martes, 21 de marzo de 2017

UNA PARTE MUY INTERESANTE DE LA Hª DE LAS MATEMÁTICAS(ESCRITO EN EL S XVIII)

INFINITO.

Historia del infinito.

Los primeros geómetras se percataron desde la undécima o duodécima proposición que, aunque iban bien encaminados, andaban por los bordes de un abismo, y que las insignificantes verdades irrebatibles que iban encontrando las rodeaba el infinito. Lo vislumbraban desde que averiguaron que, por un lado, del cuadrado no se puede medir la diagonal, y que las circunferencias de círculos diferentes pasan siempre entre un círculo y su tangente. Quien tan sólo deseaba averiguar la raíz del número seis comprendía que era un número entre dos y tres pero por más divisiones que hacía, aunque siempre se aproximaba a la raíz, nunca conseguía encontrarla. Si suponían una línea recta cortando otra línea recta perpendicularmente, imaginaban ver que se cortaban en un punto indivisible, pero de cortarse oblicuamente se veían obligados a suponer un punto más grande que otro, o a no comprender la naturaleza de los puntos, ni el principio de toda magnitud.

El análisis de un cono les maravillaba porque su base, que es un círculo, contiene un número infinito de líneas, y su vértice difiere infinitamente de la línea. Si cortaban dicho cono paralelamente a su eje, presentaba una figura que se aproximaba cada vez más a los lados del triángulo que formaba el cono sin ser el triángulo realmente. El infinito se encontraba en todas partes. ¿Cómo conocer el área de un círculo, ni el área de una curva cualquiera?

Antes de la época de Apolonio, el círculo sólo se estudiaba como medida de los ángulos y para adquirir determinados medios proporcionales, lo que prueba que los egipcios, que enseñaron la segunda geometría a los griegos, fueron medianos geómetras pese a que eran astrónomos bastante buenos. Apolonio estudió detalladamente las secciones cónicas. Arquímedes consideró el círculo como una figura de infinidad de lados y relacionó el diámetro con la circunferencia, como la inteligencia humana puede imaginarlo. Cuadró la parábola. Hipócrates de Chio cuadró las lúsculas del círculo. Los antiguos buscaron baldíamente la duplicación del cubo, la trisección del ángulo, que son inabordables para la geometría ordinaria, y la cuadratura del círculo, que es imposible para toda clase de geometría. Desvelaron algunos secretos en el camino que recorrieron, como ocurrió a los que iban buscando la piedra filosofal; como por ejemplo, la cisoide de Diocles, la concoide de Nicomedes y la espiral de Arquímedes. Todo ello se logró sin saber álgebra, sin ese cálculo que tanto ayuda a la inteligencia y la dirige sin esclarecerla.

Digo sin esclarecerla porque suponiendo que dos matemáticos tengan que hacer un cálculo, el primero lo haga de memoria teniendo presente todos los números y el otro lo haga sobre el papel siguiendo una regla de rutina, pero segura, que sólo le hace conocer la verdad que busca cuando llega al resultado, ésta es poco más o menos la parca diferencia que media entre el geómetra sin cálculo, que examina las figuras y ve sus relaciones, y el algebrista que busca sus relaciones efectuando operaciones que no hablan a su inteligencia.

Harriot, Viete y, sobre todo, el famoso Descartes, emplearon los signos y las letras. Descartes sometió las curvas al álgebra reduciéndolo todo a ecuaciones algebraicas. En la época de Descartes, Caballero publicó en 1635 la Geometría de los invisibles, geometría nueva en la que los planos se componen de infinidad de líneas y los sólidos de infinidad de planos, pero no se atrevió a emplear el vocablo infinito en matemáticas, como Descartes no se atrevió a mencionarlo en física. Ambos empleaban para designarlo la voz indefinido. Al mismo tiempo que Robesval tenía idénticas ideas en Francia, un jesuita de Brujas avanzaba a pasos de gigante en esa misma dirección por diferente camino. Gregorio de san Vicente, el jesuita en cuestión,tomando por punto de partida un error y creyendo encontrar la cuadratura del círculo, encontró realmente cosas admirables. Redujo el infinito a relaciones finitas y lo conoció en pequeño y en grande, pero sus descubrimientos se ahogaron en tres tomazos que carecen de método, y el error flagrante con que terminó su obra perjudicó a las verdades que contiene.

Se continuaba siempre cuadrar las curvas. 
Descartes se valió de las tangentes, Fennat empleó su regla de maximis et minimis, y Wallis en 1655 publicó valientemente Aritmética de los infinitos y de las series infinitas en número. Brounker se sirvió de esta obra para cuadrar una hipérbole. Mercator de Holstein tuvo gran parte en esta invención, pero se trataba de hacer con las curvas lo que Brounker intentó con éxito. En aquel entonces trataban de encontrar un método general que sujetara el infinito al álgebra, igual que Descartes sujetó a ésta lo infinito, y ese método lo encontró Newton a la edad de veintitrés años.

El método de Newton tiene dos partes, que se denominan cálculo diferencial y cálculo integral. El diferencial consiste en encontrar una cantidad más pequeña que ninguna asignable, la que tomada una infinidad de veces sea igual a la cantidad dada. El cálculo integral consiste en tomar la suma total de las cantidades diferenciales.

El célebre filósofo Leibnitz y el profundo matemático Bernouille han reivindicado cada uno el cálculo diferencial, pero sólo cuando se es capaz de inventar cosas tan sublimes se puede tener la audacia de atribuirse tal honor. ¿Tres grandes matemáticos que buscan la verdad no es posible que la hayan encontrado? ¿Torricelli, La Loubere, Descartes, Roberval y Pascal, no han demostrado, cada uno a su manera, las propiedades de la cicloide? ¿No hemos visto muchas veces varios oradores tratando de idéntico asunto, utilizar los mismos pensamientos, pero exponerlos de diferente modo? Pues bien, los signos que usaron Newton y Leibnitz eran diferentes, pero sus pensamientos eran los mismos.

Desde entonces, el infinito empezó a tratarse mediante el cálculo y se acostumbraron insensiblemente a admitir unos infinitos mayores que otros. Este edificio tan atrevido asustó a uno de los artífices que lo construyeron: Leibnitz llamó entonces incomparables a esos infinitos, y Fontenelle, en su obra Geometría del infinito, establece, sin pararse en contemplaciones, diferentes órdenes de infinitos y debe estar muy seguro de lo que imagina para atreverse a tanto.

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