domingo, 11 de junio de 2017

HE ELEGIDO ESTE TEXTO DE ORTEGA Y GASSET PARA MEDITAR.

¿NO HAY HOMBRES O NO HAY MASAS?

Me interesa que las curvas impuestas por el desarrollo de toda idea un poco compleja no despojen de claridad a la trayectoria seguida en este ensayo. He intentado en él sugerir que la actualidad pública de España se caracteriza por un imperio casi exclusivo del particularismo y la táctica de acción directa que le es aneja. A este fin convenía partir, como del hecho más notorio, del separatismo catalán y vasco. Pero la opinión vulgar ve en él no más que una especie de tumor inesperado y casual sobrevenido a la carne española, y cree descubrir su más grave malignidad en lo que, a mi juicio es solamente adjetivo y mero pretexto que una desazón más profunda busca para airearse. Catalanismo y bizcaitarrismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de positivo y peculiar –la afirmación “nacionalista”-, sino por lo que en ellos hay de negativo y común al gran movimiento de desintegración que empuja la vida toda de España. Por esta razón, era interesante mostrar primero que estos separatismos de ahora no hacen sino continuar el progresivo desprendimiento territorial sufrido por España durante tres siglos. Luego convenía hacer patente la identidad que, bajo muecas diversas, existe entre el particularismo regional y el de las clases, grupos y gremios. Si se advierte que un mismo rodaje de últimas tendencias y emociones mueve el catalanismo y la actuación del ejército –dos cosas a primera vista antagónicas-, se evitará el error de localizar el mal donde no está. La realidad histórica es a menudo como la urraca de la pampa,

Que en un lao pega los gritos
y en otro pone los huevos.

De esta manera puede contribuir este estudio a dirigir la atención hacia estratos más hondos
y extensos de la existencia española, donde en verdad anidan los dolores que luego dan sus gritos en Barcelona o en Bilbao.

Se trata de una extremada atrofia en que han caído aquellas funciones espirituales cuya misión consiste precisamente en superar el aislamiento, la limitación del individuo, del grupo o de la región. Me refiero a la múltiple actividad que en los pueblos sanos suele emplear el alma individual en la creación o recepción de grandes proyectos, ideas y valores colectivos.

Como ejemplo curioso de esta atrofia puede servir el tópico, en apariencia inocente, de que hoy no hay hombres en España”. Yo creo que si un Cuvier de la historia encontrase el hueso de esta sencilla frase, tan repetida hoy entre nosotros, podría reconstruir el esqueleto entero del espíritu público español durante los años corrientes.

Cuando se dice que “hoy no hay hombres”, se sobredice que ayer sí los había. Aquella frase no pretende significar nada absoluto, sino meramente una evaluación comparativa entre el hoy y el ayer. Ayer es, para estos efectos, la época feliz de la Restauración y la Regencia, en que aún había “hombres”.

Si fuésemos herederos de una edad tan favorable que durante ella hubiesen florecido en España un Bismarck o un Cavour, un Victor Hugo o un Dostoievsky, un Faraday o un Pasteur, el reconocimiento de que hoy no había tales hombres sería la cosa más natural del mundo. Pero Restauración y Regencia no sólo transcurrieron exentas de tamañas figuras, sino que representan la hora de mayor declinación en los destinos étnicos de España. Nadie puede dudar de que el contenido vital de nuestro pueblo es hoy muy superior al de aquel tiempo. En ciencia como en riqueza, ha crecido de entonces acá España en proporciones considerables.

