lunes, 22 de mayo de 2017

REFLEXIONES MUY BUENAS Y AMENAS SOBRE TEORÍA POLÍTICA S. XIX) (FINAL DEL ESCRITO)

Sólo hay un epígrafe en el que no estoy de acuerdo con la visión del escritor. Es el referente a Las Máquinas, que se saludaron como una forma de facilitar las tareas del hombre y no se dieron cuenta de su efecto sobre el trabajo. Nadie, en aquella época se podía imaginar tal invasión del terreno humano `por la tecnología. He conservado las notas finales del escrito, por si alguien quiere consultar algún otro autor de esta época y porque algunas de ellas son muy interesantes.



 VII.- La restricción
El Sr. Prohibidor (no he sido yo quien lo ha llamado así, sino el Sr. Charles Dupin, que desde entonces... pero ahora...), el Sr. Prohibidor consagraba su tiempo y su capital a convertir en hierro el mineral de sus tierras. Como la naturaleza había sido más pródiga con los Belgas, éstos daban su hierro a los Franceses a mejor precio que el Sr. Prohibidor, lo que significa que todos los Franceses, o Francia, podían obtener una cantidad de hierro con menos trabajo, comprándolo a los honestos Flamencos. Guiados por su interés, éstos no se equivocaban, y todos los días veíamos una multitud de ferrateros, herreros, carrocero, mecánicos, herradores y trabajadores ir ellos mismos, o a través de intermediarios, a abastecerse a Bélgica. Ésto no agradó en absoluto al Sr. Prohibidor. Al principio le vino la idea de parar semejante abuso por sus propios medios. Es lo mínimo que se podía esperar, ya que él era el único que sufría por ello. Cogeré mi carabina, se dijo, me pondré cuatro pistolas al cinto, llenaré mi cartuchera, me ceñiré la espada y así equipado me dirigiré a la frontera. Allí, al primer herrero, ferratero, mecánico o cerrajero que se presente, para hacer bien sus negocios y no los míos, lo mato, para que aprenda a vivir correctamente.

Cuando iba a partir, el Sr. Prohibidor hizo algunas reflexiones que atemperaron su ardor belicoso. Se dijo: no es del todo imposible que los compradores de hierro, mis compatriotas y enemigos, se tomen a mal el asunto, y que en vez de dejarse matar, me maten a mí. Entonces, incluso llevando a todos mis sirvientes, no podremos vigilar todos los sitios de paso. Y encima todo esto me costará enormemente caro, más caro de lo que merece la pena el resultado.

El Sr. Prohibidor iba a resignarse tristemente a no ser más libre que cualquier otro, cuando un rayo de luz vino a iluminar su cerebro. Se acordó que en París hay una gran fábrica de leyes. ¿Qué es una ley? se dijo. Es una medida que, una vez decretada, buena o mala, todo el mundo tiene que cumplir. Para el cumplimiento de ésta, se organiza una fuerza pública, y para constituir dicha fuerza se obtienen de la nación hombres y dinero.

Si consiguiera que saliera de la gran fábrica parisina una mínima ley que dijera: « El hierro belga queda prohibido, » obtendría los resultados siguientes: el gobierno reemplazaría los sirvientes que iba yo a enviar a la frontera por veinte mil de mis herreros, cerrajeros, herradores artesanos, mecánicos y trabajadores recalcitrantes. Después, para mantener en buena disposición el ánimo de esos veinte mil aduaneros, se les distribuirá veinticinco millones de francos tomados a esos mismos herreros, cerrajeros, herradores artesanos, mecánicos y trabajadores. La vigilancia estará mejor realizada; no me costará nada, no seré expuesto a la brutalidad de los anticuarios, venderé el hierro a mi precio, y disfrutaré de la dulce recreación de ver nuestro gran pueblo vergonzosamente engañado. Esto le enseñará a proclamarse sin cese el precursor y el promotor de todo progreso en Europa. ¡Oh! sería más que interesante y merece la pena ser intentado.

Así pues, el Sr. Prohibidor se presentó en la fábrica de leyes. — En otra ocasión contaré la historia de sus sórdidos tejemanejes; hoy no quiero hablar más que de sus más ostensibles iniciativas. — Hizo valer delante de los señores legisladores la siguiente
consideración: « El hierro belga se vende en Francia a diez francos, lo que me fuerza a vender el mío al mismo precio. Me gustaría venderlo a quince y no puedo, por culpa de ese hierro belga que Dios maldiga. Hagan una ley que diga: — El hierro belga no entrará más en Francia. — Inmediatamente yo elevo mi precio a quince francos y he aquí las consecuencias: » « Por cada quintal de hierro que yo distribuya al público, en vez de recibir diez francos, serán quince, me enriqueceré más rápidamente, y extenderé mi explotación, ocupando a más obreros. Mis obreros y yo haremos más gastos, para regocijo de nuestros proveedores de todos los lugares de alrededor. Estos, teniendo más salidas, harán más pedidos a la industria, y poco a poco, la actividad se extenderá por todo el país. Esta bienafortunada moneda de cien perras, que ustedes depositarán en mi caja fuerte, como una piedra que cae en un lago, generará un número ilimitado de círculos concéntricos. »

Encantados con este discurso, encantados de aprender que es tan fácil aumentar legislativamente la riqueza de un pueblo, los fabricantes de leyes votarán la Restricción. ¿Para qué hablamos tanto de trabajo y economía? dicen. ¿Para qué todos estos penosos medios de aumentar la riqueza nacional, si un Decreto es suficiente? Y en efecto, la ley tuvo todas las consecuencias anunciadas por el Sr. Prohibidor; solo que también tuvo otras, dado que, hagámosle justicia, no había hecho un razonamiento falso, sino un razonamiento incompleto. Reclamando un privilegio, había mostrado los efectos que se ven, dejando en la penumbra los que no se ven. No mostró más que dos personajes, cuando en realidad había tres en la escena. A nosotros corresponde subsanar este olvido involuntario o premeditado.

Sí, el escudo desviado legislativamente hacia la caja fuerte del Sr. Prohibidor, constituye una ventaja para él y para los que a esto deben promover el trabajo. — Y si el Decreto hubiera hecho bajar este escudo de la Luna, esos buenos efectos no habrían sido compensados por ningún efecto perverso. Desgraciadamente, no es de la Luna de donde sale esta misteriosa moneda de cien perras, sino del bolsillo de un herrero, ferretero, carretero, herrero, trabajador, constructor, en una palabra, de Juan Buenhombre, que la da hoy, sin recibir ni un miligramo de hierro de más que cuando la pagaba a diez francos. A primera vista, debemos darnos cuenta de que esto cambia bastante la cuestión, ya que, evidentemente, el beneficio del Sr. Prohibidor es compensado por la pérdida de Juan Buenhombre, y todo lo que el Sr. Prohibidor podrá hacer de este escudo para favorecer el trabajo Juan Buenhombre lo habría hecho igualmente. La piedra es lanzada sobre un punto del lago sólo porque ha sido impedida por la legislación de caer en otro.

