PARA ENTRAR EN TEMA A MODO DE PRESENTACIÓN DEL CONFERENCIANTE QUE, DEJANDO EL OLIMPO, NOS INSTRUYE Y RECUERDA COSAS QUE ES PRECISO TENER PRESENTE.
A mí es fácil darme lecciones, de muchísimas cosas y, mis amigos saben que escucho atentamente a los que considero que me pueden enseñar algo. Pero tengo pocos amigos. Así que escucho pocas lecciones. Hace unos días, viendo tanto y tanto cartel lapidario con tantas quejas sobre los malos que somos todos y lo mal que anda la humanidad y el hambre que hay en el mundo y todas esas cosas alegres con las que deleitáis vuestros masoquistas espíritus, se me ocurrió un toque de atención en la que en una frase muy corta (las largas las dejo para asuntos importantes) utilizaba yo la palabra (SUICIDIO). No bien hube tecleado "Publicar", cuando todos los timbres de mi ordenador (porque mi ordenador es muy chivato y enseguida me avisa) se pusieron a pitar con una urgencia de catástrofe apocalíptica.
Por lo visto mis palabras eran poco menos que de.... "incitación a la autoinmolación" de un montón de adolescentes que lo hacen, según estadísticas fiables que supongo obraban en poder de la horda atacante. Alguien me preguntó si yo "entendía" algo de suicidios. Contesté que algo había oído del tema. Al parecer nadie me había visto en ningún Congreso de Suicidiología. Y quién así me chillaba, aunque su educación no le permitía escribir con mayúsculas, aducía su pertenencia a la Rama Sanitaria para avalar su mayor conocimiento sobre el asunto del que yo pudiera tener. Como ya era hora de dormir, el tema quedó..... pues, así....como zanjado. Pero qué va. A mí no me zanja un tema nadie por tener enmarcado un título académico. Porque, entonces, como en el tute, yo podía decir: "mayores ganan..." (creo que es el tute. Desde que dejé el barco del Mississipi no he vuelto a jugar). Aunque los míos deben de andar por algún cajón, más o menos localizados por si alguien me pide alguna demostración. En uno de ellos, dice que el estado español reconocía........ y se expedía a tantos de tantos de mi...........tantos, el correspondiente título de Psicología. No me considero yo una experta en nada que tenga que ver con el ser humano, aunque me tuviera que empollar todo lo que se ha escrito sobre dicha disciplina a lo largo de la historia y no se me ocurre callar a nadie porque yo tenga un título polvoroso metido en algún cajón. Pero, lo que no puedo admitir es que el estamento médico se apropie también de la Etica y mucho menos puedo admitir que el pronunciar la palabra "SUICIDIO", desencadene una hecatombe de dimensiones bíblicas.
Todo lo que sé de las personas se basa en mis observaciones y en mi experiencia y los libros me han ayudado a tener un vocabulario florido y clarito para poder escribir tostones como éste. Pero, precisamente del tema que nos ocupa sé MUCÍIIIIISIMO, por las vías indicadas y por el hecho incuestionable de que si hay alguien en esta sala que haya pasado la vida entre adolescentes, esa es MI MENDA. Ni Congresos, ni Simposiums, ni Jornadas contra....., ni Jornadas pro..., ni convivencias, ni cualquier otra zarandaja que se nos ocurra, acabará con esos dolorosos casos. Y, desde luego, el no nombrarlo, nos retrotrae al tiempo de las cavernas, cuando nuestros ancestros pintaban bisontes, no sé si por miedo, por aburrimiento en las largas noches de invierno o por ese pensamiento fetichista que piensa que las cosas son atraídas por su representación. Mejor, con tranquilidad, sin apasionamientos y si tienen Vds. ganas, analicen el cambio en las estructuras familiares producidos en los últimos tiempos, el efecto dominó y sobre todo la santurronería que renace al grito de lo políticamente correcto.Quizá por ese camino, se pueda descubrir "bicheras ande naide creiba que hubiera gusano"
Otro apunte que se me ocurre, al hilo del tema y, para no dejarme nada en el tintero. Puesto que mi escrito no era en absoluto tan mortífero como se quería hacer creer, no tuve más remedio que darme cuenta de que la persona que se me abalanzó con tan tremenda furibundia, no era la primera vez que lo hacía en alguna que otra ocasión. O sea, que mi vocabulario no es el que ella quisiera. Pero es que yo nací de pié y según mi madre lo primero que dije: "apaguen la luz.......". O sea, que soy así, hablo así y no pienso cambiar a no ser que YO considere en algún momento que alguien necesita que lo haga. Pues, aparte de todas esas cosas, Dios me dotó con tal cantidad de EMPATÍA que me sale hasta por los ojos.
