Decimotercer Día
Como se ve, los Señores de Tharsis eran Cristianos sui géneris, y si la Iglesia hubiese descubierto su modo de pensar seguramente los habría condenado como herejes. Pero ellos se cuidaron siempre de expresar públicamente sus ideas: lejos estaban los tiempos en los que la Casa de Tharsis custodiaba el Culto del Fuego Frío y asumía la obligación de su conservación y difusión. Luego de la destrucción de Tartessos y del juramento hecho por los últimos Hombres de Piedra, la prioridad que se habían impuesto consistía en cumplir con la misión familiar y salvar la Espada Sabia: y para ello sería menester pasar lo más desapercibidos posible, concentrados sólo en sus objetivos. No olvidaban que la Espada Sabia todavía aguardaba en la Caverna Secreta y que pesaba sobre ellos la sentencia de los Golen, o Gorren, es decir, de los Cerdos, como despectivamente los calificaban los Señores de Tharsis en alusión a la sentencia escrita con la sangre de las Vrayas.
Si bien los Señores de Tharsis no hablaban sobre sus ideas religiosas, en cambio actuaban: y lo hacían ostensiblemente, para atraer la atención sobre el comportamiento ejemplar y desviarla de los pensamientos discutibles. Los favorecía, en gran medida, la gran ignorancia que caracterizaba a los clérigos y Obispos de la Epoca: éstos sólo se fijaban en la parte exterior del Culto y en la fe y obediencia demostrada por los creyentes. Y, en ese sentido, los de Tharsis constituían un modelo de familia cristiana: eran ricos terratenientes pero muy humildes y virtuosos; siempre trabajando sus propiedades en Huelva pasaban gran parte del año en la campaña; ayudaban generosamente a la Iglesia y mantenían, en la Villa de Tharsis, una Basílica consagrada a la Santísima Virgen; ¡hasta habían formado, con la gente de la aldea de Turdes, una “Orden Menor de Lectores” encargada de exponer el Evangelio a los Catecúmenos que iban a ser bautizados! Sí, la Iglesia podía estar orgullosa de la Casa de Tharsis.
En verdad, los Señores de Tharsis no mentían en esto pues afirmaban que la Imagen más Pura del “nuevo Cristianismo” era la de la Virgen María. Por eso, ya a mediados del siglo III, transformaron la Basílica romana donde se oficiaba el Culto de Vesta en una Ecclesiae Cristiana. Conservaron el edificio intacto, pero reemplazaron la Estatua de Vesta y construyeron un Altar para celebrar la Eucaristía, en el que depositaron, también, la Lámpara Perenne. En lo posible, los Señores de Tharsis trataron de que la Capilla fuese atendida siempre por clérigos de la familia, aunque debido a su importancia recibía periódicas visitas del Obispo de Sevilla y de los Presbíteros de la zona. La adoración elegida para el Culto de la Virgen tenía origen autóctono pues los mismos Señores de Tharsis, cuando se presentaron frente a los Sacerdotes Cristianos, lo hicieron asegurando que habían presenciado una manifestación de la Virgen. Según ellos la Virgen se había aparecido en una gruta poco profunda situada a escasos metros de la Villa de Turdes, caso que podían atestiguar todos los miembros de la familia y algunos criados: la Virgen se había mostrado en el Esplendor de Su Majestad y les había pedido que adorasen a su Divino Hijo y que la recordasen con un Culto. Entonces los Señores de Tharsis, presa de visible excitación, declararon que deseaban abandonar el Culto Pagano y convertirse en Cristianos. Semejante conversión voluntaria de tan poderosa familia hispano romana, causó gran satisfacción a los Sacerdotes Católicos pues agregaría prestigio ejemplar a sus misiones evangelizadoras en la región. De allí que aceptasen de buen grado la iniciativa de los de Tharsis de destinar la Basílica al Culto de la Virgen de la Gruta.