Entonces, lo que no se ve compensa lo que se ve, y hasta aquí es, por residuo de la operación, una injusticia, y ¡algo deplorable! una injusticia perpetrada por la ley. Pero no es todo. He dicho que dejábamos siempre oculto un tercer personaje. Es necesario que lo haga aparecer aquí para que nos revele una segunda pérdida de cinco francos. Así tendremos el resultado de la evolución completa.

Juan Buenhombre posee 15 Fr., fruto de su sudor. En este momento aún es libre. ¿Que hace de esos 15 Fr.? Se compra un artículo de moda por 10 Fr. y es con este artículo con el que paga (o que el intermediario paga por él) el quintal de hierro belga. Le quedan aún a Juan Buenhombre 5 Fr. No los tira al río, sino que (y esto es lo que no se ve) los da a un industrial a cambio de un disfrute, por ejemplo a un librero a cambio del Discurso sobre le Historia Universal de Bousset. Así, en lo que concierne al trabajo nacional, éste es promovido en la medida de 15 Fr., a saber: 10 Fr. que van al artículo parisino; 5 Fr. Que van al librero.Y en cuanto a Juan Buenhombre, obtiene por sus 15 Fr. dos objetos de satisfacción, a saber: 1º, un quintal de hierro; 2º, un libro. El decreto se promulga.

¿Qué le ocurre a la situación de Juan Buenhombre? ¿Qué le sucede a la del trabajo nacional?

Cuando Juan Buenhombre da los 15 Fr., hasta el último céntimo, a cambio de un quintal de hierro, no obtiene más disfrute que el quintal de hierro. Pierde el beneficio de un libro o de un objeto equivalente. Pierde 5 francos. Estaremos de acuerdo; es imposible no estarlo; no se puede discutir que, cuando la restricción aumenta el precio de las cosas, el consumidor pierde la diferencia. Pero, se dice, el trabajo nacional ha ganado.
No, no ha ganado; ya que, desde el decreto, no ha sido favorecido más que por 15 Fr, tanto como antes del mismo. Solo que, desde el decreto, los 15 Fr. de Juan Buenhombre van a la metalurgia, mientras que antes se repartían entre el artículo de moda y el librero. La violencia que ejerce el Sr. Prohibidor él mismo en la frontera o la que él hace ejercer por la ley pueden ser juzgadas de manera bien diferente, desde el punto de vista moral.

Hay gente que piensa que la expoliación pierde toda su inmoralidad siempre que ésta sea legal. En cuanto a mí, no podría imaginar una circunstancia más agravante. De todas formas, lo que es cierto, es que los resultados económicos son los mismos. Tómenlo como quieran, pero miren con atención y verán que no sale nada bueno de la expoliación legal o ilegal. No negamos que algo bueno no salga para la industria del Sr. Prohibidor, o si se quiere para el trabajo nacional, un beneficio de 5 Fr. Pero nosotros afirmamos que se obtienen también pérdidas, primero para Juan Buenhombre, que paga 15 Fr. por lo que le habría costado 10; y también para el trabajo nacional que no recibe la diferencia. Escojan una de las dos pérdidas con la que se darán el gusto de compensar el beneficio que reconocemos. La otra no será menos una pérdida inútil.

Moraleja: Violentar no es producir, es destruir. ¡Oh!, si violentar fuera producir, nuestra Francia sería mucho más rica de lo que lo es.


VIII. Las Máquinas (en este argumento, el autor no me convence)
« ¡Malditas sean las máquinas! Cada año su potencia progresiva lleva a la pauperización de millones de obreros quitándoles el trabajo, con el trabajo el salario, con el salario ¡el Pan! ¡Maldición pese sobre ellas! » He aquí el grito que se eleva desde el prejuicio vulgar y del cual el eco resuena en los periódicos. Pero maldecir las máquinas es ¡maldecir el espíritu humano! Lo que me confunde, es que se pueda encontrar un hombre que se sienta a gusto en semejante doctrina 8. Ya que al final, si es cierta, ¿cuál es la rigurosa consecuencia? Que no hay actividad, ni bienestar, ni riquezas, ni felicidad posibles más que para los pueblos estúpidos, golpeados por el inmovilismo mental, a quienes Dios no ha dado el don funesto de pensar, de observar, de combinar, de inventar, de obtener los más grandes resultados con los mínimos esfuerzos. Al contrario, los harapos, las chozas innobles, la pobreza, la inanición es la inevitable recompensa de toda nación que busca y encuentra en el hierro, el fuego, el viento, la electricidad, el magnetismo, las leyes de la química y la mecánica, en una palabra en las fuerzas de la naturaleza, un suplemento de sus propias fuerzas, y es ésta buena ocasión de decir con Rousseau: « Todo hombre que piensa es un anima depravado. »

Pero no es todo: si esta doctrina es cierta, como todos los hombres piensan e inventan, como todos, de hecho, desde el primero hasta el último, y en cada minuto de su existencia, intentar hacer cooperar las fuerza naturales, hacer más con menos, reducir su mano de obra o la que pagan, conseguir la mayor suma posible de satisfacciones con el mínimo de trabajo, hay que concluir que la humanidad en su totalidad está llevada a su decadencia, precisamente por esta aspiración inteligente hacia el progreso que atormenta cada uno de sus miembros.

Además debe ser constatado por la estadística que los habitantes de Lancastre, huyendo de esta patria de máquinas, van a buscar trabajo en Irlanda, donde no se conocen, y, por la historia, que la barbarie ensombrece las épocas de civilización, y que la civilización brilla en los tiempos de ignorancia y de barbarie. Evidentemente, hay, en este amasijo de contradicciones, algo que choca y nos advierte de que el problema oculta un elemento de solución que no ha sido suficientemente aclarado.

He aquí todo el misterio: tras lo que se ve habita lo que no se ve. Voy a intentar sacarlo a la luz. Mi demostración no podrá ser sino una repetición de la precedente, ya que se trata de un problema idéntico. Es una inclinación natural de los hombres el ir, si no se les impide mediante la violencia, hacia el buen negocio, — es decir, hacia lo que, para la misma satisfacción, ahorra trabajo, — que este buen negocio les viene de un hábil Productor extranjero o de un hábil Productor mecánico. La objeción teórica que se dirige a esta inclinación es la misma en los dos casos. Tanto en uno como en el otro, se le reprocha el trabajo que en apariencia golpea de muerte. Mas, el trabajo realizado no inerte, sino disponible, es precisamente lo que la determina.

