Sólo hay un epígrafe en el que no estoy de acuerdo con la visión del escritor. Es el referente a Las Máquinas, que se saludaron como una forma de facilitar las tareas del hombre y no se dieron cuenta de su efecto sobre el trabajo. Nadie, en aquella época se podía imaginar tal invasión del terreno humano `por la tecnología. He conservado las notas finales del escrito, por si alguien quiere consultar algún otro autor de esta época y porque algunas de ellas son muy interesantes.
VII.- La restricción
El
Sr. Prohibidor (no he sido yo quien lo ha llamado así, sino el Sr.
Charles Dupin, que desde entonces... pero ahora...), el Sr.
Prohibidor consagraba su tiempo y su capital a convertir en hierro el
mineral de sus tierras. Como la naturaleza había sido más pródiga
con los Belgas, éstos daban su hierro a los Franceses a mejor precio
que el Sr. Prohibidor, lo que significa que todos los Franceses, o
Francia, podían obtener una cantidad de hierro con menos trabajo,
comprándolo a los honestos Flamencos. Guiados por su interés, éstos
no se equivocaban, y todos los días veíamos una multitud de
ferrateros, herreros, carrocero, mecánicos, herradores y
trabajadores ir ellos mismos, o a través de intermediarios, a
abastecerse a Bélgica. Ésto no agradó en absoluto al Sr.
Prohibidor. Al principio le vino la idea de parar semejante abuso por
sus propios medios. Es lo mínimo que se podía esperar, ya que él
era el único que sufría por ello. Cogeré mi carabina, se dijo, me
pondré cuatro pistolas al cinto, llenaré mi cartuchera, me ceñiré
la espada y así equipado me dirigiré a la frontera. Allí, al
primer herrero, ferratero, mecánico o cerrajero que se presente,
para hacer bien sus negocios y no los míos, lo mato, para que
aprenda a vivir correctamente.
Cuando
iba a partir, el Sr. Prohibidor hizo algunas reflexiones que
atemperaron su ardor belicoso. Se dijo: no es del todo imposible que
los compradores de hierro, mis compatriotas y enemigos, se tomen a
mal el asunto, y que en vez de dejarse matar, me maten a mí.
Entonces, incluso llevando a todos mis sirvientes, no podremos
vigilar todos los sitios de paso. Y encima todo esto me costará
enormemente caro, más caro de lo que merece la pena el resultado.
El
Sr. Prohibidor iba a resignarse tristemente a no ser más libre que
cualquier otro, cuando un rayo de luz vino a iluminar su cerebro. Se
acordó que en París hay una gran fábrica de leyes. ¿Qué es una
ley? se dijo. Es una medida que, una vez decretada, buena o mala,
todo el mundo tiene que cumplir. Para el cumplimiento de ésta, se
organiza una fuerza pública, y para constituir dicha fuerza se
obtienen de la nación hombres y dinero.
Si
consiguiera que saliera de la gran fábrica parisina una mínima ley
que dijera: « El hierro belga queda prohibido, » obtendría los
resultados siguientes: el gobierno reemplazaría los sirvientes que
iba yo a enviar a la frontera por veinte mil de mis herreros,
cerrajeros, herradores artesanos, mecánicos y trabajadores
recalcitrantes. Después, para mantener en buena disposición el
ánimo de esos veinte mil aduaneros, se les distribuirá veinticinco
millones de francos tomados a esos mismos herreros, cerrajeros,
herradores artesanos, mecánicos y trabajadores. La vigilancia estará
mejor realizada; no me costará nada, no seré expuesto a la
brutalidad de los anticuarios, venderé el hierro a mi precio, y
disfrutaré de la dulce recreación de ver nuestro gran pueblo
vergonzosamente engañado. Esto le enseñará a proclamarse sin cese
el precursor y el promotor de todo progreso en Europa. ¡Oh! sería
más que interesante y merece la pena ser intentado.
Así
pues, el Sr. Prohibidor se presentó en la fábrica de leyes. — En
otra ocasión contaré la historia de sus sórdidos tejemanejes; hoy
no quiero hablar más que de sus más ostensibles iniciativas. —
Hizo valer delante de los señores legisladores la siguiente
consideración:
« El hierro belga se vende en Francia a diez francos, lo que me
fuerza a vender el mío al mismo precio. Me gustaría venderlo a
quince y no puedo, por culpa de ese hierro belga que Dios maldiga.
Hagan una ley que diga: — El hierro belga no entrará más en
Francia. — Inmediatamente yo elevo mi precio a quince francos y he
aquí las consecuencias: » « Por cada quintal de hierro que yo
distribuya al público, en vez de recibir diez francos, serán
quince, me enriqueceré más rápidamente, y extenderé mi
explotación, ocupando a más obreros. Mis obreros y yo haremos más
gastos, para regocijo de nuestros proveedores de todos los lugares de
alrededor. Estos, teniendo más salidas, harán más pedidos a la
industria, y poco a poco, la actividad se extenderá por todo el
país. Esta bienafortunada moneda de cien perras, que ustedes
depositarán en mi caja fuerte, como una piedra que cae en un lago,
generará un número ilimitado de círculos concéntricos. »
Encantados
con este discurso, encantados de aprender que es tan fácil aumentar
legislativamente la riqueza de un pueblo, los fabricantes de leyes
votarán la Restricción. ¿Para qué hablamos tanto de trabajo y
economía? dicen. ¿Para qué todos estos penosos medios de aumentar
la riqueza nacional, si un Decreto es suficiente? Y en efecto, la ley
tuvo todas las consecuencias anunciadas por el Sr. Prohibidor; solo
que también tuvo otras, dado que, hagámosle justicia, no había
hecho un razonamiento falso, sino un razonamiento incompleto.
Reclamando un privilegio, había mostrado los efectos que se ven,
dejando en la penumbra los que no se ven. No mostró más que dos
personajes, cuando en realidad había tres en la escena. A nosotros
corresponde subsanar este olvido involuntario o premeditado.
Sí,
el escudo desviado legislativamente hacia la caja fuerte del Sr.
Prohibidor, constituye una ventaja para él y para los que a esto
deben promover el trabajo. — Y si el Decreto hubiera hecho bajar
este escudo de la Luna, esos buenos efectos no habrían sido
compensados por ningún efecto perverso. Desgraciadamente, no es de
la Luna de donde sale esta misteriosa moneda de cien perras, sino del
bolsillo de un herrero, ferretero, carretero, herrero, trabajador,
constructor, en una palabra, de Juan Buenhombre, que la da hoy, sin
recibir ni un miligramo de hierro de más que cuando la pagaba a diez
francos. A primera vista, debemos darnos cuenta de que esto cambia
bastante la cuestión, ya que, evidentemente, el beneficio del Sr.
Prohibidor es compensado por la pérdida de Juan Buenhombre, y todo
lo que el Sr. Prohibidor podrá hacer de este escudo para favorecer
el trabajo Juan Buenhombre lo habría hecho igualmente. La piedra es
lanzada sobre un punto del lago sólo porque ha sido impedida por la
legislación de caer en otro.