Y, sin más por mi parte, tengo el gusto de presentarles a Vd. a nuestro insigne conferenciante de hoy, que no necesita más que ser llamado para hablar de lo divino y lo humano.
LIBRO
VIII
Causas
que pueden justificar el suicidio
Después
de largo tiempo he visto de nuevo tu querida Pompeya : me he vuelto a
encontrar como en medio de mi juventud. Todo cuanto en ella había
realizado durante mis años mozos me parecía que aún podía
realizarlo y que poco antes lo había realizado.
Hemos
pasado navegando por la vida, Lucilio, y como en el mar, en frase de
nuestro Virgilio, «las tierras y las ciudades se alejan», así a lo
largo de esta carrera velocísima de la vida, primero hemos dejado
atrás la niñez, a continuación la adolescencia, luego el período
aquel que discurre entre la juventud y la vejez, situado en la
frontera de una y otra, después los mejores años de la propia
vejez; por último empezamos a vislumbrar el término común de la
raza humana.
Como
un escollo lo consideramos nosotros llenos de insensatez; en realidad
es el puerto que, en ocasiones, hay que buscar y nunca rehuir; todo
el que ha sido conducido a él en sus primeros años no debe
lamentarse por ello más que el navegante que hizo la travesía con
rapidez. Pues, como sabes, a uno los vientos flojos lo hacen su
juguete reteniéndole y fatigándole con el tedio de una calma
persistente, a otro el soplo constante le conduce a término con suma
rapidez.
Esto
mismo, piénsalo, nos acontece a nosotros: a unos la vida con gran
velocidad les condujo al punto al que habían de llegar, aunque su
marcha hubiera sido lenta; a otros los debilitó y torturó. Mas la
vida, como sabes, no debe conservarse por encima de todo, ya que no
es un bien el vivir, sino el vivir con rectitud. En consecuencia, el
sabio vivirá mientras deba, no mientras pueda.
Considerará
en qué lugar ha de vivir, en qué comunidad, de qué forma, cuál es
su cometido. Piensa siempre en la calidad de la vida, no en su
duración. Si le sobrevienen muchas contrariedades que perturban su
quietud, abandona su puesto. Y esta conducta no la adopta tan sólo
en caso de necesidad extrema, sino que tan pronto como la fortuna
comienza a inspirarle recelo, examina atentamente si no es aquél el
momento de terminar. Considera sin importancia alguna darse la muerte
o recibirla, que ésta acontezca más pronto o más tarde: no la teme
como a una gran pérdida. Nadie puede perder mucho cuando el agua se
escurre gota a gota.
Morir
más pronto o más tarde no es la cuestión; morir bien o mal, ésa
es la cuestión; pero morir bien supone evitar el riesgo de vivir
mal. De ahí que juzgue muy poco viril la frase de aquel rodio que,
metido en una jaula por el tirano y alimentado como una fiera
cualquiera, así dijo a uno que le aconsejaba abstenerse de comer:
«Al hombre le cabe mantener la esperanza de todo, mientras vive».
Aunque
esto fuera verdad, la vida no debe comprarse a cualquier precio. Por
más cuantiosas que sean ciertas ganancias, por más seguras que
sean, no las obtendré a costa de reconocer vilmente mi cobardía;
¿voy a pensar que la fortuna tiene poder omnímodo sobre el que
vive, antes que pensar que ninguno posee sobre el que sabe morir?
Algunas
veces, sin embargo, aun cuando la muerte amenace con toda seguridad y
conozca el sabio que ha sido decretado contra él el suplicio, no
prestará su concurso a la ejecución del castigo: lo prestaría a su
propia debilidad. Es necedad morir por temor a la muerte. Se presenta
el que te va a matar, espéralo. ¿Por qué te adelantas? ¿Por qué
te conviertes en ejecutor de la crueldad ajena? ¿Acaso envidias a tu
verdugo o le compadeces? Sócrates pudo acabar con su vida dejando de
comer y sucumbir por inanición antes que por envenenamiento; con
todo, pasó treinta días en la cárcel a la espera de la muerte, no
porque pensase que todo era posible y que tan larga dilación daba
cabida a muchas esperanzas, sino para someterse a las leyes, para
hacer fruir a sus amigos del Sócrates de los postreros momentos.
