domingo, 26 de marzo de 2017

LA VERDAD NOS HARÁ LIBRES, CAIGA QUIEN CAIGA

ABRAHÁN.

No vamos a tratar ahora de la parte divina que se atribuye a Abrahán, porque la Biblia ya dice de esto todo lo que debe decir. Sólo nos vamos a ocupar con el mayor respeto de su aspecto profano, relacionado con la geografía, con el orden de los tiempos y con los usos y las costumbres, cosas todas ellas que por estar íntimamente unidas con la Historia Sagrada son arroyos que deben conservar algo de la divinidad de su origen.

Abrahán, aunque nacido en las orillas del Éufrates, es un personaje importante para los occidentales, pero no para los orientales, que, sin embargo, le respetan. Los mahometanos sólo poseen cronología cierta desde su hégira. La historiografía, perdida de forma absoluta en los sitios donde acaecieron los grandes sucesos, llegó al fin a nuestras latitudes donde se desconocían esos hechos. Discutimos, sobre todo, lo que sucedió en el Éufrates, el Jordán y el Nilo, ya que los actuales poseedores de esos ríos disfrutan de esos países tranquilamente sin enzarzarse en controversias y disputas. A pesar de ser la época de Abrahán el comienzo de la nuestra, disentimos respecto a su nacimiento en sesenta años. Porque he aquí lo que consta en la Escritura: «Y vivió Thare setenta años, y engendró a Abrahán, y a Nachor, y a Harán. Y fueron los días de Thare doscientos y cinco años, y murió Thare en Harán» (Génesis, 11, 26-32). «Empero Jehová había dicho a Abrahán: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré; y haré de ti una nación grande» (Génesis, 12, 1-2). Se ve, pues, claro en el texto que Thare tuvo a Abrahán a los setenta años, y que murió a los doscientos cinco, y que Abrahán al salir inmediatamente de Caldea al morir su padre debía tener justamente ciento treinta y cinco años cuando salió de su país. Esta es también la opinión de san Esteban, manifestada en el discurso que dirigió a los judíos; sin embargo, el Génesis dice que «Abrahán tenía setenta y cinco años» cuando salió de Harán (12, 4). Este es el principal motivo de la disputa sobre la edad de Abrahán pero hay algunos más. ¿Cómo podía tener Abrahán al mismo tiempo ciento treinta y cinco años y setenta y cinco? San Jerónimo y san Agustín dicen que esa dificultad es inexplicable. Pero dom Calmet, aun confesando que ambos padres no pudieron solucionar el problema, cree que lo resuelve diciendo que Abrahán era el hijo menor de los hijos de Thare, pese a que el Génesis dice que era el primogénito. Ya hemos visto que el Génesis dice que nació Abrahán teniendo su padre setenta años, y Calmet le hace nacer cuando aquél contaba ciento treinta. Esta conciliación dio pie a una nueva disputa. En la incertidumbre que nos dejan el texto y el comentario, lo mejor que podemos hacer es adorar al patriarca y no discutir más. No hay ninguna época de tiempos remotos que no haya suscitado multitud de opiniones encontradas. Según Moseri, poseemos setenta sistemas de cronología de la Historia Sagrada pese a que ésta la dictó Dios mismo. A éstas, después de Moseri, se añadieron cinco nuevas formas de conciliar los textos de la Escritura, de modo que ha habido tantas polémicas sobre Abrahán como años se le atribuyen en el texto cuando salió de Harán. Entre esos setenta y cinco sistemas no hay uno solo que nos diga cómo era la ciudad o la localidad de Harán, y dónde estaba situada. ¿Qué hilo es capaz de guiarnos en el laberinto de las controversias entabladas desde el primero al último versículo del Génesis? Ninguno. Debemos, pues, resignarnos, dado que el Espíritu Santo no quiso enseñarnos la cronología, la física y la lógica. Sólo deseó que fuéramos hombres temerosos de Dios y que no pudiendo comprenderle nos sometiéramos a él.