Y así comenzó en la Villa de Turdes el Culto a Nuestra Señora de la Gruta, que sería famoso en el Sur de España hasta el fin de la Edad Media, hasta que el último de los Señores de Tharsis abandonó definitivamente la península y la Iglesia promovió su prudente olvido. Para comprender las intenciones que los Señores de Tharsis ocultaban tras su conversión e instauración del Culto a la Virgen, no hay nada más revelador que observar la Escultura con la que reemplazaron la Estatua de Vesta.
Las cosas habían cambiado bastante desde la Epoca de los cartagineses. Ahora la Villa constaba de una enorme Residencia Señorial en la terra dominicata y de unas cincuenta hectáreas de terra indominicata entregadas al cultivo; una aldea campesina, también llamada Villa de Turdes, se había levantado cerca de la Residencia de los Señores de Tharsis; y en un límite de la aldea, sobre una colina que descendía suavemente hacia la Residencia Señorial, los Señores de Tharsis habían destinado para Iglesia y Parroquia local una excelente Basílica romana. Los Catecúmenos, que iban a escuchar la missa catechumenorum, y los Fieles, que luego asistirían a la particular missa fidelium, llegaban hasta el atrium, un patio rodeado de columnas, y pasaban junto a la fuente llamada Cantharus, antes de ingresar a la nave central. Construída sobre un plano rectangular, la Basílica tenía tres naves: dos naves laterales que formaban la Cruz, y la nave central, que estaba dividida por dos columnas de asientos, ocupados, a la derecha por los hombres y, a la izquierda, por las mujeres; la nave central terminaba en el ábside, un ensanchamiento abovedado y elevado donde estaba el Sanctuarium. Normalmente, en todas las iglesias de la Epoca, al fondo del ábside se encontraba la Cátedra Episcopal, que era el trono ocupado por el Obispo, conjuntamente con otros asientos, para los Presbíteros. En la Basílica de Tharsis, la Cátedra Episcopal, como se verá enseguida, había sido cedida a la Santísima Virgen. Delante de la Cátedra Episcopal, en el centro del Santuario, se hallaba la sacra mensa del Altar y, sobre ella, los instrumentos del Culto: el Cáliz, la Patena, y la Lámpara Perenne.
El momento culminante de la Misa de los Fieles, tiene lugar inmediatamente después de que el Sacerdote pronuncia las palabras que instituyen la Eucaristía: entonces recita la epíclesis, una invocación al Espíritu Santo solicitando su concurso para propiciar el milagro de la trasmutación del Pan y del Vino, y corre una cortinilla que deja expuesta, a la vista de los fieles, la Divina Imagen de la Virgen. Los Fieles estaban absortos en la Contemplación: la Escultura de la Virgen es de madera pintada, de pequeñas dimensiones: setenta centímetros de alto, treinta de ancho y treinta de profundidad; se halla sentada, en actitud majestuosa, sobre una Cátedra también de madera; el rostro es de bellas facciones occidentales, puesto que reproduce a una de las Damas de Tharsis, y sonríe suavemente mientras sus ojos se dirigen fijos hacia adelante; el cabello cae en la forma de dieciséis trenzas finamente talladas, que surgen inmediatamente por debajo de la Corona; porque tanto Ella, como el Niño, exhiben los atributos de la Dignidad Real: ambas Coronas son triples y octogonales; en cuanto al Niño, se halla sentado en su regazo, sobre la rodilla izquierda, en tanto Ella amorosamente, lo sostiene del hombro con su mano izquierda: a diferencia de la Escultura de la Virgen, que es de madera pintada, la del Niño es de Piedra Blanca; Virgen de Madera, Niño de Piedra: el Rostro de la Virgen está pintado de Blanco inmaculado, el Cabello de Oro, el Cuerpo de Rojo y la Cátedra de Negro; con la mano derecha, la Virgen empuña un haz de dieciséis Espigas de Trigo y una Vara, con la mano izquierda sostiene al Niño; sus pies están separados, así como sus rodillas, y bajo el pie derecho se ve, aplastada, asomar la cabeza de una serpiente; el Niño Kristos Rey, por su parte, mira fijamente hacia adelante, en la dirección que mira su Divina Madre, y tiene un libro en la mano izquierda mientras con la derecha realiza un gesto que destaca el ángulo recto entre los dedos índice y pulgar.
