Un poco atrevido resulta, precisamente hoy, afirmar tu contrariedad a las corridas de toros. Los encierros de los Sanfermines en Pamplona, los vive toda España, como una especie de catarsis nacional, como algo que, se diría, libera de algo que a mí se me escapa. Por los cuatro puntos cardinales se encienden los televisores para ver el "encierro": los pamplonicas corriendo delante de los toros que, más por aturdimiento que por fiereza, cornean a diestro y siniestro y de vez en cuando, (si no eres experto, dicen los entendidos) dan en carne. Momento en que el ardor se desborda en una manifestación de éxtasis colectivo, como si se hubiera cumplido alguna revelación que, a mí no me alcanza.
Aquí, en este pueblo tan lejos de Navarra, la gente se levanta de madrugada para ver el espectáculo y, cumplido el rito, se vuelven a dormir con alegría. La misma alegría con la que comentarán en la tienda, horas más tarde, la emoción que les proporciona el espectáculo. Yo escucho y callo. Intento entender las raíces profundas del espectáculo que describen. Pero no lo consigo.
Ya sé que el culto al toro viene desde la noche de los tiempos, en que quizá encerraba un significado. Algo así como el triunfo del hombre sobre la bestia y entonces se puede tomar como metáfora de la lucha del hombre contra sus propias pasiones. Pero aquellas ceremonias se realizaban a pecho descubierto, como esos trapecistas que hacen sus cabriolas sin red que les evite la muerte en caso de fallar, mientras el púbico aguanta la respiración sumergido entre el miedo y el deseo: miedo a que caigan y deseo de que ocurra. Somos así de contradictorios y, gracias a ello, vamos avanzando. Bueno, nuestro espíritu debería avanzar.
Pero aquel misticismo se perdió conforme hemos sido capaces de encontrar formas de domesticar la bestia que todos llevamos dentro un poco menos agresivas, aunque igual de ineficaces. El espectáculo se ha quedado vacío de significado mágico y ahora es algo demasiado cruel bajo mi punto de vista. Al animal se le somete a mil y una vejaciones y, cuando ya se ha quedado sin fuerzas, se le mata. Los buenos toreros, aparte de jugar bien con la capa ante un toro moribundo, que ya sólo distingue el movimiento y hacia él embiste, deben dominar bien el "arte" de quitarle la vida a la primera. Si no, el público se le echará encima cuando de pronto despierta del trance y se hace consciente de la barbaridad a la que está contribuyendo. Es mejor para el todo sentarse y esperar el compasivo puñal que le aliviará de tanta humillación y barbarie.
A lo largo de todo el país, allá por los años .....tantos, se levantó un toro zaíno y de metal como propaganda de una marca de coñac. Las figuras eran tan grades y abundantes que se veían por todas las carreteras y caminos. Los socialistas, en un afán equivocado de iconoclastia, intentaron, pobres ignorantes, retirar todas aquellas figuras en su afán por acabar con una imagen de España que creían obsoleta. La realidad se les impuso en forma de clamor popular ante semejante iniciativa. Así que, el toro pasó a ser un signo de identidad nacional, despojado sólo del nombre del coñac que lo inventó. Y ahí sigue para todo el que venga: alto y erguido. Se les olvidó adornarlo con una pandereta.
No. No me gustan las corridas de toros.
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