Sin embargo, ayer había “hombres” y hoy no. Esto debe escamarnos un poco. ¿Qué género de “hombres” gozaban aquellos que eran “hombres y hoy falta a los pseudo-hombres vivientes? ¿Eran más inteligentes, más capaces en sus personas? ¿Había mejores médicos o ingenieros que ahora? ¿Conocía Echegaray la matemática mejor que Rey Pastor? ¿Era más enérgico y perspicaz Ruiz Zorrita que Lerroux? ¿Se encerraba más agudeza en Sagasta que en el conde de Romanones? ¿Había más ciencia en la obra de Menéndez Pelayo que en la de Menéndez Pidal? ¿Valían más los estremecimientos poéticos de Núñez de Arce que los de Rubén Darío? ¿Escribía mejor castellano Valera que Pérez de Ayala? Para todo el que juzgue con imparcialidad y alguna competencia, no es dudoso que en casi todas las disciplinas y ejercicios hay hoy españoles tan buenos, si no mejores, que los de ayer, aunque tan pocos hoy como ayer.

Sin embargo, tiene razón el tópico: ayer había “hombres” y hoy no. La “hombría” que, sin darse cuanta de ello, echa hoy la gente de menos, no consiste en las dotes que la persona tiene, sino precisamente en las que el público, la muchedumbre, la masa pone sobre ciertas personas elegidas. En estos años han ido muriendo los últimos responsables de aquella edad de hombres”. Los hemos conocido y tratado. ¿Quién podría en serio atribuirles calidades de inteligencia y eficacia que no fueran superlativamente modestas? No obstante, a nosotros mismos nos parecían “hombres”. La “hombría” estaba, no en sus personas, sino en torno a ellas: era una mística aureola, un nimbo patético que los circundaba proveniente de su representación colectiva. Las masas habían creído en ellos, los habían exaltado, y esta fe, este respeto multitudinarios aparecían condensados en el dintorno de su mediocre personalidad.

Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública – política, intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.

Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. 

En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.

Lo propio acontece con el público. Si la masa no abre, ex abundantia cordis, por fervorosa impulsión, un largo margen de fe entusiasta a un hombre público, antes bien, creyéndose tan lista como él, pone en crisis cada uno de sus actos y gestos, cuanto más fino sea el político, más irremediables serán las malas inteligencias, menos sólida su postura, más escaso estará de verdadera representación colectiva. ¿Y cómo podrá vencer al enemigo un político que se ve obligado cada día a conquistar humildemente su propio partido?

Venimos pues, a la conclusión de que los “hombres” cuya ausencia deplora el susodicho tópico son propiamente creación efusiva de las masas entusiastas y, en el mejor sentido del vocablo, mitos colectivos.

En las horas de historia ascendente, de apasionada instauración nacional, las masas se sienten masas, colectividad anónima que, amando su propia unidad, la simboliza y concreta en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de su entusiasmo vital. Entonces se dice que “hay hombres”. En las horas decadentes, cuando una nación se desmorona, víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas, cada miembro de ellas se cree con personalidad directora, y, revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre él su odio, su necedad y su envidia. Entonces, para justificar su inepcia y acallar un íntimo remordimiento, la masa dice que no hay hombres”.

Es completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer de los hombres directores. La verdad es estrictamente lo contrario: el valor social de los hombres directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa. En ciertas épocas parece congelarse el alma popular; se vuelve sórdida, envidiosa, petulante y se atrofia en ella el poder de crear mitos sociales. En tiempos de Sócrates había hombres tan fuertes como pudo ser Hércules; pero el alma de Grecia se había enfriado, e incapaz de segregar míticas fosforescencias, no acertaba ya a imaginar en torno al forzudo un radiante zodíaco de doce trabajos.

Atiéndase a la vida íntima de cualquier partido actual. En todos, incluso en los de derecha, presenciamos el lamentables espectáculo de que, en vez de seguir al jefe del partido, es la masa de éste quien gravita sobre su jefe. Existe en la muchedumbre un plebeyo resentimiento contra toda posible excelencia, y luego de haber negado a los hombres mejores todo fervor y social consagración, se vuelve a ellos y les dice: “No hay hombres”

¡Curioso ejemplo de la sórdida incongruencia entre lo que la opinión pública dice y lo que
más en lo hondo siente! Cuando oigais decir: “Hoy no hay hombres”, entended. “Hoy no hay

masas”.

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