¿Qué mayor absurdo que despreciar la muerte y, en cambio, temer el
veneno?.Escribonia, mujer enérgica, fue la tía de Druso Libón, un
joven tan necio como noble, que aspiraba a puestos superiores a los
que nadie en aquel tiempo, o él mismo en cualquier tiempo, podía
ambicionar. Cuando era sacado del senado, enfermo, en una litera,
acompañado de un cortejo en verdad poco concurrido —pues todos sus
familiares habían abandonado sin piedad a quién más que un reo era
ya un cadáver—, se puso a deliberar si se daría la muerte o
esperaría su llegada. Escribonia le reprendió: «¿por qué te
complaces en llevar a cabo un asunto que te es ajeno?». Pero no
logró convencerle; él se quitó la vida y con toda razón. Porque
quien a los tres o cuatro días va a morir por decisión del enemigo,
si prolonga la vida, cumple el cometido de otro.
Así
que no se puede decidir de forma general si hemos de anticiparnos a
la muerte o aguardar su venida, en el caso de que una violencia
externa nos conmine con ella; existen diversas circunstancias que
pueden decidirnos por una u otra alternativa. Si se nos da opción
entre una muerte dolorosa y otra sencilla y apacible, ¿por qué no
escoger esta última? Del mismo modo que elegiré la nave en que
navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que
salir de la vida. Por otra parte, así como no siempre es mejor la
vida más larga, así resulta siempre peor la muerte que más se
prolonga.
Más
que en ningún otro asunto es en el trance de la muerte cuando
debemos seguir la inclinación de nuestra alma. Busque la salida por
donde le guíe su impulso: bien sea que apetezca la espada, o la
cuerda, o algún veneno que penetre en las venas, prosiga hasta el
final y rompa las cadenas de la esclavitud. Su vida cada cual debe
hacerla aceptable a los demás, su muerte a sí mismo: la mejor es la
que nos agrada.
Son
torpes estos raciocinios: «Uno dirá que he obrado con poca
entereza, otro que con excesiva temeridad, un tercero que existía
algún género de muerte que exigía mayor esfuerzo». Por tu parte
has de pensar que se ventila una decisión que no concierne a la
opinión pública. Atiende tan sólo a este objetivo: a sustraerte lo
más pronto posible a la fortuna; por lo demás no faltarán quienes
juzguen mal de tu acción.
Encontrarás
incluso maestros de sabiduría que niegan sea lícito hacer violencia
a la propia vida y consideran como pecado que uno se convierta en su
propio asesino: hay que aguardar, dicen, el final que la naturaleza
determinó. Quien así habla no se da cuenta de que bloquea el camino
hacia la libertad. Ninguna solución mejor ha encontrado la ley
eterna que la de habernos otorgado una sola entrada en la vida y
muchas salidas. ¿Voy a esperar la crueldad de la enfermedad o de los
humanos, cuando puedo abrirme paso a través de los tormentos y
conjurar la adversidad? Este es un motivo importante para no
quejarnos de la vida: que a nadie retiene.
Buena
es la condición de las cosas humanas, dado que nadie es desgraciado
sino por su culpa. ¿Te agrada? Sigue viviendo. ¿No te agrada?
Puedes regresar a tu lugar de origen. Para aliviar el dolor de cabeza
a menudo te has sangrado; para suprimir la plétora, uno se abre la
vena. No se precisa de una dilatada herida para cortarse las
entrañas: basta el bisturí para abrir el camino hacia aquella
excelsa libertad; la seguridad depende de un pinchazo. ¿Cuál es,
pues, el motivo de nuestra indolencia y torpeza? Ninguno de nosotros
piensa que algún día tendrá que salir de este domicilio, cual
viejos inquilinos a quienes su apego al lugar y sus hábitos les
retienen en su casa aun en medio de afrentas.
¿Quieres
mantenerte libre frente a ese tu cuerpo? Habita en él como quien
tiene que cambiar de residencia. Recuerda que algún día te verás
privado de ese consorcio: te harás más fuerte ante la necesidad de
partir. Pero ¿cómo van a pensar en su final quienes no ponen límite
alguno a sus deseos?
Para
ningún otro asunto es tan necesaria la preparación, ya que en otros
casos puede que el adiestramiento resulte superfluo. El alma se ha
preparado para la pobreza: hemos mantenido la riqueza. Nos hemos
fortalecido para desdeñar el dolor: la prueba de esta virtud jamás
nos la exigirá el vigor de nuestro cuerpo robusto y sano. Nos
aleccionamos para soportar con firmeza la nostalgia de los seres
queridos: a todos cuantos amábamos la fortuna nos los conservó en
vida. Ésta es, pues, la única preparación que algún día se nos
exigirá poner en práctica.
