domingo, 21 de mayo de 2017

REFLEXIONES MUY BUENAS Y AMENAS SOBRE CUESTIONES DE ECONOMÍA POLÍTICA.(S. XIX)


Lo que se ve y lo que no se ve

Por Frédéric Bastiat

29 de junio de 1801
24 de diciembre de 1850


Claude Frédéric Bastiat fue un escritor, legislador y economista francés al que se considera uno de los mejores divulgadores del liberalismo de la historia. Fue parte de la Escuela liberal francesa.


En la esfera económica, un acto, una costumbre, una institución, una ley no engendran un solo efecto, sino una serie de ellos. De estos efectos 1, el primero es sólo el más inmediato; se manifiesta simultáneamente con la causa, se ve. Los otros aparecen sucesivamente, no se ven; bastante es si los prevemos. Toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever. Pero esta diferencia es enorme, ya que casi siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores son funestas, y viceversa. — Así, el mal economista persigue un beneficio inmediato que será seguido de un gran mal en el futuro, mientras que el verdadero economista persigue un gran bien para el futuro, aun a riesgo de un pequeño mal presente.

Lo mismo vale para la higiene o la moral. A menudo, cuanto más agradable es el primer fruto de una costumbre, más amargos son los siguientes. Por ejemplo: la corrupción, la pereza, el prodigarse. En cuanto un hombre, impresionado por el efecto que se ve, no habiendo aprendido aún a comprender los que no se ven, se abandona a sus funestas costumbres, no sólo por rutina, sino por cálculo “su propio beneficio”.

Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad. La ignorancia lo rodea al principio; así, ésta determina sus actos por sus consecuencias primeras, las únicas que, al principio, puede ver. Sólo con el tiempo aprende a tener en cuenta las otras 2. Dos maestros bien diferentes le enseñan esta lección: La Experiencia y la Previsión. La experiencia enseña de manera eficaz pero brutal. Nos instruye de todos los efectos de un acto haciéndonoslo sufrir, y no podemos evitar, a fuerza de quemarnos, terminar sabiendo que el fuego quema. Me gustaría, todo lo posible, sustituir este rudo doctor por otro más agradable: la Previsión. Esto es por lo que voy a investigar las consecuencias de
algunos fenómenos económicos, oponiendo, a las que se ven, las que no se ven.


I. El cristal roto
¿Ha sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al propietario siempre el mismo consuelo: « La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales?» Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia, dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas.

Suponiendo que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera, que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las manos y bendicirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que se ve.

Pero si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre, que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí! Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo, sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no efectuará.

Hagamos las cuentas para la industria en general. Estando el cristal roto, la industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que
se ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo que no se ve. Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los cristales se rompan o no.

Hagamos ahora las cuentas de Juan Buenhombre. En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal. O sea, que como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un cristal roto.

Por donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: « la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente, » — y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: «Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo nacional, » o más brevemente: « destrucción no es igual a beneficio. » ¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, 3 que dirán ustedes, seguidores de este buen Sr. de
Saint-Chamans, que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría que reconstruir?

Me molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve al lado de lo que se ve. Es preciso que el lector se esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres, en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial) para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este tercer personaje, que se deja siempre en la penumbra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma de formular el dicho popular: «¿Que sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales? » 4




II. El despido
Lo que vale para un hombre vale para un pueblo. Cuando quiere darse una satisfacción, debe ver si vale lo que cuesta. Para una nación, la Seguridad es el mayor de los bienes. Si, para adquirirla, hay que poner en pie de guerra a cien mil hombres y gastar cien millones, no tengo nada que decir. Es un disfrute comprado al precio de un sacrificio. Que no se malinterprete el alcance de mi tesis.

Un representante propone despedir cien mil hombres para dispensar a los contribuyentes de pagar los cien millones. Si la respuesta se limita a: « Esos cien mil hombres y cien millones son indispensables para la seguridad nacional: es un sacrificio; pero, sin ese sacrificio, Francia sería desgarrada por facciones o invadida por los extranjeros. » — No tengo nada que oponer a este argumento, que puede ser de hecho verdadero o falso, pero que no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando quiere representarse el sacrificio mismo como una ventaja, porque beneficia a alguien.

