viernes, 30 de diciembre de 2016

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (V)


10 El barco de Teseo

«¡Caramba, cuántos problemas está dando a Teo el coche que compró a Joe! Empezó con algunos problemas: había que cambiar la cerradura de una puerta, alguna dificultad en la suspensión trasera, lo normal. Luego empezaron a fallar cosas más gordas: primero el embrague, después la caja de cambios, y al final todo el sistema eléctrico. Y por el camino hubo muchas otras averías, de modo que el coche raramente salía del taller. Y así iba, una y otra vez… Increíble. “Lo más increíble —pensó Teo apesadumbrado— es que el coche sólo tiene dos años y le he cambiado cada una de las piezas. Anda, mira el lado bueno del asunto… ¡va a resultar que tengo un coche nuevo!”»

¿Acaso tiene razón Teo? ¿O sigue siendo el mismo coche? La historia de Teo —o del barco de Teseo— es uno de los muchos puzles que han utilizado los filósofos a lo largo de los tiempos para someter a prueba nuestras intuiciones acerca de la identidad de cosas o personas. Parece que nuestras ideas en este terreno suelen ser tan firmes como problemáticas. Thomas Hobbes fue quien relató y desarrolló la historia del barco de Teseo. Si volvemos a la versión de Teo… « Joe el honesto no había estado a la altura de su nombre. La mayoría de las piezas que había cambiado en el coche de Teo funcionaban bien, e incluso arregló algunas que estaban mal. Había conservado las partes viejas y las había encajado unas con otras. Al cabo de dos años, había armado una copia exacta del coche de Teo. Pensaba que era una copia. ¿Acaso era el coche de Theo?»

Las crisis de identidad 

¿Cuál es el original? ¿El coche de Teo, hecho hoy a base de nuevas piezas, o la versión de Joe, compuesta con las piezas originales? Posiblemente depende de a quién se le pregunte. Pero la identidad del coche ha sido a lo largo de la historia mucho menos clara y distinta de lo deseable. El problema no se limita a los coches o a los barcos. La gente cambia muchísimo a lo largo de una vida. Tanto física como psicológicamente, debe haber muy pocas cosas en común entre un niño de 2 años y el abuelo de 90 que ha ocupado su lugar 88 años más tarde. ¿Son pues la misma persona? Si es así, ¿qué hace que lo siga siendo? El asunto no es irrelevante: ¿es justo castigar a un hombre de 90 años por algo que hizo 70 años atrás? ¿Y si no lo recuerda? ¿Debería un doctor dejar morir al anciano de 90 años si una versión (supuestamente) anterior suya hubiera
expresado ese deseo 40 años atrás?

Éste es el problema de la identidad personal, que ha mantenido en vilo a los filósofos durante cientos de años. ¿Cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para que una persona sea en un determinado momento la misma persona que un tiempo después?

Los animales y los trasplantes de cerebro 

Desde el punto de vista del sentido común posiblemente la identidad personal sea un problema biológico: soy ahora el mismo que en el pasado porque soy el mismo organismo vivo, el mismo animal humano; estoy unido a un cuerpo determinado que es una entidad orgánica única y continua. Pero imaginemos por un momento un trasplante de cerebro —una operación que cabe imaginar al alcance de la tecnología futura— en la que colocan tu cerebro en mi cuerpo. Nuestra intuición seguramente indica que tú tienes un cuerpo nuevo, no que mi cuerpo tenga un cerebro nuevo; si es así, parece que tener un cuerpo determinado no es una condición necesaria de la subsistencia de la persona.

Esta consideración ha llevado a muchos filósofos a renunciar al cuerpo a favor de la mente: la afirmación de la identidad está vinculada no a la totalidad del cuerpo sino tan sólo al cerebro. Este desplazamiento se adecúa a nuestra intuición acerca del trasplante de cerebro pero no resuelve del todo el problema. Nuestra preocupación es qué suponemos que emana del cerebro, no el órgano físico en sí mismo. Mientras que podemos seguir dudando de cómo surge la conciencia o la
actividad mental de la actividad del cerebro, pocos dudamos en cambio de que el cerebro es el origen de esa actividad. Al considerar qué hace que yo sea yo, lo que me preocupa es el  "software"   de experiencias, recuerdos, creencias, etc., no el « hardware» de una determinada masa de materia gris. Mi sentido de ser yo no se vería demasiado alterado si copiaran la totalidad de mis experiencias, recuerdos, etc., en un cerebro sintético, o si el cerebro de alguna otra persona
pudiera reconfigurarse para acoger todos mis recuerdos, mis creencias, etc. Yo soy mi mente: voy donde mi mente va. Según esto, mi identidad no se encuentra en absoluto asociada a mi cuerpo físico, ni siquiera al cerebro.

