martes, 28 de febrero de 2017

UN TEÓFILO Y UNA NIKÉ CUALQUIERA EN LA "DEMOCRÁTICA" ATENAS


Redundando en el tema de la vida en Atenas,  os ofrezco esta exposició que INDRO MONTANELLI nos ofrece en su Hª de los Griegos y cuya lectura resulta muy agradable y completa.


UN TEÓFILO CUALQUIERA

No se puede decir con exactitud si la política ateniense fue favorable o no al incremento demográfico. Sobre tal punto siempre fue contradictoria. En la ley civil y en la religiosa se hallan muchos estímulos, incluyendo la adopción de hijos por matrimonios estériles. Pero también se halla sancionado el infanticidio, que se practicaba regularmente con los niños deformes, mientras que el código médico de Hipócrates prohibía el aborto. Cabe creer, en suma, que el Estado dejaba mano libre a la iniciativa privada, ya que todo dependía de los progenitores que el destino daba al recién nacido. Si aquéllos eran de índole afectiva y la criatura era varón y de buena constitución, tenía muchas posibilidades de ser bien recibido. De lo contrario corría el riesgo de ser arrojado por la puerta.

Superado este primer examen, el niño, dentro de los diez días de su nacimiento, era acogido por la familia con una ceremonia en la que se le hacían varios regalos, entre ellos el nombre. Mas, a diferencia de sus coetáneos romanos que en seguida recibían tres (el propio, el de la familia y el de la «gente» o «dinastía), aquél sólo recibía uno; lo que demuestra cuánto más individualista era la sociedad griega, es decir, cuánto menos contaban los vínculos de parentesco. Tomemos un Teófilo cualquiera de la clase media. Le han llamado así porque así se llamaba su abuelo. Si acaso, para distinguirle de los otros Teófilos de la ciudad o del barrio, le llamarán Teófilo de Cimón, que es el nombre de su padre, o Teófilo de El Pireo, que es el barrio donde ha nacido. Con el nombre, ha recibido el derecho a la vida, en el sentido de que a partir de ahora no se le puede arrojar por la puerta: hay que quedárselo, alimentarle y educarle. Naturalmente, también el cumplimiento de estos deberes depende del carácter de los progenitores y de sus posibilidades económicas. Mas el propio Temístocles, que fue uno de los hombres más poderosos e influyentes de Atenas, decía que el verdadero dueño de la ciudad era su hijo porque mandaba a su madre, la cual le mandaba a él. Lo que nos demuestra que, una vez apegados al niño, los progenitores se tornaban, como buenos meridionales, tiernuchos como los padres italianos de hoy. .
La casa donde Teófilo ha nacido no es grande. Desde fuera, es sólo una pared enjalbegada, sin ventanas, con una pequeña puerta provista de una mirilla, que da al callejón sin pavimentar. Está construida con ladrillos y sólo tiene una planta. Aun después de que Alcibíades hubo estimulado el lujo y la ostentación, pocos fueron los ciudadanos que agrandaron la casa y la circundaron de una columnata: tenían demasiado miedo de inspirar envidia a los vecinos, tentaciones a los ladrones y pretextos al fisco. Además, el clima no favorecía el amor a la casa, que ellos consideraban poco más que un dormitorio.

En el centro había un patio, que tan sólo los acomodados circuían de un pórtico, y donde la familia se reunía para comer y rezar. Sobre él daban todas las estancias, escasamente provistas de decoración y de muebles: algunas sillas, una mesa, una cama. De calefacción hay poca necesidad. Cuando conviene se emplean braseros de bronce. Para el alumbrado hay unas anillas incrustadas en la pared donde colgar las antorchas. Teófilo crece sobre todo en el patio, o sea al aire libre, en compañía de las mujeres, jugando con hermanitos y hermanitas. Sus juguetes preferidos son pelotitas de barro cocido, muñecos, soldados de trapo, carritos de madera. Por la noche le meten temprano en la cama, en el «gineceo», o sea en el sector de las mujeres. Así transcurren con frecuencia varios días sin que vea a su padre, que sale por la mañana, de amanecida, para ir a trabajar o a discutir de política en la plaza. Más que en la familia, éste vive en la «cofradía», o sea en el club (en Atenas hay lo menos cincuenta), y no siempre vuelve para comer. Es un padre menos autoritario que el romano. No educa personalmente a su hijo, y cuando éste tiene seis años le manda a instruirse a una escuela privada, donde cada mañana le lleva de la mano un «pedagogo», quien, contrariamente a lo que hoy se cree, no es el maestro, sino un esclavo o un criado que sólo hace de acompañante.

