martes, 3 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (VIII)

17 La máquina de la experiencia

«Supongamos que existiera una máquina de la experiencia que pudiera suministrarte alguna experiencia que desearas. Unos neuropsicólogos maravillosos estimularían tu cerebro de modo que pensarías y sentirías que estás escribiendo una novela genial, o haciendo amistad con alguien, o leyendo un libro interesante. Durante todo el tiempo estarías flotando en un gran recipiente con electrodos conectados a tu cabeza. ¿Te conectarías a esta máquina para siempre, programando anticipadamente los deseos de toda tu vida? … Naturalmente mientras estuvieras en el recipiente no sabrías que lo estás; pensarías que todo está ocurriendo de veras … ¿Te conectarías? ¿Qué
más nos importa, aparte de cómo sentimos interiormente nuestras vidas?»

El creador de este experimento mental en el año 1974, el filósofo norteamericano Robert Nozick,
piensa que las respuestas a sus últimas preguntas son, respectivamente: « No» y « Mucho» . A simple vista, la máquina de la experiencia se parece mucho al cerebro en la cubeta de Putnam . Los dos experimentos describen realidades virtuales en las que se simula un mundo que resulta completamente indiscernible, por lo menos desde dentro, de la vida real.

Pero mientras que Putnam se interesa por la situación del cerebro en la cubeta, y por las implicaciones que tiene para el establecimiento de los límites del escepticismo, la principal preocupación de Nozick es la situación de las personas antes de conectarse a la máquina: ¿escogerían una vida conectada a la máquina? y, si lo hicieran, ¿qué nos revelaría su elección?

Se trata de escoger entre una vida simulada de ilimitado placer, en la que cada ambición y cada deseo se colmaran; y una vida real marcada por todas las previsibles frustraciones y decepciones, la mezcla habitual de sucesos incompletos y de sueños incumplidos. 

«La naturaleza ha puesto a
la humanidad bajo el
gobierno de dos amos
soberanos, el dolor y el
placer. Sólo ellos pueden
indicarnos qué hacer.»
Jeremy Bentham, 1785


Pero a pesar del evidente atractivo de la vida conectada a la experiencia de la máquina, la mayoría de la gente, cree Nozick, no escogería que la conectaran. La realidad de la vida es importante: queremos hacer determinadas cosas, no sólo experimentar el placer de hacerlas. Pero si el placer fuera lo único que determinara nuestro bienestar, si fuera el único elemento constitutivo de la vida buena, seguramente no escogeríamos la vida real, puesto que es mucho mayor el placer que obtendríamos conectados a la máquina de la experiencia. A partir de esta idea, Nozick infiere que, además del placer, existen otras cosas que consideramos intrínsecamente valiosas.
El utilitarismo clásico 

Esta conclusión da al traste con cualquier teoría ética hedonista (basada en el placer), y en particular con el utilitarismo, al menos en la formulación clásica que dio su fundador, Jeremy Bentham, en el siglo XVIII. El utilitarismo es la concepción para la cual las acciones deben juzgarse como buenas o malas en atención a su capacidad para incrementar o reducir el bienestar humano o la « utilidad» . Desde Bentham se han propuesto múltiples interpretaciones de la utilidad, pero para él consistía en la felicidad y el placer humanos, y su teoría de las acciones correctas se resume en ocasiones como el fomento de « la mayor felicidad del mayor número posible» .
Al utilitarismo no le asustan las conclusiones morales que se oponen a nuestras intuiciones habituales . Para Bentham, una de sus principales virtudes consistía en que proporcionaba una base racional y científica a las decisiones sociales y morales, a diferencia de lo que ocurría con las caóticas e incoherentes intuiciones en las que se basaban los llamados derechos naturales y la ley natural. Con el propósito de brindar este fundamento racional, Bentham propuso un « cálculo de la felicidad» , de acuerdo con el cual las distintas cantidades de placer y dolor que producía cada acción podían medirse y compararse; la acción correcta en una ocasión dada podía determinarse entonces mediante un simple proceso de suma y resta. Así, para Bentham los distintos placeres difieren únicamente en cuanto a la duración y la intensidad, no en cuanto a su calidad; se trata de una concepción del placer considerablemente monolítica que parece vulnerable a las implicaciones de la máquina de la experiencia de Nozick. Dada su naturaleza inflexible, cabe sospechar que Bentham hubiera estado encantado de machacar la idea que el experimento mental de Nozick plantea. Sin embargo, a ]. S. Mill, otro de los padres fundadores del utilitarismo, sí que le preocupaba limar algunas asperezas de la teoría.

