viernes, 17 de marzo de 2017

FANATISMO.- DICCIONARIO FILOSÓFICO DE VOLTAIRE.

El sabio no es el que almacena mucho en su mente, sino el que sabe dónde buscarlo.


FANATISMO.

Es el efecto de una conciencia falsa que somete la religión a los caprichos
de la fantasía y al desorden de las pasiones. Por lo general, proviene de que los legisladores han tenido miras mezquinas, o de que se excedieron de los límites establecidos por ellos. Sus leyes sólo eran adecuadas para una sociedad elitista. Extendiéndolas por celo a todo un pueblo, y llevándolas por ambición de un clima a otro debían haberlas corregido y acomodado a las circunstancias de los lugares y personas. Más, en realidad, sucedió que ciertos espíritus de carácter más acomodado al de la muchedumbre para la que se decretaron, recibiéndolas con gran entusiasmo se convirtieron en apóstoles e incluso en mártires de ellas, antes que dejar de cumplirlas al pie de la letra. Otros caracteres, por el contrario, menos fogosos, o más aferrados a los prejuicios de su educación, lucharon contra el nuevo yugo y sólo consintieron adoptarlos modificándolos. De aquí nació el cisma entre los rigoristas y los mitigados, que hace furiosos a unos y otros, a los primeros en favor de la esclavitud, y los segundos en favor de
la libertad.

Figuraos una inmensa rotonda, un panteón con mil altares situados bajo la cúpula y dentro de ese inmenso edificio imaginaos un fiel de cada credo, extinguido o en vigor, a los pies de la Divinidad, honrando a su manera y en todas las formas caprichosas que la imaginación pudo crear. A la derecha hay un contemplativo, tendido sobre una estera, esperando con el ombligo al aire que la luz celeste penetre en su alma; a la izquierda, un energúmeno prosternado golpeando el suelo con la frente, para que salga la tierra con abundancia. Aquí, un saltimbanqui que baila sobre la tumba del difunto que invoca; allá se divisa un penitente inmóvil y mudo como la estatua ante la que se humilla. Uno enseña lo que el pudor oculta, para que Dios no se ruborice de su semejanza; otro se tapa el rostro como si el Obrero tuviera horror de su obra. Este vuelve la espalda hacia Mediodía porque por esa parte sopla el viento del demonio; aquél tiende los brazos hacia Oriente, por donde Dios enseña su faz esplendorosa. Jóvenes doncellas, llorando, se arañan la carne todavía inocente para aplacar al demonio de la concupiscencia, de una manera capaz de excitarla; otras jóvenes, en posición del todo opuesta, solicitan aproximarse a la Divinidad. Un joven, con la idea de apaciguar el instrumento de la virilidad, lo oprime con anillos de hierro de un peso aproximado a sus fuerzas; otro, detiene la tentación en su origen mediante inhumana amputación y cuelga en el altar los despojos de su sacrificio.

Salen del templo llenos del Dios que les agita y difunden el pavor y la ilusión por todo el orbe; se reparten el mundo y el fuego que los anima se enciende en sus cuatro extremidades. Los pueblos oyen y los reyes tiemblan. El imperio que el celo de un solo hombre ejerce sobre la multitud que le ve o le oye, el calor que las imaginaciones reunidas se comunican, los movimientos tumultuosos que acrecientan la perturbación de cada uno contagian el vértigo general a todos. Basta que un pueblo encantado vaya detrás de algunos impostores para que la seducción multiplique los prodigios y se extravíe todo el mundo. El espíritu humano, cuando sale una vez de las vías luminosas de la naturaleza, no vuelve a entrar en ellas; vaga errante en derredor de la verdad sin encontrar más que resplandores que, confundiéndose con las falsas claridades con que la superstición la rodea, acaban por sumergirle en las tinieblas.

Nos horroriza examinar cómo la creencia de apaciguar al cielo con la muerte, cuando se introdujo, se esparció universalmente por casi todas las religiones, que multiplicaron los motivos de llevar a cabo el sacrificio con el fin de que nadie escapara de la inmolación. Unos pueblos inmolaban sus enemigos a Marte exterminador, como los escitas que degollaban en sus altares uno de cada cien prisioneros; en otros pueblos sólo se hacían la guerra para capturar víctimas destinadas a los sacrificios. Unas veces, el dios bárbaro pedía que sacrificaran a los hombres justos y los getas se disputaban el honor de llevar a Zamolxis los deseos de la patria: el que tenía la suerte feliz de ser destinado al sacrificio se arrojaba sobre unas lanzas plantadas en el suelo. Si resultaba herido mortalmente al caer sobre ellas, indicaba un buen augurio para la negociación, pero si sobrevivía a las heridas era un malvado, del que dios no debía hacer caso.