Entonces,
lo que no se ve compensa lo que se ve, y hasta aquí es, por residuo
de la operación, una injusticia, y ¡algo deplorable! una injusticia
perpetrada por la ley. Pero no es todo. He dicho que dejábamos
siempre oculto un tercer personaje. Es necesario que lo haga aparecer
aquí para que nos revele una segunda pérdida de cinco francos. Así
tendremos el resultado de la evolución completa.
Juan
Buenhombre posee 15 Fr., fruto de su sudor. En este momento aún es
libre. ¿Que hace de esos 15 Fr.? Se compra un artículo de moda por
10 Fr. y es con este artículo con el que paga (o que el
intermediario paga por él) el quintal de hierro belga. Le quedan aún
a Juan Buenhombre 5 Fr. No los tira al río, sino que (y esto es lo
que no se ve) los da a un industrial a cambio de un disfrute, por
ejemplo a un librero a cambio del Discurso sobre le Historia
Universal de Bousset. Así, en lo que concierne al trabajo nacional,
éste es promovido en la medida de 15 Fr., a saber: 10 Fr. que van al
artículo parisino; 5 Fr. Que van al librero.Y en cuanto a Juan
Buenhombre, obtiene por sus 15 Fr. dos objetos de satisfacción, a
saber: 1º, un quintal de hierro; 2º, un libro. El decreto se
promulga.
¿Qué
le ocurre a la situación de Juan Buenhombre? ¿Qué le sucede a la
del trabajo nacional?
Cuando
Juan Buenhombre da los 15 Fr., hasta el último céntimo, a cambio de
un quintal de hierro, no obtiene más disfrute que el quintal de
hierro. Pierde el beneficio de un libro o de un objeto equivalente.
Pierde 5 francos. Estaremos de acuerdo; es imposible no estarlo; no
se puede discutir que, cuando la restricción aumenta el precio de
las cosas, el consumidor pierde la diferencia. Pero, se dice, el
trabajo nacional ha ganado.
No,
no ha ganado; ya que, desde el decreto, no ha sido favorecido más
que por 15 Fr, tanto como antes del mismo. Solo que, desde el
decreto, los 15 Fr. de Juan Buenhombre van a la metalurgia, mientras
que antes se repartían entre el artículo de moda y el librero. La
violencia que ejerce el Sr. Prohibidor él mismo en la frontera o la
que él hace ejercer por la ley pueden ser juzgadas de manera bien
diferente, desde el punto de vista moral.
Hay
gente que piensa que la expoliación pierde toda su inmoralidad
siempre que ésta sea legal. En cuanto a mí, no podría imaginar una
circunstancia más agravante. De todas formas, lo que es cierto, es
que los resultados económicos son los mismos. Tómenlo como quieran,
pero miren con atención y verán que no sale nada bueno de la
expoliación legal o ilegal. No negamos que algo bueno no salga para
la industria del Sr. Prohibidor, o si se quiere para el trabajo
nacional, un beneficio de 5 Fr. Pero nosotros afirmamos que se
obtienen también pérdidas, primero para Juan Buenhombre, que paga
15 Fr. por lo que le habría costado 10; y también para el trabajo
nacional que no recibe la diferencia. Escojan una de las dos pérdidas
con la que se darán el gusto de compensar el beneficio que
reconocemos. La otra no será menos una pérdida inútil.
Moraleja:
Violentar no es producir, es destruir. ¡Oh!, si violentar fuera
producir, nuestra Francia sería mucho más rica de lo que lo es.
VIII.
Las Máquinas (en este argumento, el autor no me convence)
«
¡Malditas sean las máquinas! Cada año su potencia progresiva lleva
a la pauperización de millones de obreros quitándoles el trabajo,
con el trabajo el salario, con el salario ¡el Pan! ¡Maldición pese
sobre ellas! » He aquí el grito que se eleva desde el prejuicio
vulgar y del cual el eco resuena en los periódicos. Pero maldecir
las máquinas es ¡maldecir el espíritu humano! Lo que me confunde,
es que se pueda encontrar un hombre que se sienta a gusto en
semejante doctrina 8. Ya que al final, si es cierta, ¿cuál es la
rigurosa consecuencia? Que no hay actividad, ni bienestar, ni
riquezas, ni felicidad posibles más que para los pueblos estúpidos,
golpeados por el inmovilismo mental, a quienes Dios no ha dado el don
funesto de pensar, de observar, de combinar, de inventar, de obtener
los más grandes resultados con los mínimos esfuerzos. Al contrario,
los harapos, las chozas innobles, la pobreza, la inanición es la
inevitable recompensa de toda nación que busca y encuentra en el
hierro, el fuego, el viento, la electricidad, el magnetismo, las
leyes de la química y la mecánica, en una palabra en las fuerzas de
la naturaleza, un suplemento de sus propias fuerzas, y es ésta buena
ocasión de decir con Rousseau: « Todo hombre que piensa es un anima
depravado. »
Pero
no es todo: si esta doctrina es cierta, como todos los hombres
piensan e inventan, como todos, de hecho, desde el primero hasta el
último, y en cada minuto de su existencia, intentar hacer cooperar
las fuerza naturales, hacer más con menos, reducir su mano de obra o
la que pagan, conseguir la mayor suma posible de satisfacciones con
el mínimo de trabajo, hay que concluir que la humanidad en su
totalidad está llevada a su decadencia, precisamente por esta
aspiración inteligente hacia el progreso que atormenta cada uno de
sus miembros.
Además
debe ser constatado por la estadística que los habitantes de
Lancastre, huyendo de esta patria de máquinas, van a buscar trabajo
en Irlanda, donde no se conocen, y, por la historia, que la barbarie
ensombrece las épocas de civilización, y que la civilización
brilla en los tiempos de ignorancia y de barbarie. Evidentemente,
hay, en este amasijo de contradicciones, algo que choca y nos
advierte de que el problema oculta un elemento de solución que no ha
sido suficientemente aclarado.
He
aquí todo el misterio: tras lo que se ve habita lo que no se ve. Voy
a intentar sacarlo a la luz. Mi demostración no podrá ser sino una
repetición de la precedente, ya que se trata de un problema
idéntico. Es una inclinación natural de los hombres el ir, si no se
les impide mediante la violencia, hacia el buen negocio, — es
decir, hacia lo que, para la misma satisfacción, ahorra trabajo, —
que este buen negocio les viene de un hábil Productor extranjero o
de un hábil Productor mecánico. La objeción teórica que se dirige
a esta inclinación es la misma en los dos casos. Tanto en uno como
en el otro, se le reprocha el trabajo que en apariencia golpea de
muerte. Mas, el trabajo realizado no inerte, sino disponible, es
precisamente lo que la determina.
