Voltaire se consideraba buen cristiano y no hay razones para negarlo. Pero hace una acérrimoa críticas a todos los fanatismos. Y prefiero elegir un clásico del s. XVIII, digno representante de la Ilustración, movimiento que, si no hubiera sido interrumpido, sin duda habría dado como resultado hombres más instruídos y libres. Se interpuso la Revolución Indstrial y, con ella, todos los males que nos afligen.
RELIGIÓN.
Sabemos
que los epicúreos no profesaban ninguna religión y recomendaban el
alejamiento de los asuntos públicos, el estudio y la concordia. Esta
secta constituía una comunidad de amigos porque su principal dogma
era la amistad. Ático, Lucrecio, Memius y algunos hombres de este
temple, podían vivir juntos honestamente y ejemplos semejantes se
ven en todos los países. Entre hombres de esta clase se puede
filosofar todo lo que se quiera. Son como los melómanos, que para
complacerse a sí mismos se dan un concierto de música clásica y
selecta, pero que se guardan bien de ejecutar ese concierto ante el
vulgo ignorante y brutal, no vaya a ser que les rompan los
instrumentos en la cabeza. El que tenga que gobernar un pueblo
necesita que éste tenga una religión. No es mi propósito ocuparme
de la nuestra, ya que es la única buena, la única necesaria y la
única auténtica.
¿Habría
sido capaz la inteligencia humana de admitir una religión no
parecida a la nuestra, sino que fuera menos mala que las demás
religiones del orbe juntas? ¿Y cuál sería esa religión? ¿No
sería la que predicara la adoración del Ser Supremo, único,
infinito, eterno y creador del universo, la que nos uniera a ese Ser
como recompensa de nuestras virtudes y nos separara de él como
castigo de nuestros crímenes? ¿La que admitiera pocos dogmas que
son motivo eterno de disputa, la que enseñara una moral pura, sobre
la que jamás se disputara? ¿La que no hiciera consistir el
fundamento del culto en vanas ceremonias, como la de escupirnos a la
boca, la de cortarnos el prepucio, la de extirparnos un testículo,
puesto que se pueden cumplir todos los deberes sociales teniendo los
testículos y el prepucio enteros y sin que nos escupan en la boca?
¿La que socorriera a nuestro prójimo por el amor de Dios, en vez de
perseguirle y degollarle en nombre de ese mismo Dios? ¿La que
tuviera ceremonias augustas que emocionaran al pueblo y careciera de
misterios que pueden sublevar a los sabios y enojar a los incrédulos?
¿La que asegura a sus ministros una asignación honrosa para que
subsistieran con decencia y no les dejara usurpar las dignidades y el
poder que puede convertirlos en tiranos?
Buena
parte de esta religión está grabada hoy en el corazón de algunos
soberanos y llegará a ser la dominante cuando el articulado que
propuso el abad de San Pedro sobre la paz perpetua sea firmado por
todos los príncipes. Pasé la noche meditando. Absorto en la
contemplación de la naturaleza, admiraba la inmensidad, el curso y
las relaciones de esos astros infinitos que el vulgo no sabe admirar.
Pero
admirando aún más la inteligencia que los dirige, me decía: Se
necesita ser ciego para que este espectáculo nos deje indiferentes,
es preciso estar locos para no adorarle. ¿Qué tributo de adoración
debemos rendirle? ¿No debe ser siempre el mismo en todo el espacio
por cuanto es el mismo Ser Supremo el que lo rige en su extensión?
¿El ser dotado de pensamiento que habite en una de las estrellas de
la Vía Láctea no le debe el mismo homenaje que el que piensa en
nuestro planeta? Si la luz es uniforme para el astro Sirio y para
nosotros, la moral también debe ser uniforme. Si el animal que
piensa y siente en Sirio nació de padres que intentan hacerle feliz,
les debe corresponder con tanto amor y cuidados como debemos en el
mundo a nuestros padres. Si algún habitante de la Vía Láctea ve a
un indigente lisiado, puede socorrerle y no lo hace, es culpable ante
todo el universo. El corazón tiene en todas partes las mismas
obligaciones.
