El sabio no es el que almacena mucho en su mente, sino el que sabe dónde buscarlo.
FANATISMO.
Es
el efecto de una conciencia falsa que somete la religión a los
caprichos
de
la fantasía y al desorden de las pasiones. Por lo general, proviene
de que los legisladores han tenido miras mezquinas, o de que se
excedieron de los límites establecidos por ellos. Sus leyes sólo
eran adecuadas para una sociedad elitista. Extendiéndolas por celo a
todo un pueblo, y llevándolas por ambición de un clima a otro
debían haberlas corregido y acomodado a las circunstancias de los
lugares y personas. Más, en realidad, sucedió que ciertos espíritus
de carácter más acomodado al de la muchedumbre para la que se
decretaron, recibiéndolas con gran entusiasmo se convirtieron en
apóstoles e incluso en mártires de ellas, antes que dejar de
cumplirlas al pie de la letra. Otros caracteres, por el contrario,
menos fogosos, o más aferrados a los prejuicios de su educación,
lucharon contra el nuevo yugo y sólo consintieron adoptarlos
modificándolos. De aquí nació el cisma entre los rigoristas y los
mitigados, que hace furiosos a unos y otros, a los primeros en favor
de la esclavitud, y los segundos en favor de
la
libertad.
Figuraos
una inmensa rotonda, un panteón con mil altares situados bajo la
cúpula y dentro de ese inmenso edificio imaginaos un fiel de cada
credo, extinguido o en vigor, a los pies de la Divinidad, honrando a
su manera y en todas las formas caprichosas que la imaginación pudo
crear. A la derecha hay un contemplativo, tendido sobre una estera,
esperando con el ombligo al aire que la luz celeste penetre en su
alma; a la izquierda, un energúmeno prosternado golpeando el suelo
con la frente, para que salga la tierra con abundancia. Aquí, un
saltimbanqui que baila sobre la tumba del difunto que invoca; allá
se divisa un penitente inmóvil y mudo como la estatua ante la que se
humilla. Uno enseña lo que el pudor oculta, para que Dios no se
ruborice de su semejanza; otro se tapa el rostro como si el Obrero
tuviera horror de su obra. Este vuelve la espalda hacia Mediodía
porque por esa parte sopla el viento del demonio; aquél tiende los
brazos hacia Oriente, por donde Dios enseña su faz esplendorosa.
Jóvenes doncellas, llorando, se arañan la carne todavía inocente
para aplacar al demonio de la concupiscencia, de una manera capaz de
excitarla; otras jóvenes, en posición del todo opuesta, solicitan
aproximarse a la Divinidad. Un joven, con la idea de apaciguar el
instrumento de la virilidad, lo oprime con anillos de hierro de un
peso aproximado a sus fuerzas; otro, detiene la tentación en su
origen mediante inhumana amputación y cuelga en el altar los
despojos de su sacrificio.
Salen
del templo llenos del Dios que les agita y difunden el pavor y la
ilusión por todo el orbe; se reparten el mundo y el fuego que los
anima se enciende en sus cuatro extremidades. Los pueblos oyen y los
reyes tiemblan. El imperio que el celo de un solo hombre ejerce sobre
la multitud que le ve o le oye, el calor que las imaginaciones
reunidas se comunican, los movimientos tumultuosos que acrecientan la
perturbación de cada uno contagian el vértigo general a todos.
Basta que un pueblo encantado vaya detrás de algunos impostores para
que la seducción multiplique los prodigios y se extravíe todo el
mundo. El espíritu humano, cuando sale una vez de las vías
luminosas de la naturaleza, no vuelve a entrar en ellas; vaga errante
en derredor de la verdad sin encontrar más que resplandores que,
confundiéndose con las falsas claridades con que la superstición la
rodea, acaban por sumergirle en las tinieblas.
Nos
horroriza examinar cómo la creencia de apaciguar al cielo con la
muerte, cuando se introdujo, se esparció universalmente por casi
todas las religiones, que multiplicaron los motivos de llevar a cabo
el sacrificio con el fin de que nadie escapara de la inmolación.
Unos pueblos inmolaban sus enemigos a Marte exterminador, como los
escitas que degollaban en sus altares uno de cada cien prisioneros;
en otros pueblos sólo se hacían la guerra para capturar víctimas
destinadas a los sacrificios. Unas veces, el dios bárbaro pedía que
sacrificaran a los hombres justos y los getas se disputaban el honor
de llevar a Zamolxis los deseos de la patria: el que tenía la suerte
feliz de ser destinado al sacrificio se arrojaba sobre unas lanzas
plantadas en el suelo. Si resultaba herido mortalmente al caer sobre
ellas, indicaba un buen augurio para la negociación, pero si
sobrevivía a las heridas era un malvado, del que dios no debía
hacer caso.