También es difícil explicarnos cómo Sara, siendo mujer de Abrahán, fue al mismo tiempo su hermana. Abrahán dijo al rey Abimelech, quien raptó a Sara prendado de su hermosura a la edad de noventa años y estando embarazada de Isaac: «Es verdaderamente mi hermana; es hija de mi padre, pero no de mi madre, y la hice mi esposa» (Génesis, 20, 12).

El Antiguo Testamento no nos explica que Sara fuese hermana de su marido. Dom Calmet,cuyo recto criterio y sagacidad son famosos, dice que podía ser su sobrina. Enmaridar con una hermana probablemente no sería cometer un incesto en Caldea, ni puede que tampoco en Persia. Las costumbres cambian con los tiempos y los lugares. Cabe suponer que Abrahán, hijo del idólatra Thare, seguía siendo idólatra cuando desposó a Sara, fuera su hermana o sobrina.

Varios padres de la Iglesia disculpan menos a Abrahán por haber dicho a Sara al entrar en Egipto: «Ahora conozco que eres mujer hermosa a la vista, y ocurrirá que cuando te vean los egipcios, dirán: su mujer es, y me matarán a mí, y a ti te guardarán la vida. Ahora, pues, di que eres mi hermana, para que yo haya bien por causa tuya y viva mi alma por amor de ti». Sara sólo tenía entonces sesenta y cinco años, pero teniendo como tuvo veinticinco años después un rey por amante, bien pudo veinticinco años antes inspirar amor al faraón de Egipto. En efecto, el faraón se prendó de ella, como después la raptó Abimelech y la llevó al desierto.
Abrahán recibió como regalos del faraón «ovejas y vacas, y asnos y siervos, y criadas y asnas y camellos». Tan considerables regalos prueban que los faraones eran ya entonces reyes poderosos y hacían las cosas en grande. Egipto debió de estar ya muy poblado. Mas para que fuera habitable aquel territorio y se edificaran ciudades, fue preciso que transcurrieran muchos años dedicados a hercúleos trabajos, que se construyeran multitud de canales para recoger las aguas del Nilo que inundaban Egipto todos los años durante cuatro o cinco meses, y que en seguida encenegaban la tierra; fue preciso emplazar esas ciudades veinte pies lo menos por encima de los canales. Para realizar tales obras fue indispensable el transcurso de muchos siglos.

Ahora bien, según la Biblia, resulta que sólo habían mediado cuatrocientos años entre el Diluvio y la época del viaje de Abrahán a Egipto. Debió de ser extraordinariamente ingenioso y trabajador infatigable el pueblo egipcio para conseguir en tan poco tiempo inventar artes y ciencias, domeñar el Nilo y cambiar el aspecto del país. Probablemente, estaban ya levantadas muchas de las grandes pirámides, porque poco tiempo después perfeccionaron el arte de embalsamar los cadáveres; sabido es que las pirámides fueron los sepulcros donde moraban los restos mortales de los príncipes tras celebrar augustas ceremonias.

La remota antigüedad que se atribuye a las pirámides es tan creíble que trescientos años antes, o sea cien años después del diluvio universal los asiáticos levantaron en las llanuras de Sennaar una torre que debía llegar hasta el cielo. En su exégesis de Isaías, san Jerónimo dice que esa torre tenía ya cuatro mil pasos de altura cuando Dios decidió descender para destruirla.

Suponiendo que cada paso comprende dos pies y medio, la torre tendría la altura de diez mil pies; por lo tanto, la torre de Babel era veinte veces más alta que las pirámides de Egipto, la más alta de las cuales mide unos quinientos pies. Prodigiosa sería la cantidad de instrumentos que necesitaron para elevar semejante fábrica, en cuya construcción debían participar todas las artes. Los exégetas afirman que los hombres de aquella época eran incomparablemente más altos, más fuertes y más industriosos que los de ahora. Esto es lo que debemos tener en cuenta al tratar de Abrahán, respecto de las artes y las ciencias.
En cuanto a su persona, es verosímil que fuera un personaje importantísimo. Persas y caldeos se disputaron su nacimiento. La antigua religión de los magos se conoce desde tiempo inmemorial por Rish Ibrahim, y hemos convenido en que la palabra Ibrahim significa Abrahán, siendo común entre los asiáticos, que usaban rara vez las vocales, cambiar en la pronunciación la i en a o la a en i. Se ha supuesto asimismo que Abrahán fue el Brahma de los hindúes, cuya nación mantuvo relaciones hasta con los pueblos del Éufrates, que desde tiempo inmemorial comerciaban en la India.
Los árabes le tienen como fundador de la Meca. Mahoma le reconoce en el Corán como el más insigne de sus antecesores. Esto dice hablando de él: «Abrahán no era judío ni cristiano; era un musulmán ortodoxo y no pertenecía al número de los que dan compañeros a Dios».