Y es esto por lo que se le opone también, en los dos casos, el mismo obstáculo práctico, la violencia. El legislador prohibe la competencia extranjera y la competencia mecánica. — Ya que, ¿que otra manera puede existir de impedir una tendencia natural de los hombres sino robarles la libertad? En muchos países, cierto es, el legislador no golpea más que una de las dos competencias y se limita a lamentarse de la otra. Esto no prueba más que una cosa, y es que, en este país, el legislador es inconsecuente.

Esto no debe sorprendernos. En una falsa vía siempre se es inconsecuente, si no, se mataría a la humanidad. Nunca se ha visto ni se verá un principio falso llevado hasta sus últimas consecuencias. Digo por otra parte: La inconsecuencia es el límite de lo absurdo. Y podría haber añadido: ella es al mismo tiempo la prueba.

Volvamos a la demostración; no será larga.

Juan Buenhombre tenía dos francos que hacía ganar a dos obreros. Pero he aquí que se imagina un mecanismo de cuerdas y pesas que reduce el trabajo a la mitad. Así que obtiene la misma satisfacción, se ahorra un franco y despide a un obrero. Despide a un obrero; esto es lo que se ve. Y, no viendo más que esto, se dice: « Ved aquí como la miseria surge de la civilización, ved como la libertad es fatal para la igualdad. El espíritu humano ha realizado una conquista, e inmediatamente un obrero cae para siempre en el abismo de la pobreza. Puede sin embargo que Juan Buenhombre continúe a hacer trabajar los dos obreros, pero no les dará más que diez perras a cada uno, ya que se harán la competencia entre ellos y se ofrecerán a la rebaja. Así es como los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Hay que rehacer la sociedad. »

¡Bella conclusión, y digna del exordio!

Felizmente, exordio y conclusión, son los dos falsos, porque, detrás de la mitad del fenómeno que vemos, hay otra mitad que no vemos. No se ve el franco ahorrado por Juan Buenhombre y los efectos necesarios de este ahorro. Dado que, debido a su invención(¿¿¿¿¿¿¿el invento requiere inversión, que hay que recuperar), Juan Buenhombre no gasta más que un franco en mano de obra, tras la obtención de una satisfacción determinada, le queda otro franco. ( ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ el capitalista se aprovechará de la necesidad del obreró y le pagará menos de un franco)Si existe en el mundo un obrero que ofrezca sus brazos desocupados, hay en este mundo también un capitalista que ofrece su franco ocioso. Estos dos elementos se encuentran y se combinan.
Y es claro como el día que entre la oferta y la demanda de trabajo, entre la oferta y la demanda de salario, la relación no ha cambiado en absoluto. La invención y un obrero, pagado con el primer franco, hacen ahora la obra que realizaban antes dos obreros.
El segundo obrero, pagado con el segundo franco, realiza una obra nueva.

¿Qué ha cambiado entonces en el mundo? Hay una satisfacción nacional más, en otros términos, la invención es una conquista gratuita, un beneficio gratuito para la humanidad. De la forma que he dado a mi demostración, podrá extraerse esta consecuencia: « Es el capitalista el que recoge todo el fruto de las máquinas. La clase asalariada, si bien no las sufre más que momentáneamente, no las aprovecha nunca, dado que, según usted mismo, ellas desplazan una porción del trabajo nacional sin disminuirlo, cierto, pero sin aumentarlo tampoco. »

No entra en el plan de este opúsculo el resolver todas las objeciones. Su único objetivo es combatir un prejuicio vulgar, muy peligroso y muy extendido. Yo quería probar que una máquina nueva no pone ociosos un cierto número de brazos más que poniendo también, forzosamente, disponibles la remuneración que les paga. Estos brazos y esta remuneración pueden producir lo que era imposible antes de la invención; de donde se sigue que da por resultado definitivo un aumento de la satisfacción con el mismo trabajo.

¿Quién recoge este excedente de satisfacción? ¿Quién? primero el capitalista, el inventor, el primero que se sirve con éxito de la máquina, y esa es la recompensa de su genio y de su audacia. En ese caso, como acabamos de ver, realiza un ahorro en los gastos de producción, el cual, de cualquier manera que sea gastado (y siempre lo es), ocupa tantos brazos como la máquina ha hecho despedir.

Pero enseguida la competencia le fuerza a bajar el precio de venta en la medida de este mismo ahorro. Y entonces ya no es el inventor el que recibe el beneficio de la invención; es el comprador del producto, el consumidor, el público, incluidos los obreros, en una palabra, es la humanidad.

Y lo que no se ve, es que el Ahorro, así procurado a todos los consumidores, forma un fondo de donde el salario extrae alimento, que reemplaza el que la máquina ha agotado. Así, retomando el ejemplo de antes, Juan Buenhombre obtiene un producto gastando dos francos de salario. Gracias a su invención, la mano de obra no le cuesta más que un franco.

Mientras venda el producto al mismo precio, hay un obrero ocupado de menos haciendo este producto específico, que es lo que se ve, pero hay un obrero más ocupado por el franco que Juan Buenhombre ha ahorrado: es lo que no se ve. Cuando, por la marcha natural de las cosas, Juan Buenhombre es obligado a bajar de un franco el precio del producto, entonces deja de realizar un ahorro; entonces no dispone de un franco para encargar al trabajo nacional una nueva producción. Pero, en este aspecto, el que lo ha adquirido se pone en su lugar, y éste, es la humanidad. Quienquiera que compre el producto paga un franco menos, ahorra un franco, y pone necesariamente este ahorro al servicio del fondo de salarios: esto es lo que sigue sin verse.

Se ha dado, a este problema de máquinas, otra solución, fundada sobre los hechos. Se ha dicho: La máquina reduce los gastos de producción, y hace bajar el precio del producto. La rebaja del producto produce un aumento del consumo, la cual requiere de un aumento de la producción, y en definitiva, la intervención de otros tantos obreros o más, que los que hacían falta antes. Citamos, apoyándolo, la imprenta, la fábrica de hilado, la prensa, etc.

Esta demostración no es científica.

Habría que concluir que, si el consumo de un producto específico del que se trate permanece estacionario o casi, la máquina perjudicaría el trabajo. — Lo que no es así. Supongamos que en un país todos lo hombres llevan sombrero. Si, mediante una máquina, se redujera el precio a la mitad, no se sigue necesariamente que se consumirá el doble de ellos.

