A
VUELTAS CON EL DICHOSO “ALVARADO”
Si
alguien leyó lo importante que llegó a ser para nosotras el ojo de
una mosca, se acordará que el libro gordo, pero gordo, gordo que a
todas nos infundía terror era el Alvarado, en el que se encontraba
pormenorizado todo lo que en aquel entonces se sabía de lo que
dábamos en llamar “Ciencias Naturales”, todo con pelos y señales
e incluso el estudio del hombre, como organismo dentro de la
Naturaleza. Lo que pasa es que a este último tema le faltaban
algunos pelos y bastantes señales.
Todo
el interior del hombre estaba allí, esqueleto, médula, células,
conexiones sinápticas, músculos y, a veces, nos daba la risa al no
saber pronunciar alguno de los nombres que allí enseñaban, sobre
todo nos gustaba mucho decir “externocleidomastoidéo”, que era
el summum de la rareza. Pero, la costumbre de ponerle a las cosas
nombres que vinieran del latín o el griego, con el fin de que la
comunidad científica se enterara de lo que hablaban, nos complicaba
bastante la tarea a los estudiantes. Pero vayamos a lo que faltaba.
Con lo completo que era el mamotreto, no encontrarías ni en cien años, alusiones al sistema hormonal ni al reproductivo. Las leyes de Mendel sí, jugábamos con los guisantes, pero sin decir nunca la palabra reproducir, ni nada que nos diera idea de que para que un nuevo guisante se produzca es necesario que se mezclen los genes de unos con los del otro y brotarán unos retoños que tendrán los caracteres de los padres, pero aflorarían a la superficie los más fuertes. Esta explicación se consideraba peligrosa, porque a nuestras mentes en formación les llevaría quizá a algún pensamiento impuro y a pecar. O sea que de generación y reproducción nada de nada.
Un
ejemplo de esta postura la encontrábamos también cuando
estudiábamos el Catecismo, en concreto los mandamientos. Ahora,
según compruebo las pocas veces que me veo obligada a entrar en una
iglesia, los niños los recitan de forma muy descafeinada. Nosotras
teníamos que estudiarlo con “preguntas y respuestas” o sea, que
la Sor o el cura de turno sólo te decía el título, p.e. “las
bienaventuranzas”, que era en lo que dejó la Iglesia oficial el
maravilloso sermón de la montaña, que podemos leer en todos esos
escritos que rechazaron como blasfemos. Y tú empezabas en un largo
monólogo:”bienaventurados los pobres, porque ellos heredarán la
tierra, bienaventurados……….. hasta el final. Pues con los
mandamientos era igual, sólo que éstos estaban numerados: y, a
voces, tú recitabas: “el primero, amar a Dios sobre todas las
cosas, el segundo, santificar las fiestas………………… el
sexto no fornicar……
……
como a ti MISMO” el mismo lo decías en un tono que despertaba
todo lo que estuviera dormido en tu aula y en las cuatro o cinco de
alrededor. No creo, ni por un momento, que fuera Sor o fuera cura nos
escuchara durante toda la declamación, ellos se daban por
satisfechos con comprobar que tu voz no se paraba hasta el “Mismo”. A
pesar de saberlo, nunca hacíamos trampa, porque, la espada de
Damocles de los exámenes en el Instituto, no se nos olvidaba en
ningún momento.
Lo
malo es que muchas de estas cosas, aunque las dijéramos de memoria,
carecían de referente en nuestro entendimiento. Y, sobre todas
ellas, lógicamente el “fornicar” ocupaba un puesto de
privilegio. Pronto aprendimos que era mejor no preguntar, porque no
sólo no te lo explicarían, sino que te castigarían con cualquier
cosa que a la Sor se le ocurriera: recuerdo haber escrito mil veces:
“no se hacen preguntas indiscretas”. Te decían mil, como te
podían decir dos mil; menos mal que todas sacábamos una hoja en
blanco y ayudábamos a la castigada en la tarea pesada y dolorosa,,
porque quién haya sufrido este castigo, que ahora da tanta risa al
comienzo de los Simpson, sabe lo que puede llegar a doler la mano en
una labor de ese tipo.
Ahora
hay que hacer un esfuerzo retrospectivo e imaginar 22 adolescentes,
en plena pubertad, queriendo saber y sin encontrar la fuente de la
Sabiduría. Porque, algún listo estará pensando en el diccionario.