Otros
pueblos sacrificaban a los niños porque sus dioses pedían la vida
que le acababan de dar. Sacrificaban su propia sangre. Los
cartagineses inmolaban sus hijos a Saturno, como si el tiempo no los
devorara demasiado pronto. Ofrecían un sacrificio sangriento, como
el de Amestris, que ordenó enterrar doce hombres vivos para obtener
de Plutón más larga vida. La misma Amestris sacrificó además a la
insaciable divinidad catorce niños de las principales familias de
Persia, porque los sacrificadores siempre hicieron creer a los
hombres que debían ofrecer en los altares lo que más apreciaban.
Fundándose en este principio, algunos pueblos inmolaban a los
primogénitos y otros los rescataban con ofrendas, que reportaban más
utilidad a los ministros del sacrificio. Esto fue sin duda, lo que
hizo implantar en Europa la costumbre que duró unos siglos de
consagrar al celibato los niños desde la edad de cinco años, y la
de destinar al claustro a los hermanos del príncipe heredero, en vez
de degollarlos como en Asia.
Los
hindúes, el pueblo más hospitalario del mundo, se preciaban de
matar a los extranjeros virtuosos y sabios que llegaban a su país,
con objeto de que quedaran allí sus virtudes y su talento, con lo
que derramaban la sangre más pura. Entre los pueblos idólatras, los
sacerdotes desempeñaban en el altar el oficio de verdugos, y en
Siberia mataban a los sacerdotes para que fueran al otro mundo a
rezar por el pueblo, pensando que vertían la sangre más sagrada.
Todavía
se perpetraron locuras más horrendas. Para ir a Asia los europeos
pasaban por un camino de los judíos inundado de sangre, quienes con
sus manos se degollaban para no caer en poder de sus enemigos. Esa
locura despobló la mitad del mundo habitado: reyes, pontífices,
mujeres, niños y ancianos, todos se entregaron al vértigo sagrado
que hizo degollar durante dos siglos a innumerables pueblos sobre el
sepulcro de un Dios de paz.
Fue
entonces cuando aparecieron oráculos falsos, ermitaños guerreros,
monarcas en los púlpitos y prelados en los campos, borrándose todos
los estamentos y confundiéndose entre la plebe insensata. Salvaron
montañas y mares, y abandonando legítimas posesiones fueron en pos
de conquistas que no eran la tierra prometida. Se corrompieron las
costumbres bajo cielos extranjeros, y los príncipes, tras esquilmar
sus reinos para rescatar un país que nunca les había pertenecido,
acabaron por arruinarlos. Millares de soldados, descarriados bajo la
égida de muchísimos jefes, acabaron por no reconocer a ninguno y
desertando apresuraron su derrota. Esa terrible demencia fue
sustituida por un contagio más horrible todavía.
El
fanatismo mantenía el furor de conquistas lejanas, y apenas Europa
se había restablecido de sus pérdidas cuando el descubrimiento de
un nuevo mundo aceleró la ruina del nuestro. Con la terrible divisa
de Conquistad y sojuzgad, desolaron América y exterminaron a sus
habitantes; en vano se afanan Africa y Europa para repoblarla, porque
habiendo agitado a
los
hombres el veneno del oro y del placer, el mundo fue quedando
desierto y se vio amenazado de estarlo más cada día por las
continuas guerras que movió en nuestro continente la ambición de
conquista en aquellos territorios extranjeros. Recordemos los
millares de esclavos que hizo el fanatismo en Asia donde llamarse
cristiano era un crimen, y en América, donde el pretexto del
bautismo ahogó a la humanidad. Rememoremos los millares de hombres
que murieron en los patíbulos en siglos de persecución, o en
guerras civiles a mano de sus conciudadanos, o a sus propias manos
mediante excesivas maceraciones. Recorramos la superficie de la
Tierra y tras echar una ojeada a los diversos estandartes desplegados
en nombre de la religión, en España contra los moros, en Francia
contra los turcos, en Hungría contra los tártaros, tras examinar
las diferentes órdenes militares establecidas para combatir infieles
a sablazo limpio, fijemos nuestra mirada en ese tribunal siniestro
instituido contra los inocentes y los desgraciados para juzgar a los
vivos, como Dios ha de juzgar a los muertos, pero con muy distinta
balanza. En resumen, examinemos todos los horrores perpetrados
durante quince siglos, renovados muchas veces en uno solo; los
pueblos sin defensa degollados al pie de los altares, los reyes
muertos por el veneno o el puñal, un vasto estado reducido a la
mitad por sus ciudadanos, la espada desenvainada entre el padre y el
hijo, los usurpadores, los tiranos, los verdugos, los parricidas y
los sacrílegos conculcando todas las convenciones divinas y humanas
por espíritu de religión y tendremos escrita la historia del
fanatismo y sus hazañas.
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