Es evidente por qué a esta adoración se daba el nombre de “La Virgen Blanca del Niño de Piedra” o “Nuestra Señora del Niño de Piedra”. No es tan claro en cambio el nombre “Nuestra Señora de la Gruta” puesto que, salvo la mención hecha por los Señores de Tharsis sobre el lugar de aparición de la Virgen, la “gruta” no intervenía para nada en el Culto. Pero el caso era que la Virgen, cuya descripción acabo de hacer, representaba claramente a Ama, la Madre de Navután, a quien los Atlantes blancos llamaban “La Virgen de K'Taagar” pues pretendían que Ella se encontraba aún en la Ciudad de los Dioses Liberadores. Pero ¿qué significa K'Taagar? es una aglutinación de tres palabras antiquísimas: la primera es “Hk”, de la cual sólo se conserva la “K” final, que era para los Atlantes blancos un Nombre genérico de Dios: con Hk tanto solían referirse al Incognoscible como a los Dioses Liberadores; la segunda es “Ta” o “Taa”, que significa Ciudad: pero no cualquier Ciudad sino Ciudad Hiperbórea, Ciudad de Atlantes blancos; y la tercera es “Gr” o “Gar”, que equivale a Kripta, gruta, o recinto subterráneo. K'Taagar quiere decir, pues, aproximadamente: “La Ciudad Subterránea de los Dioses Liberadores”. Con la supresión de la “K” y la transposición de las restantes palabras, otros pueblos s han referido a la misma Ciudad como Agarta, Agartha, o A'grta, que significa literalmente “Ciudad Subterránea”. La Virgen de K'Taagar es también La Virgen de Agartha. Pero “A'grta” puede ser interpretado asimismo como “la gruta”: surge así el verdadero origen de la ingeniosa denominación “Nuestra Señora de la Gruta” que los Señores de Tharsis adoptaron para referirse públicamente a la Virgen de Agartha.
En conclusión, al dictarse la ley imperial del 392 que reprimía la práctica de los Cultos paganos, los Señores de Tharsis ya eran Cristianos, católicos romanos, y sostenían en su ecclesiae propiae el Culto a Nuestra Señora de la Gruta, la Virgen de Agartha. No es que con este cambio hubiesen renunciado al Culto del Fuego Frío: en verdad, para celebrar aquel Culto no se requería de ninguna Imagen. Fue la necesidad figurativa de los lidios la que, al “perfeccionar la Forma del Culto”, introdujo en el pasado la Imagen de Pyrena. Pero Pyrena era el Fuego Frío en el Corazón y su representación más simple consistía en la Lámpara Perenne: a los Elegidos de la Diosa, a los que aún creyesen en Su Promesa, sólo debía bastarles la Lámpara Perenne, puesto que el Ritual y la Prueba del Fuego Frío debían realizarse ahora internamente. Así que, todo el Antiguo Misterio del Fuego Frío estaba expuesto a la vista en aquella Basílica de la Villa de Turdes. Mas, como antes, como siempre, sólo los Hombres de Piedra lo comprendían. Sólo Ellos sabían, al orar en la Capilla, que la Mirada de la Virgen de Agartha, y la del Niño de Piedra, estaban clavadas en la Flama de la Lámpara Perenne; y que esa Flama danzante era Pyrena, era Frya, la Esposa de Navután, expresando con su baile el Secreto de la Muerte.