¿Se dirá, en ese caso, que una porción del trabajo nacional ha sido eliminado? Si, según la demostración popular. No, según la mía; ya que, aunque en ese país no se comprara un sólo sombrero de más, el fondo entero de salarios no quedaría menos a salvo; lo que iría de menos a la industria sombrerera se encontraría en el Ahorro realizado por todos los consumidores, e iría de ahí a pagar todo el trabajo que la máquina ha inutilizado, provocando un desarrollo nuevo de todas las industrias.
Y es así como suceden las cosas. He visto los periódicos a 80 Fr., y ahora están 48. Es un ahorro de 32 fr. para los abonados. No es seguro, al menos, no es necesario que los 32 Fr. continúen yendo a la industria periodística; pero lo que es seguro, lo que es necesario, es que, si no llevan esa dirección, tomarán otra. Uno lo utiliza para recibir más periódicos, otro para alimentarse mejor, un tercero para vestirse mejor, un cuarto para amueblar mejor su casa.

Así, las industrias son solidarias. Forman un vasto conjunto donde todas sus partes se comunican por canales secretos. Lo que se ahorra en una aprovecha a todas las demás. Lo que importa, es bien comprender que nunca, nunca jamás, los ahorros tienen lugar a costa del trabajo y los salarios.



IX. El Crédito
Desde siempre, pero sobretodo en los últimos años, se ha buscado universalizar la riqueza universalizando el crédito. No creo exagerar diciendo que, desde la revolución de Febrero, las imprentas parisinas han vomitado más de diez mil panfletos preconizando esta solución al Problema social. Esta solución, tiene por base una mera ilusión óptica, si se puede decir que una ilusión sea una base.

Se comienza confundiendo el valor monetario con los productos, después se confunde el papel moneda con el valor monetario, y de estas dos confusiones se pretende extraer una realidad. Hay que, en esta cuestión, completamente olvidar el dinero, la moneda, los billetes y los otros instrumentos o medios por los que los productos pasan de mano en mano, para no ver más que los productos mismos, que son la verdadera materia de préstamo.

Ya que cuando un labrador pide prestados cincuenta francos para comprar un carro, no son en realidad cincuenta francos lo que se le presta, sino el carro mismo. Y cuando un mercader toma prestados veinte mil francos para comprar una casa, no son veinte mil francos lo que debe, sino la casa. El dinero no aparece en escena más que para facilitar un acuerdo entre diversas partes. Pedro puede no estar dispuesto a prestar su carro y Juan puede estarlo a prestar su dinero.

¿Qué hace Guillermo entonces? Toma prestado a Juan el dinero, y con este dinero, compra el carro a Pedro. Pero, en realidad, nadie toma prestado dinero por el dinero mismo. Se toma un préstamo para conseguir productos. Mas, en ningún país, pueden pasarse de una mano a otra más productos de los que hay.

Cualquiera que sea la suma de valor monetario y de papel que circule, el conjunto de tomadores de préstamos no pueden recibir más carros, casas, útiles, aprovisionamientos, materias primas, que el conjunto de prestadores pueden proveer. Ya que metámonos bien en la cabeza que todo tomador de un préstamo supone alguien que presta, y que toda toma implica un préstamo. Aclarado esto, ¿qué bien pueden hacer las instituciones de crédito? Facilitar, entre los tomadores y los que prestan, el medio de encontrarse y entenderse. Pero, lo que no pueden hacer, es aumentar instantáneamente la masa de objetos prestados y tomados en préstamo.

Ésto se necesitará sin embargo para que el objetivo de los Reformadores se alcance, ya que aspiran a nada menos que a poner carros, casas, útiles, provisiones, materias primas entre las manos de todos los que lo deseen.

Y para ello, ¿qué imaginan?

Dar al préstamo la garantía del Estado.

Profundicemos en la materia, ya que hay algo que se ve, y algo que no se ve. Intentemos ver estas dos cosas. Supongamos que no hay más que un carro en el mundo y que dos labradores pretenden obtenerlo.
Pedro es poseedor del único carro disponible en Francia. Juan y Santiago desean pedirlo prestado. Juan, por su probidad, sus propiedades, por su buena reputación, ofrece garantías. Se cree en él; tiene crédito. Santiago no inspira confianza o inspira menos. Naturalmente, lo que sucede es que Pedro presta su carro a Juan. Pero he aquí que, bajo la inspiración socialista, el Estado interviene y dice a Pedro: preste su carro a Santiago, os garantizo el reembolso, y esta garantía vale más que la de Juan, ya que no hay más que él para responder por él mismo, y yo, no tengo nada, cierto, pero dispongo de la fortuna de todos los contribuyentes; con sus dineros os pagaré a medida el préstamo y el interés.

En consecuencia, Pedro presta su carro a Santiago: es lo que se ve.

Y los socialistas se frotan las manos, diciendo: Vean como nuestro plan ha funcionado. Gracias a la intervención del Estado, el pobre Santiago tiene un carro. Ya no estará obligado a layar la tierra; hele aquí en el camino hacia la fortuna. Es un bien para él y un beneficio para la nación tomada en masa.
¡Pues no! señores, no es un beneficio para la nación, ya que he aquí lo que no se ve. No vemos que el carro ha sido para Santiago sólo porque no lo ha sido para Juan. No vemos que, si Santiago labra en lugar de layar, Juan será forzado a layar en lugar de labrar.
Que, en consecuencia, lo que se consideraba como un incremento del préstamo no es más que un desplazamiento del mismo. Además, no se ve que este desplazamiento implica dos profundas injusticias. Injusticia para con Juan, quien, tras haber merecido y conquistado el crédito por su probidad y su actividad se ve desprovisto de él.
Injusticia para con los contribuyentes, expuestos a pagar una deuda que nada tiene que ver con ellos. ¿Se dirá que el gobierno ofrece a Juan las mismas facilidades que a Santiago? Pero como no hay más que un carro disponible, no se pueden prestar dos. El argumento siempre vuelve al hecho de que, gracias a la intervención del Estado, se concederán más préstamos de los que se pueden dar, ya que aquí el carro representa la masa de los capitales disponibles.

He reducido, cierto es, la operación a su expresión más simple; pero, prueben con la misma lógica las instituciones gubernamentales de crédito más complejas, se convencerán de que no pueden tener más resultado que éste: desplazar el crédito, no aumentarlo. En un país y tiempo dados, no hay más que una cierta suma de capitales disponibles y todos se utilizan. Garantizando a los insolventes, el Estado puede en efecto aumentar el número de los tomadores de crédito, hacer aumentar el interés (siempre perjudicial para el contribuyente), pero, lo que no puede hacer, es aumentar el número de los que prestan y el total de lo prestado.

Que no se me impute, sin embargo, una conclusión de la que Dios me libre. Yo digo que la Ley no debe favorecer artificialmente las peticiones de préstamos; pero tampoco que deba dificultarlas artificialmente. Si hubiera, en nuestro régimen hipotecario o en otros, obstáculos a la difusión y a la aplicación del crédito, que se hagan desaparecer; nada mejor, nada más justo. Pero eso es, con la libertad, todo lo que deben pedir a la Ley los Reformadores dignos de ese nombre.



