Después de deambular desde antes de mi nacimiento, por toda clases de colegios e instituciones que el Gobierno había creado para que no anduviéramos por las calles, mientras nuestras madres se dejaban la vida en trabajos abusivos,absorbentes, deslomantes y mal remunerados, vine a dar con mis huesos, así, como por inercia, a una especie de palacio, supongo desahuciado o donado por alguna familia colaboradora (que seguramente supo sacar buen provecho de su donación). Ya por entonces yo sabía que "nadie da duros a pesetas".
El caso es que por fin mis huesos iban a tener un poco de tranquilidad, puesto que yo siempre hacía lo que me mandaban, sin prisas, tranquilamente y como si mi cuerpo se moviera en la dirección indicada y mi cabeza estuviera en algún mundo imaginativo. Estoica, ya os dije que soy estoica de nacimiento. Allí se me mandó estudiar y yo estudié y mi cabeza poco a poco fue aterrizando hasta que descubrí que me gustaba el asunto. Aquello de estudiar tenía su punto y, aunque sólo fuera por la alegría en la cara de mis hermanos y mi madre, daba yo por bienvenida la orden. Mi mente se abrió de par en par y era como una máquina de absorber a pleno rendimiento. Grababa en mi memoria todo lo que leía y siempre me sobraba algo de tiempo de estudio (cuando ya estábamos en segundo o tercero) para inventar cualquier cosa que pudiéramos hacer durante el recreo. Allí fue donde nunca me pusieron "la maldita banda roja" de la que os hablé hace unos días.
Mucho cambiaron nuestras vidas...... bueno mucho nos las quisieron cambiar. Y mira que luchaban aquellas monjas por hacernos entender una serie de patrones de conducta, tan distintos de los que habíamos llevado hasta entonces, que, más que de colegio, parecía que habíamos cambiado de Planeta.
Todos los años, durante una semana, se nos hacía meditar sobre todo en la maldad intrínseca de nuestras almas y la redención mediante la oración y la providencia. Era terrible. Una semana de silencio absoluto, deambulando como fantasma por cualquier sitio, refugiándote en la capilla porque había bancos, con el devocionario en la mano, el paso tranquilo y callado como corresponde a un cuerpo que un poco más y levitaba. Era terrible. Yo miraba a mis compañeras y ellas apartaban la mirada rápidamente, digo yo que para acallar la carcajada. Pero algunas lo hacían en serio: iban transpuestas, más allá de las miserias del mundo, dando vueltas al rosario y murmurando bajito, pero subiendo el bisbiseo cuando se acercaban hacia la monja. Porque la presencia de las monjas se convirtió en parte del paisaje normal, a veces ni las mirábamos porque no las veíamos. En los confesonarios se agolpaban esperando turno las mismas que lo habían hecho el día anterior y lo harían al siguiente, que yo pensaba: "pero¿cómo se las apañan para pecar tanto? Si no hay tiempo". Recuerdo a C.., que era la reina de la devoción y que yo no perdía de ojo, por que, como ya nos habían contado de Sta. Teresa, estaba convencida de que acabaríamos viéndola volar. Era terrible. Era un tormento inventado por algún sádico de la Inquisición. Tenerme una semana sin poder decir ni "buenos días" era superior a mí. Pedía permiso para coger un libro de texto, el que fuera, la "historia de la Iglesia" mismamente, pero no, durante los Ejercicios Espirituales no se estudiaba. Sólo se meditaba. A veces, me sentaba en el suelo, actitud que en otras circunstancias no se nos hubiera permitido, y me entretenía traduciendo la misa del latín y lograba aislarme de tanto teatro y falsa beatería que se desarrollaba a mi alrededor. No era yo sólo la que me aburría, éramos unas cuantas, pero, precisamente por eso, procurábamos no cruzarnos mucho, porque la más ligera sonrisa de comprensión nos podía acarrear un castigo. Aunque bastante castigo estábamos sufriendo con aquel silencio de muertos en vida. Como esos hospitales abandonados, que tanto les gustan a los americanos, llenos de fantasmas de los muertos, todos feos, desgreñados y con costra (¡¡mira que son guarros los "born for kill"!!). Y los sermones que teníamos que oír y las pláticas (charlas más o menos informales con ell cura de turno), y los rosarios todas juntas, y las distintas oraciones a los Santos, a los Beatos, al Fundador. Terrible, lo que yo os diga, aquello era terrible.