Variedades del utilitarismo

El utilitarismo es, históricamente, la versión más relevante del consecuencialismo, es decir, de la concepción según la cual las acciones deben juzgarse como correctas o incorrectas a la luz de sus
consecuencias .

«Las acciones son
correctas en relación con
su capacidad para
promover la felicidad, e
incorrectas cuando tienden
a producir lo contrario de
la felicidad.»
J. S. Mill, 1859

En el caso del utilitarismo, el valor de las acciones lo determina su contribución al bienestar o la 
« utilidad» . En el utilitarismo clásico (hedonista) de Bentham y Mill, la utilidad es entendida como el placer humano, pero esta concepción se ha modificado y ampliado en distintos sentidos desde entonces. Las distintas versiones reconocen siempre que la felicidad humana depende no sólo del placer sino también de la satisfacción de una vasta gama de deseos y preferencias. Algunos teóricos también han propuesto ampliar el alcance del utilitarismo más allá del bienestar humano para abarcar otras formas de la vida sensible.
También existen diversas concepciones sobre cómo debe aplicarse el utilitarismo a las acciones. De acuerdo con el utilitarismo de acción o directo, cada acción debe evaluarse en atención a su contribución a la utilidad. En cambio, de acuerdo con el utilitarismo normativo, el desarrollo adecuado de la acción lo determinan distintas normas cuyo seguimiento general promoverá la persona inocente puede contribuir en determinadas ocasiones a salvar muchas vidas y, en consecuencia, incrementará la utilidad general, de manera que para el utilitarismo de acción éste sería un modo de actuar correcto. Sin embargo, como regla, matar a un inocente reduce la utilidad, de modo que el utilitarismo normativo sostiene que la misma acción es incorrecta, incluso aunque
pudiera tener consecuencias beneficiosas en alguna ocasión particular. El utilitarismo normativo coincidiría así con nuestras convicciones comunes acerca de los asuntos morales, aunque los utilitaristas más recientes no se encomienden necesariamente a este principio: por distintas razones les parece incoherente cuando no objetable.

Placeres elevados y bajos 

Los críticos contemporáneos se han apresurado a señalar hasta qué punto era limitada la concepción de la moralidad que brindó Bentham. Al suponer que la finalidad más elevada de la vida era el placer, aparentemente dejó de lado todo tipo de cosas que cualquiera de nosotros consideraría como inherentemente valiosas, tales como el conocimiento, el honor y los logros; Bentham propuso (éste es el cargo que le imputa Mill) « una doctrina digna sólo de cerdos» . El propio Bentham, de un modo espléndidamente igualitario, se hizo cargo de la acusación: « Dejando a un lado los prejuicios —declaró—, la petanca es un juego tan valioso como las artes y las ciencias de la música y la poesía» . Dicho de otro modo, si un juego popular produce una mayor cantidad general de placer, el juego es asimismo más valioso que las actividades más refinadas del
intelecto.

A Mill le incomodaba la conclusión directa de Bentham y aspiraba a modificar el utilitarismo para evitar las críticas de sus adversarios. A las dos variables de Bentham para medir el placer —la duración y la intensidad—, Mill añadió una tercera —calidad— mediante la que introducía una jerarquía de placeres elevados y bajos. De acuerdo con esta distinción, algunos placeres, tales como los del intelecto y las artes, son más valiosos por naturaleza que los meramente físicos, y al atribuirles mayor peso en los cálculos de placer, Mill pudo concluir que « la vida del insatisfecho Sócrates es mejor que la de un tonto satisfecho» .