La audacia del espíritu humano llegó al extremo de imaginar que los judíos no se dijeron descendientes de Abrahán hasta épocas más posteriores, hasta que lograron afincarse en Palestina. Como eran extranjeros, malquistos y despreciados de los pueblos limítrofes, para que se tuviera mejor opinión de ellos idearon ser descendientes de Abrahán, reverenciado en buena parte de Asia. La fe que debemos a los libros sagrados de los judíos allana todas esas dificultades.
Críticos no menos audaces añaden difusas objeciones respecto al comercio inmediato que Abrahán tuvo con Dios, a sus combates y a sus victorias. El Señor se le apareció después de salir de Egipto y le dijo: «Eleva ahora tus ojos y mira desde el lugar donde estás hacia el Aquilón, y al Mediodía, al Oriente y al Occidente, porque toda la tierra que ves la daré a ti y a tu posteridad para siempre» (Génesis, 13, 14-15). Con lo que el Señor le promete todo el terreno que media desde el Nilo hasta el
Éufrates. Estos críticos preguntan cómo Dios pudo prometer el país inmenso que los hebreos nunca poseyeron, y cómo pudo darles para siempre, in sempiternum, la pequeña parte de Palestina de la que hace muchísimos años los expulsaron.

El Señor añade a esas promesas que la posteridad de Abrahán será tan numerosa como el polvo de la tierra. «Y haré tu simiente como el polvo de la tierra: que si alguno podrá contar el polvo de la tierra, también tu simiente será contada (Génesis, 13, 16). Insisten en sus objeciones y dicen que en la actualidad apenas existen en la superficie de la tierra cuatrocientos mil judíos, pese a que han considerado siempre el matrimonio como un deber sagrado y a pesar de que siempre ha sido su principal objetivo aumentar la población.

A estas objeciones se replica que la Iglesia ha sustituido a la Sinagoga y que la Iglesia constituye la verdadera raza de Abrahán, que de este modo resulta numerosísima. Y aunque es cierto que no posee Palestina, no se excluye que pueda poseerla algún día, como la conquistó en tiempos del papa Urbano II durante la primera cruzada. En una palabra, contemplando con ojos de fe el Antiguo Testamento, todas las promesas se han cumplido… se cumplirán, y la débil raza humana debe reducirse al silencio.

Los quisquillosos críticos ponen también en duda la victoria que obtuvo Abrahán en Sodoma. Dicen que es inconcebible que un extranjero, llegado a Sodoma para apacentar sus ganados, derrotara con ciento diez pastores de bueyes y corderos a un rey de Persia, a un rey del Ponto y a otro de Babilonia, y que los persiguiera hasta Damasco, ciudad distante de Sodoma más de cien millas. Semejante victoria no es, sin embargo, imposible; existen dos ejemplos semejantes en aquellos tiempos heroicos testigos de que no ha disminuido la fuerza del brazo de Dios. Gedeón con los trescientos escogidos y el truco de los cántaros, las teas y las bocinas, destruyó un ejército entero, y Sansón, él solo, con una quijada de asno mató mil filisteos. Las historias profanas nos refieren ejemplos parecidos: trescientos espartanos detienen durante un tiempo el ejército de Jerjes en las Termópilas; verdad es que, excepto uno solo que huyó, todos murieron con su rey Leónidas, y que Jerjes cometió la felonía de mandar que le ahorcaran, en vez de erigirle la estatua que merecía. Verdad es también que esos trescientos lacedemonios, apostados en un paraje escarpado, por el que no podían pasar dos hombres a la vez, se hallaban respaldados por un ejército de diez mil griegos distribuidos en puntos fortificados, amén de que contaban con cuatro mil hombres más en las mismas Termópilas, que perecieron después de defenderse largo tiempo. Puede asegurarse que si hubieran ocupado un sitio menos inexpugnable que el que defendían esos trescientos espartanos, hubieran conquistado todavía más gloria luchando a campo abierto contra el ejército persa, que los aniquiló. En el monumento que se erigió después en el campo de batalla, se mencionan esas cuatro mil víctimas, pero sólo ha llegado a la posteridad el recuerdo de los trescientos.

