daría la muerte. Reunió numerosos amigos. De éstos, unos, atendiendo a la timidez de él, le daban el consejo que se hubieran dado a sí mismos; otros, a fuer de serviles y lisonjeros, le aconsejaban lo que suponían sería más grato a sus cavilaciones.

Un estoico, amigo nuestro, hombre eminente y, para alabarle en los términos en que lo merece, esforzado y diligente, fue, a mi juicio, quien le exhortó mejor. Así, en efecto, se expresó: «No te atormentes, querido Marcelino, como quien delibera sobre un gran asunto. No es un gran asunto la vida; todos tus esclavos, todos los animales viven. La gran proeza estriba en morir con honestidad, con prudencia, con fortaleza. Reflexiona cuánto tiempo hace que te ocupas de las mismas cosas: la comida, el sueño, el placer sexual; nos movemos en esta órbita. El deseo de morir no solo puede afectar al prudente, al valeroso, o al desdichado, sino también al hastiado de la vida».

No precisaba Marcelino de exhortación, sino de ayuda; los esclavos no querían secundar sus deseos. Primeramente el estoico les quitó el miedo, indicándoles que la servidumbre sólo corre peligro cuando no está claro que la muerte del señor haya sido voluntaria; que, por lo demás, darían tan mal ejemplo causando la muerte a su dueño como apartándole de ella.

Luego recordó al propio Marcelino que obraría noblemente si, como sucede al terminar la cena, que se reparten las sobras entre los criados que están en torno a la mesa, así, al terminar la vida, ofreciese algún obsequio a quienes habían sido servidores suyos de toda la vida. Era Marcelino de espíritu condescendiente y generoso, aun cuando se trataba de sus propios bienes; así que distribuyó pequeñas cantidades a sus afligidos siervos y además los consoló.

No tuvo necesidad ni de espada, ni de efusión de sangre: guardó ayuno durante tres días y en su dormitorio mandó colocar un dosel. A continuación se introdujo en él la bañera en la que permaneció largo tiempo; por efecto del agua caliente vertida en ella sin interrupción fue debilitándose poco a poco, no sin cierto placer, según decía, como el que suele producir un ligero desfallecimiento del que no me falta experiencia, ya que algunas veces he sufrido esos desmayos.
Me he alargado en un relato que no va a desagradarte; así conocerás que el final de tu amigo no fue penoso, ni lamentable. Pues aunque se dio la muerte, dulcísimamente se nos fue y escapó de la vida. Pero tampoco este relato habrá sido sin provecho. A menudo la necesidad reclama tales ejemplos. A menudo tenemos obligación de morir y nos resistimos, estamos en trance de muerte y nos oponemos a ella.

Nadie hay tan ignorante que no sepa que ha de morir algún día; sin embargo, cuando se acerca el momento, busca escapatorias, se estremece y llora. ¿Acaso no te parece el más necio de todos quien se lamenta de no haber vivido hace mil años? Igualmente es necio quien se lamenta porque no vivirá dentro de mil años. Ambas posturas coinciden: no existirás, como no has existido; uno y otro tiempo no te pertenecen.

Colocado como estás en este instante del tiempo, si piensas prolongarlo, ¿hasta cuándo lo prolongarás? ¿Por qué lloras?, ¿por qué suspiras? Esfuerzo vano. No esperes que tus súplicas vayan a modificar las decisiones de los dioses. Son firmes e inmutables; una imperiosa y eterna necesidad las regula. Irás a donde van a parar todas las cosas. ¿Dónde está para ti la novedad? Para cumplir esta ley has venido al mundo. Lo propio aconteció a tu padre, a tu madre, a tus antepasados, a todos los que te precedieron, a todos los que te seguirán. Un nexo indestructible, que ninguna fuerza puede cambiar, encadena y arrastra a todos los seres. ¡Cuán gran número de mortales te seguirá!, ¡cuán gran número te acompañará en ese trance! Te sentirías más valiente, según pienso, si muchos miles de seres muriesen a una contigo; y, sin embargo, son muchos miles tanto de hombres como de animales los que, en el preciso momento en que no te decides a morir, expiran de diversas formas. ¿Es que no pensabas que llegarías algún día al término al que constantemente te dirigías? No existe camino que no tenga final.