Absorto
en estas ideas, vi que uno de los genios que llenan los intermundos
descendió hasta mí. Reconocí al mismo espíritu sutil que se me
apareció otra vez para enseñarme lo diferentes que son los juicios
de Dios de los nuestros, y que una buena acción es preferible a una
disputa.
Me
llevó a un desierto lleno de cadáveres hacinados, y entre esos
montones de muertos había unas alamedas de árboles siempre verdes;
al extremo de cada alameda, un hombre alto y de soberano aspecto
contemplaba con compasión aquellos restos inanimados.
—
Arcángel mío, ¿a dónde
me habéis traído?
—
Al lugar de la desolación.
—
¿Quiénes son esos
venerables patriarcas que veo inmóviles y conmiserativos al extremo
de las alamedas, que parece lloran por los inmortales muertos?
—
Lo sabrás, pobre criatura
humana, pero antes es preciso que llores.
Y
señalando el primer montón de muertos, me dijo:
—
Estos son los veintitrés
mil judíos que exterminaron ante el becerro de oro y los
veinticuatro mil que fueron muertos por los jóvenes madianitas. El
número de asesinados por delitos y otras causas asciende a unos
trescientos mil. En las alamedas siguientes están los cementerios de
los cristianos que se degollaron unos a otros por discusiones
metafísicas.
Están
divididos en montones de cuatro siglos cada uno; si estuvieran en uno
solo, llegarían hasta el cielo.
—
¿De este modo trataron los
hermanos a sus hermanos de credo y tuve la desgracia de pertenecer a
esta cofradía?
—
He aquí los doce millones
de americanos asesinados en su patria por no estar bautizados.
—
¿Por qué no dejó Dios que
se descompusieran esos cadáveres en el hemisferio donde nacieron sus
cuerpos? ¿Por qué ha reunido aquí estos monumentos de la barbarie
y del fanatismo?
—
Para instruirte.
—
Ya que quieres instruirme,
dime si además de los cristianos y judíos hubo otros pueblos en que
el celo y la religión, convertidos en fanatismo, inspiraron
crueldades tan abominables.
—
Sí —me contestó—. Los
mahometanos cometieron las mismas crueldades, pero pocas veces;
cuando se les ha pedido clemencia y han ofrecido pagarles el tributo
han sabido perdonar. Respecto a las demás naciones, desde que existe
el mundo ninguna ha tenido una guerra puramente religiosa. Ahora,
sígueme.
Así
lo hice. Un poco más allá de aquellos montones de cadáveres
encontramos otros, pero éstos eran sacos de oro y de plata, cada uno
con su etiqueta: «Sustancia de los herejes asesinados en los siglos
XVI, XVII y XVIII», «Oro y plata de los americanos degollados».
Esos montones remataban con cruces, mitras, báculos y tiaras
cubiertas de piedras
preciosas.
—
¿Por poseer tales riquezas
acumularon tantos muertos? —pregunté al genio.
—
Sí, hijo mío.
No
pude contener las lágrimas, y cuando por la aflicción que
experimentaba merecí que me llevara al extremo de las hileras de
árboles verdes, me dijo:
—
Contempla los héroes de la
humanidad que fueron los bienhechores del mundo y que se han reunido
para desterrar de él, en cuanto les fue posible, la violencia y la
expoliación. Interrógales.
Me
acerqué al que estaba más cerca; llevaba una corona en la cabeza y
un pequeño incensario en la mano. Humildemente, le pregunté su
nombre.