O mucho me equivoco, o el autor de la proposición no tardará más en bajarse de la tribuna que el tiempo de que un orador se precipite a ella para decir: « ¡Despedir cien mil hombres! ¿Lo ha pensado? ¿Qué va a ser de ellos? ¿De qué van a vivir? ¿Del trabajo? ¿Pero no saben que el trabajo escasea por todas partes? ¿Que todos los puestos están ocupados? ¿Quiere tirarlos a la plaza pública para aumentar la competición y hacer bajar los salarios? Ahora que es tan difícil ganarse la vida, ¿no es maravilloso que el Estado dé pan a cien mil individuos? Considere, además, que el ejército consume vino, vestidos, armas, que extiende la actividad por las fábricas, en las ciudades de guarnición, y que es la Providencia de sus numerosos proveedores. ¿No pensará siquiera en la idea de eliminar este inmenso movimiento industrial? » Este discurso, claramente, concluye con el mantenimiento de los cien mil soldados, abstracción hecha de la necesidad de su servicio, y por consideraciones económicas. Son estas consideraciones las que tengo que refutar.

Cien mil hombres, que cuestan a los contribuyentes cien millones, viven y permiten vivir a sus proveedores tanto como permiten cien millones: esto es lo que se ve. Pero cien millones, salidos del bolsillo del contribuyente, dejan de servir a los contribuyentes y a sus proveedores, tanto como permiten esos cien millones: esto es lo que no se ve. En cuanto a mí, os diré dónde está la pérdida, y, para simplificar, en lugar de hablar de cien mil hombres y cien millones, razonemos con un hombre y mil francos.

Henos aquí en el pueblo de A. Los reclutadores pasan y reclutan un hombre. Los recaudadores pasan y recaudan mil francos. El hombre y la suma de dinero son transportados a Metz, destinada una a hacer vivir al otro sin hacer nada. Si usted sólo observa Metz, ¡oh!, tiene usted cien veces razón, la medida es muy ventajosa; pero si sus ojos se posan en el pueblo de A, usted juzgará de otra manera, ya que, a no ser que sea ciego, verá usted que el pueblo ha perdido un trabajador y los mil francos que remuneraban su trabajo, y la actividad que, mediante el gasto de esos mil francos, generaba en torno a él. A primera vista, parece que haya compensación. El fenómeno que sucedía en el pueblo A se pasa ahora en Metz, y eso es todo.

Pero he aquí dónde está la pérdida. En el pueblo A, un hombre trabajaba: era un trabajador; en Metz, hace mirada al frente, izquierda y derecha: es un soldado. El dinero y la circulación son los mismos en los dos casos; pero en uno había trescientos días de trabajo productivo; en el otro, hay trescientos días de trabajo improductivo, siempre bajo la suposición de que una parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública.

Ahora viene el despido. Ustedes me señalan un incremento de cien mil trabajadores, la competencia estimulada y la presión que ésta ejerce sobre los salarios. Eso es lo que ustedes ven. Pero he aquí lo que ustedes no ven. No ven que licenciar cien mil soldados no es eliminar cien millones, es devolverlos a los contribuyentes. Ustedes no ven que meter cien mil trabajadores en el mercado, es meter, de golpe, los cien millones destinados a pagar su sueldo; que, en consecuencia, la misma medida que aumenta la oferta de brazos aumenta también la demanda; de ahí se sigue que vuestra bajada de salarios es ilusoria. Ustedes no ven que antes, como después del despido, hay en el país cien millones correspondientes a cien mil hombres; que toda la diferencia consiste en esto: antes, el país da los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada; después, se los da por trabajar. En resumen, ustedes no ven que cuando un contribuyente da su dinero, sea a un soldado a
cambio de nada, sea a un trabajador a cambio de algo, todas las consecuencias posteriores de la circulación de este dinero son las mismas en los casos; solo que, en el segundo caso, el contribuyente recibe algo, y en el primero, no recibe nada. — Resultado: una perdida inútil para la nación.

El sofisma que combato aquí no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra angular de todos los principios. Si, todo compensado, todos los intereses examinados, hay un beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no alistar bajo la bandera toda la población masculina del país?


III. Los impuestos
¿Nunca les ha sucedido oír decir: « Los impuestos, son el mejor emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es la vida.» Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir: Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.

Las ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos. Pero la desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos, aunque salte a la vista de la inteligencia.

Cuando un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa; mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide hacerlo. Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan. Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por evaporación.

Lo que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre, es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos. Es muy cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función, pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a su familia o a sus
proveedores; que no se alegue que ésta favorece el trabajo.

Cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan, y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al parásito extra- legal o al legal. Habituémonos pues a no juzgar las cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve.

El año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: «Durante toda mi vida he combatido los hombres del partido legitimista y del partido religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado. »

Sí, las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como se las supone. Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía: « Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito. Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los gobiernos constitucionales, etc. etc. »

Aunque tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de escatimar o por la envidia. Pero lo que me revuelve mi conciencia de economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a esta banalidad absurda, y siempre bien acogida:

« Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria nacional. »

Con la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba.

