22 Más allá del sentido del deber
El 31 de julio de 1916, durante la batalla del Somme en el norte de Francia, el joven de 26 años James Miller, un soldado raso del Regimiento Real de Lancaster, «recibió la orden de llevar un mensaje importante atravesando el fuego cruzado para volver con la respuesta costara lo que costara. Lo obligaron a partir a campo abierto y al salir de la trinchera recibió inmediatamente un disparo en la espalda que lo atravesó y salió por el abdomen. A pesar de ello, con un coraje y un espíritu de sacrificio heroicos, oprimió con su mano la herida del estómago, entregó el mensaje, regresó tambaleándose con la respuesta, y se desplomó a los pies del oficial a quien se la entregó.
Sacrificó su vida con una devoción y un sentido del deber extremos».
¿Cómo interpretar este tipo de comportamientos? Es evidente que las autoridades militares británicas durante la primera guerra mundial consideraron las acciones del soldado Miller excepcionales —incluso en una época en que se producían muchos hechos extraordinarios cotidianamente—, pues lo condecoraron con la Cruz de la Victoria « al valor más sobresaliente» (el texto citado procede del discurso del oficial de Miller en ocasión de la condecoración). Si Miller se hubiera arrastrado para volver a la trinchera inmediatamente después de recibir el disparo que podía acabar con su vida, difícilmente lo culparíamos, o diríamos que actuó de un modo equivocado, o que su acción fue inmoral. Igual que sus oficiales, tenderemos a considerar que los actos de Miller iban « más allá del sentido del deber» y que merecían una alabanza especial. En suma, seguramente elogiaríamos lo que hizo pero no le hubiéramos culpado si hubiera
actuado de otro modo.
Actos heroicos
En principio, nuestras intuiciones comunes armonizan con este tipo de afirmaciones. Parece normal concebir dos niveles distintos en la moralidad. En uno de ellos, se encuentran las cosas que todos nosotros estamos obligados moralmente a hacer: obligaciones básicas que son cuestión de deber y responden al patrón mínimo de moralidad común. A menudo se las considera negativamente, como obligaciones con las que es incorrecto no cumplir: no mentir, estafar, matar, etc. Suponemos que debemos cumplirlas y esperamos que los otros hagan lo propio.
Además de estos deberes morales comunes existen, en un nivel más elevado, los ideales morales. Suelen expresarse positivamente y no son normas cerradas: así, mientras que existe el deber moral corriente de no robar a los otros, la gran generosidad con los demás es un ideal que en principio es ilimitado. Semejantes actos pueden ir más allá de lo que requiere la moral común y se inscriben en la categoría de los llamados « actos heroicos» : actos que resulta encomiable hacer pero que no es censurable omitir. Los actos heroicos son el territorio « de los héroes y de los santos» . Tales individuos consideran como un deber esos actos y se culpan a sí mismos si no obedecen a ellos, pero se trata esencialmente de un sentido personal del deber y no cabe juzgar a los demás a partir de ellos.
¿Actos heroicos?
« Imaginemos un pelotón de soldados que practican lanzamiento de granadas de mano; a uno de los soldados le resbala de las manos una granada que rueda hasta la zona donde se encuentra el pelotón; y otro sacrifica su vida echándose sobre la granada y protegiendo a sus colegas con su propio cuerpo … Si el soldado no se hubiera echado sobre la granada ¿hubiera sido culpable de no cumplir con un deber? Aunque de algún modo sea, sin duda, superior a sus compañeros, ¿podemos decir que ellos faltaron a su deber al no intentar sacrificarse? Y si ese soldado no lo hubiera hecho, ¿acaso alguien hubiera podido decirle “Deberías haberte echado sobre la granada”?»
Esta historia se encuentra en « Santos y héroes» , un artículo muy importante queescribió en el año 1958 el filósofo inglés J. O. Urmson, y que ha orientado la mayoría de los debates filosóficos recientes en torno a los actos heroicos. Urmson identifica tres condiciones que debe reunir un acto para ser heroico: no puede tener por objeto un deber (común); debe ser encomiable y su omisión no puede implicar ninguna culpa. Urmson sostiene que el caso mencionado reúne los tres requisitos, razón por la cual se trata de un acto heroico.