—
Soy Numa Pompilio, fui el
sucesor de un bandido y me vi obligado a gobernar bandidos. Les
enseñé la virtud y el culto a Dios y después de mi muerte
olvidaron más de una vez una y otro; prohibí que se practicaran
simulacros en los templos porque la divinidad que rige la naturaleza
no podemos representárnosla. Durante mi reinado, los romanos no
tuvieron guerras ni sediciones, porque mi religión los civilizó.
Todos los pueblos acudieron a honrar mis funerales, lo que a nadie
acaeció más que a mí.
Le
besé la mano y me dirigí al segundo personaje: era un venerable
anciano de unos noventa años, vestido con un ropaje blanco que tenía
colocado el dedo corazón sobre la boca y con la otra mano arrojaba
habas detrás de él. Le reconocí, era Pitágoras. Me dijo que
gobernó a los crotoniatas con tanta justicia como Numa Pompilio
gobernaba a los romanos, era poco más o menos de su época, y que la
justicia era lo más necesario y raro en el mundo. Me aseguró que
los pitagóricos hacían examen de conciencia dos veces al día. Por
complacerle, no repliqué a Pitágoras y pasé a ver a Zoroastro, que
se hallaba ocupado en encontrar el fuego celeste en el hornillo de un
espejo cóncavo, en el centro de un vestíbulo que tenía cien
puertas y todas conducían a la sabiduría. Sobre la principal de
esas puertas (1) leí unas palabras que compendian la moral y zanjan
las controversias de los casuistas: «Cuando dudes de si una acción
es buena o mala, abstente de practicarla».
—
Seguramente —dije al
arcángel—, los bárbaros que inmolaron esas víctimas, cuyos
cadáveres
he visto, no leyeron esas hermosas palabras.
(1)
Los preceptos de Zoroastro se llaman puertas y son cien.
Luego
hablé con Zeleuco, Tales, Anaximandro y todos los sabios que
buscaron la verdad y practicaron la virtud. Cuando llegué a
Sócrates, que reconocí por su nariz chata, le dije:
—
Todos los habitantes de
Europa, menos los turcos y los tártaros de Crimea, que son
profundamente ignorantes, pronuncian vuestro nombre con respeto y lo
reverencian hasta tal punto que han tratado de averiguar los nombres
de vuestros perseguidores. Por vos conocemos a Melitus y Anitus, de
éste solo el nombre de pila; no sé precisamente qué era ese
malvado que os calumnió y llegó a conseguir que os sentenciaran a
beber la cicuta.
—
Desde mi fatal aventura, no
he vuelto a ocuparme de ese hombre —me respondió Sócrates—,
pero el recordármelo os confieso que me causa lástima. Era un
sacerdote perverso que se dedicaba a comerciar con cueros, profesión
vergonzosa entre nosotros. Envió sus dos hijos a mi escuela y sus
condiscípulos les afearon el oficio del padre, viéndose obligados a
abandonar el estudio. Su padre, encolerizado, sublevó contra mí a
los sacerdotes y sofistas, que lograron convencer al Consejo de los
Quinientos que yo era un impío y no creía que la Luna, Mercurio y
Marte fueran dioses. Efectivamente, entonces, como ahora, creía que
no hay más que un Dios, señor de toda la naturaleza. Los jueces me
entregaron al envenenador de la República, que acortó algunos días
de mi vida. Morí tranquilamente a la edad de setenta años y desde
entonces vivo feliz entre estos grandes hombres, de los que soy el
más insignificante.
Tras
disfrutar de mi entrevista con Sócrates, fuimos avanzando mi guía y
yo hacia un bosquecillo situado encima de aquella floresta, en donde
los sabios de la Antigüedad parecía que gozaran de apacible reposo.
Vi a un hombre de semblante sereno y expresivo que, a mi parecer,
apenas habría cumplido treinta y cinco años. Lanzaba desde lejos
miradas compasivas al montón de esqueletos blanquecinos, a través
de los que había pasado para llegar a la morada de los sabios. Me
afligió al ver sus pies hinchados y sangrientos, al igual que las
manos, que estaba herido en un costado y tenía el cuerpo
despellejado de recibir azotes.