Y
es esto por lo que se le opone también, en los dos casos, el mismo
obstáculo práctico, la violencia. El legislador prohibe la
competencia extranjera y la competencia mecánica. — Ya que, ¿que
otra manera puede existir de impedir una tendencia natural de los
hombres sino robarles la libertad? En muchos países, cierto es, el
legislador no golpea más que una de las dos competencias y se limita
a lamentarse de la otra. Esto no prueba más que una cosa, y es que,
en este país, el legislador es inconsecuente.
Esto
no debe sorprendernos. En una falsa vía siempre se es inconsecuente,
si no, se mataría a la humanidad. Nunca se ha visto ni se verá un
principio falso llevado hasta sus últimas consecuencias. Digo por
otra parte: La inconsecuencia es el límite de lo absurdo. Y podría
haber añadido: ella es al mismo tiempo la prueba.
Volvamos
a la demostración; no será larga.
Juan
Buenhombre tenía dos francos que hacía ganar a dos obreros. Pero he
aquí que se imagina un mecanismo de cuerdas y pesas que reduce el
trabajo a la mitad. Así que obtiene la misma satisfacción, se
ahorra un franco y despide a un obrero. Despide a un obrero; esto es
lo que se ve. Y, no viendo más que esto, se dice: « Ved aquí como
la miseria surge de la civilización, ved como la libertad es fatal
para la igualdad. El espíritu humano ha realizado una conquista, e
inmediatamente un obrero cae para siempre en el abismo de la pobreza.
Puede sin embargo que Juan Buenhombre continúe a hacer trabajar los
dos obreros, pero no les dará más que diez perras a cada uno, ya
que se harán la competencia entre ellos y se ofrecerán a la rebaja.
Así es como los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez
más pobres. Hay que rehacer la sociedad. »
¡Bella
conclusión, y digna del exordio!
Felizmente,
exordio y conclusión, son los dos falsos, porque, detrás de la
mitad del fenómeno que vemos, hay otra mitad que no vemos. No se ve
el franco ahorrado por Juan Buenhombre y los efectos necesarios de
este ahorro. Dado que, debido a su invención(¿¿¿¿¿¿¿el
invento requiere inversión, que hay que recuperar), Juan
Buenhombre no gasta más que un franco en mano de obra, tras la
obtención de una satisfacción determinada, le queda otro franco. (
¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ el capitalista se aprovechará de la
necesidad del obreró y le pagará menos de un franco)Si
existe en el mundo un obrero que ofrezca sus brazos desocupados, hay
en este mundo también un capitalista que ofrece su franco ocioso.
Estos dos elementos se encuentran y se combinan.
Y
es claro como el día que entre la oferta y la demanda de trabajo,
entre la oferta y la demanda de salario, la relación no ha cambiado
en absoluto. La invención y un obrero, pagado con el primer franco,
hacen ahora la obra que realizaban antes dos obreros.
El
segundo obrero, pagado con el segundo franco, realiza una obra nueva.
¿Qué
ha cambiado entonces en el mundo? Hay una satisfacción nacional más,
en otros términos, la invención es una conquista gratuita, un
beneficio gratuito para la humanidad. De la forma que he dado a mi
demostración, podrá extraerse esta consecuencia: « Es el
capitalista el que recoge todo el fruto de las máquinas. La clase
asalariada, si bien no las sufre más que momentáneamente, no las
aprovecha nunca, dado que, según usted mismo, ellas desplazan una
porción del trabajo nacional sin disminuirlo, cierto, pero sin
aumentarlo tampoco. »
No
entra en el plan de este opúsculo el resolver todas las objeciones.
Su único objetivo es combatir un prejuicio vulgar, muy peligroso y
muy extendido. Yo quería probar que una máquina nueva no pone
ociosos un cierto número de brazos más que poniendo también,
forzosamente, disponibles la remuneración que les paga. Estos brazos
y esta remuneración pueden producir lo que era imposible antes de la
invención; de donde se sigue que da por resultado definitivo un
aumento de la satisfacción con el mismo trabajo.
¿Quién
recoge este excedente de satisfacción? ¿Quién? primero el
capitalista, el inventor, el primero que se sirve con éxito de la
máquina, y esa es la recompensa de su genio y de su audacia. En ese
caso, como acabamos de ver, realiza un ahorro en los gastos de
producción, el cual, de cualquier manera que sea gastado (y siempre
lo es), ocupa tantos brazos como la máquina ha hecho despedir.
Pero
enseguida la competencia le fuerza a bajar el precio de venta en la
medida de este mismo ahorro. Y entonces ya no es el inventor el que
recibe el beneficio de la invención; es el comprador del producto,
el consumidor, el público, incluidos los obreros, en una palabra, es
la humanidad.
Y
lo que no se ve, es que el Ahorro, así procurado a todos los
consumidores, forma un fondo de donde el salario extrae alimento, que
reemplaza el que la máquina ha agotado. Así, retomando el ejemplo
de antes, Juan Buenhombre obtiene un producto gastando dos francos de
salario. Gracias a su invención, la mano de obra no le cuesta más
que un franco.
Mientras
venda el producto al mismo precio, hay un obrero ocupado de menos
haciendo este producto específico, que es lo que se ve, pero hay un
obrero más ocupado por el franco que Juan Buenhombre ha ahorrado: es
lo que no se ve. Cuando, por la marcha natural de las cosas, Juan
Buenhombre es obligado a bajar de un franco el precio del producto,
entonces deja de realizar un ahorro; entonces no dispone de un franco
para encargar al trabajo nacional una nueva producción. Pero, en
este aspecto, el que lo ha adquirido se pone en su lugar, y éste, es
la humanidad. Quienquiera que compre el producto paga un franco
menos, ahorra un franco, y pone necesariamente este ahorro al
servicio del fondo de salarios: esto es lo que sigue sin verse.
Se
ha dado, a este problema de máquinas, otra solución, fundada sobre
los hechos. Se ha dicho: La máquina reduce los gastos de producción,
y hace bajar el precio del producto. La rebaja del producto produce
un aumento del consumo, la cual requiere de un aumento de la
producción, y en definitiva, la intervención de otros tantos
obreros o más, que los que hacían falta antes. Citamos, apoyándolo,
la imprenta, la fábrica de hilado, la prensa, etc.
Esta
demostración no es científica.
Habría
que concluir que, si el consumo de un producto específico del que se
trate permanece estacionario o casi, la máquina perjudicaría el
trabajo. — Lo que no es así. Supongamos que en un país todos lo
hombres llevan sombrero. Si, mediante una máquina, se redujera el
precio a la mitad, no se sigue necesariamente que se consumirá el
doble de ellos.
¿Se
dirá, en ese caso, que una porción del trabajo nacional ha sido
eliminado? Si, según la demostración popular. No, según la mía;
ya que, aunque en ese país no se comprara un sólo sombrero de más,
el fondo entero de salarios no quedaría menos a salvo; lo que iría
de menos a la industria sombrerera se encontraría en el Ahorro
realizado por todos los consumidores, e iría de ahí a pagar todo el
trabajo que la máquina ha inutilizado, provocando un desarrollo
nuevo de todas las industrias.
