Lo que se ve y lo que no se ve
Por
Frédéric Bastiat
29
de junio de 1801
24
de diciembre de 1850
Claude
Frédéric Bastiat fue un escritor, legislador y economista francés
al que se considera uno de los mejores divulgadores del liberalismo
de la historia. Fue parte de la Escuela liberal francesa.
En
la esfera económica, un acto, una costumbre, una institución, una
ley no engendran un solo efecto, sino una serie de ellos. De estos
efectos 1, el primero es sólo el más inmediato; se manifiesta
simultáneamente con la causa, se ve. Los otros aparecen
sucesivamente, no se ven; bastante es si los prevemos. Toda la
diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita
al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los
que hay que prever. Pero esta diferencia es enorme, ya que casi
siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable,
las consecuencias ulteriores son funestas, y viceversa. — Así, el
mal economista persigue un beneficio inmediato que será seguido de
un gran mal en el futuro, mientras que el verdadero economista
persigue un gran bien para el futuro, aun a riesgo de un pequeño mal
presente.
Lo
mismo vale para la higiene o la moral. A menudo, cuanto más
agradable es el primer fruto de una costumbre, más amargos son los
siguientes. Por ejemplo: la corrupción, la pereza, el prodigarse. En
cuanto un hombre, impresionado por el efecto que se ve, no habiendo
aprendido aún a comprender los que no se ven, se abandona a sus
funestas costumbres, no sólo por rutina, sino por cálculo “su
propio beneficio”.
Esto
explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad. La
ignorancia lo rodea al principio; así, ésta determina sus actos por
sus consecuencias primeras, las únicas que, al principio, puede ver.
Sólo con el tiempo aprende a tener en cuenta las otras 2. Dos
maestros bien diferentes le enseñan esta lección: La Experiencia y
la Previsión. La experiencia enseña de manera eficaz pero brutal.
Nos instruye de todos los efectos de un acto haciéndonoslo sufrir, y
no podemos evitar, a fuerza de quemarnos, terminar sabiendo que el
fuego quema. Me gustaría, todo lo posible, sustituir este rudo
doctor por otro más agradable: la Previsión. Esto es por lo que voy
a investigar las consecuencias de
algunos
fenómenos económicos, oponiendo, a las que se ven, las que no se
ven.
I.
El cristal roto
¿Ha
sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan
Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una
ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente
habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos
treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al
propietario siempre el mismo consuelo: « La desdicha sirve para
algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo
tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se
rompieran cristales?» Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda
una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este
caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia,
dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas.
Suponiendo
que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se
quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera,
que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de
ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero
vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las
manos y bendicirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que
se ve.
Pero
si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre,
que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que
ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí!
Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que
no se ve.
No
se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una
cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera
tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo,
sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su
biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no
efectuará.
Hagamos
las cuentas para la industria en general. Estando el cristal roto, la
industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que
se
ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o
cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo
que no se ve. Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es
un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto
positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria
en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los
cristales se rompan o no.
Hagamos
ahora las cuentas de Juan Buenhombre. En la primera hipótesis, la
del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni
menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente
no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y
disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal. O sea, que
como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir
que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus
trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un
cristal roto.
Por
donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: « la
sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente, » —
y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los
proteccionistas: «Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo
nacional, » o más brevemente: « destrucción no es igual a
beneficio. » ¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, 3 que dirán
ustedes, seguidores de este buen Sr. de
Saint-Chamans,
que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria
ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría
que reconstruir?
Me
molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque
ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero
le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que
no se ve al lado de lo que se ve. Es preciso que el lector se
esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres,
en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan
Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un
disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos
muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su
industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial)
para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este
tercer personaje, que se deja siempre en la penumbra y que,
personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el
problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos
absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una
destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los
argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma
de formular el dicho popular: «¿Que sería de los cristaleros, si
nunca se rompieran cristales? » 4
II.
El despido
Lo
que vale para un hombre vale para un pueblo. Cuando quiere darse una
satisfacción, debe ver si vale lo que cuesta. Para una nación, la
Seguridad es el mayor de los bienes. Si, para adquirirla, hay que
poner en pie de guerra a cien mil hombres y gastar cien millones, no
tengo nada que decir. Es un disfrute comprado al precio de un
sacrificio. Que no se malinterprete el alcance de mi tesis.
Un
representante propone despedir cien mil hombres para dispensar a los
contribuyentes de pagar los cien millones. Si la respuesta se limita
a: « Esos cien mil hombres y cien millones son indispensables para
la seguridad nacional: es un sacrificio; pero, sin ese sacrificio,
Francia sería desgarrada por facciones o invadida por los
extranjeros. » — No tengo nada que oponer a este argumento, que
puede ser de hecho verdadero o falso, pero que no encierra ninguna
herejía económica. La herejía comienza cuando quiere representarse
el sacrificio mismo como una ventaja, porque beneficia a alguien.
O
mucho me equivoco, o el autor de la proposición no tardará más en
bajarse de la tribuna que el tiempo de que un orador se precipite a
ella para decir: « ¡Despedir cien mil hombres! ¿Lo ha pensado?