—
¿Es posible —exclamé—
que un justo, un sabio, pueda encontrarse en ese estado? Acabo de ver
otro que lo trataron cruelmente pero no hay comparación entre su
suplicio y el vuestro. Sacerdotes inicuos y jueces pérfidos le
envenenaron, ¿acaso vos también fuisteis asesinado cruelmente por
sacerdotes y jueces?
—
Sí —me contestó con
afabilidad.
—
¿Quiénes eran esos
monstruos?
—
Los hipócritas.
—
Ya habéis dicho bastante y
ello me hace comprender que os debieron sentenciar al último
suplicio. ¿Les probasteis, acaso, como Sócrates, que la Luna no es
una diosa, ni Mercurio un dios?
—
No, no fue por cuestión de
planetas. Mis coterráneos no sabían qué es un planeta. Todos eran
ignorantes y tenían otras supersticiones que los griegos.
—
¿Tratábais de enseñarles
una nueva religión?
—
Tampoco. Les decía,
sencillamente: amad a Dios de todo corazón y a vuestro prójimo como
a vosotros mismos. Seguramente comprendéis que este precepto es tan
antiguo como el universo y que no les enseñaba un nuevo culto. Les
repetía continuamente que había venido, no a abolir la Ley, sino
para hacerla cumplir. Yo observaba todos sus ritos, estaba
circuncidado como ellos, bautizado como ellos, presentaba mi ofrenda
en el templo como ellos, y como ellos celebraba la Pascua, comiendo
de pie un cordero asado con lechugas. Mis amigos y yo íbamos a rezar
en el templo y mis amigos lo frecuentaron después de mi muerte; en
una palabra, cumplí sus santas leyes sin exceptuar ninguna.
—
Aquellos miserables ni
siquiera os podían reprochar haberos separado de sus leyes.
—
No, no podían.
—
¿Por qué, pues, se
ensañaron con vos?
—
Eran orgullosos e
interesados, comprendieron que los conocía bien y supieron que haría
los conocieran los demás compatriotas. Eran más fuertes y me
quitaron la vida; sus semejantes harán siempre lo mismo, si pueden,
a todo el que haga justicia.
—
Pero ¿dijisteis o hicisteis
algo que pudiera servirles de pretexto?
—
Cualquier cosa sirve de
pretexto a los perversos.
—
¿No les dijisteis que
veníais a traer la guerra y no la paz?
—
Eso fue un error del
copista. Les dije que traía la paz y no la guerra. Y como no escribí
nada, pudieron trastocar lo que dije sin mala intención.
—
¿No habréis contribuido,
con vuestros discursos mal interpretados, a formar esos montones de
cadáveres que encontré cuando venía a consultaros?
—
Siempre me horrorizaron los
criminales que asesinan.
—
Y esos monumentos de poder y
riqueza, de orgullo y avaricia, esos tesoros, ornamentos, esos signos
de grandeza que acabo de ver acumulados, ¿provienen de vos?
—
De ninguna manera. Los míos
y yo hemos vivido humildes y pobres mi grandeza la encontré en la
virtud.
Varias
veces estuve a punto de rogarle que dijese quién era, pero el guía
me aconsejó que no lo preguntara porque mi naturaleza no era la más
apropiada para comprender esos misterios sublimes. Entonces supliqué
al desconocido que me explicara la esencia de la verdadera religión.
—
Ya os lo dije: amad a Dios y
a vuestro prójimo como a vos mismo.
—
¿Y amando a Dios podré
comer carne los viernes de Cuaresma?
—
Yo siempre comí lo que me
dieron, porque fui pobre y no podía invitar a comer a nadie.
—
Amando a Dios y siendo
justo, ¿me será lícito no confesar los secretos de mi vida a un
desconocido?
—
Así lo hice yo siempre.