¿Piensas que voy a relatarte ahora casos ejemplares de grandes hombres? Te relataré en su lugar casos de niños. La tradición conserva el recuerdo de aquel lacedemonio, todavía impúber, quien, hecho prisionero, decía a gritos en su propio dialecto dórico: «No seré esclavo». Y cumplió fielmente su promesa. Tan pronto se le ordenó realizar,una función servil y degradante —se le ordenaba traer un recipiente de inmundicias— se abrió la cabeza, sacudiéndola contra la pared.

Tan cerca tenemos la libertad y ¿aún existen esclavos?, ¿no preferirías, por tanto, que tu hijo pereciera de forma similar, a que se hiciera viejo siendo un cobarde? ¿Por qué tanta preocupación si la muerte valerosa está también al alcance de los niños? Supón que no quieres proseguir la marcha: te empujarán adelante. Haz que dependa de ti lo que está en poder de otros. ¿No tomarás aliento de este niño para decir: «No soy esclavo»? Desdichado, eres esclavo de los hombres, de las cosas, de la vida; porque la vida, si falta el valor de morir, se convierte en servidumbre.

¿Tienes acaso algún aliciente para esperar? Los mismos placeres que te demoran y retienen los has agotado: ninguno hay que sea nuevo para ti, ninguno que no te lo haya hecho odioso la propia saciedad. El sabor del vino puro y el sabor del mulso lo conoces; nada importa que sean cien o mil las ánforas que pasan por tu vejiga: eres un filtro. El sabor de la ostra y el del salmonete lo conoces muy bien. Tu voluptuosidad no te reservó para los años venideros placer alguno que no hayas probado; y, sin embargo, estos son los goces de los que, contra tu voluntad, se te arrancará.

¿Qué otra cosa hay que lamentes que te sea arrebatada? ¿Los amigos?, ¿es que sabes ser amigo? ¿La patria?, ¿acaso le tienes tanta estima que por ella te retrasas en cenar? ¿El sol? Si pudieras lo apagarías. ¿Qué acción, en verdad, realizaste jamás digna de su luz? Reconoce que no es el afecto al Senado, al foro, ni a la misma naturaleza el que te vuelve tan lento para morir. Contrariado abandonas un mercado en el que no has dejado provisión alguna.

Temes la muerte. ¿Cómo, entonces, la menosprecias mientras te hartas de setas? Quieres vivir. Pero ¿sabes hacerlo? Temes morir: ¿y qué?, ¿esta tu vida no equivale a la muerte? Pasando Gayo César por la Vía Latina, uno del grupo de los presidiarios, cuya vieja barba se le hundía hasta el pecho, le suplicaba que ordenase su muerte. El emperador le respondió: «¿Realmente ahora vives?». Tal respuesta hay que dar a aquellas personas para quienes la muerte supondría un beneficio. Temes morir: ¿realmente ahora vives?

«Pero yo», objetará alguien, «que realizo muchos actos honestos quiero seguir viviendo; contra mi voluntad abandono los deberes de la vida que .voy cumpliendo con fidelidad y diligencia». ¿Cómo? ¿Ignoras que uno de los deberes de la vida es también el de morir? No abandonas deber alguno, ya que no se fija un número determinado de ellos que haya que cumplir.

Toda vida es de corta duración. En efecto, si tomas como referencia la duración del universo, resulta de corta duración hasta la vida de Néstor y de Satia, la que ordenó grabar en su sepulcro que había vivido noventa y nueve años. Ahí tienes a una mujer que se gloriaba de su larga senectud: ¿quién la hubiera podido soportar si hubiese tenido la suerte de cumplir los cien años?


Como una obra teatral, asi es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar en que termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final.

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