25 ¿Sufren los animales?
«—¡Ay, mi pierna! —gritó—, ¡ay, mi pobre espinilla! —y se sentó en la nieve para curarse con las dos patas delanteras. —¡Pobre viejo Topo! —dijo amablemente la Rata—, me temo que hoy no es tu día, ¿verdad? Vamos a ver esa pata —prosiguió, agachándose para mirar de cerca. —Sí, te has partido la espinilla, está claro. Espera que saque el pañuelo para vendarte. —Debo haber tropezado contra alguna rama enterrada bajo la nieve o algún pedrusco —dijo penosamente el Topo—. ¡Ay de mí, ay ! —Es un corte muy limpio —dijo la Rata, examinando de nuevo la herida con atención—. Una rama o un pedrusco no hace una herida así… —Qué más da lo que habría sido —dijo el Topo, olvidando la gramática a causa del dolor—. Duele igual, sea lo que sea.»
¿Sufren realmente los animales, o sólo sufren los ficticios, como el topo de El viento en los sauces? Podemos estar razonablemente seguros de que los animales no hablan, pero sabemos poco más que eso. El modo en que respondemos al problema del sufrimiento de los animales, y al más amplio problema de su conciencia, tiene implicaciones directas en otras cuestiones candentes:
• ¿Es correcto usar millones de ratas, ratones, e incluso primates, en investigaciones médicas, pruebas de fármacos, etc.?
• ¿Es correcto envenenar, gasear y exterminar topos y otros animales considerados « plagas» ?
• ¿Es correcto sacrificar en mataderos a millones de animales como vacas o gallinas para proporcionamos alimento?
El giro lingüístico
«A veces se dice que los
animales no hablan porque
carecen de la capacidad
mental para hacerlo. Esto
significa: “no piensan, por
eso no hablan”. Pero
simplemente no hablan. O
mejor aún: no usan el
lenguaje, exceptuando las
formas más primitivas de
lenguaje.»
Ludwig Wittgenstein, 1953
Por analogía con nuestras mentes, podemos inferir muchas similitudes entre las experiencias conscientes de los humanos y las de (algunos) animales, ¿pero hasta dónde podemos llegar a partir de ahí? La experiencia subjetiva de un animal debe estar íntimamente unida a su forma de vida y al entorno particular al que está adaptado evolutivamente; y como Thomas Nagel señaló, no tenemos la más remota idea de cómo sería ser un murciélago, o cualquier otro animal Este problema se hizo aún más los evidente a partir del « giro lingüístico» que terminó por dominar la mayor parte de la filosofía de la mente en el siglo XX. De acuerdo con este giro, nuestra vida mental está apuntalada o mediada por el lenguaje, y nuestros pensamientos son necesariamente representados en nuestro interior en términos lingüísticos, Tal concepción, aplicada sin más a los animales, nos obligaría a negar que puedan abrigar algún pensamiento. Las posturas se han ido moderando y, en la actualidad, la mayoría de los filósofos estarían dispuestos a aceptar que el resto de animales también tienen pensamientos, por más simples que sean.
La mayoría de los filósofos están de acuerdo en que la conciencia, especialmente el dolor y el sufrimiento, resulta decisiva para decidir qué consideración moral deberíamos dispensar a los animales. Si estamos de acuerdo en que incluso algunos animales son capaces de sentir dolor, y en que causar sufrimiento innecesario es un error, debemos concluir que es incorrecto infligirles sufrimiento innecesario. Desarrollar más esta conciencia (decidiendo, en particular, qué ocurre si nada justifica adecuadamente el dolor que infligimos a los animales) se convierte así en una tarea moral apremiante.
En el interior de la mente de los animales
¿Qué sabemos de lo que pasa en la cabeza de los animales? ¿Sienten los animales, piensan, creen? ¿Son capaces de razonar? La verdad es que sabemos muy poco sobre la conciencia de los animales. Nuestra falta de conocimiento en este ámbito representa una versión ampliada del problema de saber algo de las otras mentes humanas. Parece que no podemos tener la seguridad de que los demás experimenten las cosas igual que nosotros, o ni siquiera de que experimenten, de modo que no es sorprendente que no estemos en mejores condiciones (posiblemente sean bastante peores) con respecto a los demás animales.