¿Qué va a ser de ellos? ¿De qué van a vivir? ¿Del trabajo? ¿Pero
no saben que el trabajo escasea por todas partes? ¿Que todos los
puestos están ocupados? ¿Quiere tirarlos a la plaza pública para
aumentar la competición y hacer bajar los salarios? Ahora que es tan
difícil ganarse la vida, ¿no es maravilloso que el Estado dé pan a
cien mil individuos? Considere, además, que el ejército consume
vino, vestidos, armas, que extiende la actividad por las fábricas,
en las ciudades de guarnición, y que es la Providencia de sus
numerosos proveedores. ¿No pensará siquiera en la idea de eliminar
este inmenso movimiento industrial? » Este discurso, claramente,
concluye con el mantenimiento de los cien mil soldados, abstracción
hecha de la necesidad de su servicio, y por consideraciones
económicas. Son estas consideraciones las que tengo que refutar.
Cien
mil hombres, que cuestan a los contribuyentes cien millones, viven y
permiten vivir a sus proveedores tanto como permiten cien millones:
esto es lo que se ve. Pero cien millones, salidos del bolsillo del
contribuyente, dejan de servir a los contribuyentes y a sus
proveedores, tanto como permiten esos cien millones: esto es lo que
no se ve. En cuanto a mí, os diré dónde está la pérdida, y, para
simplificar, en lugar de hablar de cien mil hombres y cien millones,
razonemos con un hombre y mil francos.
Henos
aquí en el pueblo de A. Los reclutadores pasan y reclutan un hombre.
Los recaudadores pasan y recaudan mil francos. El hombre y la suma de
dinero son transportados a Metz, destinada una a hacer vivir al otro
sin hacer nada. Si usted sólo observa Metz, ¡oh!, tiene usted cien
veces razón, la medida es muy ventajosa; pero si sus ojos se posan
en el pueblo de A, usted juzgará de otra manera, ya que, a no ser
que sea ciego, verá usted que el pueblo ha perdido un trabajador y
los mil francos que remuneraban su trabajo, y la actividad que,
mediante el gasto de esos mil francos, generaba en torno a él. A
primera vista, parece que haya compensación. El fenómeno que
sucedía en el pueblo A se pasa ahora en Metz, y eso es todo.
Pero
he aquí dónde está la pérdida. En el pueblo A, un hombre
trabajaba: era un trabajador; en Metz, hace mirada al frente,
izquierda y derecha: es un soldado. El dinero y la circulación son
los mismos en los dos casos; pero en uno había trescientos días de
trabajo productivo; en el otro, hay trescientos días de trabajo
improductivo, siempre bajo la suposición de que una parte del
ejército no es indispensable para la seguridad pública.
Ahora
viene el despido. Ustedes me señalan un incremento de cien mil
trabajadores, la competencia estimulada y la presión que ésta
ejerce sobre los salarios. Eso es lo que ustedes ven. Pero he aquí
lo que ustedes no ven. No ven que licenciar cien mil soldados no es
eliminar cien millones, es devolverlos a los contribuyentes. Ustedes
no ven que meter cien mil trabajadores en el mercado, es meter, de
golpe, los cien millones destinados a pagar su sueldo; que, en
consecuencia, la misma medida que aumenta la oferta de brazos aumenta
también la demanda; de ahí se sigue que vuestra bajada de salarios
es ilusoria. Ustedes no ven que antes, como después del despido, hay
en el país cien millones correspondientes a cien mil hombres; que
toda la diferencia consiste en esto: antes, el país da los cien
millones a los cien mil hombres por no hacer nada; después, se los
da por trabajar. En resumen, ustedes no ven que cuando un
contribuyente da su dinero, sea a un soldado a
cambio
de nada, sea a un trabajador a cambio de algo, todas las
consecuencias posteriores de la circulación de este dinero son las
mismas en los casos; solo que, en el segundo caso, el contribuyente
recibe algo, y en el primero, no recibe nada. — Resultado: una
perdida inútil para la nación.
El
sofisma que combato aquí no resiste la prueba de la progresión, que
es la piedra angular de todos los principios. Si, todo compensado,
todos los intereses examinados, hay un beneficio nacional en aumentar
el ejército, ¿por qué no alistar bajo la bandera toda la población
masculina del país?
III.
Los impuestos
¿Nunca
les ha sucedido oír decir: « Los impuestos, son el mejor
emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace
vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es
la vida.» Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir
la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus
argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir:
Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su
uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.
Las
ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala
social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para
sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos. Pero la
desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no
se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos,
aunque salte a la vista de la inteligencia.
Cuando
un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto
implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de
menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa;
mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide
hacerlo. Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos
a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse
dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los
impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan.
Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta
de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por
evaporación.
Lo
que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al
recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un
funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre,
es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado
final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos. Es muy
cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el
funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este
caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la
misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las
funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función,
pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por
los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le
cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no
invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a
su familia o a sus
proveedores;
que no se alegue que ésta favorece el trabajo.