Pero estamos hablando de un régimen político que tenía todas las
caracteríticas de un bloque de mármol. En el diccionario venía la
palabra, pero su significado no te sacaba de dudas: “fornicar”
(v. acto impuro) y retrocedías en el diccionario…..
ac….act….acto……..acto impuro”. Dícese de algunas conductas
contrarias a la ley de Dios. Y te quedabas igual que estabas. Todo,
absolutamente todo estaba legislado y filtrado. Hasta las camisas de
verano de los hombres tenían que ser de manga larga, si no querías
acabar en el cuartelillo. Y las faldas de las mujeres, siempre
tapando las rodillas, si no querías acabar como ellos y con tus
padres abochornados por no controlar la forma de vestir de sus hijas;
el más mínimo detalle. Además, no podemos negar que cada español
lleva dentro de sí un inquisidor, un envidioso y un reprimido y
estos tres componentes juntos en un camarero, por ejemplo, te hace
pasar un mal rato, sólo por cogerle la mano a tu novia en una
cafetería, con el consiguiente beneplácito de la concurrencia y tú
y el acompañante queriéndote morir y sin saber exactamente por qué
aquel energúmeno te acababa de expulsar del “paraíso”.
Todo
lo anterior es una simple introducción para comprender de qué forma
pudieron partirle el alma a muchos y muchas de nosotros. Ahora,
cualquier libro de psicología encara la pubertad no sólo como una
etapa del desarrollo, sino como una etapa que mal llevada o mal
interpretada puede traer graves consecuencias en el futuro del
sujeto. Ahora se cuida a los adolescentes para ayudarles a pasar esa
etapa de la mejor forma posible.
En
aquel tiempo no existían ni las palabras que acabamos de leer,
adolescencia, pubertad, hormonas. Pero la realidad es pertinaz y
aunque tú la niegues o la desconozcas, no desaparece. Eramos 22
muchachas en nuestro curso, obligadas a estar siempre juntas y e
impedidas, por no sé qué miedos atávicos, del trato con otros
cursos ni superiores, ni inferiores. En esos momentos de la vida todo
te da miedo. Lo que antes te parecía sin importancia, de repente
adquiere caracteres gigantestos, de pronto y sin venir a cuento te
entran tantas ganas de llorar, como de reir, un día eres ejemplar y
al otro te complaces en contravenir todas las leyes, normas o
mandatos que te quieran dar. Y sobre todo, sobre todo, necesitas dar
cariño y que alguien te quiera, saber que para alguien tienes
importancia y el hecho tan tonto de que alguien te ayude a peinarte
bien las trenzas con sus ridículos lacitos, te puede alegrar todo un
día, porque esa persona te ha distinguido del resto y tú la sonríes
cada vez que la ves. Pero nadie te dice que lo que te está pasando es natural, que tu cuerpo se ha convertido en un revoltijo de hormonas. Quizá ni ellas lo sabían.
Y
era el momento en que las monjas proyectaban sus pensamientos sucios,
reprimidos y quizá celosos, sobre un comportamiento que te estaba
ayudando a centrarte, seguir estudiando, dándote ánimos y alguna
persona que te distingue con un cariño especial, especial porque te
lo dedica, pero no porque te genere ningún sentimiento tan
pecaminoso como ellas suponían. Es el momento en la vida en que
necesitas un amigo, alguien a quien contarle tus penas, que no lo
son, tus proyectos, que son tantos que no bastarían cien vidas para
llevarlos a cabo. Es el momento de las parejas, las primeras parejas,
los palabras, los gestos de complicidad, el canto a dos voces con una
guitarra, la proximidad. Y, si queremos llamarle a eso amor, yo
entonces afirmo que el amor no tiene sexo.
Las
monjas, según el reglamento de su Orden, no permanecían más de dos
años en un mismo colegio. Vimos a muchas marchar. A algunas las
despedíamos con llanto, pero no a todas. Según ellas mismas nos
explicaban ésta costumbre se debía a que pudieran tratar siempre a
las alumnas con la misma objetividad, sin apego por unas más que por
otras. Pero, yo he visto alguna monja llorar como una niña pequeña
por la marcha de alguna otra. Ellas, excepto dos o tres, también
eran muy jóvenes y lo que pasaba entre nosotras no sería extraño
que ocurriera también entre ellas.
Yo
encontré un alma hermana en el curso superior al mío. Según
sondeos que a veces hacíamos para entretenernos, tenía el título
de Superdotada según nuestro propio baremo. Ayudaba a todas las de
mi curso prestándonos sus apuntes del año anterior, sus cuadernos
de ejercicios. Nos explicaba con infinita paciencia algún teorema
que no acabábamos de entender, era muy respetada por las monjas,
que, en honor a la verdad, siempre reconocieron su inmensa
inteligencia. Nunca la vimos enfadada, ni triste, ni tampoco reía a
carcajadas. Era la paz y el equilibrio hecho mujer. Bueno, pues esta
era mi alma gemela, no por la igualdad, sino por la
complementariedad. Se preocupaba de mis continuos despistes, de mi
tendencia a la abstracción, de las medias, del calzado, de los
pañuelos (todavía no se habían popularizado los kleanex?) de mis
pelos rebeldes que, igual que ahora, se escapaban por todas partes.