Otra acción no menos memorable, aunque no tan conocida, fue la de los trescientos soldados suizos que derrotaron en Morgarten al ejército del archiduque Leopoldo de Austria formado por veinte mil hombres. Aquellos trescientos soldados helvéticos pusieron en fuga a la totalidad de la caballería apedreándola desde lo alto de las rocas y ganando tiempo para que acudieran mil cuatrocientos soldados de Helvecia que remacharon la derrota del ejército enemigo. La batalla de Morgarten es más famosa que la de las Termópilas, porque siempre es más notable vencer que ser vencido. Y basta de digresión, pues si las digresiones agradan a quien las hace, no siempre son del gusto del que las lee, aunque a la generalidad de los lectores les complazca siempre saber la derrota de grandes ejércitos a manos de unos pocos.

Decíamos que Abrahán fue uno de los hombres célebres en Asia Menor y Arabia, como Tesant lo fue en Egipto, el primer Zoroastro en Persia, Hércules en Grecia, Orfeo en Tracia, Odin en las naciones septentrionales, y otros conocidos por su celebridad más que por sus verídicas historias. Sólo me refiero aquí a la historia profana, porque respecto a la historia de los judíos, nuestros antecesores y nuestros enemigos (cuya historia creemos y detestamos, a pesar de que dicen que fue escrita por el Espíritu Santo), tenemos de ella la opinión que debemos tener. En esta ocasión nos referimos a los árabes, que se vanaglorian de descender de Abrahán por la rama de Ismael, y creen que nuestro patriarca edificó la Meca y murió allí. Pero lo cierto es que la raza de Ismael se vio mucho más favorecida por Dios que la raza de Jacob. Una y otra produjeron ladrones, indudablemente, pero los ladrones árabes fueron más rapaces que los ladrones judíos. Los descendientes de Jacob sólo conquistaron un pequeño territorio, que perdieron, y los descendientes de Ismael conquistaron parte del Asia, de Europa y del Africa, establecieron un imperio más vasto que el de los romanos, y expulsaron a los judíos de sus cavernas, que ellos llamaban la tierra de Promisión.

A la vista de los ejemplos que ofrecen las historias modernas, es difícil convencerse de que Abrahán fuera el padre de dos naciones tan distintas. Se asegura que nació en Caldea y que era hijo de un pobre alfarero que se ganaba el sustento fabricando pequeños ídolos de barro; lo que ya no resulta tan verosímil es que el hijo de un alfarero marchara a fundar la Meca a cuatrocientas leguas del hogar paterno, bajo el Trópico, tras salvar desiertos impracticables. De haber sido un conquistador indudablemente se hubiera dirigido al inmenso territorio de Siria, y si no fue más que un hombre pobre, como nos lo describen, no hubiera sido capaz de fundar reinos lejos de su pueblo natal.

Ya hemos visto que el Génesis refiere que habían pasado setenta y cinco años cuando salió de Harán tras la muerte de su padre Thare, el alfarero. Pero también el Génesis dice que Thare engendró a Abrahán a los setenta años, que Thare vivió doscientos cinco, y que cuando murió Abrahán salió de Harán. O el autor no sabe lo que dice en esa narración, o resulta muy claro en el Génesis que Abrahán tenía ciento treinta y cinco años cuando abandonó Mesopotamia. Salió de un país idólatra para ir a otro país también idólatra que se llamaba Sichem, situado en Palestina. ¿Para qué fue allí? ¿Por qué abandonó las fértiles riberas del Éufrates para ir a tan lejana y estéril región como la de Sichem? La lengua caldea debió de ser muy diferente de la que se hablaba en Sichem, y además. Aquel territorio no era comercial. Sichem dista de Caldea más de cien leguas y es preciso salvar muchos desiertos para llegar allí. Pero tal vez Dios quiso que hiciera ese viaje para ver la tierra que habían de habitar sus descendientes muchos siglos después. El espíritu humano no alcanza a comprender el motivo de ese viaje.