Tanto en el caso de la mente humana como en el de la del animal, todo lo que podemos hacer es usar un argumento por analogía con nuestro propio caso. Los mamíferos parecen reaccionar al dolor de un modo parecido a los humanos, pues rechazan lo que les produce dolor, prorrumpen en gritos y gemidos, etc. También en términos fisiológicos existe una uniformidad básica entre los sistemas nerviosos de los mamíferos; asimismo se han encontrado profundas similitudes en la composición genética y el origen evolutivo. Dadas todas estas similitudes, es plausible suponer que también deberían existir semejanzas en el nivel de la experiencia subjetiva. Y cuanto más próximas sean las similitudes psicológicas, y de otros aspectos relevantes, más segura será la inferencia de similitudes en la experiencia subjetiva.
El perro de Crisipo
En el mundo antiguo, no había consenso sobre si los animales pensaban y razonaban. La discusión más interesante giraba en torno al perro de Crisipo, un filósofo estoico del siglo III a. C. Se trata de la historia de un perro de caza que persigue a su presa y llega a un cruce de tres caminos; tras perder el rastro en los dos primeros caminos, el perro toma el tercero sin mayor investigación, asumiendo supuestamente el silogismo « A B o C: ni A ni B; entonces C» . Este caso de lógica canina no convenció a todos los filósofos posteriores, y muchos de ellos consideraron la racionalidad como la facultad que establecía una diferencia esencial entre hombres y animales.
Descartes en particular, tenía mala opinión sobre el intelecto animal, y consideraba a los animales poco más que autómatas desprovistos de cualquier forma de inteligencia La idea de que la capacidad de sufrir es la clave para admitir a los animales en la comunidad moral —el criterio que con mayor frecuencia se invoca en las discusiones recientes sobre ética animal— fue planteada por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham: « La cuestión no es “¿razonan?” ni “¿piensan?”, sino “¿sufren?”» .
La experimentación con animales: ¿es correcta y sirve para algo? La moralidad con respecto al uso de animales en la investigación médica y en las pruebas de fármacos puede considerarse de dos modos. Uno de ellos consiste en preguntar si es correcto para nosotros usar a otros animales como meros medios para nuestros fines; si es ético causar sufrimiento a los animales (asumiendo que sufran) y quebrantar sus derechos (asumiendo que puedan tenerlos) para mejorar nuestra salud, probar fármacos, etcétera. Éste es un aspecto de la pregunta general sobre la posición moral que debemos adoptar con respecto a los animales.
La otra consideración es más práctica. Probar la toxicidad de un producto con un ratón sólo tiene valor (asumiendo que sea ético hacerlo) si el ratón y el hombre son suficientemente similares en aspectos fisiológicos relevantes como para que las conclusiones puedan aplicarse a los hombres,
El problema es que esta segunda consideración pragmática alienta el uso de mamíferos como los monos y otros simios, porque desde el punto de vista psicológico son más parecidos a los humanos; pero precisamente el uso de estos animales es el que nos resulta más censurable desde el punto de vista ético.
En este sentido nuestras inferencias sobre nuestros parientes cercanos, los simios y los monos, parecen apoyarse en un terreno relativamente firme; pero el terreno es menos firme con mamíferos más alejados como las ratas y los topos. La analogía es débil pero plausible en el caso de algunos vertebrados (pájaros, reptiles, anfibios y peces), y decididamente precaria cuando se trata de invertebrados (insectos, babosas, medusas). Lo cual no significa que estos animales no sientan, o no experimenten dolor, pero sí que resulta dudoso explicar lo que sienten a partir de una analogía con nuestra conciencia. La dificultad consiste en saber cómo podría apoyarse la reivindicación de que sí sienten.
La idea en síntesis: ¿crueldad con los animales?
26 ¿Tienen derechos los animales?