Pero esta adaptación tuvo su precio. En última instancia, uno de los atractivos aparentes del esquema de Bentham —su simplicidad— había perdido fuerza, aunque la operación del cálculo de la felicidad implica una considerable dificultad en cualquier caso. Pero existe un problema más serio: la noción de Mill de distintos tipos de placer parece exigir algún criterio distinto del placer para poderlos distinguir. Si la idea de utilidad la constituye algo más que el placer, Mill debería poder hacer frente a problemas como el que plantea Nozick, aunque  entonces la cuestión tal vez sea hasta qué punto su teoría sigue siendo estrictamente utilitarista.

La idea en síntesis: ¿basta con la felicidad?

18 El imperativo categórico

«Sabes que Cristina quiere matar a tu amiga María, que acaba de levantarse de su silla en el bar. Cristina se acerca y te pregunta si sabes dónde está María. Si le dices la verdad, Cristina encontrará a María y la matará. Si mientes y le dices que viste a María irse hace cinco minutos, Cristina estará fuera de escena y María podrá huir. ¿Qué debes hacer, decir la verdad o mentir?»

Parece absurdo preguntarlo. Las consecuencias de decir la verdad son fatales. Naturalmente hay que mentir (una mentirijilla, piensas, por una buena causa). Pero para Immanuel Kant —uno de los filósofos más influyentes y, según algunos, el filósofo más importante de los últimos 300 años— ésta no es una respuesta correcta. No mentir es, para Kant, un principio fundamental de la moral, un « imperativo categórico» : algo que estamos obligados a hacer, incondicionalmente y a pesar de las consecuencias. La implacable insistencia en el deber, junto con la noción del imperativo categórico que subyace al mismo, constituye la piedra angular de la ética kantiana.

Imperativos hipotéticos versus imperativos categóricos 

Para explicar qué es un imperativo categórico, Kant empieza contándonos lo que no es, contraponiéndolo al imperativo hipotético. Supongamos que os digo qué hacer dando una orden (un
imperativo): « ¡No fuméis!» . Implícitamente, existe una serie de condiciones que van asociadas a este mandato: « si no quieres echar a perder tu salud» , por ejemplo, o « si no quieres derrochar el dinero» . Naturalmente si no te preocupa la salud o el dinero, la orden carece de cualquier valor y no te sientes obligado a obedecer. Pero con un imperativo categórico no existen condiciones adicionales, ni implícitas ni explícitas. « No mientas» o « no mates» son mandatos que no dependen de ninguna finalidad o deseo que debieras o no debieras tener, de modo que hay que obedecer como una cuestión de deber, absoluta e incondicionalmente. Un imperativo categórico de esta naturaleza, a diferencia de lo que ocurre con un imperativo hipotético, constituy e una ley moral.

Desprecia las consecuencias

La ética kantiana, el sistema moral paradigmáticamente deontológico o fundamentado en el deber, ha tenido una profunda influencia en los sucesivos autores éticos, que han desarrollado con avidez sus ideas o las han rechazado de forma enérgica. El meollo de la situación de Cristina y María fue planteado por Kant, e implacablemente asediado por su arsenal categórico: Kant insistió en que decir la verdad siempre es un deber moral, incluso cuando encontramos ante un asesino. En su infatigable insistencia en el deber por el deber, con independencia de cualquier consecuencia, previsible o imprevista, Kant perfila el modelo concebible más opuesto a los sistemas morales basados en las consecuencias.

Desde el punto de vista kantiano, tras cada acción subyace una regla de conducta, una máxima. Pero tales máximas pueden tener la forma de imperativos categóricos sin ser leyes morales, cuando no pasan una prueba, que es en sí misma una forma suprema o predominante del imperativo categórico:
Actúa sólo de acuerdo con una máxima que puedas considerar simultáneamente como una ley universal. Dicho de otro modo, una acción es moralmente aceptable sólo si se adecúa a una regla que sea aplicable de modo consistente y universal a ti mismo y a los otros (en efecto, se trata de una variación de la regla de oro). Por ejemplo, podríamos proponer la máxima de que mentir es aceptable. Pero sólo es posible mentir a partir de un fondo (de algún nivel) de discurso verdadero —si todo el mundo mintiera en todo momento, nadie creería a nadie— y precisamente por ello resultaría contraproducente y en buena medida irracional desear que la mentira se convirtiera en una regla universal. Asimismo, robar presupone un contexto de propiedad, pero la integridad del concepto de propiedad se hundiría si todos robáramos; faltar a una promesa presupone la institución aceptada por todos de mantener las promesas; etcétera.