Y
es así como suceden las cosas. He visto los periódicos a 80 Fr., y
ahora están 48. Es un ahorro de 32 fr. para los abonados. No es
seguro, al menos, no es necesario que los 32 Fr. continúen yendo a
la industria periodística; pero lo que es seguro, lo que es
necesario, es que, si no llevan esa dirección, tomarán otra. Uno lo
utiliza para recibir más periódicos, otro para alimentarse mejor,
un tercero para vestirse mejor, un cuarto para amueblar mejor su
casa.
Así,
las industrias son solidarias. Forman un vasto conjunto donde todas
sus partes se comunican por canales secretos. Lo que se ahorra en una
aprovecha a todas las demás. Lo que importa, es bien comprender que
nunca, nunca jamás, los ahorros tienen lugar a costa del trabajo y
los salarios.
IX.
El Crédito
Desde
siempre, pero sobretodo en los últimos años, se ha buscado
universalizar la riqueza universalizando el crédito. No creo
exagerar diciendo que, desde la revolución de Febrero, las imprentas
parisinas han vomitado más de diez mil panfletos preconizando esta
solución al Problema social. Esta solución, tiene por base una mera
ilusión óptica, si se puede decir que una ilusión sea una base.
Se
comienza confundiendo el valor monetario con los productos, después
se confunde el papel moneda con el valor monetario, y de estas dos
confusiones se pretende extraer una realidad. Hay que, en esta
cuestión, completamente olvidar el dinero, la moneda, los billetes y
los otros instrumentos o medios por los que los productos pasan de
mano en mano, para no ver más que los productos mismos, que son la
verdadera materia de préstamo.
Ya
que cuando un labrador pide prestados cincuenta francos para comprar
un carro, no son en realidad cincuenta francos lo que se le presta,
sino el carro mismo. Y cuando un mercader toma prestados veinte mil
francos para comprar una casa, no son veinte mil francos lo que debe,
sino la casa. El dinero no aparece en escena más que para facilitar
un acuerdo entre diversas partes. Pedro puede no estar dispuesto a
prestar su carro y Juan puede estarlo a prestar su dinero.
¿Qué
hace Guillermo entonces? Toma prestado a Juan el dinero, y con este
dinero, compra el carro a Pedro. Pero, en realidad, nadie toma
prestado dinero por el dinero mismo. Se toma un préstamo para
conseguir productos. Mas, en ningún país, pueden pasarse de una
mano a otra más productos de los que hay.
Cualquiera
que sea la suma de valor monetario y de papel que circule, el
conjunto de tomadores de préstamos no pueden recibir más carros,
casas, útiles, aprovisionamientos, materias primas, que el conjunto
de prestadores pueden proveer. Ya que metámonos bien en la cabeza
que todo tomador de un préstamo supone alguien que presta, y que
toda toma implica un préstamo. Aclarado esto, ¿qué bien pueden
hacer las instituciones de crédito? Facilitar, entre los tomadores y
los que prestan, el medio de encontrarse y entenderse. Pero, lo que
no pueden hacer, es aumentar instantáneamente la masa de objetos
prestados y tomados en préstamo.
Ésto
se necesitará sin embargo para que el objetivo de los Reformadores
se alcance, ya que aspiran a nada menos que a poner carros, casas,
útiles, provisiones, materias primas entre las manos de todos los
que lo deseen.
Y
para ello, ¿qué imaginan?
Dar
al préstamo la garantía del Estado.
Profundicemos
en la materia, ya que hay algo que se ve, y algo que no se ve.
Intentemos ver estas dos cosas. Supongamos que no hay más que un
carro en el mundo y que dos labradores pretenden obtenerlo.
Pedro
es poseedor del único carro disponible en Francia. Juan y Santiago
desean pedirlo prestado. Juan, por su probidad, sus propiedades, por
su buena reputación, ofrece garantías. Se cree en él; tiene
crédito. Santiago no inspira confianza o inspira menos.
Naturalmente, lo que sucede es que Pedro presta su carro a Juan. Pero
he aquí que, bajo la inspiración socialista, el Estado interviene y
dice a Pedro: preste su carro a Santiago, os garantizo el reembolso,
y esta garantía vale más que la de Juan, ya que no hay más que él
para responder por él mismo, y yo, no tengo nada, cierto, pero
dispongo de la fortuna de todos los contribuyentes; con sus dineros
os pagaré a medida el préstamo y el interés.
En
consecuencia, Pedro presta su carro a Santiago: es lo que se ve.
Y
los socialistas se frotan las manos, diciendo: Vean como nuestro plan
ha funcionado. Gracias a la intervención del Estado, el pobre
Santiago tiene un carro. Ya no estará obligado a layar la tierra;
hele aquí en el camino hacia la fortuna. Es un bien para él y un
beneficio para la nación tomada en masa.
¡Pues
no! señores, no es un beneficio para la nación, ya que he aquí lo
que no se ve. No vemos que el carro ha sido para Santiago sólo
porque no lo ha sido para Juan. No vemos que, si Santiago labra en
lugar de layar, Juan será forzado a layar en lugar de labrar.
Que,
en consecuencia, lo que se consideraba como un incremento del
préstamo no es más que un desplazamiento del mismo. Además, no se
ve que este desplazamiento implica dos profundas injusticias.
Injusticia para con Juan, quien, tras haber merecido y conquistado el
crédito por su probidad y su actividad se ve desprovisto de él.
Injusticia
para con los contribuyentes, expuestos a pagar una deuda que nada
tiene que ver con ellos. ¿Se dirá que el gobierno ofrece a Juan las
mismas facilidades que a Santiago? Pero como no hay más que un carro
disponible, no se pueden prestar dos. El argumento siempre vuelve al
hecho de que, gracias a la intervención del Estado, se concederán
más préstamos de los que se pueden dar, ya que aquí el carro
representa la masa de los capitales disponibles.
He
reducido, cierto es, la operación a su expresión más simple; pero,
prueben con la misma lógica las instituciones gubernamentales de
crédito más complejas, se convencerán de que no pueden tener más
resultado que éste: desplazar el crédito, no aumentarlo. En un país
y tiempo dados, no hay más que una cierta suma de capitales
disponibles y todos se utilizan. Garantizando a los insolventes, el
Estado puede en efecto aumentar el número de los tomadores de
crédito, hacer aumentar el interés (siempre perjudicial para el
contribuyente), pero, lo que no puede hacer, es aumentar el número
de los que prestan y el total de lo prestado.
Que
no se me impute, sin embargo, una conclusión de la que Dios me
libre. Yo digo que la Ley no debe favorecer artificialmente las
peticiones de préstamos; pero tampoco que deba dificultarlas
artificialmente. Si hubiera, en nuestro régimen hipotecario o en
otros, obstáculos a la difusión y a la aplicación del crédito,
que se hagan desaparecer; nada mejor, nada más justo. Pero eso es,
con la libertad, todo lo que deben pedir a la Ley los Reformadores
dignos de ese nombre.