Cuando estábamos ya en Preu(niversitario), lo que hasta ahora se llamaba COU y ahora no se llama nada, hicimos unos Ejercicios Espirituales un poco anómalos. Nos llevaron a un hotelito, primorosamene cuidado por las monjitas y que se enclavaba en el centro de un gran pinar repleto de piñas, todavía verdes. El plan era el mismo: silencio, meditación, charlas con el cura que, no sé si es que estábamos ya en edad de percibirlo, nos parecía guapísimo. Ni que decir tiene que el "pater" no tenía tiempo ni pa´mear de ocupado que le tenían. Y digo le tenían porque a mí y a L.. que siempre éramos compinche en cualquier cosa que rompiera la monotonía, no nos pareció lo suficientemente guapo como para evitar que disfrutáramos de la libertad que te daba correr entre los pinos Y subirnos, gateábamos por los ásperos troncos, como las ardillas. A veces me pregunto qué haría ahora si mi vida dependiera de subirme a un pino....... imposible, me moriría, pero por aquel entonces parecía que no tenías esqueletos. Una vez arriba, nos dedicábamos a desprender las piñas verdes y se las llevábamos a la monja que estuviera al cargo de la cocina, que las metía en el horno
Aquella semana sí que nos lo pasamos bien. Mientras las demás se dedicaban a alcanzar la santidad, nosotras dos a lo nuestro: a gatear árboles. Por supuesto nuestra cara cogió un bonito tono bronceado y nuestras piernas y muslos enormes arañazos. El último día, el "pater" ya había tenido una charla con todas y cada una, excepto con L. y conmigo. A voces nos buscaron y L. tuvo que ir a verle, que la estaba demandando. Me puse algo nerviosa y pensé que íbamos a pagar cara nuestra libertad. Y esperé con el firme propósito de no soltar prenda, no sé de qué, de lo que fuera, a mí ese cura no me iba a asustar. Mi nerviosismo aumentaba cuando pasaba el tiempo y L, no volvía para darme una idea de por dónde iba la cosa. Las demás me tranquilizaban y, que no te va a preguntar nada, que sólo te va a dar consejos, que no te va a reñir por no haber ido a los Oficios (prácticas programadas y que daban por obligatorias).
Y tuvieron razón, aquel cura no me dijo nada, no me preguntó nada, no me aconsejó nada, porque nunca me llamó.
Siendo ya señoritas universitarias, quedamos todas para ir a ver al Padre X (no recuerdo ni su nombre) que paraba unos días en Madrid de camino a no sé dónde. Yo fui, un poco expectante y cohibida, pero fui. Nos recibió con alegría y mantuvimos una alegre y cordial charla, supongo que acerca de muchas cosas. Yo notaba que, no de forma descarada, apartaba su mirada de mí cuando yo intervenía. Al despedirnos, tuvo unas palabras cariñosas para cada una y para mí, la sentencia más hermética que nunca me han dado. posó su mano en mi cabeza como si me fuera a bendecir y dijo:
"Ay, Ay, D., vas a sufrir mucho en la vida"
Ni siquiera pregunté, quizá debería haberlo hecho, porque es una frase que se me clavó tan dentro
que, a veces pienso que no era una bendición, sino una maldición lo que aquel sacerdote me echó
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Post Data: Con respecto a la banda roja que nunca me gané, al día siguiente de haberlo escrito, recibí un e-mail de L. que más o menos decía:
"La banda roja era una gilipollez. Olvídalo. Y nunca nos calificaron por el estudio (se suponía que todas éramos buenas en eso). Era Atención lo que se calificaba y también de vez en cuando te ponían un 9 ¿Y preguntas por qué?"
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