Otros pueblos sacrificaban a los niños porque sus dioses pedían la vida que le acababan de dar. Sacrificaban su propia sangre. Los cartagineses inmolaban sus hijos a Saturno, como si el tiempo no los devorara demasiado pronto. Ofrecían un sacrificio sangriento, como el de Amestris, que ordenó enterrar doce hombres vivos para obtener de Plutón más larga vida. La misma Amestris sacrificó además a la insaciable divinidad catorce niños de las principales familias de Persia, porque los sacrificadores siempre hicieron creer a los hombres que debían ofrecer en los altares lo que más apreciaban. Fundándose en este principio, algunos pueblos inmolaban a los primogénitos y otros los rescataban con ofrendas, que reportaban más utilidad a los ministros del sacrificio. Esto fue sin duda, lo que hizo implantar en Europa la costumbre que duró unos siglos de consagrar al celibato los niños desde la edad de cinco años, y la de destinar al claustro a los hermanos del príncipe heredero, en vez de degollarlos como en Asia.

Los hindúes, el pueblo más hospitalario del mundo, se preciaban de matar a los extranjeros virtuosos y sabios que llegaban a su país, con objeto de que quedaran allí sus virtudes y su talento, con lo que derramaban la sangre más pura. Entre los pueblos idólatras, los sacerdotes desempeñaban en el altar el oficio de verdugos, y en Siberia mataban a los sacerdotes para que fueran al otro mundo a rezar por el pueblo, pensando que vertían la sangre más sagrada.

Todavía se perpetraron locuras más horrendas. Para ir a Asia los europeos pasaban por un camino de los judíos inundado de sangre, quienes con sus manos se degollaban para no caer en poder de sus enemigos. Esa locura despobló la mitad del mundo habitado: reyes, pontífices, mujeres, niños y ancianos, todos se entregaron al vértigo sagrado que hizo degollar durante dos siglos a innumerables pueblos sobre el sepulcro de un Dios de paz.

Fue entonces cuando aparecieron oráculos falsos, ermitaños guerreros, monarcas en los púlpitos y prelados en los campos, borrándose todos los estamentos y confundiéndose entre la plebe insensata. Salvaron montañas y mares, y abandonando legítimas posesiones fueron en pos de conquistas que no eran la tierra prometida. Se corrompieron las costumbres bajo cielos extranjeros, y los príncipes, tras esquilmar sus reinos para rescatar un país que nunca les había pertenecido, acabaron por arruinarlos. Millares de soldados, descarriados bajo la égida de muchísimos jefes, acabaron por no reconocer a ninguno y desertando apresuraron su derrota. Esa terrible demencia fue sustituida por un contagio más horrible todavía.

El fanatismo mantenía el furor de conquistas lejanas, y apenas Europa se había restablecido de sus pérdidas cuando el descubrimiento de un nuevo mundo aceleró la ruina del nuestro. Con la terrible divisa de Conquistad y sojuzgad, desolaron América y exterminaron a sus habitantes; en vano se afanan Africa y Europa para repoblarla, porque habiendo agitado a

los hombres el veneno del oro y del placer, el mundo fue quedando desierto y se vio amenazado de estarlo más cada día por las continuas guerras que movió en nuestro continente la ambición de conquista en aquellos territorios extranjeros. Recordemos los millares de esclavos que hizo el fanatismo en Asia donde llamarse cristiano era un crimen, y en América, donde el pretexto del bautismo ahogó a la humanidad. Rememoremos los millares de hombres que murieron en los patíbulos en siglos de persecución, o en guerras civiles a mano de sus conciudadanos, o a sus propias manos mediante excesivas maceraciones. Recorramos la superficie de la Tierra y tras echar una ojeada a los diversos estandartes desplegados en nombre de la religión, en España contra los moros, en Francia contra los turcos, en Hungría contra los tártaros, tras examinar las diferentes órdenes militares establecidas para combatir infieles a sablazo limpio, fijemos nuestra mirada en ese tribunal siniestro instituido contra los inocentes y los desgraciados para juzgar a los vivos, como Dios ha de juzgar a los muertos, pero con muy distinta balanza. En resumen, examinemos todos los horrores perpetrados durante quince siglos, renovados muchas veces en uno solo; los pueblos sin defensa degollados al pie de los altares, los reyes muertos por el veneno o el puñal, un vasto estado reducido a la mitad por sus ciudadanos, la espada desenvainada entre el padre y el hijo, los usurpadores, los tiranos, los verdugos, los parricidas y los sacrílegos conculcando todas las convenciones divinas y humanas por espíritu de religión y tendremos escrita la historia del fanatismo y sus hazañas.

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