X.
Argelia
Pero
he aquí cuatro oradores que se disputan la tribuna. Hablan primero
todos a la vez, luego uno tras otro. ¿Qué han dicho? cosas
seguramente muy bellas sobre el poderío y la grandeza de Francia,
sobre la necesidad de sembrar para cosechar, sobre el brillante
futuro de nuestra gigantesca colonia, sobre la ventaja de enviar
lejos el exceso de nuestra población, etc., etc.; magníficas
muestras de elocuencia, siempre ornamentadas de esta perorata:
«
Voten cincuenta millones (más o menos) para hacer en Argelia puertos
y carreteras, para llevar colonos, para construir casas, cultivar los
campos. Así aliviarán al trabajador francés, favorecerán el
trabajo africano, y harán fructificar el comercio marsellés. Todo
son beneficios. »
Sí,
es cierto, si no consideramos los cincuenta millones más que a
partir del momento en que el Estado los gasta, si miramos a dónde
van, no de dónde vienen; si sólo tenemos en cuenta el bien que
harán saliendo del cofre de los recaudadores y no el mal que han
producido, no más que el bien que se ha impedido, haciéndoles
entrar ahí; sí, desde ese limitado punto de vista, todo son
beneficios. La casa construida en Barbaría, es lo que se ve, el
puerto construido en Barbaría, es lo que se ve, el trabajo provocado
en Barbaría, es lo que se ve, algunos brazos de menos en Francia, es
lo que se ve, un gran movimiento de mercancías en Marsella, sigue
siendo lo que se ve.
Pero
hay algo que no se ve. Son los cincuenta millones gastados por el
Estado no pudiendo serlo, como lo habrían sido, por el
contribuyente. De todo el bien atribuido al gasto público ejecutado,
hay que deducir todo el mal del gasto privado así impedido; — a
menos que se vaya hasta decir que Juan Buenhombre no habría hecho
nada con las monedas de cien perras que había ganado y que el
impuesto le ha arrebatado; aserción absurda, ya que si se ha tomado
la molestia de ganarlas, es que esperaba darse la satisfacción de
servirse de ellas.
Habría
hecho elevar la cerca de su jardín y no podrá, esto es lo que no se
ve. Habría añadido un piso a su choza y no podrá, esto es lo que
no se ve. Habría hecho abonar su campo y no lo hará, esto es lo que
no se ve. Habría aumentado sus aperos y ya no podrá, esto no se ve.
Estaría mejor vestido, mejor alimentado, podría hacer instruir
mejor a sus hijos, habría mejorado la dote de su hija y no podrá,
esto es lo que no se ve. Se habría metido en la asociación de
socorro mutuo y no lo hará, esto no se ve. Por una parte, los
disfrutes que se le escamotean, y los medios para actuar que se han
destruido en sus manos, por otra; el trabajo del obrero, del
carpintero, del herrero, del sastre, del maestro de escuela de su
pueblo, que él habría favorecido y se encuentra empobrecido, esto
es lo que se sigue sin ver.
Se
cuenta mucho con la futura prosperidad de Argelia; sea. Pero que
cuente algo también el marasmo con el que, mientras tanto, se golpea
a Francia. Se me muestra el comercio marsellés; pero si se hace con
el producto de los impuestos, yo mostraré un comercio disminuido
igual en el resto del país. Se dice: « He aquí un colono
transportado a Barbaría; es un alivio para la población que se
queda en el país. » Yo respondo: ¿Cómo puede ser esto, si
llevando al colono a Argel, se ha transportado con él dos o tres
veces el capital que le habría permitido vivir en Francia9? El único
objetivo que pretendo, es hacer comprender al lector que, en todo
gasto público, tras el bien aparente, hay un mal más difícil de
discernir. Como la tengo yo ya, querría hacerle tomar la costumbre
de ver el uno y el otro y tener en cuenta los dos.
Cuando
un gasto público es propuesto, hay que examinarlo en sí mismo,
abstracción hecha del pretendido beneficio que de él resulta para
el trabajo, ya que no es más que una quimera. Lo que hace al
respecto el gasto público, el gasto privado lo habría hecho
igualmente. Así que el interés del trabajo no puede ser la causa.
No entra en el objeto de este escrito apreciar el mérito intrínseco
del gasto público en lo referente a Argelia.
Pero
no puedo retener una observación general. Y es que la presunción es
siempre desfavorable a los gastos colectivos mediante impuestos. ¿Por
qué? Por lo siguiente: Para empezar la justicia siempre sufre algo
por esto. Dado que Juan Buenhombre ha sudado para ganar su moneda de
cien perras, en vista de una satisfacción, es por lo menos molesto
que el fisco intervenga para quitar a Juan Buenhombre esta
satisfacción y conferirla a otro. Cierto, corresponden al fisco o a
los que lo hacen actuar dar buenas razones. Hemos visto que el Estado
da una detestable cuando dice: con estas cien perras, haré trabajar
obreros, ya que Juan Buenhombre (a no ser que tenga cataratas) no
dejará de responder: « ¡Caramba! con esas cien perras, ¡yo mismo
los haré trabajar! » Puesta aparte esta razón, las otras se
desnudan completamente, y el debate entre el fisco y el pobre Juan se
encuentra enormemente simplificado. Que el Estado le diga: Te tomo
cien perras para pagar al gendarme que te dispensa de ocuparte tú
mismo de tu seguridad; — para pavimentar la calle que atraviesas
todos los días; — para pagar el sueldo al magistrado que hace
respetar la propiedad y la libertad; — para alimentar al soldado
que defiende nuestras fronteras, Juan Buenhombre pagará sin decir
una sola palabra, o mucho me equivoco. Pero si el estado le dice: Te
tomo estas cien perras para darte una perra de prima, en el caso de
que hubieras cultivado bien tu campo; — o por enseñar a tu hijo lo
que tú no quieres que aprenda;— o para que el Sr. Ministro añada
un centésimo primer plato a su cena; — yo te los tomo para
construir una choza en Argelia, si no, te tomo cien perras más cada
año para mantener allá al colono; y otras cien perras para mantener
un general que rija al soldado, etc., etc., me parece oír al pobre
Juan gritar: «¡Este régimen legal se asemeja bastante al del
bosque de Bondy 10! » Y como el Estado prevé la objeción, ¿qué
hace? Emborronar todo; hace aparecer precisamente esta razón
detestable que no debería tener influencia en la cuestión; habla
del efecto de cien perras sobre el trabajo, muestra al cocinero y al
proveedor del ministro; muestra al colono, al soldado, al general,
viviendo de los cinco francos; en fin, muestra lo que se ve, y
mientras Juan Buenhombre no haya aprendido a apreciar también lo que
no se ve, Juan Buenhombre será engañado. Esto es por lo que me
esfuerzo en enseñárselo a base de repeticiones.