Apenas comenzado el siglo IV, tres pueblos bárbaros se lanzan al asalto de España: dos son germanos, los suevos y los vándalos, y otro, el de los alanos, iraní. En el reparto que hacen, a los alanos les toca ocupar la Lucitanía y parte de la Bética, incluida la región de la Villa de Turdes: llegan en el 409 y, en los ocho años que consiguen sostenerse en la región, su presencia se reduce al usufructuo en provecho propio de los impuestos correspondientes a los funcionarios romanos y al periódico saqueo de algunas aldeas. Para hacer frente a la invasión, el General romano Constancio, en nombre del Emperador Honorio, contrata al Rey Valia de los visigodos mediante un foedus firmado en el año 416: por este tratado los visigodos se comprometen a combatir, en calidad de federados del Imperio, contra los pueblos bárbaros que ocupan España, recibiendo a cambio tierras para asentarse en el Sur de la Galia, en la terraconense y en la narbonense. Los alanos son así rápidamente aniquilados, en tanto que los vándalos todavía realizan incursiones a la Bética por unos años hasta que finalmente abandonan la península rumbo al Africa.
Cuando en el 476 el eskiro Odoacro depuso al Emperador Romano Augústulo, dando fin al Imperio Romano de Occidente, hacía ya cinco años que el Rey Eurico de los visigodos había ocupado España. Esta vez, los visigodos ingresaron para acabar con los suevos, en cumplimiento del foedus del año 418, pero ya no se irían durante los siguientes doscientos cincuenta años.
La presencia permanente de los visigodos en España no afectó de manera determinante la vida de los hispano romanos, salvo en el caso de los propietarios de grandes latifundios que se vieron obligados por el foedus a repartir sus tierras con los “huéspedes” germanos. Tal era el caso de los Señores de Tharsis, al tener que hospedar a una familia visigoda de nombre Valter y cederle un tercio de la terra dominicata y dos tercios de la terra indominicata. Pero, luego de esta expropiación, que constituía un justo pago por la tranquilidad que aseguraba la presencia visigoda frente a las recientes invasiones, todo continuaba igual a los días del Imperio Romano: sólo el destino de los impuestos había cambiado, que ya no era Roma sino la más cercana Toledo; el monto y la periodicidad de la exacción, y hasta los funcionarios recaudadores, eran los mismos que en el Imperio Romano.
Tres cuestiones fundamentales separaban desde un principio a los visigodos y a los hispano romanos: Una ley que prohibía los casamientos entre godos e hispano romanos, la diferencia religiosa, y la desproporción numérica entre ambos pueblos. La primera cuestión se solucionó en el año 580 con la anulación de la ley, quedando levantada la barrera que impedía fusionarse a los dos pueblos: a partir de entonces, la familia Valter se integra con varios casamientos a la Casa de Tharsis, quedando restituido el primitivo patrimonio de los Señores de Tharsis.
La segunda cuestión, significa que, mientras la totalidad de la población hispano romana profesaba la religión católica, los huéspedes visigodos sostenían la fe arriana. De hecho, ambos pueblos eran Cristianos e ignorantes de las sutilezas teológicas que los Sacerdotes establecían dogmáticamente. Y en este caso, la diferencia que Arrio había señalado era de sutileza extrema. Los visigodos fueron evangelizados, cuando aún habitaban las orillas del Mar Negro, por el Obispo godo Wulfilas, partidario de Arrio; al avanzar luego sobre Occidente, empujados por los hunos, descubrirían con satisfacción que su Cristianismo era diferente al de los romanos y se aferrarían tenazmente a esa diferencia, a menudo incomprensible. Obrarían así porque los godos poseían desarrollado en grado eminente el orgullo nacional y necesitaban disponer de una diferencia tangible, un principio unificador propio, que les evitase el ser fagocitados culturalmente por el Imperio Romano: el significado de la diferencia en sí no tenía mayor importancia; lo concreto sería que el arrianismo los mantendría separados religiosamente de la población romana en tanto que, al unirlos entre sí, les permitiría conservar la Cultura goda. ¿En qué consistía aquella diferencia con el dogma católico, que pocos comprendían pero que los godos nacionalistas defenderían hasta el fin? Específicamente, se refería a una definición sobre el problema de la Divinidad de Jesús Cristo. La postura de Arrio, natural de Libia pero enrolado en la diócesis de Antioquía, surgió como reacción contra la doctrina de Sabelio: éste había afirmado que no existía distinción esencial entre las tres Personas de la Trinidad Cristiana; el Hijo y el Espíritu Santo en realidad eran manifestaciones del Padre bajo otro Aspecto o prósopa: la esencia del Dios Uno, al presentarse con un Aspecto era el Padre, con otro era el Hijo, y con otro el Espíritu Santo. Contra esto, Arrio comenzó a enseñar desde el 318 que “sólo el Dios Uno es eterno e incomunicable: Jesús Cristo fue creado de la nada y por lo tanto no es eterno; es una creatura del Dios Uno y por lo tanto algo diferente de El, algo no consubstancial con El”.
