jueves, 25 de agosto de 2016

A VUELTAS CON EL DICHOSO ALVARADO (PSEUDO AUTOBIOGRAFÍA)

A VUELTAS CON EL DICHOSO “ALVARADO”

Si alguien leyó lo importante que llegó a ser para nosotras el ojo de una mosca, se acordará que el libro gordo, pero gordo, gordo que a todas nos infundía terror era el Alvarado, en el que se encontraba pormenorizado todo lo que en aquel entonces se sabía de lo que dábamos en llamar “Ciencias Naturales”, todo con pelos y señales e incluso el estudio del hombre, como organismo dentro de la Naturaleza. Lo que pasa es que a este último tema le faltaban algunos pelos y bastantes señales.

Todo el interior del hombre estaba allí, esqueleto, médula, células, conexiones sinápticas, músculos y, a veces, nos daba la risa al no saber pronunciar alguno de los nombres que allí enseñaban, sobre todo nos gustaba mucho decir “externocleidomastoidéo”, que era el summum de la rareza. Pero, la costumbre de ponerle a las cosas nombres que vinieran del latín o el griego, con el fin de que la comunidad científica se enterara de lo que hablaban, nos complicaba bastante la tarea a los estudiantes. Pero vayamos a lo que faltaba.

Con lo completo que era el mamotreto, no encontrarías ni en cien años, alusiones al sistema hormonal ni al reproductivo. Las leyes de Mendel sí, jugábamos con los guisantes, pero sin decir nunca la palabra reproducir, ni nada que nos diera idea de que para que un nuevo guisante se produzca es necesario que se mezclen los genes de unos con los del otro y brotarán unos retoños que tendrán los caracteres de los padres, pero aflorarían a la superficie los más fuertes. Esta explicación se consideraba peligrosa, porque a nuestras mentes en formación les llevaría quizá a algún pensamiento impuro y a pecar. O sea que de generación y reproducción nada de nada.

Un ejemplo de esta postura la encontrábamos también cuando estudiábamos el Catecismo, en concreto los mandamientos. Ahora, según compruebo las pocas veces que me veo obligada a entrar en una iglesia, los niños los recitan de forma muy descafeinada. Nosotras teníamos que estudiarlo con “preguntas y respuestas” o sea, que la Sor o el cura de turno sólo te decía el título, p.e. “las bienaventuranzas”, que era en lo que dejó la Iglesia oficial el maravilloso sermón de la montaña, que podemos leer en todos esos escritos que rechazaron como blasfemos. Y tú empezabas en un largo monólogo:”bienaventurados los pobres, porque ellos heredarán la tierra, bienaventurados……….. hasta el final. Pues con los mandamientos era igual, sólo que éstos estaban numerados: y, a voces, tú recitabas: “el primero, amar a Dios sobre todas las cosas, el segundo, santificar las fiestas………………… el sexto no fornicar……
…… como a ti MISMO” el mismo lo decías en un tono que despertaba todo lo que estuviera dormido en tu aula y en las cuatro o cinco de alrededor. No creo, ni por un momento, que fuera Sor o fuera cura nos escuchara durante toda la declamación, ellos se daban por satisfechos con comprobar que tu voz no se paraba hasta el “Mismo”. A pesar de saberlo, nunca hacíamos trampa, porque, la espada de Damocles de los exámenes en el Instituto, no se nos olvidaba en ningún momento.

Lo malo es que muchas de estas cosas, aunque las dijéramos de memoria, carecían de referente en nuestro entendimiento. Y, sobre todas ellas, lógicamente el “fornicar” ocupaba un puesto de privilegio. Pronto aprendimos que era mejor no preguntar, porque no sólo no te lo explicarían, sino que te castigarían con cualquier cosa que a la Sor se le ocurriera: recuerdo haber escrito mil veces: “no se hacen preguntas indiscretas”. Te decían mil, como te podían decir dos mil; menos mal que todas sacábamos una hoja en blanco y ayudábamos a la castigada en la tarea pesada y dolorosa,, porque quién haya sufrido este castigo, que ahora da tanta risa al comienzo de los Simpson, sabe lo que puede llegar a doler la mano en una labor de ese tipo.