De
que el gasto público desplace el trabajo sin aumentarlo, resulta
contra el primero una segunda y grave presunción. Desplazar el
trabajo, es desplazar a los trabajadores, es perturbar las leyes
naturales que presiden la distribución de la población en el
territorio. Cuando 50 millones son dejados a los contribuyentes, como
están por todas partes, alimentan el trabajo en las cuarenta mil
comunas de Francia; actúan en el sentido de un lazo que une a cada
uno a su tierra natal; se reparten entre todos los trabajadores
posibles y todas las industrias imaginables. Mas si el Estado,
quitando 50 millones a los ciudadanos, los acumula y gasta en un
punto dado, atrae sobre este punto una cantidad proporcional de
trabajo desplazado, un número correspondiente de trabajadores
desarraigados, población flotante, desclasada, y osaría decir
peligrosa cuando el dinero se termina! — Pero ocurre esto (y por
aquí entro en mi tema): esta actividad febril, y por así decir
inducida en un estrecho espacio está a la vista de todos, es lo que
se ve, el pueblo aplaude, se maravilla de la belleza y de la
facilidad del procedimiento, y reclama su renuevo y extensión. Lo
que no se ve, es que una cantidad igual de trabajo, probablemente más
juicioso, ha sido eliminado del resto de Francia.
XI.
Ahorro y Lujo
No
es solo en materia de gasto público que lo que se ve eclipsa lo que
no se ve. Dejando en la penumbra la mitad de la economía política,
este fenómeno induce una falsa moral. Lleva a las naciones a
considerar como antagonistas sus intereses morales y sus intereses
materiales. ¡Qué podría ser más descorazonador y más triste!
Vean: No hay padre de familia que no se tome como deber el enseñar a
sus hijos el orden, el acuerdo, el espíritu de la conversación, la
economía, la moderación en el gasto. No hay religión que no truene
contra el fasto y el lujo. Está muy bien; pero, por otra parte, qué
más popular que estas frases:
«
Atesorar, es secar las venas del pueblo. » « El lujo de los grandes
hace la comodidad de
los
pequeños. » « Los pródigos se arruinan, pero enriquecen al
Estado. » «Es sobre lo
superfluo
del rico que germina el pan del pobre. »
He
aquí, en efecto, entre la idea moral y la idea social, una flagrante
contradicción. ¡Que los espíritus eminentes, tras constatar el
conflicto, descansen en paz! Esto es lo que nunca he podido
comprender; ya que me parece que no hay nada que podamos sentir más
doloroso que ver dos tendencias opuestas en la humanidad. ¡Cómo!
¡llega ella a la degradación tanto por una como por otra vía!
¡Ahorradora, ella cae en la miseria; pródiga, se corrompe en la
decadencia moral!
Felizmente
las máximas populares muestran engañosamente el Ahorro y el Lujo,
no teniendo en cuenta más que las consecuencias inmediatas que se
ven, y no los efectos ulteriores que no se ven. Intentemos rectificar
esta visión incompleta. Don Minervo y su hermano Don Arístides,
habiéndose repartido la herencia paterna, tienen cada uno cincuenta
mil francos de renta. Don Minervo practica la filantropía a la moda.
Es lo que se llama un verdugo de dinero. Renueva su mobiliario varias
veces al año, cambia sus equipajes cada mes; se cuenta los
ingeniosos procedimientos a los que recurre para gastarlo antes: en
resumen, hace palidecer a los vividores de Balzac y Alejandro Dumas.
¡Además, hay que oír el concierto de elogios que le rodea siempre!
« ¡Háblenos de Don Minervo! ¡Viva Don Minervo! Es el benefactor
del obrero; es la providencia del pueblo. En realidad, se sumerge en
la orgía, contagia a los pasantes; su dignidad y la de la humanidad
sufren un poco por ello. Pero, bah, si no se muestra útil por sí
mismo, es útil por su fortuna. Hace circular el dinero: en su corte
nunca faltan proveedores que siempre se retiran satisfechos. ¿No se
dice que si el oro es redondo, es porque rueda? »
Don
Arístides ha adoptado un tren de vida muy diferente. Si bien no es
un egoísta, es por lo menos un individualista, ya que controla sus
gastos, no busca más que disfrutes moderados y razonables, piensa en
el futuro de sus hijos, y, digámoslo, ahorra. ¡Y hay que oír lo
que de él dice el populacho! « ¿Para qué sirve este mal rico,
este avaro? Sin duda, hay algo de imponente y sensible en la
simplicidad de su vida; es por lo demás humano, bienhechor,
generoso, pero calcula. No se come todos sus ingresos. Su mansión no
está sin cesar resplandeciente y agitada. ¿Qué reconocimiento se
gana entre los tejedores, los carroceros, los chalanes y los
pasteleros?
» Estos juicios, funestos para la moral, son fundados sobre el hecho
de que hay algo que salta a la vista: el gasto del pródigo; y hay
algo que no: el gasto igual e incluso superior del ahorrador.
Pero
las cosas han sido tan admirablemente puestas por el divino inventor
del orden social, que en esto, como en todo, la Economía política y
la Moral, lejos de agredirse, concuerdan, y que la sabiduría de Don
Arístides es, no solamente más digna, sino incluso más beneficiosa
que la locura de Don Minervo. Y cuando digo más beneficiosa, no
quiero decir sólo para Don Arístides, o incluso para la sociedad en
general, sino más beneficiosa para los obreros actuales, para la
industria del día.
Para
probarlo, basta poner bajo la mirada del espíritu las consecuencias
ocultas de las acciones humanas que el ojo no ve. Sí, la
prodigalidad de Don Minervo tiene efectos visibles para cualquiera:
cada cual puede ver sus berlinas, sus coches, sus carros de paseo,
las maravillosas pinturas de sus techos, sus ricas alfombras, el
brillo de su mansión. Todo el mundo sabe que sus pura sangres corren
en el hipódromo. Las cenas que organiza en el hôtel de Paris paran
la muchedumbre sobre el bulevar, y se dicen: he aquí un hombre
bravo, quien, lejos de reservarse nada de sus ingresos, merma
probablemente su capital. — Esto es lo que se ve.
No
es tan fácil ver, desde el punto de vista del interés de los
trabajadores lo que les ocurre a los ingresos de Don Arístides.
Sigamos la pista, sin embargo, y nos aseguraremos de que todos, hasta
el último óbolo, hacen trabajar obreros, tan ciertamente como los
de Don Minervo. No hay más que esta diferencia: El gasto loco de Don
Minervo está condenado a decrecer sin cese y encontrar
necesariamente un final; el sabio gasto de Don Arístides irá
aumentando de año en año. Y así es como, en efecto, el interés
público se pone de acuerdo con la moral.
Don
Arístides gasta, para sí y su casa, veinte mil francos al año. Si
esto no bastara para su felicidad, no merecería el nombre de sabio.