Apenas hubo llegado al país montañoso de Sichem, el hambre le obligó a abandonarlo y marchó a Egipto con su mujer en busca de alimentos para vivir. Hay cien leguas desde Sichem a Memfis. ¿Es lógico ir tan lejos a buscar trigo, a un país cuya lengua se desconoce? Extraños son esos viajes emprendidos a la edad de ciento cuarenta años.

Lleva a Memfis a su mujer Sara, que era muy joven, casi una niña comparada con él, pues no tenía más que sesenta y cinco años, y como era muy hermosa resolvió sacar partido de su belleza: «Finge que eres mi hermana para que por tu bella cara me traten bien a mí». Debía haberle dicho: «Finge que eres mi hija». Pero en fin... sigamos. El rey se enamoró de la joven Sara y regaló a su fingido hermano corderos, bueyes, asnos, camellos, siervos y criadas. Esto prueba que Egipto era entonces ya un reino poderoso y civilizado, y consecuentemente muy antiguo, y además que recompensaban allí rumbosamente a los hermanos que ofrecían sus hermanas a los reyes de Memfis.

La joven Sara tenía noventa años cuando Dios le prometió que Abrahán, que había cumplido ciento sesenta, sería padre de un hijo suyo dentro de un año. Abrahán, que era muy aficionado a viajar, se fue al horrible desierto de Cades llevándose a su mujer embarazada, siempre joven y hermosa. Un rey del desierto se enamoró también de Sara, como se había enamorado un rey de Egipto. El padre de los creyentes contó allí la misma mentira que en Egipto. Hizo pasar a su mujer por hermana y la mentira le valió también corderos, bueyes, siervos y criadas. Puede decirse que Abrahán llegó a ser muy rico por el físico de su mujer. Los exégetas han escrito un abrumador número de volúmenes para justificar la conducta de Abrahán y ponerse de acuerdo con la cronología. Aconsejamos a los lectores que lean esas exégesis, escritas por autores finos y delicados, excelentes
metafísicos, hombres sin preocupaciones y algo pedantes.

Por otro lado, los nombres de Bram y Abram eran famosos en India y Persia. Hay incluso varios autores que se empeñan en que fue el mismo legislador que los griegos llamaron Zoroastro. Otros dicen que fue el Brahma de los hindúes, pero no está demostrado. Lo que resulta probable para muchos científicos es que Abrahán fue caldeo o persa. Los judíos, con el tiempo, se vanagloriaron de ser sus descendientes, como los francos de Héctor y los bretones de Tubal. Es opinión admitida que la nación judía fue un pueblo relativamente moderno que sólo muy tarde se afincó en Fenicia, que se hallaba rodeado de pueblos antiguos cuyo idioma adoptó, y que incluso tomó de ellos el nombre de Israel, que es caldeo, según la opinión del judío Flavio Josefo. Se sabe que tomó de los babilonios los nombres de sus ángeles y que sólo conoció la palabra Dios a través de los fenicios.

Probablemente, tomó de los babilonios el nombre de Abrahán o Ibraim, pues la antigua religión de todas aquellas regiones, desde el Éufrates al Oxus, se llamaba Kishibrahim, Milafibrahim. Esta opinión viene confirmada por los estudios que hizo en aquellos días el sabio Hide.

Sin lugar a dudas, los judíos hicieron con la historia y la fábula antigua lo que hacen los ropavejeros con los trajes usados: los reforman y los venden como nuevos al mayor precio que pueden. Ha sido un ejemplo singular de la estupidez humana creer durante mucho tiempo que los judíos constituyeron una nación que había enseñado a todas las demás, cuando su mismo historiador Josefo confiesa que fue todo lo contrario.