La integridad moral
La idea de los actos heroicos pone de relieve la dimensión personal de la moral. Los héroes y los santos tienen un personal sentido del deber, de lo que les corresponde hacer, y por eso renuncian a su derecho a las exenciones (como el peligro o la dificultad) que la mayoría de nosotros usamos para excusar no actuar en ciertos casos. La mayoría de las formas del utilitarismo son rigurosamente impersonales: en sus valoraciones morales consideran que toda vida (incluida la del que actúa) tiene el mismo valor, y tienden a subestimar la importancia de los propósitos y de los compromisos personales. El criterio utilitarista tiende a no tenerlos en cuenta cuando se trata de tomar decisiones morales, y en este sentido hay quienes consideran el utilitarismo como considerablemente deficiente en lo que toca a la explicación de las prioridades personales y del sentido de la integridad moral del sujeto de la acción.
¿Son opcionales los actos bondadosos? La categoría de acciones morales extraordinarias, no obligatorias, es interesante desde el punto de vista filosófico precisamente a causa de las dificultades que algunos sistemas éticos presentan para integrarlas. Tales sistemas se caracterizan por ofrecer una concepción de lo que es bueno a partir de la cual se define lo correcto y lo incorrecto por remisión a tal criterio. En consecuencia, la idea de que algo es reconocido como bueno y, aun así, no es exigible resulta muy complicada de explicar.
De acuerdo con el utilitarismo, al menos en sus versiones más comunes, una acción es buena si incrementa la utilidad general (por ejemplo, la felicidad), y la mejor acción en cada situación es la que resulta de mayor utilidad. Dedicar una parte importante de nuestro dinero a donativos para los países en vías de desarrollo no sería considerado como una obligación moral; los otros pueden encomiarnos el hacerlo, pero no tienen por qué sentirse mal por no hacerlo. Dicho de otro modo, la caridad en este nivel tan generoso es extraordinaria. No obstante, desde el punto de vista utilitario, si semejante acción promueve la utilidad general (y evidentemente éste parece ser el caso), ¿cómo es posible que no se trate de algo exigible? También para la ética kantiana este tipo de actos heroicos resulta problemático. Kant establece el valor moral más elevado en la capacidad de actuar del sujeto . Si ello es así, ¿cómo es posible que exista algún límite para lo que mejora o estimula esa capacidad de actuar?
Este tipo de conflictos entre las teorías éticas y nuestro sentido moral común resultan muy problemáticos, especialmente para las teorías éticas. Los utilitaristas radicales defenderían (es lo que hacen algunos) que debemos aceptar todas las implicaciones de sus teorías —negar, en efecto, que existan acciones heroicas— y cambiar nuestro modo de vida para adecuarla a ellas.
Pero semejantes propuestas de reforma extrema, que se oponen a los principios de la moralidad común, y califican la mayoría de nuestros actos como moralmente insuficientes, tienen más probabilidades de disuadir a la gente que de cautivarla.
Por lo general, la mayoría de los teóricos intentan justificar o minimizar los conflictos aparentes. Una estrategia habitual consiste en apelar a alguna forma de excepción o de excusa (por ejemplo, una dificultad excesiva o un peligro) que permita a la persona actuar de determinado modo que, de lo contrario, resultaría obligatorio. Pero aunque esta estrategia brinde una determinada salida del atolladero, tiene su coste. Porque la consideración de algunos factores personales defrauda la universalidad que suele considerarse indispensable en el terreno moral . Otra alternativa consiste en proponer ideas como la doctrina del doble efecto y la distinción entre actos y omisiones para explicar cómo puede ser correcto atenerse a un patrón cuando existe otro disponible y aparentemente preferible. Pero ninguna de estas ideas elude la dificultad y, en cualquier caso, muchos de nosotros podemos sentir que la verosimilitud de una teoría disminuye cuando está repleta de notas a pie de página y de otras reservas.