— Es receptivo a los males que pesan sobre las clases pobres; se
cree, en conciencia, obligado a aportar un cierto alivio y consagra
diez mil francos a actos de beneficencia. — Entre los negociantes,
los fabricantes, los agricultores, hay amigos momentáneamente en
problemas. Se informa de su situación, con el fin de ayudarles con
prudencia y eficacia, y destina a esta obra otros diez mil francos. —
Finalmente, no se olvida de que hay hijas a las que dotar, hijos a
los que hay que asegurar un porvenir, y, en consecuencia, se impone
ahorrar y poner a plazo diez mil francos cada año.
Éste
es pues el empleo de sus ingresos:
1°
Gastos personales 20 000 Fr.
2°
Beneficencia 10 000 Fr.
3°
Servicios a amigos 10 000 Fr.
4°
Ahorro 10 000 Fr.
Retomemos
cada uno de los capítulos, y veremos que ni un solo óbolo escapa al
trabajo nacional.
1º
Gastos personales. Éstos, en cuanto a obreros y proveedores, tienen
efectos absolutamente idénticos al mismo gasto hecho por Don
Minervo. Esto es evidente en sí mismo, no hablemos más de ello.
2º
Beneficencia. Los diez mil francos consagrados a esta finalidad van
también a alimentar la industria; llegan al panadero, al carnicero,
al vendedor de trajes y de muebles. Sólo que el pan, la carne, los
vestidos no sirven directamente a Don Arístides, sino a los que le
han sustituido. Pero esta simple substitución de un consumidor por
otro no afecta en nada a la industria en general. Que Don Arístides
gaste cien perras o que le ruegue a un desdichado de gastarlas en su
lugar, es lo mismo.
3º
Servicios a amigos. El amigo al que Don Arístides presta o da diez
mil francos no los recibe para enterrarlos; esto repugna como
hipótesis. Se sirve para pagar mercancías o deudas. En el primer
caso, la industria es favorecida. ¿Se osará decir que habría
ganado más comprando Don Minervo un pura sangre de diez mil francos
que comprando Don Arístides o su amigo diez mil francos de tela? Si
la suma se destina a pagar una deuda, todo lo que resulta, es que
aparece un tercer personaje, el acreedor, que percibirá los diez mil
francos, pero que seguro los empleará en algo en su comercio, su
fábrica o su explotación. Es un intermediario más entre Don
Arístides y los obreros. Los nombres propios cambian, pero el gasto
persiste y el impulso a la industria también.
4º
Ahorro. Quedan los diez mil francos ahorrados; — y es aquí donde
desde el punto de vista del impulso a las artes, la industria, el
trabajo, los obreros, Don Minervo parece muy superior a Don
Arístides, aunque, en la comparación moral, Don Arístides se
muestre un poco por encima de Don Minervo.
Nunca
sin malestar físico, que va hasta el sufrimiento, veo yo aparecer
tales contradicciones entre las leyes de la naturaleza. Si la
humanidad se viera forzada a optar entre dos posibilidades, de las
cuales una hiere sus intereses y la otra su conciencia, no nos queda
sino desesperarnos por su destino. Felizmente, esto no es as 11. —
Y, para ver a Don Arístides retomar su superioridad económica,
tanto como su superioridad moral, basta comprender este axioma
consolador, que no es menos cierto por tener una fisonomía
paradójica: Ahorrar, es gastar.
¿Cuál
es el objetivo de Don Arístides, al ahorrar diez mil francos? ¿Es
acaso enterrar diez mil monedas de cien perras en un escondite de su
jardín? Pues no, busca aumentar su capital y sus ingresos. En
consecuencia, su dinero lo emplea en comprar tierras, una casa,
rentas del Estado, acciones industriales, o bien lo deposita en un
negocio o un banco. Sigan los escudos en todas sus hipótesis, y se
convencerán de que, por intermediación de vendedores o por
préstamos, van a alimentar el trabajo tan seguro como si Don
Arístides, siguiendo el ejemplo de su hermano, los hubiera cambiado
por muebles, joyas o caballos. Ya que, cuando Don Arístides compra
por 10,000 Fr. tierras o renta, está determinado por la
consideración de que no tiene necesidad de gastar esta suma, ya que
es ésto lo que le echan en cara.
Pero,
por la misma, el que le vende la tierra o la renta está determinado
por la consideración de que el sí necesita gastar los diez mil
francos de una manera dada. De manera que el gasto se hace, en
cualquier caso, o por Don Arístides o por los que le substituyen.
Desde
el punto de vista de la clase obrera, del impulso al trabajo, no hay
pues, entre la conducta de Don Arístides y la de Don Minervo, más
que una diferencia; el gasto de Don Minervo es realizado directamente
por él, y a su alrededor, se ve; el gasto de Don Arístides se
ejecuta en parte por medio de intermediarios y de lejos, no se ve.
Pero, de hecho, para el que sabe unir los efectos y las causas, el
gasto que no se ve es tan cierto como el que se vé. Lo que lo
prueba, es que en los dos casos los escudos circulan, y que no queda
más en la caja fuerte del sabio que en la del derrochador.
Es
por tanto falso decir que el Ahorro es un daño real a la industria.
Desde esta perspectiva, es tan beneficioso como el Lujo. Pero cuan
superior es, si el pensamiento, en lugar de encerrarse en la hora que
sigue, abarca un largo periodo.
Diez
años han pasado. ¿Qué ha sido de Don Minervo y su fortuna, y de su
gran popularidad? Todo se ha evaporado, Don Minervo está arruinado;
lejos de aportar sesenta mil francos todos los años al cuerpo
social, está quizás a su cargo. En todo caso, ya no hace la
felicidad de sus proveedores, ya no cuenta como promotor de las artes
y la industria, ya no sirve para nada a los obreros, no más que su
prole, que deja desamparada.
Al
cabo de los mismo diez años, no solamente Don Arístides ha
continuado poniendo sus ingresos en circulación, sino que aporta
ingresos crecientes de año en año. Aumenta el capital nacional, es
decir el fondo que alimenta los salarios, y como es de la importancia
de dicho fondo del que depende la demanda de brazos, contribuye a
aumentar progresivamente la remuneración de la clase obrera. Cuando
muera, quedan sus hijos que él ha preparado para reemplazarle en su
obra de progreso y de civilización.
En
el plano moral, la Superioridad del Ahorro sobre el Lujo es
incontestable. Es consolador pensar que es lo mismo, en el plano
económico, para cualquiera que, sin detenerse en los efectos
inmediatos de los fenómenos, sabe llevar sus investigaciones hasta
sus efectos definitivos.
XII.
Derecho al trabajo, derecho al beneficio.
«
Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a vuestro precio. » Es
el Derecho al trabajo, el Socialismo elemental o de primer grado.
«
Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a mi precio. » Es el
derecho al beneficio, el Socialismo refinado o de segundo grado.
El
uno y el otro viven gracias a los efectos que se ven. Los dos morirán
por los efectos que no se ven. Lo que se ve, es el trabajo y el
beneficio estimulados por la cotización social. Lo que no se ve, son
los trabajos a los que daría lugar esta misma cotización si se la
dejáramos a los contribuyentes. En 1848, el Derecho al trabajo se
mostró un momento bajo sus dos caras. Esto bastó para arruinarlo de
cara a la opinión pública. Una de esas caras se llamaba: Taller
nacional. La otra: Cuarenta y cinco céntimos.