Cuando
Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un
servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien
perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan,
y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un
funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir
vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir
que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del
trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera
hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al
parásito extra- legal o al legal. Habituémonos pues a no juzgar las
cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve.
El
año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la
Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente
excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba
sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: «Durante toda mi vida
he combatido los hombres del partido legitimista y del partido
religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que
los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he
dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado. »
Sí,
las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los
partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno
de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se
reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están
tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como
se las supone. Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba
en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas
hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la
República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía: «
Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de
pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito.
Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y
sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a
rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones
ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los
gobiernos constitucionales, etc. etc. »
Aunque
tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen
un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o
mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención
que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de
escatimar o por la envidia. Pero lo que me revuelve mi conciencia de
economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada
intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a
esta banalidad absurda, y siempre bien acogida:
«
Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las
artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros
no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida
en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es
matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria
nacional. »
Con
la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a
decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que
para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado
diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba.
¡Cómo!
Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi
terreno, mediando cien perras. En el momento de concluir, el
recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del
interior; mi contrato queda roto pero el Sr. ministro añadirá un
plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto
oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No
comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de
satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida,
es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y ésto
es tan cierto como lo otro. Un restaurador parisino ha ganado cien
perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no
ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato
oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno
inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve. ¡Dios mío!
cuanto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos
son cuatro; y si se consigue, se dice uno: « Está tan claro, que es
hasta aburrido. » — Después se vota como si nada se hubiera
probado.
IV.
Teatro, Bellas artes
¿Debe
el Estado subvencionar las artes? Hay en efecto mucho que decir a
Favor y en Contra. A favor del sistema de subvenciones, puede decirse
que las artes extienden, elevan y poetizan el alma de una nación,
que arrancan de las preocupaciones materiales, le dan el sentido de
lo bello, y actúan favorablemente en sus maneras, sus costumbres,
sus hábitos e incluso su industria. Podemos preguntarnos dónde
estaría la música en Francia, sin el Teatro-Italiano y el
Conservatorio; el arte dramático, sin el Teatro-Francés; la pintura
y la escultura, sin nuestras colecciones y museos. Se puede ir aún
más lejos y preguntarse si, sin la centralización y en consecuencia
la subvención de las bellas artes, ese gusto exquisito se hubiera
desarrollado, que es el noble patrimonio del trabajo francés e
impone sus frutos al universo entero. En presencia de tales
resultados, ¿no sería una gran imprudencia renunciar a esta módica
cotización de todos los ciudadanos que en definitiva, hace, en medio
de Europa, su superioridad y su gloria?
A
estas razones y a bastantes otras, de las que yo no pongo en duda su
fuerza, podemos oponer otras no menos poderosas. Hay, para empezar,
podríamos decir, una cuestión de justicia distributiva. El derecho
del legislador, ¿puede reducir el salario del artesano para
constituir un beneficio extra para el artista? El Sr. Lamartine
decía: « Si suprimís la subvención de un teatro, ¿dónde os
pararéis en esta vía?, ¿no seréis lógicamente llevados a
suprimir vuestras Facultades, vuestros museos, vuestros Institutos,
vuestras Bibliotecas? » Podría respondérsele: «Si usted quiere
subvencionar todo lo que es bueno y útil, ¿dónde se parará usted
en esa vía? ¿no será usted lógicamente llevado a constituir una
lista civil de la agricultura, la industria, el comercio, la
beneficencia, la instrucción? »
De
hecho, ¿es cierto que las subvenciones favorecen el progreso del
arte? Es ésta una cuestión lejos de estar resuelta, y vemos con
nuestros propios ojos que los teatros que prosperan son los que viven
de su propio funcionamiento. En fin, elevándose a más altas
consideraciones, puede observarse que las necesidades y los deseos
nacen los unos de los otros, y se elevan hacia cimas cada vez más
puras 5, a medida que la riqueza del público permite satisfacerlas;
que el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esta
correspondencia, ya que, en un estado dado de la riqueza actual, no
sabría estimular, mediante impuestos, las industrias del lujo sin
afectar a las de primera necesidad, interviniendo así en la marcha
normal de la civilización. Puede observarse que los desplazamientos
artificiales de necesidades, gustos, trabajo y población, ponen a
los pueblos en una situación precaria y peligrosa, que no tiene una
base sólida.
He
ahí algunas de la razones que alegan los adversarios de la
intervención del Estado, en lo que concierne el orden en el que los
ciudadanos creen deber satisfacer sus necesidades y deseos, y en
consecuencia dirigir su actividad. Yo soy, lo confieso, de los que
piensan que la elección, el impulso debe venir de abajo, y no de
arriba, de los ciudadanos, no del legislador; y la doctrina contraria
me parece conducir a la eliminación de la libertad y de la dignidad
humanas.