El oficial valiente

Thomas Reid intentó socavar la posición de Locke con la siguiente historia: « En su época de escolar, un valiente oficial había recibido unos azotes como castigo por robar en un huerto; en su primera campaña militar consiguió apoderarse del estandarte del enemigo; al final de su vida fue nombrado general. Supongamos que cuando se apoderó del estandarte todavía recordaba los azotes, pero que cuando lo nombraron general recordaba cómo se había apoderado del estandarte pero ya no de haber sido azotado» .

Locke podría aceptar las consecuencias de la objeción de Reid: su tesis implica una clara distinción entre el ser humano (el organismo) y la persona (el sujeto de la conciencia), de modo que el anciano general sería en un sentido real una persona distinta del joven.

La continuidad psicológica 

Adoptemos una perspectiva psicológica para abordar la cuestión de la identidad personal, en vez de la biológica o la física, y supongamos que cada parte de mi historia psicológica se encuentra unida a otras partes anteriores por hilos de recuerdos, creencias, etc., perdurables. No todos ellos (quizá ninguno) deben extenderse desde el principio hasta el final; mientras exista uno solo que solape todo el entramado de tales elementos, mi historia se mantendrá. Seguiré siendo yo. La idea de la continuidad psicológica como el principal criterio de identidad personal a lo largo del tiempo es de John Locke.
Sigue siendo la teoría hegemónica entre los filósofos contemporáneos, aunque no está exenta de problemas. Imaginemos, por ejemplo, un sistema de teletransportación como el de Star Trek. Supongamos que tal sistema registra nuestra composición física hasta el último átomo y transfiere luego estos datos a algún lugar remoto (por ejemplo desde Londres en la Tierra hasta la base número 1 de la Luna), donde nuestro cuerpo es replicado exactamente (con materia nueva) en el preciso instante en el que nuestro cuerpo es aniquilado en Londres. Todo es perfecto, siempre que se adhiera la tesis de la continuidad psicológica: existe un flujo de recuerdos, etc., que fluye desde el individuo en Londres hasta el que está en la Luna, de modo que la continuidad psicológica y, por lo tanto, la identidad personal se preservan.

Estamos en la base número 1 de la Luna. Pero supongamos que el sistema falla y olvida realizar la aniquilación que corresponde en Londres. Ahora existen dos « yo» : uno en la Tierra y otro en la Luna. De acuerdo con la explicación de la continuidad, puesto que el flujo se preserva en los dos casos, existen dos yo. En este caso, no dudaremos mucho en decir que somos el individuo que está en Londres mientras que el que está en la Luna es una copia. Pero si esta intuición es cierta, ello parece obligarnos a volver a la explicación biológica/animal: se diría que somos el antiguo cuerpo que se encuentra en Londres y no el nuevo que hay en la Luna.

Aclaremos el yo 

Semejante contradicción entre las distintas intuiciones podría deberse a que hacemos las preguntas equivocadas, o a que aplicamos conceptos erróneos para responderlas. David Hume se ocupó del carácter elusivo del yo, y sostuvo que, por más que observemos atentamente en nuestro interior, sólo podemos detectar pensamientos, recuerdos, experiencias aisladas. Aunque resulta natural imaginar un yo sustancial como sujeto de tales pensamientos. Hume sostiene que tal idea es errónea: el yo no es más que el punto de vista que permite que nuestros pensamientos y nuestras experiencias tengan sentido, pero no puede aprehenderse por sí mismo.

La idea del yo como « cosa» sustancial, nuestra esencia, provoca confusión cuando imaginamos que podremos realizar trasplantes de cerebro o ser aniquilados y reconstruidos en otra parte. En los mencionados experimentos mentales asumimos nuestra subsistencia personal como si de algún modo dependiera de encontrar el lugar en el que se emplaza el yo. Pero si dejamos de pensar el yo como una sustancia, las cosas resultan más claras. Supongamos, por ejemplo, que las funciones del teletransportador aniquilaran correctamente nuestro cuerpo en Londres pero produjeran dos copias en la Luna. Preguntar cuál de los dos soy yo (o « ¿dónde ha ido a parar mi yo?» ) es preguntar mal. El resultado es que tenemos ahora dos seres humanos, cada uno de los cuales parte exactamente del mismo caudal de pensamientos, experiencias y recuerdos; pero cada uno de ellos hará su propio camino y sus historias psicológicas divergirán.
Tú (esencialmente el caudal de pensamientos, experiencias y recuerdos) habrás sobrevivido en cada uno de estos dos nuevos individuos: es una forma interesante de subsistencia personal ¡aunque al precio de la propia identidad personal!