Pese a las sugerencias de Platón, el Estado de Atenas no quiso asumir jamás el monopolio de la escuela, y dejó también ésta a la iniciativa privada. Sólo instituyó por su cuenta las «palestras» y los «gimnasios», donde se practicaba la gimnasia, porque evidentemente los músculos de sus ciudadanos le interesaban más que sus cerebros. Teófilo seguía pais, o sea muchacho, y continuaba en la escuela hasta los catorce o dieciséis años, aprendiendo a leer, a escribir, a cantar y a tocar la lira. No tiene un banco, sino tan sólo una silla, y sostiene sobre las rodillas el libro, el cuaderno, la pluma y el tintero. Sin embargo, las horas que pasa allí son pocas comparadas con las que está obligado a pasar en la palestra; pues en Atenas no se considera «educado» a quien no sepa correr los cien metros en menos de doce segundos, nadar, ejercitarse en lucha y lanzar el disco y la jabalina. Solamente después de esa formación media, Teófilo, si quiere, puede especializarse en oratoria, o en ciencias, o en Filosofía, o en Historia siguiendo los cursos de algunos profesores particulares que los dan paseando por los aledaños de la palestra o sentados bajo un árbol, y que cuestan un montón de cuartos.

A los dieciocho años Teófilo se convierte en efebo, hace el servicio militar y, para educarse en la guerra, la administración y la política, se inscribe en un normadelfia, donde duerme y come con sus conciudadanos, con ellos discute los reglamentos de la comunidad y, si se distingue, entra a formar parte del gobierno que la rige. Transcurrido un año de este entrenamiento, jura fidelidad a la patria, es decir, a Atenas, en una espléndida ceremonia ante el Consejo de los Quinientos, y va a terminar el servicio militar en el cuartel.

A partir de este momento es ya un ciudadano de pleno derecho, tiene una butaca gratuita en el teatro, aparece en primera fila en las procesiones que se hacen en honor de Palas, toda la ciudad le mira con simpatía, porque es joven y guapo, y va a aplaudirle cuando, con los otros efebos, corre de noche la «estafeta», desde el Pireo a Atenas pasando la antorcha al compañero de equipo.

Cuando se licencia, Teófilo tiene ventiún años y no es ya efebo sino aner o sea hombre autorizado a fundar una familia por su cuenta, y protagonista de la vida ciudadana. No se puede decir propiamente que semeja a una estatua de Fidias; pero en general tiene buena planta, de estatura media, siendo menos macizo pero más armonioso que el romano. En tanto que su padre Cimón llevaba pelo y barba muy largos Teófilo los lleva cortos porque cada quince días va a hacérselo cortar por el barbero, cuyo establecimiento se ha vuelto ya en lugar de reunión y en fragua de chismorrerías políticas y mundanas. Así al menos lo dice Teofrasto demostrándonos cómo en el fondo la Humanidad siempre ha sido la misma. Teófilo no tiene muchos tratos con el agua, un poco porque no tiene mucha a su disposición en esa ciudad rodeada de montañas peladas, donde los servicios hidráulicos siempre han dejado mucho que desear. Por la mañana, en vez de lavarse, se unta con aceite y usa alguno de los cien perfumes, cuya fabricación constituye una de las industrias más prósperas de Atenas (y Sócrates, que es un guarro, cuando le encuentra se queja de ello y frunce la nariz). En compensación, la dieta sobria y seca, las prolongadas nadaduras en la piscina o en el mar, la vida casi siempre al aire libre —pues al aire libre están también iglesias y teatros— permiten que necesite poco de abluciones. Posee un solo traje para todas las estaciones, el guitón, que es una túnica de lana. Su padre la llevaba blanca. Pero Teófilo se la ha teñido de rojo. Sombrero no usa: está convencido de que le haría encanecer o perder el pelo antes de tiempo. Para calzar, usa sandalias, sustituyéndolas con zapatos de verdad y aun con polainas sólo en ocasión de grandes viajes, como un peregrinaje a Dodona o a Epidauro. Le gustan mucho los anillos y en general lleva más de uno, aunque no llegue al exhibicionismo de Aristóteles, que se recargaba los dedos con ellos hasta el punto de taparlos enteramente. Puede gastarse alegremente su dinero en ellos porque la casa le cuesta poco. No tiene afición al hogar, como no la tenía su padre. Ha nacido en la casa, pero sólo se ha criado en ella durante seis años, pues toda su formación se ha desarrollado en la escuela, en el cuartel y en la plaza. Pertenece mucho más a la ciudad que a la familia.
Por eso también su moralidad es menos rigorosa y más desenfadada que la romana. Teófilo es hospitalario, aunque menos que Cimón, porque ahora la seguridad de los caminos es mayar. Pero a los huéspedes les llama parásitos, como un tiempo se llamaba a los sacerdotes que se apropiaban las dádivas en trigo que los fieles ofrecían a los dioses. Y encuentra muy natural, es más, digno de encomio, mentir; ¿o es que no está, entre sus héroes preferidos, Ulises, el más descarado embustero de la Historia? Vender por buenas las aceitunas pasadas y robar en el peso, es para él absolutamente normal, y hasta enseñará este arte a su hijo para «tomar el pelo» al prójimo. Su moralidad es la del rey Agesilao quien, al proponérsele traicionar al de Tebas, responde: «¿Puede salir bien?» Porque, si puede salir bien, hasta la traición queda admitida. Cuando va a la guerra, Teófilo encuentra del todo lógico rematar a sablazos al enemigo herido y robarle armas y cartera, saquear las ciudades y violar a las mujeres. Teófilo, como buen meridional, no ama la Naturaleza.