Millones
iban todos los días de la calle de Rivoli a los talleres nacionales.
Es el lado bello de la medalla. Pero he aquí el reverso. Para que
salgan millones hace falta que hayan entrado. Es por lo que los
organizadores del Derecho al trabajo se dirigen a los contribuyentes.
Pero entonces, los campesinos decían: Tengo que pagar 45 céntimos.
Así pues, tendré que privarme de un traje, no abonaré mis campos,
no arreglaré mi casa. Mas, los campesinos dicen: Ya que nuestro
burgués se priva de un vestido, habrá menos trabajo para el taller;
como no abona su campo, habrá menos trabajo para el labrador; como
no hace reparar su casa, habrá menos trabajo para el carpintero y el
peón.
Hay
entonces que probar que no se saca de un bolso dos moliendas, y que
el trabajo remunerado por el gobierno se hace a expensas del trabajo
pagado por el contribuyente. Así fue la muerte del Derecho al
trabajo, que apareció como una quimera, tanto como una injusticia.
Y
sin embargo, el derecho al beneficio, que no es sino la exageración
del Derecho al Trabajo, vive aún y le va maravillosamente. ¿No hay
algo de vergonzoso en el rol que el proteccionista hace interpretar a
la sociedad?
Él
le dice:
Tienes
que darme trabajo, y, lo que es más, trabajo lucrativo. He escogido
tontamente una industria que me deja un diez por ciento de pérdidas.
Si tu instauras una contribución de veinte francos de mis
compatriotas y si me la das, mi pérdida se convertirá en beneficio.
Y el beneficio es un Derecho, tú me lo debes.
La
sociedad que escucha a este sofista, que se carga de impuestos para
satisfacerle, que no se percata de que la pérdida sufrida por una
industria no es menos pérdida porque se obligue a compensarla, esta
sociedad, digo yo, merece el fardo que se le obliga a portar. Así,
lo vemos a través de los numerosos temas que he recorrido: No saber
Economía política, es dejarse deslumbrar por el efecto inmediato de
un fenómeno; saber, es introducir en el pensamiento y en la
previsión el conjunto de los efectos12.
Podría
someter aquí una enorme cantidad de cuestiones a la misma prueba.
Pero reculo ante la monotonía de una demostración siempre idéntica,
y termino, aplicando a la Economía política lo que Chateaubriand
dice de la Historia:
«
Hay, dice él, dos consecuencias en historia: una inmediata y que es
conocida al instante, otra lejana y que no se percibe a primera
vista. Estas consecuencias a menudo se contradicen; unas vienen de
nuestra escasa sabiduría, las otras de la sabiduría perdurable. El
suceso providencial aparece tras el suceso humano. Dios se eleva tras
los hombres. Negad tanto como os plazca el consejo supremo, no
consintáis su acción, disputáos sobre las palabras, llamad fuerza
de las cosas o razón lo que el pueblo llama Providencia; pero mirad
al final de un hecho consumado, y vereis que siempre ha producido lo
contrario de lo que se esperaba de él cuando no ha sido establecido
primero sobre la moral y la justicia. »
(Chateaubriand;
Memorias de ultratumba.)
1:
Este panfleto, publicado en Julio de 1850, es el último que escribió
Bastiat. Desde hacía un año estaba prometido al público. He aquí
como su aparición fue retrasada. El autor perdió el manuscrito
cuando lo transportaba de su domicilio de la calle de Choiseul a la
calle de Argel. Tras larga e inútil búsqueda, se decidió a
recomenzar su obra por completo, y escogió como base principal de
sus demostraciones los discursos recientemente pronunciados en la
Asamble Nacional. Una vez terminada esta tarea, se reprochó el haber
sido demasiado serio, tiró al fuego el segundo manuscrito y escribió
el que nosotros reimprimimos. (Nota del editor de la edición
original.)
2:
V. el cap. XX del tomo VI (Nota del editor de la edición original.)
3:
El periódico Le Moniteur Industriel era el órgano principal de la
propaganda en el favor
del
proteccionismo.
4:
V. en el tomo IV, el capítulo XX de la 1ª serie de Sofismas, p. 100
y siguientes. (Nota
del
editor de la edición original.)
5:
V. le chap. III du tome VI. (Nota del editor de la edición
original.)
6:
El autor ha invocado a menudo la presunción de verdad que se asocia
al consentimiento universal manifestado por la práctica de todos los
hombres. (Nota del editor de la edición original.)
7:
Los sansimonianos, falansterianos e icarianos son miembros de
diversas sectas socialistas de la época. Los primeros son los
discípulo s de Saint Simón, los segundos eran partidarios de los
falansterios, sociedades comunistas similares a los muy posteriores
kibboutz. La Icaría fue una utopía socialista que sus partidarios
quisieron fundar en América. (Nota del Traductor.)
8:
Ver en el tomo IV, páginas 86 y 94, los cap. XIV y XVIII de la 1ª
serie de Sofismas, y, página 538, las reflexiones enviadas al Sr.
Thiers sobre el mismo tema; además, en el presente volumen, el cap.
XI. (Nota del editor de la edición original.)
9:
El Sr. Ministro de la guerra a afirmado últimamente que cada
individuo transportado a Argelia a costado al Estado 8000 Fr. Ahora
bien, es seguro que los desdichados de los que se trata habrían
vivido muy bien en Francia con un capital de 4000 Fr. Yo pregunto ¿en
que se alivia a la población francesa, cuando se le priva de un
hombre y los medios de existencia de dos?
10:
Bosque reputado por los bandidos que desvalijaban a los viajeros que
lo atravesaban. (Nota del editor de la edición de la FEE.)
11:
V. la nota de la página 369. (Nota del editor de la edición
original.) Se trata, más arriba en este mismo documento, de la nota
« Ver en el tomo IV, las páginas 86 y 94... » (Nota del editor de
Bastiat.org.)
12:
Si todas las consecuencias de una acción recayeran sobre su autor,
nuestra educación sería rápida. Pero no es así. A veces las
buenas consecuencias visibles son para nosotros, y las malas
consecuencias invisibles para los otros, lo que nos las vuelve más
invisibles aún. Hay que esperar a que la reacción venga de aquellos
que tienen que soportar las malas consecuencias del acto. Esto lleva
algunas veces mucho tiempo, y esto es lo que prolonga el reinado del
error. Un hombre hace un acto que produce buenas consecuencias
iguales a 10, en su beneficio y malas consecuencias iguales a 15,
repartidas entre 30 de sus semejantes de manera que no recae sobre
cada uno de ellos más que 1/2. En total, hay pérdida y la reacción
debe necesariamente producirse. Se concibe sin embargo que se haga
esperar tanto más cuanto más disperso esté el mal entre la masa y
el bien más concentrado en un punto.
FIN
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