Sabelio no establecía distinción alguna entre las tres Personas de la Trinidad mientras que Arrio diferenciaba de tal modo al Padre y al Hijo que éste ya no era Dios ni consubstancial con el Padre: ambos serían condenados como herejes a la Doctrina Católica. ¿Y cuál era entonces la verdad?Según lo decidió en Nicea, en el 325, un Concilio de trescientos Obispos, Jesús Cristo respondía a la fórmula consubstantialis Patri, es decir, era consubstancial con el Padre, de su misma substancia, Dios igual que El. De manera que la diferencia religiosa que separaba a godos y romanos versaba sobre el complejo concepto de la consubstancialidad entre Dios y el Verbo del Dios, diferencia que no alcanzaría a explicar la obstinación goda a menos que se considere que con ella se estaba preservando una Cultura, una tradición, un modo de vida.
Quizá no se evidencie en su real dimensión el peligro de inmersión en la Cultura romana que denunciaban los nacionalistas godos si no se repara en la tercera cuestión, la de la desproporción numérica entre ambos pueblos: porque los visigodos sólo sumaban doscientos mil; vale decir, que una comunidad de doscientos mil miembros, recién llegados, debía dominar a una población nativa de nueve millones de hispano romanos, exponentes de un alto grado de civilización. A la luz de tales cifras se entiende mejor la reticencia de los godos a suprimir las diferencias religiosas y jurídicas que los aislaban de los hispano romanos.
La realidad de su escaso número obligó a los visigodos a tolerar la religión de los hispano romanos aunque sin ceder un ápice en sus convicciones arrianas. Sin embargo, pese a la desesperación de los nacionalistas, la universalidad de un mundo que entonces era católico y romano los fue penetrando por todos lados y al fin tuvieron que aceptar una integración cultural que ya estaba consumada de hecho. En el año 589 el Rey Recaredo se convierte al catolicismo durante el III Concilio de Toledo concretando la unificación religiosa de todos los pueblos de España. Siendo el de los godos un pueblo de Raza indogermana, que se contaba entre los últimos que abandonaron el Pacto de Sangre, es decir, que estaban entre los de Sangre más Pura de la Tierra, es fácil concluir que su presencia en la península sólo podía beneficiar a la Casa de Tharsis; pero aquel paso dado por Recaredo elevaría, ya sin obstáculos, a los Señores de Tharsis a las más nobles dignidades de la Corte de Toledo: desde el siglo VII los de Turdes-Valter serían Condes visigodos.