El filósofo rumiante

Durante mucho tiempo Kant ha sido caricaturizado como el filósofo consumado y arquetípico, enclaustrado en su torre de marfil y sumido en sus meditaciones metafísicas teutonas. A esta imagen contribuy e el hecho de que Kant pasara toda su dilatada vida como un académico soltero en Königsberg: según parece, jamás puso un pie fuera de su ciudad natal.

«Dos cosas llenan el
espíritu de una admiración
y una veneración que no
hace más que aumentar
cuanto más frecuente y
regularmente
reflexionamos sobre ellas:
el cielo estrellado sobre mi
cabeza y la ley moral en mi
interior.»

La rigurosa austeridad de su filosofía y la endemoniada dificultad del lenguaje en que está escrita, intensifican los tonos oscuros del retrato. Pero alguna que otra vez Kant se desvía del camino, y proporciona munición a sus agresores; uno de los casos más célebres son sus meditaciones sobre el amor erótico, que (como el filósofo Simon Blackburn ha señalado) más bien parecen una descripción de una violación en grupo:
« En sí mismo constituye una profundas y oscuras degradación de la naturaleza humana; pues en cuanto una persona se convierte en el objeto del apetito de la otra, todos los motivos del vínculo moral dejan de funcionar, porque como objeto de apetito de otro una persona se convierte en una cosa y puede ser tratado y usado como tal por cualquiera» .
Sea como fuere, por más razones que existan para la caricatura, el veredicto definitivo es que Kant es uno de los pensadores más originales e influyentes de la historia de la filosofía; un pensador cuya impronta indeleble puede hallarse tanto en la ética moderna, como en la epistemología o la metafísica.
El requisito de la universalidad descarta así un determinado tipo de conductas por razones lógicas, pero parecen existir muchas otras que podrían unlversalizarse, aunque no las consideráramos morales. No parece inconsistente ni irracional querer que reglas como « vela siempre por tus propios intereses» , « falta a las promesas siempre que hacerlo no destruya la institución de la promesa» se convirtieran en leyes universales. ¿Cómo afronta Kant este peligro?

La autonomía y la razón pura 

Los requisitos del imperativo categórico imponen una estructura racional a la ética kantiana, de modo que la labor consiste entonces en pasar del marco lógico a un contenido moral concreto (para explicar cómo puede « la razón pura» , sin base empírica, dar forma y dirigir la voluntad del agente moral). La respuesta se encuentra en el valor inherente del comportamiento moral en sí mismo: valor basado en « el único principio supremo de la moralidad» , Immanuel Kant, 1788 la libertad o la autonomía de la voluntad, que obedece a ley es que se impone ella misma. La suprema importancia asociada a los que actúan autónoma y libremente puede percibirse en la segunda gran formulación del imperativo categórico:

Actúa de tal modo que nunca trates a la
humanidad, en tu persona o en la persona
de otro, como un simple medio sino
siempre también como un fin.

Una vez que el inestimable valor de la propia capacidad para actuar moralmente se reconoce, es necesario ampliar su alcance a la acción de los otros. Tratar a los demás como un simple medio para propiciar los propios intereses degrada o destruye su capacidad de actuar, de modo que las máximas que son útiles para uno mismo o perjudiciales para los otros contravienen esta formulación del imperativo categórico y no tienen valor de leyes morales. En esencia, lo que encontramos aquí es el reconocimiento de que existen derechos básicos que pertenecen a las personas en virtud de su humanidad y que no pueden ser negados: he aquí la dimensión profundamente humana e ilustrada de la ética kantiana.

La idea en síntesis: el deber a cualquier precio

«No hagas daño a nadie y
nadie te hará daño.»
Mahoma, c. 630



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