No
tienes por qué pensar que sólo los grandes caracteres tuvieron
entereza para destruir las barreras de la esclavitud humana. No
tienes por qué juzgar que esto no pudo hacerlo más que Catón,
quien arrancó con la mano el alma que no había podido expulsar con
la espada. Hombres de ínfima condición con un poderoso impulso
alcanzaron el lugar seguro; puesto que no les era posible morir a su
gusto ni escoger conforme a su deseo los instrumentos de muerte,
arrebataron cualquier objeto a su alcance y aquello que no era nocivo
por naturaleza lo transformaron con su violencia en dardo mortífero.
Poco
ha, durante una lucha de gladiadores con las fieras, uno de los
germanos que iba a participar en el espectáculo matinal se retiró
al excusado para evacuar —a ningún otro lugar reservado se le
permitia ir sin escolta—. Allí, el palo que, adherido a una
esponja, se emplea para limpiar la impureza del cuerpo, lo embutió
todo entero en la garganta, con lo que, obstruidas las fauces, se
ahogó. Acto éste que supuso un escarnio para la muerte. Así, desde
luego, poco limpiamente, poco decorosamente. ¿Hay algo más absurdo
que morir con mucha finura? ¡Oh varón fuerte!, ¡digno de hacer la
elección de su destino! ¡Con qué firmeza se hubiera servido de la
espada!, ¡con cuánto arrojo se hubiera lanzado a la sima profunda
del mar o a un precipicio escarpado! Desprovisto de todo recurso, aún
halló la manera de tener que agradecer sólo a sí mismo la muerte y
el arma mortal, a fin de que aprendamos que para morir no existe más
obstáculo que nuestra voluntad. Juzgue cada cual, según su propio
criterio, la acción de este hombre tan impetuoso, con tal que esté
de acuerdo en que debemos preferir la muerte más inmunda a la más
noble esclavitud.
Puesto
que he comenzado a aducir ejemplos de gente humilde, continuaré con
ellos: sin duda cada cual será más exigente consigo si comprueba
que la muerte aun los más despreciables la pueden despreciar. Los
Catones, los Escipiones y otros cuyos nombres estamos acostumbrados
a escuchar con admiración los suponemos a una altura inimitable.
Ahora yo te mostraré que de esta virtud tenemos tantos ejemplos
entre los que combaten en el circo con las fieras como entre los
caudillos de la guerra civil.
Poco
ha, cuando era llevado en un carro, en medio de la escolta, un
esclavo destinado al espectáculo matinal, bamboleándose como
dominado por el sueño, dejó caer la cabeza hasta introducirla entre
los radios de la rueda, y se mantuvo en su asiento hasta tanto que el
giro de ésta le cortase el cuello: en el mismo vehículo que le
conducía al suplicio, escapó de éste. Ningún obstáculo existe
para quien desea forzarlo y salir: la naturaleza nos guarda en campo
abierto. Aquel a quien su extrema necesidad se lo permite, trate de
conseguir una salida fácil; quien tiene a mano muchos medios de
liberarse debe hacer su elección examinando por dónde escapará
mejor; a quien la ocasión se le presenta difícil, ese que agarre la
más próxima como la mejor, aunque sea inaudita, aunque sea
sorprendente. No le faltarán iniciativas para la muerte a quien no
le falte valor. ¿Te das cuenta cómo hasta los esclavos más viles,
cuando el dolor les estimula, aguzan su ingenio y engañan a la
guardia más atenta? Grande es el hombre que no sólo se impuso a sí
mismo la muerte, sino que, además, la encontró.
Sobre
aquellas mismas competiciones del circo te he prometido varios
ejemplos: Durante el segundo espectáculo de la naumaquia uno de los
bárbaros hundió entera en su garganta la lanza que había recibido
contra sus adversarios. «¿Por qué», se decía, «por qué no huyo
al instante de todo tormento, de todo escarnio?, ¿por qué con las
armas en la mano aguardó la muerte?». Este espectáculo resultó
tanto más bello cuanto es más digno que los hombres aprendan a
morir que a matar.
¿Qué,
pues? El valor que posee hasta la gente depravada y criminal ¿no lo
poseerán aquellos a quienes para arrostrar tales infortunios les
aleccionó una larga meditación y la razón, maestra de todo saber?
Ella nos enseña que, si la muerte tiene múltiples accesos, su final
es el mismo, y que nada importa dónde comienza lo que al fin llega.
Esa
misma razón te exhorta a morir de la forma que te agrade, si puedes;
pero si no, de la forma que te sea posible, y que eches mano de
cuanto tuvieres a tu alcance para quitarte la vida. Es vergonzoso
vivir del robo; por el contrario, morir mediante un robo es
magnífico.
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