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Entereza
necesaria para el suicidio
De
improviso se nos han presentado hoy las naves de Alejandría que
suelen adelantarse para anunciar la llegada de la flota que vendrá
en seguida: se las llama mensajeras. Grata resulta a los campanos su
contemplación; todo el pueblo de Putéo los se concentra en los
muelles y por la misma forma de las velas reconoce a las alejandrinas
aun en medio de una gran multitud de navíos; porque sólo a ellas se
les permite extender la gavia que todas las naves izan en alta mar.
Nada,
en verdad, favorece tanto la travesía como la parte superior de la
vela: en ese lado el navío recibe el máximo impulso. Así que
cuantas veces arrecia el viento y sopla con más ímpetu del
necesario, se baja la antena, ya que el soplo en la parte inferior
tiene menos fuerza. Una vez que se han introducido por Cápreas y el
promontorio desde el cual sobre un peñasco tempestuoso Palas
contempla la alta mar, es norma que las restantes naves se contenten
con la vela mayor; la gavia se reserva como distintivo para las
alejandrinas.
En
medio de esta carrera apresurada de toda la población hacia la
costa, experimenté gran placer en mi pereza por cuanto, habiendo de
recibir cartas de los míos, no me apresuré por conocer cuál era en
aquellas tierras el estado de mis asuntos, ni qué noticias me
traían. Hace ya tiempo que no experimento ni pérdida, ni ganancia
alguna. Este sentimiento habría de tenerlo, aunque no fuese un
viejo, pero ahora con mucha más razón: por escasas que fueran mis
provisiones, me quedaría, con todo, más viático que camino por
recorrer, sobre todo, cuando estamos metidos en un camino que no hay
necesidad de recorrer hasta el final.
Un
itinerario quedará incompleto si uno se detiene a mitad del
recorrido, o antes del término fijado; la vida no queda incompleta,
cuando es honesta. En el punto en que uno termine, si termina bien,
queda consumada. Mas, con frecuencia hay que terminarla hasta con
energía, y no por las causas más graves, puesto que tampoco son las
más graves las que nos retienen.
Tulio
Marcelino, a quien conociste muy bien, joven reposado, envejecido
prematuramente, al verse acosado por una enfermedad, no incurable,
por cierto, pero larga, penosay que reclamaba mucha atención, se
puso a reflexionar
si
se daría la muerte. Reunió numerosos amigos. De éstos, unos,
atendiendo a la timidez de él, le daban el consejo que se hubieran
dado a sí mismos; otros, a fuer de serviles y lisonjeros, le
aconsejaban lo que suponían sería más grato a sus cavilaciones.
Un
estoico, amigo nuestro, hombre eminente y, para alabarle en los
términos en que lo merece, esforzado y diligente, fue, a mi juicio,
quien le exhortó mejor. Así, en efecto, se expresó: «No te
atormentes, querido Marcelino, como quien delibera sobre un gran
asunto. No es un gran asunto la vida; todos tus esclavos, todos los
animales viven. La gran proeza estriba en morir con honestidad, con
prudencia, con fortaleza. Reflexiona cuánto tiempo hace que te
ocupas de las mismas cosas: la comida, el sueño, el placer sexual;
nos movemos en esta órbita. El deseo de morir no solo puede afectar
al prudente, al valeroso, o al desdichado, sino también al hastiado
de la vida».
No
precisaba Marcelino de exhortación, sino de ayuda; los esclavos no
querían secundar sus deseos. Primeramente el estoico les quitó el
miedo, indicándoles que la servidumbre sólo corre peligro cuando no
está claro que la muerte del señor haya sido voluntaria; que, por
lo demás, darían tan mal ejemplo causando la muerte a su dueño
como apartándole de ella.
Luego
recordó al propio Marcelino que obraría noblemente si, como sucede
al terminar la cena, que se reparten las sobras entre los criados que
están en torno a la mesa, así, al terminar la vida, ofreciese algún
obsequio a quienes habían sido servidores suyos de toda la vida. Era
Marcelino de espíritu condescendiente y generoso, aun cuando se
trataba de sus propios bienes; así que distribuyó pequeñas
cantidades a sus afligidos siervos y además los consoló.
No
tuvo necesidad ni de espada, ni de efusión de sangre: guardó ayuno
durante tres días y en su dormitorio mandó colocar un dosel. A
continuación se introdujo en él la bañera en la que permaneció
largo tiempo; por efecto del agua caliente vertida en ella sin
interrupción fue debilitándose poco a poco, no sin cierto placer,
según decía, como el que suele producir un ligero desfallecimiento
del que no me falta experiencia, ya que algunas veces he sufrido esos
desmayos.
Me
he alargado en un relato que no va a desagradarte; así conocerás
que el final de tu amigo no fue penoso, ni lamentable. Pues aunque se
dio la muerte, dulcísimamente se nos fue y escapó de la vida. Pero
tampoco este relato habrá sido sin provecho. A menudo la necesidad
reclama tales ejemplos. A menudo tenemos obligación de morir y nos
resistimos, estamos en trance de muerte y nos oponemos a ella.