—
¿Obrando bien podré
eximirme de ir en peregrinación a Santiago de Compostela?
—
Jamás estuve en ese país.
—
¿Será preciso que me
decida por la Iglesia griega o por la Iglesia latina?
—
Cuando estaba en el mundo,
para mí no hubo ninguna diferencia entre el judío y el samaritano.
—
Siendo así, os reconozco
por mi único señor.
Entonces,
el desconocido me hizo una señal con la cabeza que me llenó de
consuelo. La visión desapareció y sólo quedó en mí la conciencia
recta.
Cuestiones
para la religión.
El
hombre empezó por conocer un solo Dios y luego inventó la
existencia de pluralidad de dioses. He aquí en qué apoyo mi
creencia: No cabe duda que existieron pequeñas poblaciones antes de
edificar grandes ciudades, y que los seres humanos se subdividieron
en pequeñas repúblicas antes de unirse en grandes imperios. Es
natural, pues, que un pequeño poblado, aterrorizado por los truenos
y rayos, apesadumbrado por la pérdida de las cosechas, al sufrir las
depredaciones del poblado inmediato y al conocer su debilidad,
creyera que existía en todas partes un poder invisible e imaginara
un ser superior a nosotros, del que provenía el bien y el mal. Me
parece imposible que pensara en la existencia de dos poderes, porque
igual podía haber pensado que existían muchos. En todas las
especulaciones de la mente se empieza por lo simple, después se
llega a lo compuesto y, con frecuencia, volvemos a lo simple otra vez
al tener mayores conocimientos. Esta es la trayectoria del espíritu
humano.
A
qué ser podían invocar, ¿al sol, a la luna? No me parece
verosímil. Veamos lo que ocurre en los niños, muy parecidos a los
hombres ignorantes. No les llama la atención la hermosura ni la
utilidad del sol, ni lo beneficiosa que es la luna por la noche, ni
las variaciones periódicas de su curso; se acostumbran a todo eso
sin parar mientes en ello. No adoramos, invocamos, ni deseamos
apaciguar más que a lo que tememos, y los niños ven el cielo con
indiferencia. Pero cuando ruge el trueno, tiemblan y se esconden.
Indudablemente, los primitivos hombres obraron como los niños. Sólo
pudo haber, entonces, una especie de filósofos que fijándose en el
curso de los astros lograran que los hombres los admiraran y
adorasen, pero los simples labriegos, del todo ignorantes, no sabían
lo suficiente para adoptar esa errónea adoración.
Por
tanto, la población humilde, al principio, se concretaría a pensar:
existe un poder que truena, que graniza, que mata a nuestros hijos;
apacigüémoslo. Pero, ¿cómo hacerlo? Calmamos la ira de los
enojados haciéndoles ofrendas; hagámoslas, pues, a ese poder.
Necesitamos también designarlo con un nombre. Y el primero que les
debió ocurrir fue el de jefe, de señor; ese poder se llamó, pues,
mi señor. Probablemente, por esta razón los egipcios llamaron a su
dios Knef; los sirios, Adoni; los pueblos inmediatos, Baal o Bel,
Melch o Moloc, y los escitas Papee, vocablos que significan señor,
dueño.
Así,
cuando se descubrió América encontraron allí infinidad de
poblaciones pequeñas con su dios protector. Incluso México y Perú,
poderosas naciones, tenían un dios único; los mexicanos adoraban a
Vitzliputzli, dios de la guerra, y los peruanos, a Manco Capack. No
fue la razón superior e intelectiva de los pueblos la que les hizo
reconocer una sola divinidad; si hubieran sido filósofos habrían
adorado al Dios de toda la naturaleza, no al dios de una localidad, y
hubieran estudiado las relaciones infinitas que median entre los
seres, que prueban que existe un Ser creador y conservador. Pero no
estudiaron, sólo sintieron. Cada localidad reconoció que era débil
y necesitaba tener la protección de un Ser fuerte, creyó que ese
Ser tutelar y terrible residía en un bosque cercano, en una montaña
o en una nube, creyó que existía un solo Ser superior porque cuando
iba a la guerra no tenía más que un caudillo, y creyó que era
corporal porque le era imposible representárselo de otro modo. Creía
asimismo que el pueblo vecino tenía también su dios, por eso Jepté
dijo a los habitantes de Moab: «Poseéis legítimamente lo que
vuestro dios Chamos os hizo conquistar y debéis dejarnos disfrutar
lo que nuestro dios nos consiguió con sus victorias»
(Jueces,
cap. 11, 24).