La unificación política de España completada por su padre, el Rey Leovigildo, y la unificación religiosa llevada a cabo por Recaredo, iban a dejar al descubierto a un Enemigo interno que, hasta entonces, había medrado con las diferencias que separaban a los dos pueblos. Se trataba de los miembros del Pueblo Elegido, por Jehová Satanás, quienes profesan hacia los Gentiles, es decir, hacia los que no pertenecen al Pueblo Elegido, un odio inextinguible análogo al que los Golen experimentan hacia la Casa de Tharsis. A pesar de que el último Cristianismo, el de Jesús Cristo, registraba el claro origen de sus Libros Sagrados, de sus tradiciones, de sus Sinagogas, y de sus Rabinos, ellos lo despreciaban y explicaban su existencia como un mal necesario, como la fábula que pondría en evidencia la moraleja de la Verdad Judía. El falso Cristianismo católico duraría hasta la venida del Mesías Judío, el verdadero Cristo, quien se sentaría en el Trono del Mundo y sometería a todos los pueblos de la Tierra a la Esclavitud de los Judíos. Era ésta una Profecía que se cumpliría inexorablemente, tal como aseguraban en el Talmud incontables Rabinos y Doctores de la Ley. Creían ciegamente que la Diáspora tenía por objeto infiltrarlos entre los pueblos Gentiles como una suerte de preparación mística para el Futuro que vendría, para la Restauración Universal del Templo a Jehová Satanás y la Resurrección de la Casa de Israel, el verdadero Mesías Judío: durante la dispersión, los Gentiles aprenderían quiénes son los judíos, la expresión del Dios Uno sobre la Tierra, y los judíos demostrarían a los Gentiles cuál es el Poder del Dios Uno. En toda la Diáspora, y en aquel Sefard de España, los judíos, persuadidos de su protagonismo mesiánico, se entregaban a minar por cualquier medio los fundamentos sociales de los pueblos Gentiles; la religión, la moral, las instituciones de la nobleza y de la realeza, la economía, y toda base legal, sufrían sistemáticos ataques por los miembros del Pueblo Elegido.
Ya Recaredo tuvo que actuar contra ellos debido a la evidencia de su infatigable tarea corruptora, pero los sucesores de aquel Rey no obraron con la necesaria energía y permitieron que los judíos prosiguieran con sus planes. Al Rey Sisebuto, extraordinario guerrero y cristiano celoso, que venció sucesivamente a los vascos, cántabros, sucones, asturianos y griegos bizantinos, le tocó corregir esa situación: en abril del 612 dicta una ley que prohíbe a los judíos “la posesión de esclavos cristianos”. No se le ha de escapar, Dr. Siegnagel, la profunda ironía que implicaba aquella prohibición desde el punto de vista teológico, habida cuenta de que las Profecías talmúdicas anunciaban “la pronta esclavitud de los cristianos y goim”. Desde luego, a los efectos jurídicos, la ley se reglamentó apuntando a los esclavos concretos, y así ordenaba que “a todo judío que después del primero de julio de 612 se sorprendiese en posesión de un esclavo cristiano le serían confiscados la mitad de sus bienes, en tanto que al esclavo se le concedería la libertad en calidad de ciudadano romano”. También se puso en vigencia, por la misma ley, una disposición de los tiempos de Alarico II que mandaba ejecutar a los judíos que hubiesen convertido a un Cristiano a su religión, incluso si se tratase de hijos de matrimonios mixtos.
Muerto Sisebuto, se reúne en 633 el IV Concilio de Toledo al que asiste el Conde de Turdes en su carácter de Obispo local. Se tratan muy variados asuntos, tales como la sucesión real, los casos de sedición, las normas para la disciplina eclesiástica, etc., y en lugar central se debate apasionadamente sobre el problema judío. El Rey Sisenando que preside el Concilio, carente por completo de las dotes estratégicas y de la Visión Hiperbórea de Sisebuto, permite que una facción pro judía tome la voz cantante y cuestione las medidas decretadas recientemente contra el Pueblo Elegido. Es allí cuando el Conde de Turdes Valter se enfrenta violentamente contra el Obispo Isidoro de Sevilla, quien no poseee ni remotamente la Sangre Pura de Recaredo y Sisebuto, no obstante ser uno de los hombres mejor instruidos y más inteligentes de España: su
enciclopedia en veinte tomos “Etymología” es una obra maestra para la Epoca, además de otros numerosos libros dedicados a los más variados temas; incluso escribió un tratado de apologética con el sugestivo título “De fide cathólica contra Iudeos”. Empero, Isidoro profesaba una admiración sin límites por la historia del Pueblo Elegido y consideraba al Antiguo Testamento como la base teológica del Cristianismo, tal como lo demuestra en su tratado de exegética “Allegoriae S. Scripturae” donde comenta los libros hebreos. Esta postura lo condujo a la contradicción de sostener por un lado la necesidad de combatir el judaísmo y por otro a procurar la defensa de los judíos, a evitar que sobre ellos se ejerciese “cualquier tipo de violencia”. En el curso del Concilio, llevado por esa falsa “piedad cristiana”, intenta dar marcha atrás a las leyes de los Reyes visigodos.