Nadie
hay tan ignorante que no sepa que ha de morir algún día; sin
embargo, cuando se acerca el momento, busca escapatorias, se
estremece y llora. ¿Acaso no te parece el más necio de todos quien
se lamenta de no haber vivido hace mil años? Igualmente es necio
quien se lamenta porque no vivirá dentro de mil años. Ambas
posturas coinciden: no existirás, como no has existido; uno y otro
tiempo no te pertenecen.
Colocado
como estás en este instante del tiempo, si piensas prolongarlo,
¿hasta cuándo lo prolongarás? ¿Por qué lloras?, ¿por qué
suspiras? Esfuerzo vano. No esperes que tus súplicas vayan a
modificar las decisiones de los dioses. Son firmes e inmutables; una
imperiosa y eterna necesidad las regula. Irás a donde van a parar
todas las cosas. ¿Dónde está para ti la novedad? Para cumplir esta
ley has venido al mundo. Lo propio aconteció a tu padre, a tu madre,
a tus antepasados, a todos los que te precedieron, a todos los que te
seguirán. Un nexo indestructible, que ninguna fuerza puede cambiar,
encadena y arrastra a todos los seres. ¡Cuán gran número de
mortales te seguirá!, ¡cuán gran número te acompañará en ese
trance! Te sentirías más valiente, según pienso, si muchos miles
de seres muriesen a una contigo; y, sin embargo, son muchos miles
tanto de hombres como de animales los que, en el preciso momento en
que no te decides a morir, expiran de diversas formas. ¿Es que no
pensabas que llegarías algún día al término al que constantemente
te dirigías? No existe camino que no tenga final.
¿Piensas
que voy a relatarte ahora casos ejemplares de grandes hombres? Te
relataré en su lugar casos de niños. La tradición conserva el
recuerdo de aquel lacedemonio, todavía impúber, quien, hecho
prisionero, decía a gritos en su propio dialecto dórico: «No seré
esclavo». Y cumplió fielmente su promesa. Tan pronto se le ordenó
realizar,una función servil y degradante —se le ordenaba traer un
recipiente de inmundicias— se abrió la cabeza, sacudiéndola
contra la pared.
Tan
cerca tenemos la libertad y ¿aún existen esclavos?, ¿no
preferirías, por tanto, que tu hijo pereciera de forma similar, a
que se hiciera viejo siendo un cobarde? ¿Por qué tanta preocupación
si la muerte valerosa está también al alcance de los niños? Supón
que no quieres proseguir la marcha: te empujarán adelante. Haz que
dependa de ti lo que está en poder de otros. ¿No tomarás aliento
de este niño para decir: «No soy esclavo»? Desdichado, eres
esclavo de los hombres, de las cosas, de la vida; porque la vida, si
falta el valor de morir, se convierte en servidumbre.
¿Tienes
acaso algún aliciente para esperar? Los mismos placeres que te
demoran y retienen los has agotado: ninguno hay que sea nuevo para
ti, ninguno que no te lo haya hecho odioso la propia saciedad. El
sabor del vino puro y el sabor del mulso lo conoces; nada importa que
sean cien o mil las ánforas que pasan por tu vejiga: eres un filtro.
El sabor de la ostra y el del salmonete lo conoces muy bien. Tu
voluptuosidad no te reservó para los años venideros placer alguno
que no hayas probado; y, sin embargo, estos son los goces de los que,
contra tu voluntad, se te arrancará.
¿Qué
otra cosa hay que lamentes que te sea arrebatada? ¿Los amigos?, ¿es
que sabes ser amigo? ¿La patria?, ¿acaso le tienes tanta estima que
por ella te retrasas en cenar? ¿El sol? Si pudieras lo apagarías.
¿Qué acción, en verdad, realizaste jamás digna de su luz?
Reconoce que no es el afecto al Senado, al foro, ni a la misma
naturaleza el que te vuelve tan lento para morir. Contrariado
abandonas un mercado en el que no has dejado provisión alguna.
Temes
la muerte. ¿Cómo, entonces, la menosprecias mientras te hartas de
setas? Quieres vivir. Pero ¿sabes hacerlo? Temes morir: ¿y qué?,
¿esta tu vida no equivale a la muerte? Pasando Gayo César por la
Vía Latina, uno del grupo de los presidiarios, cuya vieja barba se
le hundía hasta el pecho, le suplicaba que ordenase su muerte. El
emperador le respondió: «¿Realmente ahora vives?». Tal respuesta
hay que dar a aquellas personas para quienes la muerte supondría un
beneficio. Temes morir: ¿realmente ahora vives?
«Pero
yo», objetará alguien, «que realizo muchos actos honestos quiero
seguir viviendo; contra mi voluntad abandono los deberes de la vida
que .voy cumpliendo con fidelidad y diligencia». ¿Cómo? ¿Ignoras
que uno de los deberes de la vida es también el de morir? No
abandonas deber alguno, ya que no se fija un número determinado de
ellos que haya que cumplir.
Toda
vida es de corta duración. En efecto, si tomas como referencia la
duración del universo, resulta de corta duración hasta la vida de
Néstor y de Satia, la que ordenó grabar en su sepulcro que había
vivido noventa y nueve años. Ahí tienes a una mujer que se gloriaba
de su larga senectud: ¿quién la hubiera podido soportar si hubiese
tenido la suerte de cumplir los cien años?
Como
una obra teatral, asi es la vida: importa no el tiempo, sino el
acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar
en que termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen
final.
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