“tus pelos son exactamente igual que tú, se ríen del mundo”, me
decía a veces “hija, no todas podemos tener unos pelos tan
formales como los tuyos”, Tenía un pelo negro, mientras que el mío,
cuando le daba el sol, tiraba más hacia el blanco”. Yo, estaba
empezando a adquirir cierta estabilidad con aquella gran persona que
alguien muy, muy, muy alto y sabio había puesto en mi camino.
Una
tarde, a deshora y sin ninguna razón aparente, me llamaron a la sala
de visitas. Lo primero que pensé al ver a mi cuñada, fue que a mi
madre le había pasado algo. Porque, por entonces, mi cuñada era muy
joven también y me había cambiado tantos pañales como mi madre o
más. No, no voy a decir que el asunto era peor, porque no le haría
justicia a mi madre. Parece ser que un miembro de mi familia tenía
la obligación de explicarme algunas cosas de la vida que yo no sabía
y las monjas no se atrevían, pero era urgente que alguien hablara
conmigo. Mi madre, de la que heredé la tendencia a la rebeldía,
dijo claramente que ella no me daba ese disgusto y que a las monjas
les fueran dando por dónde amargan los pepinos. Mi hermano lo tomó
un poco más en serio, porque su papel siempre fue el de padre, pero
no consideraba él bueno para mí que él me explicara cosas que eran
más propias de mujeres. Y todos los ojos del Pequeño Sanedrín se
volvieron hacia mi cuñada que, horrorizada por las miradas dijo que
verdes las han segao, que ella nunca me había visto una conducta
rara y que si las monjas eran las testigos, que lo solucionaran
ellas. Después, un poco más calmados decidieron hacer algo, no
fuera a ser que las monjitas se enfadaran y me expulsaran del
colegio y lo primero para mí era la permanencia.
Bueno,
pues allí estaba mi cuñada (a la que con el tiempo también le tocó
explicarme por dónde salían los niños, para mi asombre e
incredulidad, pero esta es otra historia), sin saber cómo empezar a
darme la lección sobre algunas mujeres a las que no les gustan los
hombres. Yo ya estaba preparándome para oirla decir que se separaba
de mi hermano. Estas mujeres, me siguió explicando prefieren vivir
con otras y sus relaciones son como si fueran novios. Ahí ya yo
empezaba a notar que el sujeto del asunto era yo. Y que había que
tener cuidado con ese tipo de mujeres porque no eran buenas.
En
resumidas cuentas que mi amistad con mi amiga empezaba a preocupar a
Sus Caridades y que haría bien en buscar otras amistades. Pero yo
tenía un montón de amistades y a algunas pequeñas también les
ayudaba yo a peinarse, plancharse el uniforme e incluso les ayudaba
con los deberes. Formábamos como el ADN una cadena de cuidados
compartidos, pero sin perder de vista nunca que nosotras éramos 22.
Mi
cuñada, la pobre, se fue llorando después de darme un montón de
besos y de la misma manera me quedé yo, con el agravante de que, si
bien veía la injusticia, no podía entender por qué habían metido
por medio a mi familia.
Esta
intromisión tan descarada, tan injustificada y, sobre todo tan
ignorante estaría siempre presente en mi familia. Mi hermano nunca
me dijo nada, cuando uno tras otros cambiaba de acompañante, pero yo
sé que se ha ido con la sospecha de que yo “era un poco especial
con los hombres” que fue lo único que dijo en una ocasión, con
gran bronca por parte de mi cuñada que incluía proyectiles directos
sobre la línea de flotación: “ hace bien, la chica, ella no tiene
necesidad de aguantar a un muermo, no lo necesita y yo estoy contigo
porque no tengo más remedio, que, si no, ibas a estar más sólo que
la una”.
El
caso es que yo no me separé conscientemente de mi amiga, pero ya he
dicho que era muy inteligente y no hicieron falta explicaciones. Yo
me hundí en un pozo y me replegué en mí. Me hice solitaria,
aunque no inaccesible, perdí parte de mi alegría natural y aprendí
a refugiarme en los libros y esperaba cada semana a mi madre, para
poder llorar entre sus brazos, igual que ahora mismo apenas distingo
el teclado. Porque, me rompieron el alma, porque ni siquiera me dejaron aprender a querer ni siquiera aprendí a dejarme querer.
Porque,
aquellos barros trajeron tantos lodos……………...
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