La idea en síntesis: ¿todos deberíamos ser héroes?
«Si cometemos la
negligencia de dejar el
agua de la bañera correr
con nuestro hijito dentro,
advertiremos —mientras
brincamos escaleras arriba
en dirección al baño— que
si nuestro hijo se ha
ahogado habremos hecho
algo espantoso, mientras
que si no ha ocurrido,
simplemente se tratará de
un descuido.»
Thomas Nagel, 1979
23 ¿Es malo tener mala suerte?
«Dos amigos, Bell y Haig, pasan la tarde juntos en el bar. Cuando llega la hora de cerrar, con una o dos cervezas más de la cuenta en el cuerpo, los dos se dirigen tambaleándose hacia sus coches para ir a casa. Bell llega a casa sin problemas, como muchas otras veces, se desploma en la cama, y se levanta al día siguiente con una ligera resaca. Haig —tan curtido y experto en la conducción con unas cuantas copas de más como Bell— regresa a casa relajadamente hasta que, de pronto, se le cruza en el camino un joven que atraviesa la calle frente a él. No hay tiempo de frenar, y el joven muere al instante. A Haig lo meten en la celda de una comisaría y al día siguiente se levanta con una ligera resaca y la certeza de que va a pasar años en la cárcel.»
¿Cómo interpretar el comportamiento de Bell y Haig? Naturalmente, la ley establece que el comportamiento de Haig es mucho más culpable: si a Bell lo hubieran pillado le habría caído una multa y le habrían retirado el carné durante unos meses: en cambio a Haig le caerá, con toda seguridad, una sentencia de prisión bastante larga. En este caso, el punto de vista legal reflejaría adecuadamente nuestro sentido moral. Consideramos que quien provoca la muerte a alguien a causa de un acto irresponsable es más culpable que otro que conduce traspasando, un poco, los límites legales de alcohol. No obstante, la única diferencia entre los dos conductores en este caso —el joven en medio de la calle — es la suerte. Los dos conductores actuaron de forma irresponsable, y uno de ellos tuvo mala suerte. De modo que la suerte es el único factor que parece explicar la sanción legal y la certeza moral de que el comportamiento de Haig es malo: pero la suerte es algo sobre lo que, por definición, no tenemos ningún control al actuar.
La suerte moral
La diferencia entre los dos casos parece contradecir una intuición muy común: la de que sólo es adecuado juzgar las cosas moralmente en la medida en que dependen de nosotros. Me parecería reprobable que me echaras el café encima de forma deliberada, pero seguramente no te culparía si el accidente tuviera lugar en un tren y lo hubiera provocado un súbito frenazo del maquinista. Puede plantearse lo mismo diciendo que no debería juzgarse a dos personas de un modo distinto a menos que las diferencias se deban a factores que dependen de ellos. Si al golpear la pelota un golfista la lanza contra el público, y golpea a un espectador y lo mata, no lo culparemos más, en caso de que lo culpemos de algo, que a otro jugador que hace un lanzamiento similar pero sin consecuencias funestas (aunque muy distinto es cómo se siente consigo mismo el desdichado jugador).
Pero si trasladamos este modo de pensar al caso de Bell y Haig, parece que deberíamos juzgarlos del mismo modo. Entonces ¿deberíamos juzgar más severamente a Bell por el perjuicio que su comportamiento irresponsable habría podido causar? ¿O deberíamos ser más indulgentes al juzgar a Haig, puesto que no estaba haciendo nada peor que muchas otras personas y, simplemente, tuvo
mala suerte? Es evidente que podemos seguir ateniéndonos a nuestro juicio inicial: los dos casos deben considerarse distintos en atención a sus distintas consecuencias. Pero si mantenemos nuestra posición tendremos que modificar nuestra idea sobre la importancia del control: estaremos obligados a concluir que la moralidad no es inmune a la suerte: paradójicamente debería existir algo como la « suerte moral» . Se diría que, después de todo, la suerte puede convertirnos en malvados.