Pero,
por una deducción tan falsa como injusta, ¿saben de qué se acusa a
los economistas? De, cuando rehusamos la subvención, rechazar la
cosa misma que se subvenciona, de ser enemigos de todo tipo de
actividad, porque queremos que esas actividades sean, por una parte,
libres, y por otra, que ellas busquen en sí mismas su recompensa.
Así, ¿que pedimos al Estado que no intervenga, vía los impuestos,
en materia religiosa? somos ateos; ¿que pedimos que el Estado no
intervenga, vía impuestos, en la educación? odiamos las Luces; ¿que
decimos que el Estado no debe dar, por los impuestos, un valor
ficticio al suelo, o a una industria dada? somos enemigos de la
propiedad y del trabajo; ¿que pensamos que el estado no debe
subvencionar a los artistas? somos unos bárbaros que juzgamos las
artes inútiles.
Protesto
aquí con todas mis fuerzas contra estas deducciones. Lejos de pensar
que deberíamos reducir la religión, la educación, la propiedad, el
trabajo y las artes cuando pedimos que el Estado proteja el libre
desarrollo de todos estos órdenes de la actividad humana, sin les
subvencionar unos a expensas de otros, creemos por contra que todas
las fuerzas vivas de la sociedad se desarrollarán armoniosamente
bajo la influencia de la libertad, que ninguna de ellas será, como
lo vemos hoy en día, una fuente de problemas, de abusos, de tiranía
y de desorden.
Nuestros
adversarios creen que una actividad que no sea subvencionada ni
reglamentada es una actividad condenada. Nosotros creemos lo
contrario. Su fe es en el legislador, no en la humanidad. La nuestra
es en la humanidad, no en el legislador. Así, el Sr. Lamartine
decía: «En nombre de este principio, habría que abolir las
exposiciones públicas que hacen el honor y la riqueza de este país.»
Yo contesto al Sr. Lamartine: «Desde su punto de vista, no
subvencionar es abolir, porque, partiendo del hecho de que nada
existe si no es por voluntad del Estado, usted concluye que nada vive
salvo lo que los impuestos hacen vivir. Pero yo vuelvo contra usted
el ejemplo que ha escogido, y le hago observar que la más grande, la
más noble de las exposiciones, y la que ha sido realizada en la
mentalidad más liberal, la más universal, y hasta podría decir,
sin exagerar, humanitaria, es la exposición que se prepara en
Londres, la única en la que ningún gobierno se mete y que ningún
impuesto subvenciona.»
Volviendo
a las bellas artes, se puede, repito, alegar a favor y en contra del
sistema de subvenciones poderosas razones. El lector comprenderá
que, de acuerdo con el objetivo social de este escrito, no tengo por
qué exponer estas razones ni decantarme por una de ellas. Pero el
Sr. Lamartine a puesto de relieve un argumento que yo no puedo
silenciar, ya que entra en el preciso ámbito de este estudio
económico.
Ha
dicho:
La
cuestión económica, en materia de teatros, se reduce a una sola
palabra: El trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, es
un trabajo tan fecundo, tan productivo como todo tipo de trabajo en
una nación. Los teatros, saben ustedes, no alimentan, no pagan
salarios, en Francia, a menos de ochenta mil obreros de todo tipo,
pintores, constructores, decoradores, costureros, arquitectos, etc.,
que son la vida misma y el movimiento de varios barrios de esta
capital, y, a justo título, ¡deben recibir su simpatía!
¡Su
simpatía! — tradúzcase: sus subvenciones.
Y
aún más:
Los
placeres de París son el trabajo y el consumo de los departamentos,
y los lujos del rico son el salario y el pan de doscientos mil
obreros de toda clase, que viven de la tan diversa industria de
teatros sobre la superficie de la República, y reciben de esos
placeres nobles, que instruyen a Francia, el alimento para su vida y
las necesidades de sus familias e hijos. Es a ellos a los que dais
los 60,000 francos. (¡Muy bien! ¡muy bien!, numerosas
manifestaciones de aprobación)
Yo
estoy obligado a decir: ¡muy mal! ¡muy mal! restringiendo, por
supuesto, el alcance del juicio al argumento económico del que es
aquí cuestión. Sí, es a los obreros del teatro que irán, al menos
en parte, los 60,000 francos de los que se trata. Algunas migajas
podrán apartarse del camino. Incluso, si escrutamos de cerca la
cosa, quizá descubramos que el pastel tomará otro camino; ¡felices
los obreros si les quedan aunque sea unas migajas! Pero admitamos que
la subvención entera irá a los pintores, decoradores, costureros,
peluqueros, etc. Esto es lo que se ve. Pero, ¿de dónde viene? he
aquí el reverso de la cuestión, tan importante su examen como el
del anverso. ¿Dónde esta la fuente de los 60,000 francos? Y, ¿a
dónde irían, si un voto legislativo no los dirigiera primero a la
calle Rivoli y de ahí a la calle Grenelle? Esto es lo que no se ve.
Seguramente
nadie osará sostener que el voto legislativo ha hecho nacer esta
suma de la urna del escrutinio; que es una pura suma hecha a la
riqueza nacional; que, sin ese voto milagroso, esos sesenta mil
francos habrían sido por siempre jamás invisibles e impalpables.