Son
muy significativas las anteriores palabras, que pronunció un
extranjero ante otros extranjeros. Los judíos y moabitas habían
expulsado a los habitantes del país; ambos sólo contaban con el
derecho de la fuerza y el jefe de unos dijo al de los otros: Tu dios
ha protegido tu usurpación; consiente, pues, que mi dios proteja la
mía. Jeremías y Amós preguntan: «¿Qué razón tuvo el dios
Melchom para apoderarse del país de Gad?» Estos textos demuestran
que la Antigüedad creyó que cada país tenía su dios protector.
Huellas de esto las encontramos también en las obras de Homero.
Es
asimismo natural que despertada la imaginación de los hombres y
habiendo adquirido conocimientos confusos, multiplicaran sus dioses y
tuvieran por protectores a los elementos, el mar, los bosques, los
ríos y los campos. Cuanto más se dedicaron al estudio de los
astros, más se llenaron de admiración. ¿Y cómo no habían de
adorar al sol, cuando adoraban la divinidad de un riachuelo? Así que
dieron el primer paso por este camino el mundo se pobló de dioses, y
desde la adoración de los astros descendieron los hombres hasta la
adoración de los gatos y cebollas.
Con
el tiempo, la razón se fue perfeccionando y aparecieron filósofos
que comprendieron que ni las cebollas, los gatos, ni los astros
celestes habrían podido establecer el orden admirable de la
naturaleza. Todos los filósofos, babilonios, persas, egipcios,
escitas, griegos y romanos, admitieron la existencia de un Dios
supremo, remunerador y vengador. Al principio no se atrevían a
decirlo a los pueblos, porque el filósofo que hubiera osado profanar
las cebollas y los gatos ante las beatas y sacerdotes hubiera sido
lapidado, y al que hubiera censurado a los egipcios que comieran sus
dioses se lo habrían comido.
¿Qué
hicieron, pues? Orfeo y sus seguidores instituyeron los misterios que
los iniciados prometían, con juramentos execrables, no revelar. El
principal de ellos consistía en la adoración de un dios único. Esa
gran verdad llegó a abarcar la mitad del mundo y la cantidad de
iniciados alcanzó una cifra inmensa; la antigua religión seguía
subsistiendo, pero como no era contraria al dogma de la unicidad de
Dios la dejaron subsistir. Los romanos reconocían el Deus optimus
maximus, y los griegos llamaban Zeus a su dios supremo. Sus demás
divinidades no eran más que seres intermedios y colocaban a los
héroes y a los emperadores en la categoría de dioses, equivalente a
la nuestra de bienaventurados y no consideraban a Octavio, Claudio,
Tiberio ni a Calígula como creadores del cielo y de la tierra. En
una palabra, está demostrado que desde la época de Augusto todos
los que profesaban una religión reconocían un Dios superior y
eterno y varios órdenes de dioses subalternos, cuyo culto se llamó
después idolatría.
Las
leyes de los judíos nunca favorecieron la idolatría, y aunque
admitían la existencia de los ángeles no asignaban culto a esas
divinidades secundarias. Cierto que adoraban a los ángeles, esto es,
se arrodillaban cuando los veían, pero como sucedía pocas veces no
tenían ceremonias ni culto legal para ellos. Los querubines del Arca
no recibían homenaje. Parece que los judíos, desde la época de
Alejandro, adoraron en público un solo Dios, al igual que la
multitud innumerable de los iniciados lo adoraban secretamente en sus
misterios.