La idea en síntesis: ¿qué hace que tú seas tú?

«Los zombis en la filosofía
se parecen más a las
mujeres de la película Las
mujeres perfectas que a los
devoradores de cerebros
picados de La noche de los
muertos vivientes. Aun así,
se advierte, aunque
sutilmente, algo que no
funciona en las mujeres
perfectas.»
Larry Hauser, 2006

11 Otras mentes

«Todos esos trucos de Hollywood son una perfecta estupidez. La expresión gélida, la mirada de besugo, fija… perfectas chorradas. En realidad, reconocer a un zombi es realmente complicado. Tienen el mismo aspecto que tú o que yo, andan igual, hablan igual (no hay el menor indicio de que no tengan nada en la cabeza). Si le das una buena patada en la espinilla a un zombi verás que pone
cara de dolor y chilla cada vez un poquito más fuerte exactamente igual que tú o yo. Pero a diferencia de lo que nos pasa a ti o a mí, no siente nada: ni dolor, ni sensaciones, ni asomo de conciencia. De hecho, digo “tú y yo” pero debería decir sólo “yo”. No estoy muy seguro de que tú… cualquiera de vosotros, no resulte ser un zombi.»

Los zombis son invitados habituales en el dilatado debate filosófico conocido como « el problema de las otras mentes» . Yo sé lo que tengo en la mente, una vida interior de experiencia consciente, pero el contenido de tu mente es privado y permanece oculto para mí; lo único que puedo observar
directamente es tu comportamiento. ¿Acaso eso constituye una evidencia suficiente en la que basar mi idea de que tienes una mente como la mía?
Para aliñarlo un poco: ¿cómo sé yo que no eres un zombi como los que hemos descrito, exactamente igual que yo en lo que se refiere al comportamiento y a la psicología, pero aun así desprovisto de conciencia?

Podría parecer absurdo preguntar si los otros tienen mente, ¿pero tal vez hay a algo irracional en hacerlo? Dada la considerable dificultad para explicar o tomar en cuenta la conciencia en un mundo físico (véase página 36), ¿acaso no es perfectamente racional suponer que la única mente que conozco —la mía— es una excepción, o incluso que es la única? ¿Es posible que todos vosotros —los zombis— seáis normales y yo sea el único raro?

De los zombis a los mutantes

Los zombis no son los únicos invitados a las conferencias sobre filosofía de la mente. También encontraréis mutantes. Igual que los zombis, los mutantes filosóficos son menos terroríficos que sus versiones de Holly wood. Por lo demás, resulta imposible distinguirlos de la gente corriente a partir del comportamiento y del aspecto físico. ¡E incluso tienen aunque mente! El problema con los mutantes es que sus mentes no funcionan exactamente del mismo modo que las nuestras (en fin, que la mía seguro).

Los mutantes pueden ser inmensamente distintos: puede darles placer algo que a mí me produciría dolor, puede parecerles rojo algo que yo veo azul; la única regla es que las sensaciones y otros hechos mentales de los mutantes son diferentes de los míos. Los mutantes son particularmente útiles cuando se trata de considerar un determinado aspecto del problema de las otras mentes: la duda no es y a si los otros tienen mente, sino si su mente funciona del mismo modo que la mía. ¿Acaso puedo decir, sea en principio, que sientes el dolor igual que yo? Con estas preguntas se abre una zona nueva de debate; y del mismo modo que ocurre con otros aspectos del problema de la mente de los otros, nuestras respuestas contribuyen a elucidar nuestras concepciones básicas de lo que es la mente.

