CONFESIÓN.
Sólo
el arrepentimiento puede purificar de las faltas cometidas, y para
arrepentirse es indispensable confesarlas. La confesión es pues,
casi tan antigua como la sociedad civil.
Los
antiguos se confesaban en la celebración de los misterios de Egipto,
Grecia y Samotracia. Consta en la vida de Marco Aurelio que cuando
abrazó los misterios de Eleusis, se confesaba con el hierofante
aunque dicho emperador era quien menos necesitaba confesarse.
Ese
acto lo mismo puede ser saludable que peligroso, que es lo que
acontece a todas las instituciones humanas. Sabida es la contestación
que un ciudadano de Esparta dio a un hierofante que trataba de
convencerle de que debía confesarse: «¿A quién debo confesar mis
faltas, a Dios o a ti?» «A Dios», le respondió el sacerdote.
«Pues no insistas, porque tú no eres más que un hombre»
(Plutarco, Dichos notables de los lacedemonios).
Es
difícil averiguar la época en que se implantó tal práctica entre
los hebreos, que adoptaron muchos ritos de los países vecinos. La
Mishna que es la recopilación de leyes hebreas, dice que
frecuentemente se confesaban en Israel poniendo la mano sobre un
ternero que pertenecía a un sacerdote, y que esto se denominaba la
confesión de los terneros.
En
el mismo libro se dice que los condenados a muerte iban a confesarse
delante de testigos, en un lugar reservado, momentos antes de
cumplirse la sentencia. Si se consideraban culpables, debían decir:
«Que mi muerte expíe todos mis pecados», y en caso contrario: «Que
expíe mi muerte todos mis pecados, menos del que se me acusa».
En
la fiesta llamada por los judíos de la expiación solemne (2), los
fieles se confesaban unos con otros, especificando las faltas
cometidas. El confesor recitaba tres veces trece palabras del Salmo
LXXVII y durante ese tiempo daba treinta y nueve latigazos al
confesado, que se los devolvía a su vez, quedando de este modo en
paz. Dícese que esta ceremonia subsiste aún.
(1)
San Gregorio Nacianceno, carta LV.
(2)
Sinagoga judaica, cap. XXXV.
Mucha
gente acudía a confesarse con Juan el Bautista atraída por la
reputación de santidad que gozaba y a recibir de sus manos el
bautismo de justicia, según la antigua costumbre. Pero no se dice
que el Precursor diera treinta y nueve latigazos a sus penitentes. La
confesión no era entonces un sacramento, como prueban varias
razones. La primera, que la palabra sacramento era desconocida en
aquella época, y ello nos dispensa de exponer las otras. Los
cristianos tomaron la confesión de los ritos judíos, no de los
misterios de Isis y de Ceres. Los judíos se confesaban con sus
camaradas y los cristianos también, pero con el tiempo pareció más
conveniente conceder este derecho a los sacerdotes. Los ritos y
ceremonias fueron estableciéndose paulatinamente, siendo imposible
que no quedara algún rastro de la costumbre de confesarse los
seglares entre sí.
En
la época de Constantino se confesaban públicamente las faltas. En
el siglo V, después del cisma de Novato, se nombraron penitenciarios
para que absolvieran a los que cometían el pecado de idolatría,
pero el emperador Teodosio abolió la costumbre de confesarse con
estos sacerdotes. Una mujer se acusó en voz alta, ante el
penitenciario de Constantinopla, de haberse acostado con el diácono
y esta indiscreción produjo tanto escándalo y revuelo en la ciudad
que Neptario permitió a los fieles que se acercaran al altar sin
confesarse y sólo escucharan su conciencia al comulgar. Por esta
razón, san Juan Crisóstomo, sucesor de Neptario, dijo al pueblo en
su Homilía V: «Confesaos con Dios continuamente, que no quiero
llevaros a un teatro con vuestros compañeros pecadores para que les
descubráis vuestras faltas. Enseñad a Dios las heridas y pedidle
que las cure. Confesad vuestros pecados a quien no los reproche ante
los hombres, porque en vano los ocultaréis al que lo sabe todo».