Hay que admitir que todo lo que ha podido hacer la mayoría, es
decidir que serán cogidos de un sitio para ser enviados a otro, y
que no tendrán esa destinación más que porque son desviados de
otra.
Siendo
así la cosa, está claro que el contribuyente al que se le ha
cobrado un impuesto de 1 franco, no dispondrá de ese franco. Será
privado de una satisfacción en la medida de un franco, y el obrero,
el que sea, que la habría procurado, será privado en la misma
medida de su salario. No nos hagamos pues la pueril ilusión de creer
que el voto del 16 de Mayo añade lo que sea al bienestar y al
trabajo nacional. Desplaza los disfrutes, desplaza los salarios, eso
es todo.
¿Se
dirá que sustituye un genero de satisfacción y de trabajo por
satisfacciones y trabajos más urgentes, más morales, más
razonables? Yo podría luchar en este terreno. Yo podría decir:
Quitando 60,000 francos a los contribuyentes, ustedes disminuyen los
salarios de agricultores, obreros, carpinteros, herreros, y aumentan
otro tanto los salarios de cantantes, peluqueros, decoradores y
costureros. Nada prueba que esta última clase sea menos interesante
que la otra. El Sr. Lamartine no responde. Dice que el trabajo de los
teatros es tan fecundo, tan productivo (y no más) como cualquier
otro, lo que podría ser rebatido; ya que la prueba de que el segundo
no es tan productivo como el primero es que
éste
es obligado a subvencionar aquél.
Pero
esta comparación entre la valor y el mérito intrínseco de las
diversas formas de trabajo no entra en mi presente tesis. Todo lo que
tengo que hacer aquí es mostrar que si el Sr. Lamartine y las
personas que han aplaudido su argumentación han visto, con el ojo
izquierdo, los salarios ganados por los proveedores de los
comediantes, deberían haber visto, con el ojo derecho, los salarios
perdidos por los proveedores de los contribuyentes; y por no haberlo
hecho, se han expuesto al ridículo de tomar un desplazamiento por
una ganancia. Si fueran consecuentes con su doctrina, pedirían
subvenciones hasta el infinito; ya que lo que es cierto para un
franco y para 60,000, es cierto, en idénticas circunstancias, para
un millardo de francos.
Cuando
se trata de impuestos, señores, prueben su utilidad con razones de
fundamento, pero no con este desafortunado aserto: « Los gastos
públicos hacen vivir a la clase obrera. » Contiene el error de
disimular un hecho esencial, a saber que los gastos públicos
sustituyen siempre a gastos privados, y que, en consecuencia, hacen
en efecto vivir a un obrero en vez de a otro, pero no añaden nada al
conjunto de la clase obrera. Su argumentación está muy a la moda,
pero es demasiado absurda, para que la razón no tenga razón.
V.
Obras públicas
Que
una nación, después de haberse asegurado de que una gran empresa
debe beneficiar a la comunidad, la haga ejecutar bajo la financiación
de una cotización común, nada hay más natural. Pero la paciencia
se me agota, lo confieso, cuando oigo a alguien proclamar su apoyo a
ésta resolución con ésta metedura de pata económica: « Además
es una manera de crear trabajo para los obreros. »
El
estado traza un camino, construye un palacio, mejora una calle, cava
un canal; así da trabajo a unos obreros, esto es lo que se ve, pero
priva de trabajo a otros obreros, esto es lo que no se ve. He aquí
la carretera siendo construida. Mil obreros llegan todas la mañanas,
se van todas las noches, cierto es, tienen un salario. Si la
carretera no hubiera sido decretada, si los fondos no hubieran sido
votados, estas bravas gentes no habrían tenido ni el trabajo ni el
salario, bien es cierto.
Pero,
¿es esto todo? La operación, en su conjunto, ¿no comprende alguna
otra cosa? En el momento en el que el Sr. Dupin pronuncia las
palabras sacramentales: « La Asamblea ha adoptado », ¿descienden
los millones milagrosamente por un rayo de luna a las arcas de los
señores Fould y Bineau? Para que la evolución, como se dice, sea
completa, ¿no hace falta que el Estado organice tanto el cobro como
el gasto? ¿que ponga a sus recaudadores en campaña y a sus
contribuyentes a contribuir? Estudie entonces la cuestión en sus dos
elementos. Siempre constatando el destino que el Estado da a los
millones votados, no olvide constatar también el destino que los
contribuyentes habrían dado — y ya no pueden dar— a esos mismos
millones. Entonces, comprenderá que una empresa pública es un
medallón con dos caras. En una figura un obrero ocupado, con la
inscripción: lo que se ve, y sobre la otra, un obrero en paro, con
la inscripción: lo que no se ve.