Es muy difícil penetrar en los arcanos de la Antigüedad, pero es evidente que estaban ya florecientes todos los reinos de Asia antes que la horda vagabunda de árabes, que llamamos judíos, poseyera un pequeño espacio de tierra propia, antes que fuera dueña de una sola ciudad, antes de dictar sus leyes y de tener su propia religión. Cuando hallamos un antiguo rito, una primitiva doctrina establecida en Egipto o en Asia antes de los judíos, es lógico suponer que el reducido pueblo recién formado, ignorante y grosero, copió como pudo a la nación antigua, industriosa y floreciente, y es menester ser un ignorantón o un pícaro para asegurar que los hebreos enseñaron a los griegos.

Abrahán no sólo fue popular entre los judíos sino que le reverenciaron en toda Asia y hasta los últimos confines de la India. Esa denominación, que significa padre de un pueblo en algunas lenguas orientales, se la dieron a un habitante de Caldea del que muchas naciones se vanagloriaron de descender. El interés que tuvieron árabes y judíos por probar que descendían de dicho patriarca no permite, ni aun a los filósofos pirrónicos, la duda de que haya existido un Abrahán.

Los libros hebreos dicen que es hijo de Thare, y los islámicos nieto, que Azar fue su padre, creencia que mantienen muchos cristianos. Los exégetas expresan cuarenta y dos opiniones respecto al año que nació Abrahán y no me atrevo a aventurar la cuarenta y tres, pero a la vista de las fechas parece que el patriarca debió vivir sesenta años más de los que el texto le atribuye. Estos errores de cronología no invalidan la verdad de un hecho, y aunque el libro que se ocupa de Abrahán no fuera sagrado, no por eso dejaría de existir nuestro patriarca.

Los judíos distinguían entre los libros escritos por los hombres y los inspirados a algún hombre particular. Su historia, aunque ligada a su ley divina, no constituía la misma ley. ¿Cómo hemos de creer, pues, que Dios dictara fechas falsas? Filón, el filósofo judío, y Suidas refieren que Thare, padre o abuelo de Abrahán, que vivía en Ur, localidad de Caldea, era un hombre pobre que se ganaba el sustento fabricando pequeños ídolos y era idólatra. Si esto es verdad, la antigua religión del Sabeísmo, que no adoraba ídolos, sino al cielo y al sol, no debía hallarse establecida aún en Caldea, o si se conocía en alguna pequeña parte del país, la idolatría debía prevalecer en la mayor parte de él. En aquella época primitiva cada pequeño pueblo tenía su religión. Todas las religiones se permitían y se confundían tranquilamente, amén de que cada familia mantenía en el seno de sus hogares diferentes hábitos y costumbres. Labán, suegro de Jacob adoraba ídolos. Cada pequeño pueblo creía lo más natural que la población vecina tuviera sus dioses, limitándose a creer que el suyo era el mejor.

La Biblia dice que el Dios de los judíos, que les asignó el territorio de Canaán, ordenó a Abrahán que abandonara la fértil tierra de Caldea y fuera a Palestina, prometiéndole que en su progenie bendeciría a todas las naciones del mundo. Corresponde explicar a los teólogos el sentido místico de esa alegoría, por el que se bendice a todas las naciones en una simiente de la que ellas no descienden. Pero ese sentido místico no constituye el objeto de mis estudios histórico-críticos. Algún tiempo después de esa promesa, la familia del patriarca, acosada por el hambre, fue a Egipto en busca de trigo. Es del todo singular la suerte de los hebreos que siempre fueron a Egipto empujados por el hambre, pues más tarde Jacob, por el mismo motivo, envió allí a sus hijos.

Abrahán, entrado ya en la decrepitud, se arriesgó a emprender este viaje con su mujer Sara, de sesenta y cinco años de edad. Siendo muy hermosa, temió su marido que los egipcios, cegados por su belleza, le matasen a él para gozar los encantos de su esposa y le propuso que se fingiera su hermana, etc. Cabe suponer que la naturaleza humana estaba dotada entonces de un extraordinario vigor que el tiempo y la molicie de las costumbres fueron debilitando después, como opinan también todos los autores antiguos, que aseguran que Elena tenía setenta años cuando la raptó Paris. Aconteció lo que Abrahán había previsto: la juventud egipcia quedó fascinada al ver a su esposa y el mismo faraón se enamoró de ella y la encerró en el serrallo aunque probablemente tendría allí mujeres mucho más jóvenes, pero el Señor castigó al faraón y a todo su serrallo enviándoles tres grandes plagas. El texto no dice cómo averiguó el faraón que aquella beldad era la esposa de Abrahán, pero lo cierto es que al enterarse la devolvió a su marido.