En
la época que el culto de un Dios supremo quedó reconocido por todos
los sabios de Asia, Europa y Africa, fue cuando nació la religión
cristiana. El platonismo contribuyó en gran manera a la inteligencia
de sus dogmas. El Logos, que en Platón significa la sabiduría, la
razón del Ser Supremo, se convirtió en nosotros en el Verbo y en la
segunda persona de Dios. La metafísica profunda y superior a la
inteligencia humana fue el santuario inaccesible en que se envolvió
la religión.
Por
no pecar de reiterativos dejaremos de explicar cómo María fue
declarada Madre de Dios con el transcurso del tiempo, ni cómo se
estableció la consustancialidad del Padre y del Verbo, ni la
protección del Pneuma, órgano divino del Logos, dos naturalezas y
dos voluntades resultantes de la hipóstasis, ni la ingestión
superior que nutre al alma y al cuerpo con la sangre del Hombre-Dios,
adorado y comido bajo la forma del pan. Ya hemos dejado constancia de
todos esos misterios.
Desde
el siglo II empezaron a expulsar los demonios del cuerpo en nombre de
Jesús, porque antes los expulsaban en nombre de Jehová. San Mateo
refiere que habiendo dicho los enemigos de Jesús que expulsaba a los
demonios en nombre del príncipe de los diablos, El les contestó:
«Si expulso a los demonios en nombre de Belcebú, ¿en nombre de
quién los expulsan vuestros hijos?»
Se
ignora la época en que los judíos reconocieron a Belcebú por
príncipe de los demonios, siendo un ser extranjero. Pero Flavio
Josefo nos dice que en Jerusalén había exorcistas nombrados para
expulsar los demonios del cuerpo de los posesos, o sea de los hombres
afectos de ciertas enfermedades, que entonces se creía ocasionadas
por los genios maléficos.
Expulsaban,
pues, los demonios pronunciando continuamente la palabra Yahvé,
sistema que hoy se ha perdido, al igual que se han olvidado otras
ceremonias. El exorcismo que practicaban pronunciando dicha voz con
otros nombres de Dios todavía estaba en uso en los primeros siglos
del cristianismo. Orígenes, en su obra contra Celso, le dice: «Si
al invocar a Dios le llamamos Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob,
conseguiremos muchas cosas pronunciando esos nombres, cuya naturaleza
y fuerza son tales que los demonios se someten a quienes las
pronuncian, pero si aplicamos otra denominación, como por ejemplo,
dios del mar alborotado, dios suplantador, estos nombres no tendrán
ninguna virtud. El nombre de Israel, traducido al griego, no tiene
ningún poder, pero pronunciándolo en hebreo, con las palabras
necesarias, se logrará el conjuro».
De
Orígenes son estas notables palabras: «Existen nombres que poseen
naturalmente virtud, como los que usan los sabios en Egipto, los
magos en Persia y los brahmanes en la India. La llamada magia no es
un arte vano y quimérico, como aseguran estoicos y epicúreos, ni
los nombres de Sabaoth y Adonai se establecieron para seres creados
porque pertenecen a una teología esotérica que hace referencia al
Creador. De esto proviene la virtud de tales nombres, cuando se usan
y pronuncian sometiéndose a las reglas».
Con
estas palabras, Orígenes no manifiesta su opinión, sino más bien
la opinión universal. Las religiones conocidas entonces admitían la
magia distinguiendo la celeste de la demoníaca, y conocían además
la nigromancia y la teurgia. En ellas todo era prodigio, adivinación
y oráculo. Los persas no negaban los milagros de los egipcios, ni
éstos los de aquéllos. Dios permitió que los primitivos cristianos
creyeran en los oráculos atribuidos a las Sibilas y los dejó vivir
en algunos errores de poca entidad que no corrompían el fondo de la
religión.