X. Argelia
Pero he aquí cuatro oradores que se disputan la tribuna. Hablan primero todos a la vez, luego uno tras otro. ¿Qué han dicho? cosas seguramente muy bellas sobre el poderío y la grandeza de Francia, sobre la necesidad de sembrar para cosechar, sobre el brillante futuro de nuestra gigantesca colonia, sobre la ventaja de enviar lejos el exceso de nuestra población, etc., etc.; magníficas muestras de elocuencia, siempre ornamentadas de esta perorata:

« Voten cincuenta millones (más o menos) para hacer en Argelia puertos y carreteras, para llevar colonos, para construir casas, cultivar los campos. Así aliviarán al trabajador francés, favorecerán el trabajo africano, y harán fructificar el comercio marsellés. Todo son beneficios. »

Sí, es cierto, si no consideramos los cincuenta millones más que a partir del momento en que el Estado los gasta, si miramos a dónde van, no de dónde vienen; si sólo tenemos en cuenta el bien que harán saliendo del cofre de los recaudadores y no el mal que han producido, no más que el bien que se ha impedido, haciéndoles entrar ahí; sí, desde ese limitado punto de vista, todo son beneficios. La casa construida en Barbaría, es lo que se ve, el puerto construido en Barbaría, es lo que se ve, el trabajo provocado en Barbaría, es lo que se ve, algunos brazos de menos en Francia, es lo que se ve, un gran movimiento de mercancías en Marsella, sigue siendo lo que se ve.

Pero hay algo que no se ve. Son los cincuenta millones gastados por el Estado no pudiendo serlo, como lo habrían sido, por el contribuyente. De todo el bien atribuido al gasto público ejecutado, hay que deducir todo el mal del gasto privado así impedido; — a menos que se vaya hasta decir que Juan Buenhombre no habría hecho nada con las monedas de cien perras que había ganado y que el impuesto le ha arrebatado; aserción absurda, ya que si se ha tomado la molestia de ganarlas, es que esperaba darse la satisfacción de servirse de ellas.

Habría hecho elevar la cerca de su jardín y no podrá, esto es lo que no se ve. Habría añadido un piso a su choza y no podrá, esto es lo que no se ve. Habría hecho abonar su campo y no lo hará, esto es lo que no se ve. Habría aumentado sus aperos y ya no podrá, esto no se ve. Estaría mejor vestido, mejor alimentado, podría hacer instruir mejor a sus hijos, habría mejorado la dote de su hija y no podrá, esto es lo que no se ve. Se habría metido en la asociación de socorro mutuo y no lo hará, esto no se ve. Por una parte, los disfrutes que se le escamotean, y los medios para actuar que se han destruido en sus manos, por otra; el trabajo del obrero, del carpintero, del herrero, del sastre, del maestro de escuela de su pueblo, que él habría favorecido y se encuentra empobrecido, esto es lo que se sigue sin ver.

Se cuenta mucho con la futura prosperidad de Argelia; sea. Pero que cuente algo también el marasmo con el que, mientras tanto, se golpea a Francia. Se me muestra el comercio marsellés; pero si se hace con el producto de los impuestos, yo mostraré un comercio disminuido igual en el resto del país. Se dice: « He aquí un colono transportado a Barbaría; es un alivio para la población que se queda en el país. » Yo respondo: ¿Cómo puede ser esto, si llevando al colono a Argel, se ha transportado con él dos o tres veces el capital que le habría permitido vivir en Francia9? El único objetivo que pretendo, es hacer comprender al lector que, en todo gasto público, tras el bien aparente, hay un mal más difícil de discernir. Como la tengo yo ya, querría hacerle tomar la costumbre de ver el uno y el otro y tener en cuenta los dos.

Cuando un gasto público es propuesto, hay que examinarlo en sí mismo, abstracción hecha del pretendido beneficio que de él resulta para el trabajo, ya que no es más que una quimera. Lo que hace al respecto el gasto público, el gasto privado lo habría hecho igualmente. Así que el interés del trabajo no puede ser la causa. No entra en el objeto de este escrito apreciar el mérito intrínseco del gasto público en lo referente a Argelia.

Pero no puedo retener una observación general. Y es que la presunción es siempre desfavorable a los gastos colectivos mediante impuestos. ¿Por qué? Por lo siguiente: Para empezar la justicia siempre sufre algo por esto. Dado que Juan Buenhombre ha sudado para ganar su moneda de cien perras, en vista de una satisfacción, es por lo menos molesto que el fisco intervenga para quitar a Juan Buenhombre esta satisfacción y conferirla a otro. Cierto, corresponden al fisco o a los que lo hacen actuar dar buenas razones. Hemos visto que el Estado da una detestable cuando dice: con estas cien perras, haré trabajar obreros, ya que Juan Buenhombre (a no ser que tenga cataratas) no dejará de responder: « ¡Caramba! con esas cien perras, ¡yo mismo los haré trabajar! » Puesta aparte esta razón, las otras se desnudan completamente, y el debate entre el fisco y el pobre Juan se encuentra enormemente simplificado. Que el Estado le diga: Te tomo cien perras para pagar al gendarme que te dispensa de ocuparte tú mismo de tu seguridad; — para pavimentar la calle que atraviesas todos los días; — para pagar el sueldo al magistrado que hace respetar la propiedad y la libertad; — para alimentar al soldado que defiende nuestras fronteras, Juan Buenhombre pagará sin decir una sola palabra, o mucho me equivoco. Pero si el estado le dice: Te tomo estas cien perras para darte una perra de prima, en el caso de que hubieras cultivado bien tu campo; — o por enseñar a tu hijo lo que tú no quieres que aprenda;— o para que el Sr. Ministro añada un centésimo primer plato a su cena; — yo te los tomo para construir una choza en Argelia, si no, te tomo cien perras más cada año para mantener allá al colono; y otras cien perras para mantener un general que rija al soldado, etc., etc., me parece oír al pobre Juan gritar: «¡Este régimen legal se asemeja bastante al del bosque de Bondy 10! » Y como el Estado prevé la objeción, ¿qué hace? Emborronar todo; hace aparecer precisamente esta razón detestable que no debería tener influencia en la cuestión; habla del efecto de cien perras sobre el trabajo, muestra al cocinero y al proveedor del ministro; muestra al colono, al soldado, al general, viviendo de los cinco francos; en fin, muestra lo que se ve, y mientras Juan Buenhombre no haya aprendido a apreciar también lo que no se ve, Juan Buenhombre será engañado. Esto es por lo que me esfuerzo en enseñárselo a base de repeticiones.