¿O es mala suerte ser malo? La cuestión de si existe la suerte moral (es decir, de si los juicios morales están determinados, al menos en parte, por factores aleatorios ajenos a nuestro control) ha sido el objeto de buena parte de las discusiones filosóficas recientes. El debate se recrudece cuando hace acto de presencia la llamada « suerte resultante» , en casos como el de Bell y Haig, donde el azar resultante de una acción parece afectar a nuestra evaluación de la misma. Pero existen otros tipos de suerte que pueden intervenir y, de hecho, el problema puede llevarnos mucho más lejos.
A partir de casos parecidos al de Bell y Haig resulta tentador responder que las intenciones de quien actúa —no las consecuencias de esas intenciones— son lo que debería considerarse cuando prodigamos alabanzas o cuando dictaminamos culpabilidad. Bell y Haig tienen la misma intención (ninguno de los dos pretende matar a nadie) y, por lo tanto, deberían (poder) ser juzgados del mismo modo.
Pero ¿hasta qué punto tenemos control sobre nuestras intenciones? Tenemos las intenciones que tenemos a causa del tipo de persona que somos, pero existen innumerables factores (que caen bajo la categoría general de « suerte constitutiva» ) que nos configuran como personas y sobre las que no tenemos control. Nuestro carácter es el producto de una combinación sumamente compleja de factores ambientales y genéticos sobre los que tenemos muy poco o ningún control. ¿Hasta qué punto deberíamos ser juzgados por acciones e intenciones que surgen de forma natural de nuestro carácter? Si no puedo evitar ser cobarde o egoísta —si se da el caso de que está « en mi naturaleza» serlo—, ¿es acaso justo culparme o criticarme por huir del peligro o por pensar demasiado en mis propios intereses?
El lugar y el momento equivocados
Sólo podemos desplegar los aspectos buenos y malos de nuestros caracteres cuando las circunstancias nos proporcionan la ocasión de hacerlo: todos nosotros estamos a merced de la
« suerte circunstancial» .
No es posible exhibir tu gran generosidad natural si careces de los recursos para ser generoso, o los beneficiarios potenciales con quien serlo. Podríamos sospechar que nunca habríamos caído en la depravación a la que llegaron los soldados nazis de Auschwitz, pero naturalmente nunca podremos estar del todo seguros. Todo lo que podemos afirmar con certeza es que somos muy afortunados de no habernos encontrado nunca en semejante situación. Así pues, ¿el soldado nazi tuvo la mala suerte de haber tenido que encontrarse en la situación?
¿Tuvo la mala suerte de ser malo?
«El escepticismo en torno a la autonomía de la moralidad con
respecto a la suerte no puede dejar el concepto de moralidad
intacto … [El escepticismo] nos dejará con un concepto de la
moralidad, pero será más irrelevante de lo que solemos
considerar; y no será nuestro, pues una de las cosas
particularmente importantes de nuestro concepto de moralidad
es la importancia que le atribuimos.»
Bernard Williams, 1981
Es posible desplazar los límites de la suerte cada vez más atrás. Si consideramos otro tipo de suerte —la circunstancial— advertimos hasta qué punto una evaluación sobre la maldad moral puede depender del estar en el lugar y el momento equivocados. Si extraemos la conclusión lógica, el debate acerca de si existe algo como la suerte moral linda con el problema de la voluntad, y plantea los mismos problemas: en última instancia, ¿hay algo de lo que hacemos que hagamos libremente? ¿Y si no existe libertad, puede existir responsabilidad? ¿Y sin responsabilidad, qué justificación existe para la culpa y el castigo.