¡Cómo! Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi terreno, mediando cien perras. En el momento de concluir, el recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del interior; mi contrato queda roto pero el Sr. ministro añadirá un plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida, es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y ésto es tan cierto como lo otro. Un restaurador parisino ha ganado cien perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve. ¡Dios mío! cuanto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos son cuatro; y si se consigue, se dice uno: « Está tan claro, que es hasta aburrido. » — Después se vota como si nada se hubiera probado.


IV. Teatro, Bellas artes
¿Debe el Estado subvencionar las artes? Hay en efecto mucho que decir a Favor y en Contra. A favor del sistema de subvenciones, puede decirse que las artes extienden, elevan y poetizan el alma de una nación, que arrancan de las preocupaciones materiales, le dan el sentido de lo bello, y actúan favorablemente en sus maneras, sus costumbres, sus hábitos e incluso su industria. Podemos preguntarnos dónde estaría la música en Francia, sin el Teatro-Italiano y el Conservatorio; el arte dramático, sin el Teatro-Francés; la pintura y la escultura, sin nuestras colecciones y museos. Se puede ir aún más lejos y preguntarse si, sin la centralización y en consecuencia la subvención de las bellas artes, ese gusto exquisito se hubiera desarrollado, que es el noble patrimonio del trabajo francés e impone sus frutos al universo entero. En presencia de tales resultados, ¿no sería una gran imprudencia renunciar a esta módica cotización de todos los ciudadanos que en definitiva, hace, en medio de Europa, su superioridad y su gloria?

A estas razones y a bastantes otras, de las que yo no pongo en duda su fuerza, podemos oponer otras no menos poderosas. Hay, para empezar, podríamos decir, una cuestión de justicia distributiva. El derecho del legislador, ¿puede reducir el salario del artesano para constituir un beneficio extra para el artista? El Sr. Lamartine decía: « Si suprimís la subvención de un teatro, ¿dónde os pararéis en esta vía?, ¿no seréis lógicamente llevados a suprimir vuestras Facultades, vuestros museos, vuestros Institutos, vuestras Bibliotecas? » Podría respondérsele: «Si usted quiere subvencionar todo lo que es bueno y útil, ¿dónde se parará usted en esa vía? ¿no será usted lógicamente llevado a constituir una lista civil de la agricultura, la industria, el comercio, la beneficencia, la instrucción? »

De hecho, ¿es cierto que las subvenciones favorecen el progreso del arte? Es ésta una cuestión lejos de estar resuelta, y vemos con nuestros propios ojos que los teatros que prosperan son los que viven de su propio funcionamiento. En fin, elevándose a más altas consideraciones, puede observarse que las necesidades y los deseos nacen los unos de los otros, y se elevan hacia cimas cada vez más puras 5, a medida que la riqueza del público permite satisfacerlas; que el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esta correspondencia, ya que, en un estado dado de la riqueza actual, no sabría estimular, mediante impuestos, las industrias del lujo sin afectar a las de primera necesidad, interviniendo así en la marcha normal de la civilización. Puede observarse que los desplazamientos artificiales de necesidades, gustos, trabajo y población, ponen a los pueblos en una situación precaria y peligrosa, que no tiene una base sólida.

He ahí algunas de la razones que alegan los adversarios de la intervención del Estado, en lo que concierne el orden en el que los ciudadanos creen deber satisfacer sus necesidades y deseos, y en consecuencia dirigir su actividad. Yo soy, lo confieso, de los que piensan que la elección, el impulso debe venir de abajo, y no de arriba, de los ciudadanos, no del legislador; y la doctrina contraria me parece conducir a la eliminación de la libertad y de la dignidad humanas.

Pero, por una deducción tan falsa como injusta, ¿saben de qué se acusa a los economistas? De, cuando rehusamos la subvención, rechazar la cosa misma que se subvenciona, de ser enemigos de todo tipo de actividad, porque queremos que esas actividades sean, por una parte, libres, y por otra, que ellas busquen en sí mismas su recompensa. Así, ¿que pedimos al Estado que no intervenga, vía los impuestos, en materia religiosa? somos ateos; ¿que pedimos que el Estado no intervenga, vía impuestos, en la educación? odiamos las Luces; ¿que decimos que el Estado no debe dar, por los impuestos, un valor ficticio al suelo, o a una industria dada? somos enemigos de la propiedad y del trabajo; ¿que pensamos que el estado no debe subvencionar a los artistas? somos unos bárbaros que juzgamos las artes inútiles.
Protesto aquí con todas mis fuerzas contra estas deducciones. Lejos de pensar que deberíamos reducir la religión, la educación, la propiedad, el trabajo y las artes cuando pedimos que el Estado proteja el libre desarrollo de todos estos órdenes de la actividad humana, sin les subvencionar unos a expensas de otros, creemos por contra que todas las fuerzas vivas de la sociedad se desarrollarán armoniosamente bajo la influencia de la libertad, que ninguna de ellas será, como lo vemos hoy en día, una fuente de problemas, de abusos, de tiranía y de desorden.