Gracias a la intervención del Conde de Turdes Valter se aprueban diez cánones sobre los judíos, pero sin el rigor de la ley de Sisebuto: se prohíbe a los judíos, entre otras cosas, la práctica de la usura, el desempeño de cargos públicos, los matrimonios mixtos, se ordena la disolución de los matrimonios mixtos existentes, y se reafirma la prohibición de mantener esclavos cristianos.
Para evaluar la importancia de las resoluciones tomadas sólo hay que notar que los Concilios de Toledo eran Sínodos Nacionales de la Iglesia Católica: de allí la seriedad de uno de los cánones, que establece expresamente la pena de excomunión para los Obispos y demás jerarquías de la Iglesia, así como a los nobles que les correspondiesen las generales de la ley, en caso de que no cumpliesen con exactitud y dedicación las disposiciones sobre los judíos.
En ese IV Concilio de Toledo, el Conde de Turdes Valter se lanzó con ardor a defender la causa que denominaba “de la Cultura hispano goda”, en un momento en que la facción pro judía encabezada por el Obispo Isidoro parecía tener controlado el debate. Su irrupción fue decisiva: habló con tal elocuencia que consiguió definir a la mayoría de los Obispos a favor de tomar urgentes medidas para contrarrestar el “peligro judío”. Todos quedaron fascinados, especialmente los nobles visigodos, cuando le escucharon asegurar que “la Cultura hispano goda era la Más Antigua de la Tierra”, y que ahora esa herencia invalorable “estaba amenazada por un pueblo enemigo del Espíritu, un pueblo que adoraba en secreto a Satanás y contaba con Su Poder Infernal para esclavizar o destruir al género humano”: Satanás les había conferido poder sobre el Oro, del que siempre se valían para llevar a cabo sus planes inconfesables, y “con el que seguramente habían comprado el voto de los Obispos que los defendían”. Esta posibilidad de estar al servicio del Oro judío llevó a más de un Obispo pro judío a cerrar la boca y permitió que, finalmente, se aprobasen las medidas esperadas por el Conde de Turdes Valter. Empero, tal victoria no fue positiva para la Casa de Tharsis pues puso en evidencia algo que hasta entonces había pasado desapercibido para todo el mundo: en la actitud del Conde de Turdes Valter se trasuntaba algo más que celo católico, algo vivo, algo que sólo podía proceder de un Conocimiento Secreto, de una Fuente Oculta; el Conde Obispo estaba demasiado seguro de lo que afirmaba, era demasiado categórico en su condena, para tratarse de un fanático, de alguien cegado por la fe; a todas luces era evidente que el Conde sabía lo que decía, mas ¿cuánto y qué sabía? ¿de dónde procedía su Sabiduría? A partir de allí la Casa de Tharsis sería nuevamente observada por el Enemigo: y al odio de los Golen se agregaría ahora el del Pueblo Elegido y el de un sector de la Iglesia Católica, quienes no cesarían ya de perseguir a los Señores de Tharsis y de procurar su destrucción; en adelante, a pesar de que contribuiría con su riqueza y sus miembros al fortalecimiento de la Iglesia, la Casa de Tharsis sería siempre sospechosa de herejía.
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