Era preciso que permaneciera inalterable la hermosura de Sara porque veinticinco años después, hallándose embarazada a los noventa años, viajando con su esposa por Fenicia, Abrahán abrigó el mismo temor y la hizo también pasar por hermana suya. El rey fenicio Abimelech se prendó de ella como el rey de Egipto, pero Dios se le apareció en sueños y le amenazó de muerte si se atrevía a tocar a su nueva amante. Preciso es confesar que la conducta de Sara fue tan extraña como la duración de sus encantos.

La singularidad de estas aventuras fue probablemente el motivo que impidió que los judíos tuvieran tanta fe en sus historias como en su Levítico. Creían a pie juntillas en su ley, pero no sentían tanto respeto por su historia. Por lo que respecta a sus antiguos libros, se encontraban en igual caso que los ingleses, que admiten las leyes de san Eduardo pero no creen en absoluto que san Eduardo curara los tumores malignos. Se hallaban en el mismo caso que los romanos, que prestaban obediencia a sus antiguas leyes, pero no se consideraban obligados a creer en el milagro de la criba llena de agua, ni en el del bajel que entró en el puerto arrastrado por el cinturón de una vestal, etc. Por eso el historiador Josefo, muy ferviente de su culto, deja a sus lectores en libertad de creer o no los antiguos prodigios que refiere.

La parte de la historia de Abrahán referente a sus viajes a Egipto y Fenicia prueba que existían ya grandes reinos cuando la nación judía no era más que una simple familia, que se habían promulgado multitud de leyes, porque sin leyes no puede subsistir ningún reino, y que por ende la ley de Moisés, que es posterior, no puede ser la primera ley que se promulgo. No es necesario empero que una ley sea la más antigua para que sea divina, porque es indudable que Dios es dueño absoluto de todas las épocas; no obstante, parece más natural a nuestra débil razón que si Dios quiso dar una ley la hubiera dictado al principio a todo el género humano.

El resto de la historia de Abrahán presenta flagrantes contradicciones. Dios, que se le aparecía con frecuencia y estableció con él no pocos pactos, le envió un día tres ángeles al valle de Mombre, y el patriarca les dio para que comieran pan, carne de ternera, mantequilla y leche. Los tres comieron y después hicieron que les presentase Sara, que había amasado el pan. Uno de esos ángeles, que el texto sagrado llama el Eterno, anuncia a Sara que dentro de un año tendrá un hijo. Sara, que ha cumplido noventa y cuatro años, al paso que su marido rondaba los cien años, se echó a reír al oír tal promesa. Esto prueba que confesaba su decrepitud y que la naturaleza humana no era diferente entonces de lo que es ahora. Lo cual no fue óbice para que esa decrépita quedara embarazada y enamorara al año siguiente al rey Abimelech, como acabamos de ver. Para que esas historias sean creíbles se precisa poseer una inteligencia muy distinta de la que tenemos hoy, o considerar cada episodio de la vida de Abrahán como un milagro, o creer que en su totalidad no es más que una alegoría. De todos modos, cualquiera que sea el partido que adoptemos nos resultará muy difícil comprenderla. Por ejemplo, ¿qué valor podemos dar a la promesa que hizo Dios a Abrahán de conceder a él y a su posteridad todo el territorio de Canaán que jamás poseyó ese caldeo? Es una de esas contradicciones que nos es imposible resolver.