De que el gasto público desplace el trabajo sin aumentarlo, resulta contra el primero una segunda y grave presunción. Desplazar el trabajo, es desplazar a los trabajadores, es perturbar las leyes naturales que presiden la distribución de la población en el territorio. Cuando 50 millones son dejados a los contribuyentes, como están por todas partes, alimentan el trabajo en las cuarenta mil comunas de Francia; actúan en el sentido de un lazo que une a cada uno a su tierra natal; se reparten entre todos los trabajadores posibles y todas las industrias imaginables. Mas si el Estado, quitando 50 millones a los ciudadanos, los acumula y gasta en un punto dado, atrae sobre este punto una cantidad proporcional de trabajo desplazado, un número correspondiente de trabajadores desarraigados, población flotante, desclasada, y osaría decir peligrosa cuando el dinero se termina! — Pero ocurre esto (y por aquí entro en mi tema): esta actividad febril, y por así decir inducida en un estrecho espacio está a la vista de todos, es lo que se ve, el pueblo aplaude, se maravilla de la belleza y de la facilidad del procedimiento, y reclama su renuevo y extensión. Lo que no se ve, es que una cantidad igual de trabajo, probablemente más juicioso, ha sido eliminado del resto de Francia.


XI. Ahorro y Lujo
No es solo en materia de gasto público que lo que se ve eclipsa lo que no se ve. Dejando en la penumbra la mitad de la economía política, este fenómeno induce una falsa moral. Lleva a las naciones a considerar como antagonistas sus intereses morales y sus intereses materiales. ¡Qué podría ser más descorazonador y más triste! Vean: No hay padre de familia que no se tome como deber el enseñar a sus hijos el orden, el acuerdo, el espíritu de la conversación, la economía, la moderación en el gasto. No hay religión que no truene contra el fasto y el lujo. Está muy bien; pero, por otra parte, qué más popular que estas frases:

« Atesorar, es secar las venas del pueblo. » « El lujo de los grandes hace la comodidad de
los pequeños. » « Los pródigos se arruinan, pero enriquecen al Estado. » «Es sobre lo
superfluo del rico que germina el pan del pobre. »

He aquí, en efecto, entre la idea moral y la idea social, una flagrante contradicción. ¡Que los espíritus eminentes, tras constatar el conflicto, descansen en paz! Esto es lo que nunca he podido comprender; ya que me parece que no hay nada que podamos sentir más doloroso que ver dos tendencias opuestas en la humanidad. ¡Cómo! ¡llega ella a la degradación tanto por una como por otra vía! ¡Ahorradora, ella cae en la miseria; pródiga, se corrompe en la decadencia moral!

Felizmente las máximas populares muestran engañosamente el Ahorro y el Lujo, no teniendo en cuenta más que las consecuencias inmediatas que se ven, y no los efectos ulteriores que no se ven. Intentemos rectificar esta visión incompleta. Don Minervo y su hermano Don Arístides, habiéndose repartido la herencia paterna, tienen cada uno cincuenta mil francos de renta. Don Minervo practica la filantropía a la moda. Es lo que se llama un verdugo de dinero. Renueva su mobiliario varias veces al año, cambia sus equipajes cada mes; se cuenta los ingeniosos procedimientos a los que recurre para gastarlo antes: en resumen, hace palidecer a los vividores de Balzac y Alejandro Dumas. ¡Además, hay que oír el concierto de elogios que le rodea siempre! « ¡Háblenos de Don Minervo! ¡Viva Don Minervo! Es el benefactor del obrero; es la providencia del pueblo. En realidad, se sumerge en la orgía, contagia a los pasantes; su dignidad y la de la humanidad sufren un poco por ello. Pero, bah, si no se muestra útil por sí mismo, es útil por su fortuna. Hace circular el dinero: en su corte nunca faltan proveedores que siempre se retiran satisfechos. ¿No se dice que si el oro es redondo, es porque rueda? »

Don Arístides ha adoptado un tren de vida muy diferente. Si bien no es un egoísta, es por lo menos un individualista, ya que controla sus gastos, no busca más que disfrutes moderados y razonables, piensa en el futuro de sus hijos, y, digámoslo, ahorra. ¡Y hay que oír lo que de él dice el populacho! « ¿Para qué sirve este mal rico, este avaro? Sin duda, hay algo de imponente y sensible en la simplicidad de su vida; es por lo demás humano, bienhechor, generoso, pero calcula. No se come todos sus ingresos. Su mansión no está sin cesar resplandeciente y agitada. ¿Qué reconocimiento se gana entre los tejedores, los carroceros, los chalanes y los
pasteleros? » Estos juicios, funestos para la moral, son fundados sobre el hecho de que hay algo que salta a la vista: el gasto del pródigo; y hay algo que no: el gasto igual e incluso superior del ahorrador.

Pero las cosas han sido tan admirablemente puestas por el divino inventor del orden social, que en esto, como en todo, la Economía política y la Moral, lejos de agredirse, concuerdan, y que la sabiduría de Don Arístides es, no solamente más digna, sino incluso más beneficiosa que la locura de Don Minervo. Y cuando digo más beneficiosa, no quiero decir sólo para Don Arístides, o incluso para la sociedad en general, sino más beneficiosa para los obreros actuales, para la industria del día.

Para probarlo, basta poner bajo la mirada del espíritu las consecuencias ocultas de las acciones humanas que el ojo no ve. Sí, la prodigalidad de Don Minervo tiene efectos visibles para cualquiera: cada cual puede ver sus berlinas, sus coches, sus carros de paseo, las maravillosas pinturas de sus techos, sus ricas alfombras, el brillo de su mansión. Todo el mundo sabe que sus pura sangres corren en el hipódromo. Las cenas que organiza en el hôtel de Paris paran la muchedumbre sobre el bulevar, y se dicen: he aquí un hombre bravo, quien, lejos de reservarse nada de sus ingresos, merma probablemente su capital. — Esto es lo que se ve.

No es tan fácil ver, desde el punto de vista del interés de los trabajadores lo que les ocurre a los ingresos de Don Arístides. Sigamos la pista, sin embargo, y nos aseguraremos de que todos, hasta el último óbolo, hacen trabajar obreros, tan ciertamente como los de Don Minervo. No hay más que esta diferencia: El gasto loco de Don Minervo está condenado a decrecer sin cese y encontrar necesariamente un final; el sabio gasto de Don Arístides irá aumentando de año en año. Y así es como, en efecto, el interés público se pone de acuerdo con la moral.