En todo el mundo, durante cada año de la primera mitad de la década de 2000: se usaron aproximadamente 50 millones de animales en investigaciones científicas y pruebas farmacológicas; se produjeron unos 250 millones de toneladas de carne; se capturaron unos 200 millones de toneladas de pescado y otras especies acuáticas en mares y ríos.
Las cifras son aproximadas (especialmente las relativas a la investigación, la mayor parte de las cuales no se registran), pero es evidente que cada año se usa una inmensa cantidad de animales para satisfacer intereses humanos. Muchos de nosotros (cada vez más) diríamos que son "explotados" o « sacrificados» en vez de « usados» . Porque muchos consideramos el uso de los animales (como alimento o como instrumento de investigación) como algo moralmente indefendible y como una violación de los derechos fundamentales de los animales.
El fundamento de los derechos de los animales
¿Cómo podemos fundamentar los derechos de los animales? Un argumento común, de carácter esencialmente utilitarista, es el siguiente:
1. los animales sufren;
2. el mundo es mejor sin sufrimiento innecesario; de modo que
3. no debe infligirse sufrimiento innecesario a los animales.
La primera premisa ha sido la más debatida recientemente. Parece muy improbable suponer que animales como los simios y los monos, que tanto se parecen a nosotros en aspectos relevantes, no tengan la capacidad de sentir algo muy similar a nuestro dolor. Sin embargo, parece improbable que animales como las esponjas marinas o las medusas, que tienen sistemas nerviosos muy simples, sientan algo remotamente parecido al dolor humano. La dificultad radica entonces en dónde establecer la frontera (algo que ocurre a menudo cuando se trata de establecer las fronteras y resulta difícil eludir un considerable tufillo de arbitrariedad. Podemos acordar un ponderado « algunos animales sufren» , pero un inquietante signo de interrogación pende sobre cuáles son realmente.
«Llegará un día en que el
resto de animales de la
creación adquieran los
derechos que la tiranía
nunca debería haberles
negado.»
Jeremy Bentham, 1788
La segunda premisa podría parecer irrecusable (salvo a los raros masoquistas), pero una vez más entraña un peligro y es que puede llegar a resultar vacía. Es posible cuestionar la pretensión de esta premisa estableciendo una distinción entre el dolor y el sufrimiento. Se supone que el ultimo es una emoción compleja, que implica tanto el recuerdo del dolor pasado como la anticipación del dolor por venir, mientras que el dolor en sí mismo no es más que una fugaz sensación del presente; lo que cuenta cuando se trata de hacer valoraciones morales es el sufrimiento, pero los animales, o algunos animales, sólo son capaces de sentir dolor. Pero incluso si aceptamos esta distinción, parece poco razonable pretender que el dolor no es algo malo, por más que el sufrimiento sea peor.
Mucho más problemático resulta el « innecesario» de la segunda premisa. Porque no sirve para persuadir a un oponente que defienda que un poco de dolor animal es un precio aceptable por los beneficios humanos, y a que permite la mejora de la salud, la seguridad de los fármacos, etcétera.
Desde el punto de vista utilitarista, el argumento aparentemente apela a una especie de cálculo del dolor, sopesando el sufrimiento animal y el beneficio humano; pero el cálculo necesario —dificilísimo incluso si sólo se tratara de medir el sufrimiento humano — parece completamente irrealizable cuando el sufrimiento animal se incorpora a la ecuación.
Este ataque a las premisas afecta inevitablemente a la conclusión. Por desgracia, hay que admitir que, a lo sumo, el argumento se traduce en la reivindicación de no hacer daño a algunos, tal vez muy pocos, animales, a menos que hacerlo brinde algún beneficio, tal vez mínimo, a los humanos. Desde este punto de vista « los derechos de los animales» se reducen al derecho de un pequeño número de animales a los que no debe infligirse sufrimiento, a menos que hacerlo nos proporcione algún beneficio, por pequeño que sea, a los humanos.