Nuestros adversarios creen que una actividad que no sea subvencionada ni reglamentada es una actividad condenada. Nosotros creemos lo contrario. Su fe es en el legislador, no en la humanidad. La nuestra es en la humanidad, no en el legislador. Así, el Sr. Lamartine decía: «En nombre de este principio, habría que abolir las exposiciones públicas que hacen el honor y la riqueza de este país.» Yo contesto al Sr. Lamartine: «Desde su punto de vista, no subvencionar es abolir, porque, partiendo del hecho de que nada existe si no es por voluntad del Estado, usted concluye que nada vive salvo lo que los impuestos hacen vivir. Pero yo vuelvo contra usted el ejemplo que ha escogido, y le hago observar que la más grande, la más noble de las exposiciones, y la que ha sido realizada en la mentalidad más liberal, la más universal, y hasta podría decir, sin exagerar, humanitaria, es la exposición que se prepara en Londres, la única en la que ningún gobierno se mete y que ningún impuesto subvenciona.»

Volviendo a las bellas artes, se puede, repito, alegar a favor y en contra del sistema de subvenciones poderosas razones. El lector comprenderá que, de acuerdo con el objetivo social de este escrito, no tengo por qué exponer estas razones ni decantarme por una de ellas. Pero el Sr. Lamartine a puesto de relieve un argumento que yo no puedo silenciar, ya que entra en el preciso ámbito de este estudio económico.

Ha dicho:

La cuestión económica, en materia de teatros, se reduce a una sola palabra: El trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, es un trabajo tan fecundo, tan productivo como todo tipo de trabajo en una nación. Los teatros, saben ustedes, no alimentan, no pagan salarios, en Francia, a menos de ochenta mil obreros de todo tipo, pintores, constructores, decoradores, costureros, arquitectos, etc., que son la vida misma y el movimiento de varios barrios de esta capital, y, a justo título, ¡deben recibir su simpatía!
¡Su simpatía! — tradúzcase: sus subvenciones.

Y aún más:

Los placeres de París son el trabajo y el consumo de los departamentos, y los lujos del rico son el salario y el pan de doscientos mil obreros de toda clase, que viven de la tan diversa industria de teatros sobre la superficie de la República, y reciben de esos placeres nobles, que instruyen a Francia, el alimento para su vida y las necesidades de sus familias e hijos. Es a ellos a los que dais los 60,000 francos. (¡Muy bien! ¡muy bien!, numerosas manifestaciones de aprobación)

Yo estoy obligado a decir: ¡muy mal! ¡muy mal! restringiendo, por supuesto, el alcance del juicio al argumento económico del que es aquí cuestión. Sí, es a los obreros del teatro que irán, al menos en parte, los 60,000 francos de los que se trata. Algunas migajas podrán apartarse del camino. Incluso, si escrutamos de cerca la cosa, quizá descubramos que el pastel tomará otro camino; ¡felices los obreros si les quedan aunque sea unas migajas! Pero admitamos que la subvención entera irá a los pintores, decoradores, costureros, peluqueros, etc. Esto es lo que se ve. Pero, ¿de dónde viene? he aquí el reverso de la cuestión, tan importante su examen como el del anverso. ¿Dónde esta la fuente de los 60,000 francos? Y, ¿a dónde irían, si un voto legislativo no los dirigiera primero a la calle Rivoli y de ahí a la calle Grenelle? Esto es lo que no se ve.
Seguramente nadie osará sostener que el voto legislativo ha hecho nacer esta suma de la urna del escrutinio; que es una pura suma hecha a la riqueza nacional; que, sin ese voto milagroso, esos sesenta mil francos habrían sido por siempre jamás invisibles e impalpables. Hay que admitir que todo lo que ha podido hacer la mayoría, es decidir que serán cogidos de un sitio para ser enviados a otro, y que no tendrán esa destinación más que porque son desviados de otra.

Siendo así la cosa, está claro que el contribuyente al que se le ha cobrado un impuesto de 1 franco, no dispondrá de ese franco. Será privado de una satisfacción en la medida de un franco, y el obrero, el que sea, que la habría procurado, será privado en la misma medida de su salario. No nos hagamos pues la pueril ilusión de creer que el voto del 16 de Mayo añade lo que sea al bienestar y al trabajo nacional. Desplaza los disfrutes, desplaza los salarios, eso es todo.