Las intuiciones comunes sobre la suerte moral están lejos de ser homogéneas o consistentes. Esta incertidumbre se refleja en cierta polarización de las posiciones filosóficas en torno al asunto. Algunos filósofos niegan que exista algo como la suerte moral, y tratan de explicar o de encontrar una justificación cuando aparece de forma manifiesta en nuestro discurso moral común. Otros aceptan la existencia de la suerte moral y prosiguen a partir de ahí evaluando si (y en qué medida exacta) ello nos obliga a reformar o revisar el modo de juzgar moralmente. Lo que está en juego es mucho: pueden verse afectados algunos supuestos básicos acerca del modo en que conducimos moralmente nuestras vidas; y una vez más no existe el menor signo de consenso.
La idea en síntesis: ¿la fortuna favorece el bien?
24 La ética de la virtud
Durante más de 400 años, los filósofos morales se han fijado principalmente en las acciones, no en los actores, en el tipo de cosas que deberíamos hacer en vez de en el tipo de persona que deberíamos ser. La principal tarea del filósofo ha consistido en descubrir y explicar los principios en los que se basa el deber moral y en formular normas que orienten nuestro comportamiento de acuerdo con tales principios.
Son muchas las propuestas sobre la naturaleza de los principios mismos, desde la ética basada en el deber de Kant hasta el utilitarismo consecuencialista de Bentham y Mill. Sin embargo, todas ellas comparten el supuesto de que la justificación de las acciones es más fundamental que el carácter de los actores, que se considera secundario o meramente instrumental. Pero la virtud no ha sido siempre una sirvienta del deber o de algún otro bien superior.
Hasta el Renacimiento, con los primeros atisbos de la revolución científica, la influencia más importante de la filosofía y la ciencia procedía de los grandes pensadores de la Grecia clásica: Platón y, sobre todo, su pupilo Aristóteles. La principal preocupación de estos autores era la naturaleza y el cultivo del carácter bondadoso; la pregunta central no era: « ¿Qué es correcto hacer (en esta o en aquella circunstancia)?» , sino: « ¿Cuál es el mejor modo de vida?» . Dada la
diferencia de prioridades, la naturaleza de la virtud, o la excelencia moral, era un asunto del mayor interés. La filosofía de Aristóteles quedó eclipsada durante algunos siglos, desde la época de Galileo y Newton, pues la atención se desplazó a las reglas y principios de la conducta moral. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX algunos pensadores empezaron a expresar su insatisfacción con respecto a la tendencia hegemónica en filosofía moral, y a interesarse de nuevo por el estudio del carácter y de las virtudes. Este movimiento reciente en la teoría moral, inspirado sobre todo en la ética aristotélica, se conoce con la etiqueta de « ética de la virtud» .
La ética y la moral
A primera vista existe tal abismo entre el modo en que Aristóteles concebía la ética y la concepción adoptada por la mayoría de los filósofos actuales, que se ha llegado a sugerir la necesidad de adaptar la terminología para dar cuenta de tal diferencia. Se ha propuesto que el término « moralidad» debería restringirse a sistemas como el de Kant, en el que el interés se centra en los principios del deber y las normas de conducta: mientras que el término « ética» (derivado de la palabra griega para referirse a « carácter» ) debería reservarse a las concepciones aristotélicas, que priorizan las disposiciones del que actúa y la sabiduría práctica (no sólo moral). Ha habido disputas sobre la utilidad de la distinción, que se considera a veces como una falsa oposición, por exageradamente radical, entre Aristóteles y los filósofos que se le oponen.
Los griegos y la virtud
Según Aristóteles y algunos otros pensadores griegos, ser una buena persona, y diferenciar lo correcto de lo incorrecto, no es principalmente un problema de entender y aplicar determinadas reglas y principios morales. Más bien es cuestión de ser y convertirse en el tipo de persona que, gracias a la búsqueda de la sabiduría a través de prácticas y ejercicios adecuados, consigue comportarse por lo general de un modo correcto en las circunstancias adecuadas. En resumen, tener el tipo de disposiciones (naturales y adquiridas) y de carácter correctos para el tipo de comportamiento correcto.