Créese
que la confesión auricular no se implantó en Occidente hasta el
siglo VII. La instituyeron los abades, que exigieron a los monjes que
confesaran todas sus faltas dos veces cada año. Esos abades
inventaron la siguiente fórmula: «Yo te absuelvo hasta donde puedo
y hasta donde tú necesitas». Parece que hubiera sido más justo y
más respetuoso para el Ser Supremo, decir: «Quiera Dios perdonar
tus faltas y las mías».
La
confesión ha conseguido algunas veces que restituyan lo robado
algunos rateruelos, pero en muchas ocasiones ha producido
perturbaciones en el estado y obligado a los penitentes a ser
rebeldes y sanguinarios, porque así lo dictaba su conciencia. Los
sacerdotes güelfos negaban la absolución a los gibelinos, y los
sacerdotes gibelinos a los güelfos. El consejero de Estado, Lenet,
refiere en sus Memorias que todo lo que pudo obtener en Borgoña para
sublevar a los pueblos en favor del príncipe de Condé, al que
Mazarino había encarcelado en Vincennes, fue «soltar los sacerdotes
en los confesionarios». Esto equivale a tratarlos de perros rabiosos
que podían incitar a la guerra civil por medio del secreto de la
confesión.
En
el sitio de Barcelona, los frailes se negaban a absolver a los que
permanecían fieles a Felipe V, y en la última revolución de Génova
se advirtió a los ciudadanos que no se absolvería a ninguno que no
tomara las armas contra los austríacos. La confesión, en todas las
épocas, se trocó de remedio saludable en veneno. Los asesinos de
los Sforza, Médicis, príncipes de Orange y reyes de Francia, para
cometer sus asesinatos se preparaban con el sacramento de la
confesión. Luis XI y la Brinvilliers se confesaban tras haber
cometido un crimen y lo hacían con frecuencia. Eran como los
glotones, que toman medicinas para tener más apetito.
De
la revelación en la confesión.
La
contestación que dio el jesuita Cotón a Enrique IV durará más que
la Orden de los jesuitas. «¿Revelarías la confesión que os
hiciera el hombre que estuviera resuelto a asesinarme?» «No, pero
me interpondría entre vos y él.» No siempre se ha seguido la
máxima del padre Cotón. En algunos países existen misterios de
Estado que el público desconoce y en los cuales no son ajenas las
revelaciones de la confesión. Se sabe, por mediación de los
confesores oficiales, los secretos de los presos.
Algunos
confesores, para poner de acuerdo su interés con el secreto de la
confesión usan un artificio singular. Revelan, no lo que el preso
dice, sino lo que se ha callado. Por ejemplo, cuando tienen que
averiguar si el acusado tiene por cómplices un francés o un
italiano, dicen al que hizo el encargo: El preso me juró que no
habló a ningún italiano de sus proyectos. De lo que deducen que es
un francés el sospechoso de culpa.
Bodin
dice, en su libro De la República: «El culpable así descubierto no
puede negar que conspiró contra la vida del rey, o quiso hacerlo.
Como le sucedió a un gentilhombre de Normandía, que al confesarse
con un religioso le dijo que quiso matar al rey Francisco I. El
religioso advirtió al rey, que envió al gentilhombre a la corte del
Parlamento y fue sentenciado a muerte, como he sabido por M. Canaye,
abogado en el Parlamento».
Se
sabe la traición que el jesuita Daubeton cometió con Felipe V, rey
de España, del que era confesor. Por una política mal entendida, el
jesuita creyó que debía enterar de los secretos de su penitente al
duque de Orleáns, regente del reino, y cometió la imprudencia de
escribirle lo que ni siquiera podía confiar a nadie al oído. El
duque de Orleáns envió la carta al rey de España; el jesuita fue
expulsado del país y murió poco después. Este es un hecho probado.