Ahora hay que hacer un esfuerzo retrospectivo e imaginar 22 adolescentes, en plena pubertad, queriendo saber y sin encontrar la fuente de la Sabiduría. Porque, algún listo estará pensando en el diccionario. Pero estamos hablando de un régimen político que tenía todas las caracteríticas de un bloque de mármol. En el diccionario venía la palabra, pero su significado no te sacaba de dudas: “fornicar” (v. acto impuro) y retrocedías en el diccionario….. ac….act….acto……..acto impuro”. Dícese de algunas conductas contrarias a la ley de Dios. Y te quedabas igual que estabas. Todo, absolutamente todo estaba legislado y filtrado. Hasta las camisas de verano de los hombres tenían que ser de manga larga, si no querías acabar en el cuartelillo. Y las faldas de las mujeres, siempre tapando las rodillas, si no querías acabar como ellos y con tus padres abochornados por no controlar la forma de vestir de sus hijas; el más mínimo detalle. Además, no podemos negar que cada español lleva dentro de sí un inquisidor, un envidioso y un reprimido y estos tres componentes juntos en un camarero, por ejemplo, te hace pasar un mal rato, sólo por cogerle la mano a tu novia en una cafetería, con el consiguiente beneplácito de la concurrencia y tú y el acompañante queriéndote morir y sin saber exactamente por qué aquel energúmeno te acababa de expulsar del “paraíso”.

Todo lo anterior es una simple introducción para comprender de qué forma pudieron partirle el alma a muchos y muchas de nosotros. Ahora, cualquier libro de psicología encara la pubertad no sólo como una etapa del desarrollo, sino como una etapa que mal llevada o mal interpretada puede traer graves consecuencias en el futuro del sujeto. Ahora se cuida a los adolescentes para ayudarles a pasar esa etapa de la mejor forma posible.

En aquel tiempo no existían ni las palabras que acabamos de leer, adolescencia, pubertad, hormonas. Pero la realidad es pertinaz y aunque tú la niegues o la desconozcas, no desaparece. Eramos 22 muchachas en nuestro curso, obligadas a estar siempre juntas y e impedidas, por no sé qué miedos atávicos, del trato con otros cursos ni superiores, ni inferiores. En esos momentos de la vida todo te da miedo. Lo que antes te parecía sin importancia, de repente adquiere caracteres gigantestos, de pronto y sin venir a cuento te entran tantas ganas de llorar, como de reir, un día eres ejemplar y al otro te complaces en contravenir todas las leyes, normas o mandatos que te quieran dar. Y sobre todo, sobre todo, necesitas dar cariño y que alguien te quiera, saber que para alguien tienes importancia y el hecho tan tonto de que alguien te ayude a peinarte bien las trenzas con sus ridículos lacitos, te puede alegrar todo un día, porque esa persona te ha distinguido del resto y tú la sonríes cada vez que la ves. Pero nadie te dice que lo que te está pasando es natural, que tu cuerpo se ha convertido en un revoltijo de hormonas. Quizá ni ellas lo sabían.

Y era el momento en que las monjas proyectaban sus pensamientos sucios, reprimidos y quizá celosos, sobre un comportamiento que te estaba ayudando a centrarte, seguir estudiando, dándote ánimos y alguna persona que te distingue con un cariño especial, especial porque te lo dedica, pero no porque te genere ningún sentimiento tan pecaminoso como ellas suponían. Es el momento en la vida en que necesitas un amigo, alguien a quien contarle tus penas, que no lo son, tus proyectos, que son tantos que no bastarían cien vidas para llevarlos a cabo. Es el momento de las parejas, las primeras parejas, los palabras, los gestos de complicidad, el canto a dos voces con una guitarra, la proximidad. Y, si queremos llamarle a eso amor, yo entonces afirmo que el amor no tiene sexo.

Las monjas, según el reglamento de su Orden, no permanecían más de dos años en un mismo colegio. Vimos a muchas marchar. A algunas las despedíamos con llanto, pero no a todas. Según ellas mismas nos explicaban ésta costumbre se debía a que pudieran tratar siempre a las alumnas con la misma objetividad, sin apego por unas más que por otras. Pero, yo he visto alguna monja llorar como una niña pequeña por la marcha de alguna otra. Ellas, excepto dos o tres, también eran muy jóvenes y lo que pasaba entre nosotras no sería extraño que ocurriera también entre ellas.