Las disposiciones mencionadas son virtudes. Expresan o manifiestan la eudaimonia, que los griegos consideraban el mayor bien del hombre, y el objetivo último de la actividad humana. Traducido habitualmente por « felicidad» , la eudaimonia es, de hecho, algo más amplio y dinámico, que capta mejor la idea de « colmar» o « llevar una vida buena (venturosa, exitosa)» .
Los griegos solían hablar de cuatro virtudes fundamentales: el coraje, la justicia, la templanza (autodominio) y la inteligencia (la sabiduría práctica). Pero tanto para Platón como para Aristóteles la doctrina crucial es la llamada « unidad de las virtudes» . Dada la constatación de que, en parte, una persona buena es la que sabe cómo responder sensiblemente a la demanda de diferentes virtudes que a veces entran en conflicto, estos autores concluían que las virtudes son como las distintas caras de una sola piedra preciosa, de modo que no es posible poseer una virtud sin poseerlas todas. En Aristóteles, la posesión y el cultivo de las distintas virtudes implica que el hombre bueno posee una virtud que las engloba a todas, la « magnanimidad» (del latín, « dotado de una gran alma» ). El megalopsychos (« el hombre de gran alma» ) aristotélico es el arquetipo de la bondad y la virtud: el hombre de posición distinguida en la vida, y digno de grandes cosas; afanoso de ofrecer ayuda pero reticente a recibirla; dotado de un orgullo cabal y de una humildad moderada.
El justo medio
El justo medio es una noción central de la concepción aristotélica de la virtud. La doctrina es considerada a veces erróneamente como unaapelación a la moderación, en el sentido de atenerse siempre a un modelo intermedio, pero no es ése su significado. Tal como queda claro en la cita, el significado se define estrictamente en relación con la razón.
Por ejemplo: la virtud que entraña el justo medio entre la cobardía y la audacia es el coraje. Tener coraje no es sólo evitar los actos cobardes, como salir corriendo ante el enemigo; también es necesario evitar la imprudencia, la bravuconada temeraria, como empecinarse ataque fútil que nos perjudique a nosotros y a nuestros compañeros. El coraje depende del gobierno de nuestra razón sobre nuestros instintos más bajos e irracionales: lo crucial es que la acción sea apropiada a las circunstancias, es decir, que esté determinada por una sabiduría práctica capaz de responder sensiblemente a los hechos particulares de la situación.
« La virtud es entonces una disposición del carácter que tiene que ver con
la elección, y que descansa en el medio definido por la razón. Es el justo
medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto; y una vez
más, es un medio porque los vicios, o bien nos hacen excedernos o bien
quedarnos cortos respectivamente con respecto a lo que es correcto para
las pasiones y para las en un acciones, mientras que la virtud sabe
encontrar y escoger lo que se encuentra en el medio.»
Aristóteles, c. 350 a. C.
«La Bondad del hombre es el ejercicio activo de las facultades
de su alma de acuerdo con la excelencia o la virtud … Además,
esta actividad debe ocupar toda la vida: pues igual que una flor
no hace la primavera, tampoco basta un día perfecto.»
Aristóteles, c. 350 a. C.
La jerarquía que implica la unidad de las virtudes lleva a Platón a la firme conclusión de que las diferentes virtudes son, de hecho, una y la misma, y de que se encuentran subsumidas bajo una sola virtud: el conocimiento. La idea de que la virtud es idéntica al conocimiento también le lleva a negar la posibilidad de la akrasia, la voluntad débil: para él era imposible « saber lo que es mejor y no obstante hacer lo peor» ; los actos intemperados, por ejemplo, no eran consecuencia de la debilidad sino de la ignorancia. También Aristóteles, siempre afanoso de evitar contradecir las creencias tradicionales (endoxa), se opuso a la idea de que podemos actuar mal a sabiendas (a pesar de lo que muestra la experiencia).
Tanto para Platón como para Aristóteles, comportarse de un modo virtuoso era inseparable del ejercicio de la razón, de la elección racional; y Aristóteles elaboró esta idea en la doctrina del justo medio (véase el cuadro de la página anterior).
La idea en síntesis: lo que eres, no lo que haces
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