El
sofisma que yo combato en este escrito es tanto más peligroso,
aplicado a las obras públicas, en cuanto sirve a las empresas más
alocadas. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real,
basta invocar esta utilidad. Pero si no se puede, ¿que se hace? Se
recurre a este engaño: « Hay que dar trabajo a los obreros. »
Dicho esto, se ordena hacer y deshacer las terrazas de los Campos de
Marte. El gran Napoleón, lo sabemos, creía hacer una obra
filantrópica haciendo cavar y rellenar fosas. También decía: «¿Qué
importa el resultado? No hay más que ver la riqueza distribuida
entre las clases trabajadoras. »
Vayamos
al fondo del asunto. El dinero nos hace ilusión. Pedir la
participación, en forma de dinero, de todos los ciudadanos a una
obra común, es en realidad pedirles una participación al contado:
ya que cada uno de ellos se procura, mediante el trabajo, la suma
sobre la que se le impone fiscalmente. Que se reúna a todos los
ciudadanos para hacerles ejecutar, mediante préstamo, una obra útil
a todos, es comprensible; su recompensa estará en el resultado de la
obra misma. Pero que tras haberles convocado, se les pida hacer
carreteras por las que ninguno va a pasar, palacios en los que
ninguno de ellos habitará, y esto, bajo pretexto de ofrecerles
trabajo: esto sería absurdo y ciertamente podrían objetar: de este
trabajo no obtendremos beneficio alguno (sólo obtendremos el
esfuerzo); preferimos trabajar por nuestra cuenta. El procedimiento
por el que se hace participar a los ciudadanos en dinero y no en
trabajo no cambia nada el resultado general. Solo que, por el primer
procedimiento, la pérdida se reparte entre todo el mundo. Por el
primero, aquellos a los que el Estado ocupa escapan a su parte de
pérdida, añadiéndola a la que sus compatriotas han sufrido ya.
Hay
un artículo de la Constitución que dice: « La sociedad favorece y
apoya el desarrollo del trabajo... mediante el establecimiento por el
Estado, los departamentos y las comunas, de obras públicas
destinadas a emplear los brazos desocupados. » Como medida temporal,
en un tiempo de crisis, durante un invierno riguroso, esta
intervención del contribuyente puede tener buenos efectos. Actúa de
la misma manera que los seguros. No añade nada al trabajo y al
salario, pero toma trabajo y salario del tiempo ordinario para dotar,
con pérdida bien es cierto, las épocas difíciles. Como medida
permanente, general, sistemática, no es más que un engaño ruinosa,
un imposible, una contradicción que muestra un poco de trabajo
estimulado que se ve, y oculta mucho trabajo impedido, que no se ve.
VI.
Los intermediarios
La
sociedad es el conjunto de servicios que los hombres prestan por la
fuerza o voluntariamente los unos a los otros, es decir, servicios
públicos y servicios privados. Los primeros, impuestos y
reglamentados por la ley, que no siempre es fácil de cambiar cuando
debería, pueden sobrevivir largo tiempo, tanto como su propia
utilidad, y conservar aún el nombre de servicios públicos, incluso
cuando dejan de ser servicios, e incluso cuando no son más que
vejaciones públicas. Los segundos son del ámbito de la voluntad, de
la responsabilidad individual. Cada uno da y recibe lo que él
quiere, lo que puede, tras un debate contradictorio. Se les supone
siempre una utilidad real, medida con exactitud por su valor
comparativo. Es por esto por lo que aquellos son tachados de
inmovilismo, mientras que estos obedecen a la ley del progreso.
Mientras
que el desarrollo exagerado de los servicios públicos, por la
pérdida de fuerzas que entraña, tiende a constituir en el seno de
la sociedad un funesto parasitismo, es bastante singular que varias
sectas modernas, atribuyendo este carácter a los servicios libres y
privados, buscan transformar las profesiones en funciones. Estas
sectas se alzan con fuerza contra lo que ellas denominan
intermediarios.
Suprimirían
de buen grado al capitalista, al banquero, al especulador, al
empresario, al mercader y al negociante, acusándoles de interponerse
entre la producción y el consumo para sangrarlos a los dos, sin
añadirles valor alguno. — O mejor aún, les gustaría transferir
al Estado la obra que éstos llevan a cabo, ya que ésta no podría
ser suprimida. El sofisma de los socialistas sobre este punto
consiste en mostrar al público lo que él paga a los intermediarios
a cambio de sus servicios, y en ocultarles lo que habría que pagar
al Estado. Es siempre la lucha entre lo que se ve directamente con
los ojos y lo que sólo el espíritu puede intuir, entre lo que se ve
y lo que no se ve.
Fue
sobre todo en 1847 y a la ocasión de la penuria que las escuelas
socialistas intentaron y consiguieron popularizar su funesta teoría.
Sabían bien que la más absurda propaganda tiene una posibilidad de
ser aceptada por aquellos que sufren; malesuada fames. Así,
ayudándose de grandes frases: Explotación del hombre por el hombre,
especulación sobre el hambre, acaparamiento, buscan denigrar el
comercio y correr un tupido velo sobre sus beneficios.
