UN
TREN DE LARGO RECORRIDO
A ciertas horas de la noche,
desde mi habitación suelo oír el sordo y monótono traqueteo de un
tren en la lejanía, como un eco de su viaje entre las sombras de la
nada, entre la oscuridad y el silencio.
No se por qué, me
gusta oírlo, o tal vez sí lo se, pero prefiero no pensarlo. No
merece la pena pensar en lo que no existe todavía. Pero me gusta
sentir cómo su eco se va perdiendo poco a poco y me alegro de que no
pare. Me pasa cuando mi mente se encuentra en un estado de
“duermevela”, ni despierta ni dormida. Me gusta que su sonido se
acompase a los latidos de mi corazón que siento retumbar como si
fuera un salvaje tam tam y, a veces, parece que marca el ritmo del
traqueteo. Y siempre la misma frase: “adiós!!!, me llevo tu
corazón¡¡¡.
Pero
mi corazón sigue latiendo cuando me incorporo. La noche impera por
todos los rincones, ni siquiera se insinúa el alba. Miro el reloj:
las tres y diez de la mañana. Así que otra vez a la misma hora,
siempre, siempre, siempre me repite el tic, tac. de ese maldito
reloj, que nunca debería haber comprado y que constante e
inexorablemente me recuerda el paso del tiempo. Todos los días me
propongo tirarlo, pero nunca lo hago. Cuando intento tirarlo a la
basura, me quedo mirando y parece que su ritmo cambia, hasta
convertirse en un mensaje: “si tiras el reloj, no volverás a oír
el tren, porque nunca volverán a ser las tres”.
Y
tengo que salir, solo, por un pueblo que sólo conozco por sus
sombras. Las sombras de los durmientes salen por la noche, cuando no
son necesarias y me acompañan y me cuentan. Me hablan de aquellos
sitios dónde hace mucho, mucho tiempo, estuve y a los que no
volveré. Porque el tren nunca para, porque no tengo ni una barca de
remos. Ni siquiera tengo ganas de remar. Y me cuentan lo que les pasa
a mis vecinos durante el día, cuando ellas tienen que ir marcando el
avance o retroceso del sol y pegarse a sus dueños. No son historias
interesantes. La mayoría de ellos ni siquiera son conscientes de que
tienen sombra, que les sigue a todas parte, presencian sus vidas
diurnas y me las cuentan porque sólo yo las escucho.
Algunas
veces, me llevo sorpresas, al volver una esquina porque de noche las
sombras se emparejan entre sí de manera sorprendente. He visto, por
ejemplo la sombra de Maruja, que vive al final de la calle, muy
acaramelada con la de Usbaldo, ese traficante de coches de lujo, al
que persigue la policía de siete estados y que lleva aquí casi
tanto tiempo como yo. Y no era charlar lo que estaban haciendo, os lo
juro, para charlar no hace falta tumbarse uno sobre el otro. La
sombra de Usbaldo me vio e hizo un gesto como de “qué te parece,
he enamorado al bombón de la calle, y su marido durmiendo”.
A
veces, las sombras son niños que me piden que juegue con ellos o que
les cuente un cuento. En casa nadie lo hace como yo, me dicen, y yo,
les cuento los que de pequeño me leía mi madre y que, después de
tantos años, recuerdo a medias. Pero mi imaginación rellena los
huecos de mi memoria. Y, sentado en un banco del parque infantil que
acaban de inaugurar, con todos sentados a mi alrededor en el suelo,
les cuento y les cuento, mientras poco a poco, los árboles, el
césped, el color de los coches o alguna luz de ventana empiezan a
distinguirse y las sombras se van disipando, hasta desaparecer dentro
la luz. Y yo me vuelvo a casa con un sentimiento de abandono y con la
esperanza de que esta noche, a las tres en punto vuelva a oír el
tren de largo recorrido y vuelva a maldecir al reloj que marca mi
tiempo.
Pero,
no siempre el tren aparece y no hay duermevela, no hay reloj a las
tres y diez, no hay salida, no hay sombras y, lo que más me duele es
que tampoco hay esas pequeñas sombras que me esperarán para que
les termine el cuento.
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