Don Arístides gasta, para sí y su casa, veinte mil francos al año. Si esto no bastara para su felicidad, no merecería el nombre de sabio. — Es receptivo a los males que pesan sobre las clases pobres; se cree, en conciencia, obligado a aportar un cierto alivio y consagra diez mil francos a actos de beneficencia. — Entre los negociantes, los fabricantes, los agricultores, hay amigos momentáneamente en problemas. Se informa de su situación, con el fin de ayudarles con prudencia y eficacia, y destina a esta obra otros diez mil francos. — Finalmente, no se olvida de que hay hijas a las que dotar, hijos a los que hay que asegurar un porvenir, y, en consecuencia, se impone ahorrar y poner a plazo diez mil francos cada año.

Éste es pues el empleo de sus ingresos:
1° Gastos personales 20 000 Fr.
2° Beneficencia 10 000 Fr.
3° Servicios a amigos 10 000 Fr.
4° Ahorro 10 000 Fr.

Retomemos cada uno de los capítulos, y veremos que ni un solo óbolo escapa al trabajo nacional.

1º Gastos personales. Éstos, en cuanto a obreros y proveedores, tienen efectos absolutamente idénticos al mismo gasto hecho por Don Minervo. Esto es evidente en sí mismo, no hablemos más de ello.

2º Beneficencia. Los diez mil francos consagrados a esta finalidad van también a alimentar la industria; llegan al panadero, al carnicero, al vendedor de trajes y de muebles. Sólo que el pan, la carne, los vestidos no sirven directamente a Don Arístides, sino a los que le han sustituido. Pero esta simple substitución de un consumidor por otro no afecta en nada a la industria en general. Que Don Arístides gaste cien perras o que le ruegue a un desdichado de gastarlas en su lugar, es lo mismo.

3º Servicios a amigos. El amigo al que Don Arístides presta o da diez mil francos no los recibe para enterrarlos; esto repugna como hipótesis. Se sirve para pagar mercancías o deudas. En el primer caso, la industria es favorecida. ¿Se osará decir que habría ganado más comprando Don Minervo un pura sangre de diez mil francos que comprando Don Arístides o su amigo diez mil francos de tela? Si la suma se destina a pagar una deuda, todo lo que resulta, es que aparece un tercer personaje, el acreedor, que percibirá los diez mil francos, pero que seguro los empleará en algo en su comercio, su fábrica o su explotación. Es un intermediario más entre Don Arístides y los obreros. Los nombres propios cambian, pero el gasto persiste y el impulso a la industria también.

4º Ahorro. Quedan los diez mil francos ahorrados; — y es aquí donde desde el punto de vista del impulso a las artes, la industria, el trabajo, los obreros, Don Minervo parece muy superior a Don Arístides, aunque, en la comparación moral, Don Arístides se muestre un poco por encima de Don Minervo.

Nunca sin malestar físico, que va hasta el sufrimiento, veo yo aparecer tales contradicciones entre las leyes de la naturaleza. Si la humanidad se viera forzada a optar entre dos posibilidades, de las cuales una hiere sus intereses y la otra su conciencia, no nos queda sino desesperarnos por su destino. Felizmente, esto no es as 11. — Y, para ver a Don Arístides retomar su superioridad económica, tanto como su superioridad moral, basta comprender este axioma consolador, que no es menos cierto por tener una fisonomía paradójica: Ahorrar, es gastar.

¿Cuál es el objetivo de Don Arístides, al ahorrar diez mil francos? ¿Es acaso enterrar diez mil monedas de cien perras en un escondite de su jardín? Pues no, busca aumentar su capital y sus ingresos. En consecuencia, su dinero lo emplea en comprar tierras, una casa, rentas del Estado, acciones industriales, o bien lo deposita en un negocio o un banco. Sigan los escudos en todas sus hipótesis, y se convencerán de que, por intermediación de vendedores o por préstamos, van a alimentar el trabajo tan seguro como si Don Arístides, siguiendo el ejemplo de su hermano, los hubiera cambiado por muebles, joyas o caballos. Ya que, cuando Don Arístides compra por 10,000 Fr. tierras o renta, está determinado por la consideración de que no tiene necesidad de gastar esta suma, ya que es ésto lo que le echan en cara.

Pero, por la misma, el que le vende la tierra o la renta está determinado por la consideración de que el sí necesita gastar los diez mil francos de una manera dada. De manera que el gasto se hace, en cualquier caso, o por Don Arístides o por los que le substituyen.

Desde el punto de vista de la clase obrera, del impulso al trabajo, no hay pues, entre la conducta de Don Arístides y la de Don Minervo, más que una diferencia; el gasto de Don Minervo es realizado directamente por él, y a su alrededor, se ve; el gasto de Don Arístides se ejecuta en parte por medio de intermediarios y de lejos, no se ve. Pero, de hecho, para el que sabe unir los efectos y las causas, el gasto que no se ve es tan cierto como el que se vé. Lo que lo prueba, es que en los dos casos los escudos circulan, y que no queda más en la caja fuerte del sabio que en la del derrochador.

Es por tanto falso decir que el Ahorro es un daño real a la industria. Desde esta perspectiva, es tan beneficioso como el Lujo. Pero cuan superior es, si el pensamiento, en lugar de encerrarse en la hora que sigue, abarca un largo periodo.

Diez años han pasado. ¿Qué ha sido de Don Minervo y su fortuna, y de su gran popularidad? Todo se ha evaporado, Don Minervo está arruinado; lejos de aportar sesenta mil francos todos los años al cuerpo social, está quizás a su cargo. En todo caso, ya no hace la felicidad de sus proveedores, ya no cuenta como promotor de las artes y la industria, ya no sirve para nada a los obreros, no más que su prole, que deja desamparada.

Al cabo de los mismo diez años, no solamente Don Arístides ha continuado poniendo sus ingresos en circulación, sino que aporta ingresos crecientes de año en año. Aumenta el capital nacional, es decir el fondo que alimenta los salarios, y como es de la importancia de dicho fondo del que depende la demanda de brazos, contribuye a aumentar progresivamente la remuneración de la clase obrera. Cuando muera, quedan sus hijos que él ha preparado para reemplazarle en su obra de progreso y de civilización.

En el plano moral, la Superioridad del Ahorro sobre el Lujo es incontestable. Es consolador pensar que es lo mismo, en el plano económico, para cualquiera que, sin detenerse en los efectos inmediatos de los fenómenos, sabe llevar sus investigaciones hasta sus efectos definitivos.



XII. Derecho al trabajo, derecho al beneficio.
« Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a vuestro precio. » Es el Derecho al trabajo, el Socialismo elemental o de primer grado.

« Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a mi precio. » Es el derecho al beneficio, el Socialismo refinado o de segundo grado.