Destruye plantas y animales, contribuyendo con las propias manos a la pobreza y aridez de su tierra, y en total se parece poco a aquel ejemplar de sabiduría humana que Goethe y Winkelmann imaginaran. Es astuto y voluble, ha cuidado más de formarse una inteligencia que un carácter, y prefiere ser un brillante bribonazo mejor que un mediocre caballero. Cree en la lógica, pero más como arma de combate para pasar a saco al prójimo que como llave para explicar el porqué de la vida. Predica el self-control, pero no lo practica porque es siempre presa de alguna pasión: gloria, amor, poder, dinero, y hasta sapiencia. Le gusta lo nuevo, y por esto ama más a los jóvenes que respeta a los ancianos. Su ideal de vida no es en absoluto la serenidad, como se ha dicho, sino una exuberancia de fuerzas que le permita una existencia plena: plena, quiero decir, de todas las experiencias, las buenas y las malas.

En suma, hay en él todo cuanto hace falta para hacer de Atenas, en el espacio de un siglo, la capital del mundo y la más decaída de las colonias.



UNA NIKÉ CUALQUIERA

Aparte las legendarias —Helena, Clitemnestra, Penélope, etc.—, las únicas mujeres que ganaron un puesto en la verdadera y propia historia griega son las hetairas, que fueron algo entre las geishas japonesas y las cocottes parisienses. Dejemos a la más célebre, Aspasia, quien, como amante de Pericles, tornóse, sin más, en la «primera dama» de Atenas y que con su salón intelectual dictó leyes en ella. Pero también el nombre de otras muchas nos ha sido transmitido por poetas, cronistas y filósofos, que con ellas tuvieron gran intimidad y que, lejos de avergonzarse, se envanecían de ello. Friné inspiró a Praxíteles, que la amaba desesperadamente. Ha quedado famosa, además de por su belleza, también por la habilidad con que la administraba. No se mostraba más que cubierta con velos. Y tan sólo dos veces al año, durante las fiestas de Eleusis y las de Poseidón, iba a bañarse en el mar completamente desnuda, y toda Atenas se citaba en la playa para verla. Era un hallazgo publicitario formidable que le permitió mantener muy elevada su tarifa. Tan elevada, que un cliente, después de haber pagado, la denunció. Debió de ser un proceso sensacional, seguido ansiosamente por toda la población. Friné fue defendida por Hipérides, un Giovanni Porzio de la época, que frecuentaba su trato, y que no recurrió mucho a la elocuencia. Se limitó a arrancarle de encima la túnica para mostrar a los jurados el seno que estaba debajo. Los jurados miraron (miraron largo rato, suponemos), y la absolvieron.