«
¿Por qué, dicen, dejar a los negociantes al cuidado de hacer llegar
las mercancías de los Estados Unidos y de Crimea? ¿Por qué el
Estado, los departamentos, las comunas no organizan un servicio de
abastecimiento y almacenes de reserva? Llegarían al precio de coste,
y el pueblo, el pobre pueblo estaría liberado del tributo que paga
al comercio libre, es decir, egoísta, individualista y anárquico. »
El
tributo que el pueblo paga al comercio, es lo que se ve . El tributo
que el pueblo pagaría al Estado o a sus agentes, en el sistema
socialista, es lo que no se ve. ¿En qué consiste el pretendido
tributo que el pueblo paga al comercio? En esto: que dos hombres se
presten mutuamente servicio, en completa libertad, bajo la presión
de la competencia y tras debatir el precio. Cuando el estómago que
tiene hambre está en París y el trigo que puede satisfacerlo está
en Odessa, el sufrimiento no puede cesar si el trigo no se acerca al
estómago. Hay tres medios para que se opere este acercamiento: 1º
Los hombres hambrientos pueden ir ellos mismos a buscar el trigo. 2º
Pueden dirigirse a los que se encargan de esa tarea. 3º pueden
cotizar a un fondo y encargar a funcionarios públicos de la
operación.
De
estos tres medios, ¿Cuál es el más ventajoso?
En
cualquier época, en cualquier país, y tanto más cuanto más
libres, más cultivados y más experimentados son, los hombres
siempre han escogido preferentemente el segundo, y confieso que esto
es suficiente para poner, a mi modo de ver, la respuesta de ese lado.
Mi espíritu se niega a admitir que la humanidad en masa se equivoca
en un tema que tanto la concierne 6.
Examinemos
en cualquier caso.
Que
treinta y seis millones de ciudadanos partan para buscar el trigo que
necesitan a Odessa, es evidentemente irrealizable. El primer medio no
vale nada. Los consumidores no pueden actuar por ellos mismos, luego
por fuerza han de recurrir a intermediarios, sean funcionarios o
negociantes.
Notemos
sin embargo que este primer medio sería el más natural. En el
fondo, corresponde a aquél que tiene hambre el ir a buscar el trigo.
Es una molestia que le concierne; es un servicio que se debe a si
mismo. Si otro, por el motivo que sea, le presta este servicio y se
toma la molestia por él, este otro tiene derecho a una compensación.
Lo que digo aquí, es para constatar que los servicios de los
intermediarios contienen en si mismos el principio de la
remuneración. De la manera que sea, ya que hay que recurrir a lo que
los socialistas caracterizan de parásito, ¿cuál es, entre el
negociante y el funcionario, el parásito menos exigente?
El
comercio (lo supongo libre, si no, ¿cómo podría razonar?), el
comercio, digo, está llamado, por interés, a estudiar las
estaciones, a observar día a día el estado de las cosechas, a
recibir informaciones de todos los puntos del globo, a prever
necesidades, a tomar precauciones. Hay navíos preparados,
corresponsales por todas partes, y su interés inmediato es comprar
al mejor precio posible, economizar en todos los detalles de la
operación, y conseguir los mejores resultados con el mínimo
esfuerzo. No son sólo los negociantes franceses, sino los
negociantes del mundo entero quienes se ocupan del abastecimiento de
Francia en caso de necesidad; y si el interés les lleva
irremediablemente a cumplir con su tarea al mínimo costo, la
competencia que se hacen entre ellos les lleva no menos
irremediablemente a hacer llegar a los consumidores todo el ahorro
realizado. El trigo llega, el comercio tiene interés en venderlo lo
antes posible para evitar riesgos, a verificar sus fondos y
recomenzar si se puede. Dirigido por la comparación de precios,
distribuye los alimentos por todo el país, comenzando siempre por el
lugar más caro, es decir, allí donde la necesidad se hace sentir
más. No es posible entonces imaginar una organización mejor
calculada en el interés de los que tienen hambre, y la belleza de
esta organización, que escapa a los socialistas, resulta de que es
libre. — En verdad, el consumidor está obligado a reembolsar al
comercio de los gastos de transporte, transbordos, almacenaje,
comisión, etc.; ¿pero en que sistema no hace falta que el que come
el trigo no pague los gastos que hay que hacer para que esté a su
alcance? Además hay que pagar la remuneración del servicio dado,
pero, en cuanto a su importancia, está reducida al mínimo posible
por la competencia; y, en cuanto a su justicia, sería extraño que
los artesanos de París no trabajasen para los negociantes de
Marsella, cuando los negociantes de Marsella trabajan para los
artesanos de París.
¿Qué,
según la invención socialista cuando el Estado sustituyese al
comercio, qué ocurriría? Ruego que se me señale dónde estaría,
para el público, la economía. ¿Estaría en el precio de compra?