Yo encontré un alma hermana en el curso superior al mío. Según sondeos que a veces hacíamos para entretenernos, tenía el título de Superdotada según nuestro propio baremo. Ayudaba a todas las de mi curso prestándonos sus apuntes del año anterior, sus cuadernos de ejercicios. Nos explicaba con infinita paciencia algún teorema que no acabábamos de entender, era muy respetada por las monjas, que, en honor a la verdad, siempre reconocieron su inmensa inteligencia. Nunca la vimos enfadada, ni triste, ni tampoco reía a carcajadas. Era la paz y el equilibrio hecho mujer. Bueno, pues esta era mi alma gemela, no por la igualdad, sino por la complementariedad. Se preocupaba de mis continuos despistes, de mi tendencia a la abstracción, de las medias, del calzado, de los pañuelos (todavía no se habían popularizado los kleanex?) de mis pelos rebeldes que, igual que ahora, se escapaban por todas partes. “tus pelos son exactamente igual que tú, se ríen del mundo”, me decía a veces “hija, no todas podemos tener unos pelos tan formales como los tuyos”, Tenía un pelo negro, mientras que el mío, cuando le daba el sol, tiraba más hacia el blanco”. Yo, estaba empezando a adquirir cierta estabilidad con aquella gran persona que alguien muy, muy, muy alto y sabio había puesto en mi camino.

Una tarde, a deshora y sin ninguna razón aparente, me llamaron a la sala de visitas. Lo primero que pensé al ver a mi cuñada, fue que a mi madre le había pasado algo. Porque, por entonces, mi cuñada era muy joven también y me había cambiado tantos pañales como mi madre o más. No, no voy a decir que el asunto era peor, porque no le haría justicia a mi madre. Parece ser que un miembro de mi familia tenía la obligación de explicarme algunas cosas de la vida que yo no sabía y las monjas no se atrevían, pero era urgente que alguien hablara conmigo. Mi madre, de la que heredé la tendencia a la rebeldía, dijo claramente que ella no me daba ese disgusto y que a las monjas les fueran dando por dónde amargan los pepinos. Mi hermano lo tomó un poco más en serio, porque su papel siempre fue el de padre, pero no consideraba él bueno para mí que él me explicara cosas que eran más propias de mujeres. Y todos los ojos del Pequeño Sanedrín se volvieron hacia mi cuñada que, horrorizada por las miradas dijo que verdes las han segao, que ella nunca me había visto una conducta rara y que si las monjas eran las testigos, que lo solucionaran ellas. Después, un poco más calmados decidieron hacer algo, no fuera a ser que las monjitas se enfadaran y me expulsaran  del colegio y lo primero para mí era la permanencia.

Bueno, pues allí estaba mi cuñada (a la que con el tiempo también le tocó explicarme por dónde salían los niños, para mi asombre e incredulidad, pero esta es otra historia), sin saber cómo empezar a darme la lección sobre algunas mujeres a las que no les gustan los hombres. Yo ya estaba preparándome para oirla decir que se separaba de mi hermano. Estas mujeres, me siguió explicando prefieren vivir con otras y sus relaciones son como si fueran novios. Ahí ya yo empezaba a notar que el sujeto del asunto era yo. Y que había que tener cuidado con ese tipo de mujeres porque no eran buenas.

En resumidas cuentas que mi amistad con mi amiga empezaba a preocupar a Sus Caridades y que haría bien en buscar otras amistades. Pero yo tenía un montón de amistades y a algunas pequeñas también les ayudaba yo a peinarse, plancharse el uniforme e incluso les ayudaba con los deberes. Formábamos como el ADN una cadena de cuidados compartidos, pero sin perder de vista nunca que nosotras éramos 22.

Mi cuñada, la pobre, se fue llorando después de darme un montón de besos y de la misma manera me quedé yo, con el agravante de que, si bien veía la injusticia, no podía entender por qué habían metido por medio a mi familia.

Esta intromisión tan descarada, tan injustificada y, sobre todo tan ignorante estaría siempre presente en mi familia. Mi hermano nunca me dijo nada, cuando uno tras otros cambiaba de acompañante, pero yo sé que se ha ido con la sospecha de que yo “era un poco especial con los hombres” que fue lo único que dijo en una ocasión, con gran bronca por parte de mi cuñada que incluía proyectiles directos sobre la línea de flotación: “ hace bien, la chica, ella no tiene necesidad de aguantar a un muermo, no lo necesita y yo estoy contigo porque no tengo más remedio, que, si no, ibas a estar más sólo que la una”.

El caso es que yo no me separé conscientemente de mi amiga, pero ya he dicho que era muy inteligente y no hicieron falta explicaciones. Yo me hundí en un pozo y me replegué en mí. Me hice solitaria, aunque no inaccesible, perdí parte de mi alegría natural y aprendí a refugiarme en los libros y esperaba cada semana a mi madre, para poder llorar entre sus brazos, igual que ahora mismo apenas distingo el teclado. Porque, me rompieron el alma, porque ni siquiera me dejaron aprender a querer ni siquiera aprendí a dejarme querer.


Porque, aquellos barros trajeron tantos lodos……………...

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