El escrúpulo de la buena administración era vivo también en Clepsidra, que fue llamada así porque se concedía por horas y, terminado el tiempo, no admitía prolongaciones: como lo era en Gnatena, que invirtió todos sus ahorros en su hija y, tras haberla convertido en la más renombrada maestra de la época, la alquilaba en medio millón por noche. Mas en todo esto no se crea que las hetairas fuesen tan sólo animales de placer, interesadas exclusivamente en amontonar dinero. O, por lo menos, el placer no lo procuraban solamente con sus formas aventajadas. Eran las únicas mujeres cultas de Atenas. Y por esto, aun cuando se les negaban los derechos civiles y se las excluía de los templos, excepto el de su patrona Afrodita,mlos más importantes personajes de la política y de la cultura las frecuentaban abiertamente y con frecuencia las llevaban en palmas. Platón, cuando estaba cansado de filosofía, iba a reposar en casa de Arqueanasa; y Epicuro reconocía deber buena parte de sus teorías sobre el placer a Danae y a Leoncia, que le habían proporcionado las más elocuentes aplicaciones del mundo. Sófocles mantuvo prolongadas relaciones con Teórida, y, una vez cumplidos los ochenta años, inició otras con Arquipas. Cuando el gran Mirón, encorvado por la vejez, vio llegar a su estudio, como modelo, a Laida, perdió la cabeza y le ofreció todo lo que poseía con tal de que se quedase aquella noche. Y dado que ella rehusó, al día siguiente el pobre hombre se cortó la barba, se tiñó el pelo, púsose un juvenil quitón color de púrpura y se pasó una capa de carmín sobre el rostro. «Amigo mío —le dijo Laida—, no pienses obtener hoy lo que ayer rehusé a tu padre.» Era una mujer totalmente extraordinaria, y no solamente por su belleza, que muchas ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna (mas, al parecer, era de Corinto). Rechazó las ofertas del feo y riquísimo Demóstenes al pedirle cinco millones, pero se entregaba gratis al desdinerado Arístipo sencillamente porque le gustaba su filosofía. Murió pobre, después de haber gastado todo su peculio en el embellecimiento de las iglesias donde no podía entrar y para ayudar a los amigos caídos en la miseria. Y Atenas la recompensó con unos espectaculares funerales como jamás los tuvo el más grande hombre de Estado o el general más afortunado. Por lo demás, también Friné había tenido la misma pasión de la beneficencia, y entre otras cosas había ofrecido a Tebas, su ciudad natal, reconstruir las murallas, si le permitían inscribir su nombre. Tebas contestó que estaba de por medio la dignidad. Y con la dignidad se quedó sin murallas.

Las hetairas no deben confundirse con las pornai, que eran las meretrices comunes. Éstas vivían en burdeles esparcidos un poco por toda la ciudad, pero concentradas sobre todo en El Pireo, el barrio portuario, porque los marineros han sido en todos los tiempos los mejores clientes de esos lugares de mala nota. Eran casi todas orientales, jóvenes y de carnes perezosas y soñolientas, que sufrían su degradación sin rebelarse, dejándose explotar por sus empresarios, viejas mujerucas que administraban aquellas casas. Sólo las que lograban aprender un poco de modales y a tocar la flauta mejoraban de situación convirtiéndose en aléutridas. Parece ser que la misma Aspasia venía de esta carrera, pero su caso ha quedado el único.

Como fuere, no es de esas mujeres públicas —sean pornai, aléutridas o hetairas—, como ha de ser reconstruida la condición de la mujer en Atenas, que permaneció singularmente, aun en el período de mayor esplendor, en posición subordinada e inferior. Tomemos el caso de una Niké cualquiera, nacida en una familia de la clase media. Ha corrido, antes de ser acogida, más peligros que su hermano Teófilo, su sexo la hace menos útil y, por tanto, menos aceptada. «Mala suerte, es una chica: ¿qué hacemos con ella?», es habitualmente la bienvenida que el padre da a la recién nacida.