Sin
embargo, es extraño que los cristianos de los dos primeros siglos
tuvieran horror a los templos, altares y simulacros, como refiere
Orígenes. Pero todo cambió cuando quedó establecida la disciplina
de la Iglesia y ésta adquirió una forma constante. Se dice que la
religión de los paganos era absurda en muchas cosas amén de
contradictoria y perniciosa. Me parece, sin embargo, que le atribuyen
más daño del producido y más tonterías de las que predicó.
Moliere dice: «No me parece hermoso que Júpiter sea toro,
serpiente, cisne o cualquier otra cosa, pero no me extraña que lo
encuentren bello los demás.» Indudablemente, esas metamorfosis son
impertinentes, pero ruego a quienes lo dicen que me enseñen dónde
existió en la Antigüedad un templo dedicado a Leda yaciendo con un
cisne o un toro. ¿Pueden presentarme algún sermón predicado en
Atenas o Roma que induzca a las doncellas a refocilarse con los
cisnes de sus corrales? ¿Acaso las leyendas que recogió e ilustró
Ovidio pueden tomarse como dogmas de la religión pagana? ¿No son
equivalentes a la Leyenda áurea y al Florilegio de los santos de la
religión católica? Si algún brahmán o derviche criticara la
historia de santa María Egipcíaca apoyándose en que no teniendo
con qué pagar a los marineros que la llevaron a Egipto concedió a
todos ellos sus favores, replicaríamos: Reverendos santones, estáis
equivocados. Nuestra religión no está basada en la Leyenda áurea.
Criticamos
a los antiguos que creyeron a pies juntillas los prodigios y
oráculos. Pero si volvieran hoy al mundo y supieran los milagros que
atribuimos a Nuestra Señora de Loreto y a Nuestra Señora de Éfeso,
¿no nos criticarían también a nosotros?
Los
sacrificios humanos estaban generalizados en casi todos los pueblos
antiguos, aunque raras veces se practicaban. Sólo sabemos que los
judíos inmolaron a la hija de Jefté y al rey Agag, pero Isaac y
Jonatás no llegaron a ser sacrificados. Entre los griegos no está
comprobada la historia del sacrificio de Ifigenia, y entre los
romanos fueron muy raros los sacrificios humanos; en una palabra, la
religión pagana derramó poca sangre y la nuestra la hizo correr por
todo el mundo. Nuestra religión es indudablemente la única
verdadera, pero por ella hemos causado tanto daño que cuando
hablamos de las otras debemos proceder con indulgencia.
El
hombre que desee convencer de la verdad de su religión a extranjeros
o a coterráneos, debe dedicarse a esa tarea con moderación y suave
insinuación. Si empieza afirmando que lo que expone está
demostrado, encontrará multitud de incrédulos, y si se atreve a
decirles que rechazan su doctrina porque ésta trata de refrenar las
pasiones y la razón de ellos discurre erróneamente, les sublevará
en su contra, les afirmará en sus falsas creencias y no conseguirá
sus propósitos.
Si
la religión que enseña es verdadera no conseguirá que lo sea más
la cólera y la insolencia. ¿Hay acaso necesidad de enfurecerse para
predicar que el hombre debe ser clemente, benéfico y justo, y
cumplir todas las obligaciones sociales? No, no hay ninguna
necesidad, porque todo el mundo profesa esta religión. ¿Por qué,
pues, habéis de injuriar a nuestro hermano cuando le predicáis una
metafísica esotérica? Sin duda porque su buen sentido excita
vuestro amor propio. Sois tan soberbios que exigís a nuestro hermano
que someta su inteligencia a la vuestra y el orgullo humillado se
enciende en cólera; no da otro resultado. El militar que recibe
veinte heridas en una batalla no se encoleriza, pero el teólogo
herido por una opinión contraria se torna furioso implacable.
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