Es asombroso y sorprendente que Dios, que hizo nacer a Isaac de una madre de noventa y cinco años y de un padre centenario, ordenara a éste degollar al hijo que le concedió, siendo así que no podía esperar ya nueva descendencia. Ese extraño mandato de Dios prueba que, en la época en que se escribió esa historia, era habitual en el pueblo judío el sacrificio de víctimas humanas, lo mismo que en otras naciones. Ahora bien, puede interpretarse la obediencia de Abrahán al referido mandato del Señor como una alegoría de la resignación con que el hombre debe aceptar las órdenes que dimanan del Ser Supremo.

Debemos hacer una observación importante respecto a la historia de dicho patriarca, considerado como el padre de judíos y árabes. Sus principales hijos fueron Isaac, que nació de su esposa por milagroso favor de la Providencia, e Ismael, que nació de su criada. En Isaac bendijo Dios la raza del patriarca y, sin embargo, Isaac es el padre de una nación desventurada y despreciable que permaneció mucho tiempo esclava y vivió dispersa un sinfín de años. Ismael, por el contrario, fue el padre de los árabes que fundaron el imperio de los califas, que es uno de los más extensos y más poderosos del Universo.

Los musulmanes profesan ferviente veneración a Abrahán, que ellos llaman Ibraim, piensan que está enterrado en Hebrón y allí van peregrinando; algunos creen que está enterrado en la Meca y allí acuden a reverenciarle. Algunos persas antiguos opinaron que Abrahán era el mismo Zoroastro. Les sucedió lo mismo que a otros fundadores de las naciones orientales, a los que se atribuían diferentes nombres y diferentes aventuras, pero según se desprende del texto de la Sagrada Escritura debió de ser uno de esos árabes vagabundos que no tenían residencia fija. Le hemos visto nacer en Ur, localidad de Caldea, ir a Harán, después a Palestina, a Egipto, a Fenicia y al fin verse obligado a comprar su sepulcro en Hebrón.

Una de las más notables circunstancias de su vida fue que a la edad de noventa y nueve años, antes de engendrar a Isaac, ordenó que le circuncidaran a él, a su hijo Ismael y a todos sus siervos. Debió de adoptar esta costumbre de los egipcios. Es difícil desentrañar el origen de tal operación. Parece lo más probable que se inventara con el fin de precaver los abusos de la pubertad. Pero, ¿a qué conducía cortarse el prepucio a los cien años? Por otro lado, hay autores que aseguran que sólo los sacerdotes de Egipto practicaban antiguamente esta costumbre para distinguirse de los demás hombres. En tiempos remotísimos, en Africa y en parte de Asia, los hombres en olor de santidad tenían por costumbre presentar el miembro viril a las mujeres que encontraban al paso para que lo besasen. En Egipto, llevaban en procesión el falo, que era un príapo descomunal. Los órganos de la generación eran considerados como objeto noble y sagrado como símbolo de poder divino. Les prestaban juramento y al hacerlo ponían la mano en los testículos, y puede que de esa antigua costumbre sacaron la palabra que significa testigo, porque antiguamente servían de testimonio y garantía. Cuando Abrahán envió un criado suyo a pedir a Rebeca para esposa de su hijo Isaac, el criado puso la mano en las partes genitales de Abrahán, que la Biblia traduce por la palabra muslo (Génesis, 24, 2).

De lo que acabamos de decir se infiere lo distintas que eran de las nuestras las costumbres de la remota Antigüedad. Al filósofo no debe sorprenderle que antiguamente se jurara por esta parte del cuerpo, como que se jurara por otra cualquiera. Tampoco debe extrañar que los sacerdotes, siempre en su manía de distinguirse de los demás hombres, se pusieran un
signo en una parte del cuerpo tan reverenciada entonces.


Según el Génesis, la circuncisión fue adoptada mediante un pacto entre Dios y Abrahán, por el que se estipulaba que se debía quitar la vida al que no se circuncidara en la casa del mencionado patriarca. No se dice sin embargo, que Isaac lo estuviera, y en el referido libro no se vuelve a hablar de la circuncisión hasta los tiempos de Moisés. Terminamos este artículo señalando que Abrahán, además de tener de Sara y de la criada Agar dos hijos, cada uno de los cuales fue padre de una gran nación, tuvo otros seis hijos de Cethura que se afincaron en Arabia, pero su posteridad no fue célebre.

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