Crece en casa, en el patio y en el gineceo, donde no recibe ninguna educación verdadera y apropiada. Su madre le enseña tan sólo economía doméstica, entre otras cosas porque aparte cocinar y tejer la lana, ella misma no sabe otra cosa. Aspasia intentó instituir cursos de Filosofía y Letras para jovencitas. Mas quien los frecuentó hubo de desafiar el escándalo, y la iniciativa tuvo escasa continuidad. Niké crece en casa y hasta por esto no es bella. Un sedentarismo atávico la hace pernicorta, ancha de caderas y de seno fácilmente relajable. Es morena, pero se tiñe para parecer rubia, porque, como todos los varones del Sur, también los griegos prefieren los colores del Norte. También ella se lava poco y en vez de jabón usa ungüentos y perfumes. Se retoca los labios con carmín, se unta las mejillas con cremas y polvos, trata de parecer más alta llevando tacones largos sobre los que se tiene mal de pie y se enjaula el pecho en un enrejado de agujetas y gruperas. Plutarco cuenta que cuando en Mileto se difundió entre las mujeres una epidemia de suicidios, el Gobierno puso remedio ordenando sencillamente que los cuerpos de las víctimas fuesen expuestos desnudos a la población. Y la coquetería pudo lo que no podía el instinto de conservación.
Niké, hecha ya una muchacha, lleva el peplo de lana, blanca o colorada, pero ésta es la única elección que se le deja. Dado que está confinada en casa, no puede siquiera hacer la elección del chico que le gusta y tiene que esperar que su padre se ponga de acuerdo con otro padre para concertar el matrimonio. Dado que Niké pertenece a la burguesía media, una pizca de dote la tiene, lo que facilita mucho las cosas. Esta dote queda siempre de su propiedad, y por eso el marido ateniense no se divorcia gustosamente. Sin embargo, el amor tiene poco que ver con esos himeneos, que son decididos por los papas respectivos a menudo ignorándolo los interesados, y basados casi exclusivamente en criterios económicos. En general, hay bastante diferencia de edad entre los novios, pues, entre pornai, aléutridas y hetairas, el solterón ateniense tiene con quién pasar sus veladas y, por lo tanto, no tiene ninguna prisa en casarse. La pobre Niké, si todo va bien, se casará a los dieciséis años con un hombre de treinta a cuarenta. Precedidos de pocos días por el noviazgo, las bodas se efectuarán en casa de ella. Y, si bien el ceremonial tiene un carácter religioso y prevé, entre otras cosas, un «baño de purificación», el matrimonio es laico, por cuanto ningún sacerdote toma parte en él en calidad de tal. La novia, velada, es cargada por su novio sobre un carro seguido por músicos y llevada a su casa donde el cabeza de familia la acoge como «nueva adepta de sus dioses» (pues cada familia tiene los suyos, con tantos como hay a disposición). En la entrada, para simular un rapto, el novio coge en brazos a la novia y la deposita en la cámara nupcial, en cuya puerta permanecen los invitados cantando a voz en cuello los coros nupciales, hasta que él se asoma anunciando que el matrimonio ha sido consumado.

Niké queda obligada a la fidelidad conyugal. Si no la observa, su marido es llamado «cornudo» (pues fueron los griegos, no los napolitanos, quienes inventaron esta palabra), y tiene derecho a echarla de casa. Es más, la ley impondría en ese caso el uxoricidio, pero los griegos fueron siempre indulgentes sobre este punto y habitualmente se contentaban con toda o un pedazo de dote como reparación del honor ofendido. El marido, en cambio, está autorizado a tener una concubina. Demóstenes fue el teorizante de esa costumbre diciendo que un hombre, para estar bien, ha de tener una concubina con la que pasar el día y conversar y alguna cortesana que otra con la que mantenerse en forma. Qué lugar asignaba al trabajo, en una jornada distribuida así, Demóstenes no lo dice.


En suma, Niké, salida del gineceo paterno, entra en el conyugal y permanece en él más o menos recluida, porque la ley le prohíbe incluso el deporte y el teatro. Su condición es regresiva desde los tiempos de la edad heroica, cuando por una mujer se desencadenaban guerras y Homero les dedicaba capítulos y más capítulos de sus poemas. Entonces, no era ella quien debía comprar marido con una dote; era el novio quien tenía que comprarla a ella a base de ovejas y cerdos. En la civilización aquea, y también, en la heraclea o dórica, la mujer es protagonista. Y esto precisamente nos confirma el origen nórdico de aquellos conquistadores. Efectivamente, allí donde ellos se quedaron como dueños, así en Esparta, la mujer goza de muy otra situación, y la vemos contender desnuda en los estadios, para poner a los jóvenes en condiciones de elegir la mejor constituida, la más calificada «factora» de una prole robusta. Heródoto, para explicar por qué las mujeres atenienses comían en la cocina, en vez de hacerlo en el comedor con los maridos, cuenta que los atenienses, cada vez que en los tiempos pasados habían ido a conquistar alguna isla y a fundar en ella una colonia, habían matado a todos los hombres casándose con sus viudas y sus huérfanas. Éstas, que eran de sangre aria, o sea medio oriental, habían jurado no sentarse jamás a la mesa con sus esposos. Acaso haya en ello algo de verdad. Atenas, hostil a los septentrionales dorios y encerrada hacia el interior de las montañas, tuvo relación casi exclusivamente con Egipto, Persia y Asia Menor, con cuyas mujeres y ciudadanos se mezclaron. He aquí por qué la capital del progreso político y cultural fue, en el plano de las relaciones familiares, la ciudadela de la reacción. Perezosa e ignorante, Niké es una mujer de harén. Ve raramente a su modernísimo y civilizadísimo marido, que vuelve a casa sólo para dormir; y cuando vuelve, no le cuenta nada, no le hace la corte y de ella habla, en el ágora o en la barbería, sólo para repetir, con Plutarco y Tucídides, que «el nombre de una mujer de bien ha de permanecer oculto como su rostro», cosa que hubiera hecho montar en cólera a Homero.

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