Pero que se imagine los delegados de cuarenta mil comunas que llegan
a Odessa un día dado y de necesidad; que se imagine el efecto sobre
el precio. ¿Estaría en los gastos? Pero, ¿harán falta menos
navíos, menos marineros, menos transbordos, menos almacenaje, o
serían dispensados de pagar todas estas cosas? ¿Será en el
beneficio de los negociantes? ¿Pero es que los delegados
funcionarios irán a Odessa a cambio de nada? ¿Es que trabajarían y
viajarían por el principio de la fraternidad? ¿No haría falta que
viviesen? ¿No haría falta que su tiempo fuese pagado? ¿Y creéis
que esto no superará mil veces el dos o tres por ciento que gana el
negociante, tasa que él está presto a aceptar?
Y
además, piensen en la dificultad de recaudar tantos impuestos, de
repartir tantos alimentos. Piensen en las injusticias, en los abusos
inseparables de une empresa tal. Piensen en la responsabilidad que
pesaría sobre el gobierno. Los socialistas que han inventado estas
locuras, y que, los días de desgracia, insuflan en el espíritu de
las masas, de dan el título de hombres avanzados, y peligrosamente
el uso, ese tirano de las lenguas, ratifica la palabra y el juicio
que implica. ¡Avanzados! Esto supone que estos señores ven más
lejos que el vulgo; que su solo error es el de estar adelantados a su
siglo; y que si no ha venido aún el tiempo de suprimir ciertos
servicios libres, pretendidos parásitos, la culpa es del público
que está retrasado respecto al socialismo. En mi alma y conciencia,
es lo contrario lo verdadero, y no sé a qué siglo bárbaro habría
que remontar para encontrar, sobre este tema, el nivel de
conocimientos socialista.
Los
sectarios modernos oponen sin cese la asociación a la sociedad
actual. No se dan cuenta de que la sociedad, en un régimen de
libertad, es una verdadera asociación, muy superior a todas las que
salen de su fértil imaginación.
Elucidemos
esto mediante un ejemplo:
Para
que un hombre pueda, al levantarse, ponerse un traje, hace falta que
un terreno haya sido librado de malas hierbas, secado, arado,
sembrado de un cierto tipo de vegetal; hace falta que los rebaños se
hayan alimentado de ellos, que hayan dado lana, que ésta haya sido
hilada, tejida, teñida y convertida en tela; que esta tela haya sido
cortada, cosida, y convertida en vestido. Y toda esta serie de
operaciones implica una multitud de personas; ya que ella supone el
empleo de instrumentos para arar, rediles, fábricas, hulla, minas,
carros, etc. Si la sociedad no fuera una asociación más que real,
el que quisiera un traje se vería obligado a trabajar en solitario,
es decir a realizar él mismo todos los innumerables actos de esta
serie, desde el primer golpe de pico que la comienza hasta el último
cosido de aguja que la termina.
Pero,
gracias a la sociabilidad que es el carácter distintivo de nuestra
especie, estas operaciones han sido distribuidas entre una multitud
de trabajadores, y se subdividen cada vez más por el bien común, a
medida que, incrementándose el consumo, un acto especializado puede
alimentar una industria nueva. Viene después el reparto del
producto, que se produce según el valor que cada uno ha aportado a
la obra final. Si esto no es una asociación, me pregunto qué puede
serlo.
Noten
que como ninguno de los trabajadores ha sacado de la nada la mínima
partícula de materia, han tenido que ofrecerse servicios mutuos,
ayudarse dentro de un objetivo común, y que todos pueden ser
considerados, respecto a los otros, como intermediarios. Si, por
ejemplo, en el curso de la operación, el transporte se vuelve
importante para ocupar a una persona, el hilado una segunda, el
tejido una tercera, ¿por qué la primera sería considerada como más
parásita que las otras? ¿No hace falta que el transporte se haga?
¿El que lo hace no consagra tiempo y molestias a ello? ¿No les
hacen falta a sus asociados? ¿Hacen estos más que él u otra cosa?
¿No están todos sometidos a la remuneración, es decir por el
reparto del producto, a la ley del precio discutido? ¿No es así que
en completa libertad, por el bien común, se produce esta división
de trabajos y se llega a esos acuerdos? ¿Qué hace entonces un
socialista, bajo pretexto de la organización, viniendo
despóticamente a destruir nuestros acuerdos voluntarios, terminar
con la división del trabajo, substituir los esfuerzos aislados por
los asociados y hacer retroceder la civilización?
La
asociación, tal como yo la describo aquí, ¿es menos asociación,
porque cada uno entra y sale libremente, escoge su lugar, juzga y
estipula por si mismo bajo su responsabilidad, y aporta la motivación
y la garantía de su interés personal? Para que merezca tal nombre,
¿es necesario que un pretendido reformador nos venga a imponer su
fórmula y su voluntad y concentrar, por así decir, la humanidad en
él mismo? Cuanto más examinamos estas escuelas avanzadas, más nos
convencemos de que en el fondo no hay más que una cosa: la
ignorancia proclamándose infalible y reclamando el despotismo en
nombre de esta infalibilidad.
Que
el lector excuse esta digresión. No puede ser inútil en el momento
en que, salidas de libros sansimonianos, falansterianos e icarianos,
7 las proclamas contra los intermediarios invaden el periodismo y las
tribunas, y amenazan seriamente la libertad del trabajo y de las
transacciones.
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