Resulta
extraña la bula del papa Gregorio XV, publicada el 30 de agosto de
1622, en la que permite revelar la confesión de ciertos casos. No
deja de ser difícil determinar cuándo puede revelarse el secreto de
la confesión, porque de ser en el caso de cometer el crimen de lesa
majestad humana, es fácil llevar demasiado lejos ese crimen, y de
llevarlo hasta el contrabando de sal y muselinas, porque ofende a las
majestades. Con mayor razón se deben revelar los crímenes de lesa
majestad divina, y este delito puede extenderse hasta las menores
faltas, como por ejemplo, no haber asistido a las vísperas. Por
tanto, sería importante decidir qué confesiones deben revelarse y
cuáles guardarse secretas, pero esta decisión sería peligrosa
porque hay cosas que no se deben profundizar.
Pontas,
que decide en tres volúmenes en folio los casos de conciencia que
pueden presentarse a los franceses, pero es desconocido en el resto
del mundo, dice que en ningún caso debe revelarse el secreto de la
confesión. Los parlamentos han decidido lo contrario. Así, ¿a
quién debemos creer, a Pontas o a los guardianes de las leyes del
reino, que velan por la vida de los reyes y la salud del Estado? (1)
(1)
Pontas, Diccionario de casos de conciencia, publicado en París en
1715 y reimpreso en
1741.
Tres volúmenes en folio.
De
si los laicos y las mujeres han sido confesores y confesoras.
Así
como en la antigua ley los laicos se confesaban unos con otros, en la
nueva ley estuvieron haciendo lo mismo durante mucho tiempo. Para
demostrar que esto es cierto, basta citar a Joinville, que
concretamente dice que «el condestable de Chipre se confesó con él
y le absolvió, usando el derecho que tenía para hacerlo».
Santo
Tomás se expresa en estos términos, en la tercera parte de la Suma:
«Confessio ex defectu sacerdotis laico facta sacramentalis est
quodam modo» (La confesión que se hace con un laico a falta de
sacerdote es sacramental en cierto modo).
Se
ve en la Vida de san Burgundofare y en la Regla de un desconocido,
que las monjas confesaban a su abadesa los pecados más graves. La
Regla de san Donato ordena que las religiosas descubran tres veces
cada día sus faltas a la superiora. En las Capitulares de nuestros
reyes leemos que es preciso abrogar el derecho que las abadesas han
usurpado, contrario a las costumbres de la Santa Iglesia, de dar
bendiciones e imponer las manos, lo que parece significar dar la
absolución y supone la confesión de los pecados. Marco, patriarca
de Alejandría, preguntó a Balzamón, célebre canonista griego de
su época, si debe concederse a las abadesas permiso para confesar, y
Balzamón le contestó negativamente. En el derecho canónico consta
un decreto del papa Inocencio III que manda a los obispos de Valencia
y de Burgos que no permitan a ciertas abadesas bendecir a las monjas
de su comunidad, confesarlas, ni predicar públicamente, «porque
—dice el decreto— aunque la bienaventurada Virgen María sea
superior a los apóstoles en dignidad y en mérito, no fue a ella,
sino a los apóstoles, a quienes el Señor confió las llaves del
reino de los cielos». Ese derecho era tan antiguo que ya constaba en
las Reglas de san Basilio y permitía a las abadesas confesar a las
monjas de su comunidad junto con un sacerdote. El padre Martene, en
Ritos de la Iglesia, dice que las abadesas confesaron a las monjas
durante mucho tiempo, y añade que como las mujeres eran tan curiosas
las tuvieron que privar de ese derecho.
El
ex jesuita Nonotte debe confesarse y hacer penitencia, no por haber
sido de los mayores ignorantes que han emborronado papel (porque esto
no es un pecado), ni por haber considerado como errores verdades que
desconocía, sino por haber calumniado con la más mostrenca
insolencia al autor de este artículo y haber llamado loco a su
hermano, negando los hechos que acabamos de referir y otros muchos
que no conocía. Con ello se ha hecho acreedor al fuego del infierno.