Puesto que somos tan similares en otros sentidos… El modo más común de abordar el problema de las otras mentes, que desarrolló Bertrand Russell entre otros autores, ha consistido en variantes del llamado argumento por analogía. Sé por mí mismo que pisar una chincheta suele ir seguido de determinados tipos de comportamiento (gritar « ¡Ay !» , hacer una mueca de dolor, etc.) y acompañado de una sensación particular: el dolor. De modo que, cuando otra gente se comporta de un modo similar en respuesta a un estímulo similar, puedo inferir que también ellos sienten dolor. De un modo más general, observo innumerables similitudes, tanto psicológicas como del comportamiento, entre y o mismo y los demás, y de estas similitudes concluyo que los demás son asimismo similares con respecto a su psicología.

El sentido común del argumento de la analogía tiene un aura seductora. En el improbable caso de que se nos diera la palabra para defender nuestra creencia en la existencia de la mente de los otros, probablemente propondríamos alguna forma de justificación de ese tipo. El argumento es inductivo , de modo que no puede (y no lo pretende) proporcionar una prueba conclusiva, pero también es cierto que muchos de nosotros nos sentimos justificados para creer en él.

Arremeter contra molinos de viento

Cuando confrontamos el problema de las otras mentes nos parece un caso típico (no el único, según el parecer popular) de filósofos buscando un problema donde a los demás ni siquiera se nos había ocurrido mirar.

Es cierto que todos nosotros (incluso los filósofos, aunque sea por razones prácticas) damos por descontado que los otros disfrutan de una vida interior de pensamientos y sentimientos muy parecida a la nuestra. Pero desechar el problema filosófico basándonos en esto es cometer un error.

Nadie pretende persuadir a nadie de que los otros sean efectivamente zombis. Se trata más bien de que las distintas maneras en que pensamos en la mente de los otros y en su relación con los cuerpos dan lugar a la posibilidad de los zombis. Y ello debería inducirnos a examinar seriamente nuestras concepciones de la mente.

El dualismo cartesiano abre una ancha brecha entre los hechos mentales y los físicos, y del abismo resultante surge el escepticismo acerca de las otras mentes. Ésta es una buena razón para examinar críticamente el dualismo, bien en Descartes o bien en susdiversas manifestaciones religiosas. En cambio, uno de los atractivos de las explicaciones fisicalistas de la mente es que permite explicar de forma satisfactoria, en principio por lo menos, los hechos mentales como hechos físicos; y si lo mental se disuelve en lo físico, los zombis se desvanecen simultáneamente. Ello no convierte estas explicaciones en necesariamente ciertas, pero sí evidencia que están bien encaminadas.

En este sentido prestar atención al problema de las otras mentes puede arrojar luz sobre otras cuestiones más generales que atañen a la filosofía de la mente.

«Si la relación entre tener un cuerpo humano y un determinado
tipo de vida mental es tan contingente como parece indicar la
explicación cartesiana de la mente, debería resultarme tan
sencillo … concebir una mesa que sufre como lo es concebir el
sufrimiento de otra persona. La cuestión, naturalmente, es que
no ocurre así.»
Ludwig Wittgenstein, 1953

La crítica habitual al argumento es que implica una inferencia o una extrapolación de una instancia singular (mi propia mente). Imaginemos, por ejemplo, que encontramos una ostra con una perla e inferimos de ello que todas las ostras tienen perla. Para reducir el riesgo de este tipo de errores, es necesario inspeccionar unas cuantas ostras, pero precisamente ésa es la medida que no
podemos adoptar en el caso de las otras mentes. Tal y como señala Wittgenstein:

« ¿Cómo puedo generalizar el caso único de un modo tan irresponsable?» .

La irresponsabilidad de sacar conclusiones sobre la base de una sola instancia queda mitigada si la inferencia se hace en el contexto de un cúmulo de información relevante. Por ejemplo, si reconocemos que una perla carece de una utilidad en el funcionamiento de la ostra, o que el valor comercial de las perlas no se corresponde con el hecho de que se las encuentre en todas las ostras, tenderemos menos a inferir erróneamente a partir de un espécimen singular.

El problema con la mente y la conciencia es que resultan tan misteriosas que, a diferencia de lo que ocurre con cualquier otra cosa que nos resulte familiar, no está nada claro qué podría valer como información relevante acumulada. En esta medida el problema de las otras mentes puede considerarse como otro síntoma del problema más general del cuerpo y la mente. Si nuestra teoría de la mente consigue desmitificar la relación entre los fenómenos físicos y mentales, cabe esperar que nuestra preocupación por las otras mentes disminuya o se desvanezca por completo .

La idea en síntesis: ¿hay alguien ahí?


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