¿Se dirá que sustituye un genero de satisfacción y de trabajo por satisfacciones y trabajos más urgentes, más morales, más razonables? Yo podría luchar en este terreno. Yo podría decir: Quitando 60,000 francos a los contribuyentes, ustedes disminuyen los salarios de agricultores, obreros, carpinteros, herreros, y aumentan otro tanto los salarios de cantantes, peluqueros, decoradores y costureros. Nada prueba que esta última clase sea menos interesante que la otra. El Sr. Lamartine no responde. Dice que el trabajo de los teatros es tan fecundo, tan productivo (y no más) como cualquier otro, lo que podría ser rebatido; ya que la prueba de que el segundo no es tan productivo como el primero es que
éste es obligado a subvencionar aquél.

Pero esta comparación entre la valor y el mérito intrínseco de las diversas formas de trabajo no entra en mi presente tesis. Todo lo que tengo que hacer aquí es mostrar que si el Sr. Lamartine y las personas que han aplaudido su argumentación han visto, con el ojo izquierdo, los salarios ganados por los proveedores de los comediantes, deberían haber visto, con el ojo derecho, los salarios perdidos por los proveedores de los contribuyentes; y por no haberlo hecho, se han expuesto al ridículo de tomar un desplazamiento por una ganancia. Si fueran consecuentes con su doctrina, pedirían subvenciones hasta el infinito; ya que lo que es cierto para un franco y para 60,000, es cierto, en idénticas circunstancias, para un millardo de francos.

Cuando se trata de impuestos, señores, prueben su utilidad con razones de fundamento, pero no con este desafortunado aserto: « Los gastos públicos hacen vivir a la clase obrera. » Contiene el error de disimular un hecho esencial, a saber que los gastos públicos sustituyen siempre a gastos privados, y que, en consecuencia, hacen en efecto vivir a un obrero en vez de a otro, pero no añaden nada al conjunto de la clase obrera. Su argumentación está muy a la moda, pero es demasiado absurda, para que la razón no tenga razón.


V. Obras públicas
Que una nación, después de haberse asegurado de que una gran empresa debe beneficiar a la comunidad, la haga ejecutar bajo la financiación de una cotización común, nada hay más natural. Pero la paciencia se me agota, lo confieso, cuando oigo a alguien proclamar su apoyo a ésta resolución con ésta metedura de pata económica: « Además es una manera de crear trabajo para los obreros. »

El estado traza un camino, construye un palacio, mejora una calle, cava un canal; así da trabajo a unos obreros, esto es lo que se ve, pero priva de trabajo a otros obreros, esto es lo que no se ve. He aquí la carretera siendo construida. Mil obreros llegan todas la mañanas, se van todas las noches, cierto es, tienen un salario. Si la carretera no hubiera sido decretada, si los fondos no hubieran sido votados, estas bravas gentes no habrían tenido ni el trabajo ni el salario, bien es cierto.

Pero, ¿es esto todo? La operación, en su conjunto, ¿no comprende alguna otra cosa? En el momento en el que el Sr. Dupin pronuncia las palabras sacramentales: « La Asamblea ha adoptado », ¿descienden los millones milagrosamente por un rayo de luna a las arcas de los señores Fould y Bineau? Para que la evolución, como se dice, sea completa, ¿no hace falta que el Estado organice tanto el cobro como el gasto? ¿que ponga a sus recaudadores en campaña y a sus contribuyentes a contribuir? Estudie entonces la cuestión en sus dos elementos. Siempre constatando el destino que el Estado da a los millones votados, no olvide constatar también el destino que los contribuyentes habrían dado — y ya no pueden dar— a esos mismos millones. Entonces, comprenderá que una empresa pública es un medallón con dos caras. En una figura un obrero ocupado, con la inscripción: lo que se ve, y sobre la otra, un obrero en paro, con la inscripción: lo que no se ve.

El sofisma que yo combato en este escrito es tanto más peligroso, aplicado a las obras públicas, en cuanto sirve a las empresas más alocadas. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real, basta invocar esta utilidad. Pero si no se puede, ¿que se hace? Se recurre a este engaño: « Hay que dar trabajo a los obreros. » Dicho esto, se ordena hacer y deshacer las terrazas de los Campos de Marte. El gran Napoleón, lo sabemos, creía hacer una obra filantrópica haciendo cavar y rellenar fosas. También decía: «¿Qué importa el resultado? No hay más que ver la riqueza distribuida entre las clases trabajadoras. »