Esperemos con fundamento que pedirá perdón a Dios de las muchas
tonterías que ha dicho; nosotros no deseamos la muerte del pecador,
sino su conversión.
Durante
mucho tiempo se ha preguntado por qué tres hombres famosos en la
pequeña parte del Globo donde está en uso la confesión, han muerto
sin ese sacramento. Esos hombres son el papa León X, Pellisson y el
cardenal Dubois. Pellisson, que fue protestante hasta la edad de
cuarenta años, se convirtió al catolicismo para disfrutar de
algunos beneficios, y el papa León X estaba tan ocupado en asuntos
temporales cuando le sorprendió la muerte que no tuvo tiempo para
ocuparse de asuntos espirituales.
De
las cédulas de confesión.
Los
protestantes se confiesan con Dios y los católicos con los hombres.
Los protestantes dicen que no se puede engañar a Dios, mientras que
a los hombres podemos decirles lo que queremos. Como siempre rehuímos
la controversia, no entramos en esta cuestión. Nuestra sociedad
literaria se compone de católicos y de protestantes que se reúnen
por amor a las letras, sin consentir que las disputas eclesiásticas
siembren la cizaña.
En
Italia y demás países católicos toda la gente, sin distinción,
confiesa y comulga. Si se cometen pecados graves, tenéis en cambio
confesores que os absuelvan. Si vuestra confesión nada vale, tanto
peor para vosotros. Mediante pago, os dan un recibo impreso con el
cual podéis comulgar, y luego meten todos los recibos en un copón;
ésta es la costumbre.
En
París, no se conocieron esos billetes al portador hasta el año 1750
en que el arzobispo ideó abrir una especie de banco espiritual para
extirpar el jansenismo y triunfara la bula Unigenitus. El arzobispo
mandó que se negara la extremaunción y el viático a los enfermos
que no presentaran la cédula de confesión firmada por un sacerdote
constitucionario.
Esa
medida equivalió a negar los sacramentos a las nueve décimas partes
de la población de París. Inútilmente le decían al arzobispo:
«Pensad bien lo que estáis haciendo, porque o los sacramentos son
necesarios para no condenarse o podemos salvarnos sin recibirlos
teniendo fe, esperanza y caridad, buenas obras y los méritos del
Salvador. Si podemos salvarnos sin recibir el viático, las cédulas
de confesión son inútiles; si los sacramentos son necesarios, se
condena a todos aquellos a quienes no los administráis; tendréis la
culpa de que se quemen durante toda la eternidad muchísimas almas,
suponiendo que viváis bastante tiempo para enterrarlas. Calmaos y
dejad morir a cada cual como pueda». El arzobispo no contestó a
este dilema, pero persistió en su idea.
Es
un proceder horrible valerse de la religión para atormentar a los
hombres, cuando la religión es para consolarles. El Parlamento,
percatándose de las perturbaciones de la sociedad, dictó decretos
contrarios al mandato del arzobispo. Mas como quiera que la jerarquía
eclesiástica no quiso acatar la autoridad legislativa, la
magistratura se vio obligada a emplear la fuerza y envió arqueros
para obligar a los sacerdotes a que confesaran, dieran la comunión y
enterraran a los parisienses, cumpliendo la voluntad de éstos.
En
este exceso de ridículo nunca conocido hasta entonces, las intrigas
y las cuestiones se enconaron tanto que perturbaron el reino, y se
llegó hasta el extremo de desterrar a los miembros del Parlamento y
después al arzobispo de París. Las cédulas de confesión hubieran
promovido una guerra civil en tiempos anteriores, pero en
el nuestro sólo produjeron por fortuna desavenencias civiles. El
espíritu filosófico, que no es sino el desarrollo de la razón,
proporcionó a las personas honradas el
único antídoto que erradica las enfermedades epidémicas.
único antídoto que erradica las enfermedades epidémicas.
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