Especismo
La mayoría de los individuos no someterían a un igual a condiciones de hacinamiento y suciedad para terminar comiéndoselo; ni probaría productos químicos de propiedades desconocidas con niños; ni modificaría genéticamente a humanos para estudiar su biología. ¿Existen razones para tratar de este modo a los animales? Debe existir alguna justificación moral atendible (según los defensores de los derechos de los animales) para rechazar conceder la misma consideración a los intereses de los animales que a los de los hombres. De otro modo estaríamos ante un caso de prejuicio o de intolerancia, de discriminación por cuestiones de especie, es decir, de « especismo» : una falta de respeto fundamental de la dignidad y las necesidades de los animales que no son humanos, tan ilegítima como la discriminación por cuestiones de género o de raza. ¿Es una falta evidente favorecer a nuestra propia especie? Los leones, por ejemplo, por lo general son más considerados con otros leones que con las gacelas; ¿por qué no deberían los humanos comportarse con una parcialidad similar? Se han sugerido muchas razones:
los humanos tienen un nivel de inteligencia más elevado que los animales, al menos potencialmente; la depredación es natural (los animales comen otros animales); los animales son especialmente criados para ser comidos/usados en experimentos (si no fuera por eso no existirían); necesitamos comer carne, aunque millones de personas aparentemente sanas no lo necesitan; los animales no tienen alma (¿estamos seguros de que los humanos la tienen?),
Es difícil rebatir estas justificaciones y, en general, resulta complejo establecer criterios que abarquen a todos los humanos y excluyan a todos los animales. Por ejemplo: si decidimos que lo decisivo es la superioridad intelectual, ¿utilizaríamos este criterio para justificar el uso de niños o de personas mentalmente discapacitadas, con un nivel de inteligencia menor que un chimpancé, en un experimento científico? O si decidimos que lo decisivo es la « naturalidad» , advertiremos de inmediato que hay muchas cosas que los animales, incluidos los humanos, hacen con naturalidad» que no nos gustaría en absoluto promover: algunos leones macho, llevados por su naturaleza, matan a las crías de sus rivales, pero semejante comportamiento estaría muy mal visto entre los humanos.
Las tres erres
El intenso debate sobre el bienestar y los derechos de los animales se centra en dos preguntas: ¿deberían usarse animales en experimentos y (si lo fueran) cómo deberían ser tratados en práctica? Como resultado de estas preguntas, se aceptan actualmente tres principios generales, « las tres erres» , como guía para la técnica experimental humana:
• reemplazar a los animales siempre que sea posible por otras alternativas;
• reducir el número de animales que se usan en experimentos hasta un nivel la coherente con la producción adecuada de datos estadísticos,
• refinar las técnicas experimentales para reducir o erradicar el sufrimiento de los animales.
¿Están bien los derechos?
No es una conclusión que pueda complacer a ningún defensor serio de los derechos de los animales. Pero ha habido justificaciones más sólidas y sofisticadas que la versión resumida antes, y todas ellas pretenden ofrecer una versión menos débil del tipo de derechos de los que deberían disfrutar los animales. Peter Singer ha sido el defensor de la concepción utilitarista sobre el asunto, y otra línea muy influyente ha sido la deontológica, defendida por el norteamericano Torn Reagan. Según Reagan, los animales son « sujetos de una vida» (al menos los animales con un cierto grado de complejidad); este hecho les confiere algunos derechos básicos, que son los que
se violan cuando un animal es tratado como un simple pedazo de carne o como un representante de los hombres en las pruebas con fármacos. En este sentido, los animales no deberían ser sometidos a análisis de costes-beneficios que pueden ser muy perjudiciales para una concepción utilitarista.
Existen considerables dificultades para defender una concepción en que los derechos de los animales sean equiparables a los derechos humanos, e incluso algunos autores se preguntan si es apropiado y útil emplear la noción de derechos para el caso. Se suele suponer que los derechos imponen deberes u obligaciones a sus titulares; hablar de derechos implica algún tipo de reciprocidad (algo que precisamente nunca existirá entre los animales y los hombres). Lo que está en juego es un problema real —el trato adecuado y humano que debemos a los animales— que se oscurece al plantearlo provocadoramente en el lenguaje de los derechos.
La idea en síntesis: ¿se equivocan los humanos?
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