Vayamos al fondo del asunto. El dinero nos hace ilusión. Pedir la participación, en forma de dinero, de todos los ciudadanos a una obra común, es en realidad pedirles una participación al contado: ya que cada uno de ellos se procura, mediante el trabajo, la suma sobre la que se le impone fiscalmente. Que se reúna a todos los ciudadanos para hacerles ejecutar, mediante préstamo, una obra útil a todos, es comprensible; su recompensa estará en el resultado de la obra misma. Pero que tras haberles convocado, se les pida hacer carreteras por las que ninguno va a pasar, palacios en los que ninguno de ellos habitará, y esto, bajo pretexto de ofrecerles trabajo: esto sería absurdo y ciertamente podrían objetar: de este trabajo no obtendremos beneficio alguno (sólo obtendremos el esfuerzo); preferimos trabajar por nuestra cuenta. El procedimiento por el que se hace participar a los ciudadanos en dinero y no en trabajo no cambia nada el resultado general. Solo que, por el primer procedimiento, la pérdida se reparte entre todo el mundo. Por el primero, aquellos a los que el Estado ocupa escapan a su parte de pérdida, añadiéndola a la que sus compatriotas han sufrido ya.

Hay un artículo de la Constitución que dice: « La sociedad favorece y apoya el desarrollo del trabajo... mediante el establecimiento por el Estado, los departamentos y las comunas, de obras públicas destinadas a emplear los brazos desocupados. » Como medida temporal, en un tiempo de crisis, durante un invierno riguroso, esta intervención del contribuyente puede tener buenos efectos. Actúa de la misma manera que los seguros. No añade nada al trabajo y al salario, pero toma trabajo y salario del tiempo ordinario para dotar, con pérdida bien es cierto, las épocas difíciles. Como medida permanente, general, sistemática, no es más que un engaño ruinosa, un imposible, una contradicción que muestra un poco de trabajo estimulado que se ve, y oculta mucho trabajo impedido, que no se ve.



VI. Los intermediarios
La sociedad es el conjunto de servicios que los hombres prestan por la fuerza o voluntariamente los unos a los otros, es decir, servicios públicos y servicios privados. Los primeros, impuestos y reglamentados por la ley, que no siempre es fácil de cambiar cuando debería, pueden sobrevivir largo tiempo, tanto como su propia utilidad, y conservar aún el nombre de servicios públicos, incluso cuando dejan de ser servicios, e incluso cuando no son más que vejaciones públicas. Los segundos son del ámbito de la voluntad, de la responsabilidad individual. Cada uno da y recibe lo que él quiere, lo que puede, tras un debate contradictorio. Se les supone siempre una utilidad real, medida con exactitud por su valor comparativo. Es por esto por lo que aquellos son tachados de inmovilismo, mientras que estos obedecen a la ley del progreso.

Mientras que el desarrollo exagerado de los servicios públicos, por la pérdida de fuerzas que entraña, tiende a constituir en el seno de la sociedad un funesto parasitismo, es bastante singular que varias sectas modernas, atribuyendo este carácter a los servicios libres y privados, buscan transformar las profesiones en funciones. Estas sectas se alzan con fuerza contra lo que ellas denominan intermediarios.

Suprimirían de buen grado al capitalista, al banquero, al especulador, al empresario, al mercader y al negociante, acusándoles de interponerse entre la producción y el consumo para sangrarlos a los dos, sin añadirles valor alguno. — O mejor aún, les gustaría transferir al Estado la obra que éstos llevan a cabo, ya que ésta no podría ser suprimida. El sofisma de los socialistas sobre este punto consiste en mostrar al público lo que él paga a los intermediarios a cambio de sus servicios, y en ocultarles lo que habría que pagar al Estado. Es siempre la lucha entre lo que se ve directamente con los ojos y lo que sólo el espíritu puede intuir, entre lo que se ve y lo que no se ve.

Fue sobre todo en 1847 y a la ocasión de la penuria que las escuelas socialistas intentaron y consiguieron popularizar su funesta teoría. Sabían bien que la más absurda propaganda tiene una posibilidad de ser aceptada por aquellos que sufren; malesuada fames. Así, ayudándose de grandes frases: Explotación del hombre por el hombre, especulación sobre el hambre, acaparamiento, buscan denigrar el comercio y correr un tupido velo sobre sus beneficios.
« ¿Por qué, dicen, dejar a los negociantes al cuidado de hacer llegar las mercancías de los Estados Unidos y de Crimea? ¿Por qué el Estado, los departamentos, las comunas no organizan un servicio de abastecimiento y almacenes de reserva? Llegarían al precio de coste, y el pueblo, el pobre pueblo estaría liberado del tributo que paga al comercio libre, es decir, egoísta, individualista y anárquico. »