El uno y el otro viven gracias a los efectos que se ven. Los dos morirán por los efectos que no se ven. Lo que se ve, es el trabajo y el beneficio estimulados por la cotización social. Lo que no se ve, son los trabajos a los que daría lugar esta misma cotización si se la dejáramos a los contribuyentes. En 1848, el Derecho al trabajo se mostró un momento bajo sus dos caras. Esto bastó para arruinarlo de cara a la opinión pública. Una de esas caras se llamaba: Taller nacional. La otra: Cuarenta y cinco céntimos.
Millones iban todos los días de la calle de Rivoli a los talleres nacionales. Es el lado bello de la medalla. Pero he aquí el reverso. Para que salgan millones hace falta que hayan entrado. Es por lo que los organizadores del Derecho al trabajo se dirigen a los contribuyentes. Pero entonces, los campesinos decían: Tengo que pagar 45 céntimos. Así pues, tendré que privarme de un traje, no abonaré mis campos, no arreglaré mi casa. Mas, los campesinos dicen: Ya que nuestro burgués se priva de un vestido, habrá menos trabajo para el taller; como no abona su campo, habrá menos trabajo para el labrador; como no hace reparar su casa, habrá menos trabajo para el carpintero y el peón.

Hay entonces que probar que no se saca de un bolso dos moliendas, y que el trabajo remunerado por el gobierno se hace a expensas del trabajo pagado por el contribuyente. Así fue la muerte del Derecho al trabajo, que apareció como una quimera, tanto como una injusticia.
Y sin embargo, el derecho al beneficio, que no es sino la exageración del Derecho al Trabajo, vive aún y le va maravillosamente. ¿No hay algo de vergonzoso en el rol que el proteccionista hace interpretar a la sociedad?

Él le dice:
Tienes que darme trabajo, y, lo que es más, trabajo lucrativo. He escogido tontamente una industria que me deja un diez por ciento de pérdidas. Si tu instauras una contribución de veinte francos de mis compatriotas y si me la das, mi pérdida se convertirá en beneficio. Y el beneficio es un Derecho, tú me lo debes.

La sociedad que escucha a este sofista, que se carga de impuestos para satisfacerle, que no se percata de que la pérdida sufrida por una industria no es menos pérdida porque se obligue a compensarla, esta sociedad, digo yo, merece el fardo que se le obliga a portar. Así, lo vemos a través de los numerosos temas que he recorrido: No saber Economía política, es dejarse deslumbrar por el efecto inmediato de un fenómeno; saber, es introducir en el pensamiento y en la previsión el conjunto de los efectos12.

Podría someter aquí una enorme cantidad de cuestiones a la misma prueba. Pero reculo ante la monotonía de una demostración siempre idéntica, y termino, aplicando a la Economía política lo que Chateaubriand dice de la Historia:

« Hay, dice él, dos consecuencias en historia: una inmediata y que es conocida al instante, otra lejana y que no se percibe a primera vista. Estas consecuencias a menudo se contradicen; unas vienen de nuestra escasa sabiduría, las otras de la sabiduría perdurable. El suceso providencial aparece tras el suceso humano. Dios se eleva tras los hombres. Negad tanto como os plazca el consejo supremo, no consintáis su acción, disputáos sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón lo que el pueblo llama Providencia; pero mirad al final de un hecho consumado, y vereis que siempre ha producido lo contrario de lo que se esperaba de él cuando no ha sido establecido primero sobre la moral y la justicia. »
(Chateaubriand; Memorias de ultratumba.)


1: Este panfleto, publicado en Julio de 1850, es el último que escribió Bastiat. Desde hacía un año estaba prometido al público. He aquí como su aparición fue retrasada. El autor perdió el manuscrito cuando lo transportaba de su domicilio de la calle de Choiseul a la calle de Argel. Tras larga e inútil búsqueda, se decidió a recomenzar su obra por completo, y escogió como base principal de sus demostraciones los discursos recientemente pronunciados en la Asamble Nacional. Una vez terminada esta tarea, se reprochó el haber sido demasiado serio, tiró al fuego el segundo manuscrito y escribió el que nosotros reimprimimos. (Nota del editor de la edición original.)

2: V. el cap. XX del tomo VI (Nota del editor de la edición original.)

3: El periódico Le Moniteur Industriel era el órgano principal de la propaganda en el favor
del proteccionismo.

4: V. en el tomo IV, el capítulo XX de la 1ª serie de Sofismas, p. 100 y siguientes. (Nota
del editor de la edición original.)

5: V. le chap. III du tome VI. (Nota del editor de la edición original.)

6: El autor ha invocado a menudo la presunción de verdad que se asocia al consentimiento universal manifestado por la práctica de todos los hombres. (Nota del editor de la edición original.)

7: Los sansimonianos, falansterianos e icarianos son miembros de diversas sectas socialistas de la época. Los primeros son los discípulo s de Saint Simón, los segundos eran partidarios de los falansterios, sociedades comunistas similares a los muy posteriores kibboutz. La Icaría fue una utopía socialista que sus partidarios quisieron fundar en América. (Nota del Traductor.)

8: Ver en el tomo IV, páginas 86 y 94, los cap. XIV y XVIII de la 1ª serie de Sofismas, y, página 538, las reflexiones enviadas al Sr. Thiers sobre el mismo tema; además, en el presente volumen, el cap. XI. (Nota del editor de la edición original.)

9: El Sr. Ministro de la guerra a afirmado últimamente que cada individuo transportado a Argelia a costado al Estado 8000 Fr. Ahora bien, es seguro que los desdichados de los que se trata habrían vivido muy bien en Francia con un capital de 4000 Fr. Yo pregunto ¿en que se alivia a la población francesa, cuando se le priva de un hombre y los medios de existencia de dos?

10: Bosque reputado por los bandidos que desvalijaban a los viajeros que lo atravesaban. (Nota del editor de la edición de la FEE.)

11: V. la nota de la página 369. (Nota del editor de la edición original.) Se trata, más arriba en este mismo documento, de la nota « Ver en el tomo IV, las páginas 86 y 94... » (Nota del editor de Bastiat.org.)

12: Si todas las consecuencias de una acción recayeran sobre su autor, nuestra educación sería rápida. Pero no es así. A veces las buenas consecuencias visibles son para nosotros, y las malas consecuencias invisibles para los otros, lo que nos las vuelve más invisibles aún. Hay que esperar a que la reacción venga de aquellos que tienen que soportar las malas consecuencias del acto. Esto lleva algunas veces mucho tiempo, y esto es lo que prolonga el reinado del error. Un hombre hace un acto que produce buenas consecuencias iguales a 10, en su beneficio y malas consecuencias iguales a 15, repartidas entre 30 de sus semejantes de manera que no recae sobre cada uno de ellos más que 1/2. En total, hay pérdida y la reacción debe necesariamente producirse. Se concibe sin embargo que se haga esperar tanto más cuanto más disperso esté el mal entre la masa y el bien más concentrado en un punto.



FIN

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