El tributo que el pueblo paga al comercio, es lo que se ve . El tributo que el pueblo pagaría al Estado o a sus agentes, en el sistema socialista, es lo que no se ve. ¿En qué consiste el pretendido tributo que el pueblo paga al comercio? En esto: que dos hombres se presten mutuamente servicio, en completa libertad, bajo la presión de la competencia y tras debatir el precio. Cuando el estómago que tiene hambre está en París y el trigo que puede satisfacerlo está en Odessa, el sufrimiento no puede cesar si el trigo no se acerca al estómago. Hay tres medios para que se opere este acercamiento: 1º Los hombres hambrientos pueden ir ellos mismos a buscar el trigo. 2º Pueden dirigirse a los que se encargan de esa tarea. 3º pueden cotizar a un fondo y encargar a funcionarios públicos de la operación.

De estos tres medios, ¿Cuál es el más ventajoso?

En cualquier época, en cualquier país, y tanto más cuanto más libres, más cultivados y más experimentados son, los hombres siempre han escogido preferentemente el segundo, y confieso que esto es suficiente para poner, a mi modo de ver, la respuesta de ese lado. Mi espíritu se niega a admitir que la humanidad en masa se equivoca en un tema que tanto la concierne 6.
Examinemos en cualquier caso.

Que treinta y seis millones de ciudadanos partan para buscar el trigo que necesitan a Odessa, es evidentemente irrealizable. El primer medio no vale nada. Los consumidores no pueden actuar por ellos mismos, luego por fuerza han de recurrir a intermediarios, sean funcionarios o negociantes.

Notemos sin embargo que este primer medio sería el más natural. En el fondo, corresponde a aquél que tiene hambre el ir a buscar el trigo. Es una molestia que le concierne; es un servicio que se debe a si mismo. Si otro, por el motivo que sea, le presta este servicio y se toma la molestia por él, este otro tiene derecho a una compensación. Lo que digo aquí, es para constatar que los servicios de los intermediarios contienen en si mismos el principio de la remuneración. De la manera que sea, ya que hay que recurrir a lo que los socialistas caracterizan de parásito, ¿cuál es, entre el negociante y el funcionario, el parásito menos exigente?

El comercio (lo supongo libre, si no, ¿cómo podría razonar?), el comercio, digo, está llamado, por interés, a estudiar las estaciones, a observar día a día el estado de las cosechas, a recibir informaciones de todos los puntos del globo, a prever necesidades, a tomar precauciones. Hay navíos preparados, corresponsales por todas partes, y su interés inmediato es comprar al mejor precio posible, economizar en todos los detalles de la operación, y conseguir los mejores resultados con el mínimo esfuerzo. No son sólo los negociantes franceses, sino los negociantes del mundo entero quienes se ocupan del abastecimiento de Francia en caso de necesidad; y si el interés les lleva irremediablemente a cumplir con su tarea al mínimo costo, la competencia que se hacen entre ellos les lleva no menos irremediablemente a hacer llegar a los consumidores todo el ahorro realizado. El trigo llega, el comercio tiene interés en venderlo lo antes posible para evitar riesgos, a verificar sus fondos y recomenzar si se puede. Dirigido por la comparación de precios, distribuye los alimentos por todo el país, comenzando siempre por el lugar más caro, es decir, allí donde la necesidad se hace sentir más. No es posible entonces imaginar una organización mejor calculada en el interés de los que tienen hambre, y la belleza de esta organización, que escapa a los socialistas, resulta de que es libre. — En verdad, el consumidor está obligado a reembolsar al comercio de los gastos de transporte, transbordos, almacenaje, comisión, etc.; ¿pero en que sistema no hace falta que el que come el trigo no pague los gastos que hay que hacer para que esté a su alcance? Además hay que pagar la remuneración del servicio dado, pero, en cuanto a su importancia, está reducida al mínimo posible por la competencia; y, en cuanto a su justicia, sería extraño que los artesanos de París no trabajasen para los negociantes de Marsella, cuando los negociantes de Marsella trabajan para los artesanos de París.

¿Qué, según la invención socialista cuando el Estado sustituyese al comercio, qué ocurriría? Ruego que se me señale dónde estaría, para el público, la economía. ¿Estaría en el precio de compra? Pero que se imagine los delegados de cuarenta mil comunas que llegan a Odessa un día dado y de necesidad; que se imagine el efecto sobre el precio. ¿Estaría en los gastos? Pero, ¿harán falta menos navíos, menos marineros, menos transbordos, menos almacenaje, o serían dispensados de pagar todas estas cosas? ¿Será en el beneficio de los negociantes? ¿Pero es que los delegados funcionarios irán a Odessa a cambio de nada? ¿Es que trabajarían y viajarían por el principio de la fraternidad? ¿No haría falta que viviesen? ¿No haría falta que su tiempo fuese pagado? ¿Y creéis que esto no superará mil veces el dos o tres por ciento que gana el negociante, tasa que él está presto a aceptar?

Y además, piensen en la dificultad de recaudar tantos impuestos, de repartir tantos alimentos. Piensen en las injusticias, en los abusos inseparables de une empresa tal. Piensen en la responsabilidad que pesaría sobre el gobierno. Los socialistas que han inventado estas locuras, y que, los días de desgracia, insuflan en el espíritu de las masas, de dan el título de hombres avanzados, y peligrosamente el uso, ese tirano de las lenguas, ratifica la palabra y el juicio que implica. ¡Avanzados! Esto supone que estos señores ven más lejos que el vulgo; que su solo error es el de estar adelantados a su siglo; y que si no ha venido aún el tiempo de suprimir ciertos servicios libres, pretendidos parásitos, la culpa es del público que está retrasado respecto al socialismo. En mi alma y conciencia, es lo contrario lo verdadero, y no sé a qué siglo bárbaro habría que remontar para encontrar, sobre este tema, el nivel de conocimientos socialista.

Los sectarios modernos oponen sin cese la asociación a la sociedad actual. No se dan cuenta de que la sociedad, en un régimen de libertad, es una verdadera asociación, muy superior a todas las que salen de su fértil imaginación.

Elucidemos esto mediante un ejemplo:

Para que un hombre pueda, al levantarse, ponerse un traje, hace falta que un terreno haya sido librado de malas hierbas, secado, arado, sembrado de un cierto tipo de vegetal; hace falta que los rebaños se hayan alimentado de ellos, que hayan dado lana, que ésta haya sido hilada, tejida, teñida y convertida en tela; que esta tela haya sido cortada, cosida, y convertida en vestido. Y toda esta serie de operaciones implica una multitud de personas; ya que ella supone el empleo de instrumentos para arar, rediles, fábricas, hulla, minas, carros, etc. Si la sociedad no fuera una asociación más que real, el que quisiera un traje se vería obligado a trabajar en solitario, es decir a realizar él mismo todos los innumerables actos de esta serie, desde el primer golpe de pico que la comienza hasta el último cosido de aguja que la termina.

Pero, gracias a la sociabilidad que es el carácter distintivo de nuestra especie, estas operaciones han sido distribuidas entre una multitud de trabajadores, y se subdividen cada vez más por el bien común, a medida que, incrementándose el consumo, un acto especializado puede alimentar una industria nueva. Viene después el reparto del producto, que se produce según el valor que cada uno ha aportado a la obra final. Si esto no es una asociación, me pregunto qué puede serlo.
Noten que como ninguno de los trabajadores ha sacado de la nada la mínima partícula de materia, han tenido que ofrecerse servicios mutuos, ayudarse dentro de un objetivo común, y que todos pueden ser considerados, respecto a los otros, como intermediarios. Si, por ejemplo, en el curso de la operación, el transporte se vuelve importante para ocupar a una persona, el hilado una segunda, el tejido una tercera, ¿por qué la primera sería considerada como más parásita que las otras? ¿No hace falta que el transporte se haga? ¿El que lo hace no consagra tiempo y molestias a ello? ¿No les hacen falta a sus asociados? ¿Hacen estos más que él u otra cosa? ¿No están todos sometidos a la remuneración, es decir por el reparto del producto, a la ley del precio discutido? ¿No es así que en completa libertad, por el bien común, se produce esta división de trabajos y se llega a esos acuerdos? ¿Qué hace entonces un socialista, bajo pretexto de la organización, viniendo despóticamente a destruir nuestros acuerdos voluntarios, terminar con la división del trabajo, substituir los esfuerzos aislados por los asociados y hacer retroceder la civilización?

La asociación, tal como yo la describo aquí, ¿es menos asociación, porque cada uno entra y sale libremente, escoge su lugar, juzga y estipula por si mismo bajo su responsabilidad, y aporta la motivación y la garantía de su interés personal? Para que merezca tal nombre, ¿es necesario que un pretendido reformador nos venga a imponer su fórmula y su voluntad y concentrar, por así decir, la humanidad en él mismo? Cuanto más examinamos estas escuelas avanzadas, más nos convencemos de que en el fondo no hay más que una cosa: la ignorancia proclamándose infalible y reclamando el despotismo en nombre de esta infalibilidad.

Que el lector excuse esta digresión. No puede ser inútil en el momento en que, salidas de libros sansimonianos, falansterianos e icarianos, 7 las proclamas contra los intermediarios invaden el periodismo y las tribunas, y amenazan seriamente la libertad del trabajo y de las transacciones.



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