martes, 27 de diciembre de 2016

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (II)

03 El velo de la percepción

¿Cómo vemos (y oímos y olemos) el mundo? La mayoría de nosotros damos por descontado que los objetos físicos que nos rodean son más o menos como los percibimos, pero esta noción del sentido común plantea problemas que han llevado a algunos filósofos a preguntarse si es cierto que observamos el mundo exterior directamente. Desde su punto de vista sólo tenemos acceso a «ideas» o «impresiones» interiores o (en términos modernos) a «datos de los sentidos».

El filósofo inglés del siglo XVII John Locke acuñó una célebre metáfora para elucidar este asunto. Sugirió que el conocimiento humano es una especie de «armario completamente oscuro, con unas pocas aberturas tan sólo, por las que entran apariencias externas visibles, o ideas de cosas del exterior».

Pero la concepción de Locke plantea un problema grave. Podemos suponer que las ideas que entran en el armario son representaciones más o menos fieles de las cosas que hay afuera, pero en última instancia el que esas representaciones interiores se correspondan fielmente a los objetos externos (o a cualquier cosa, al fin y al cabo) es una inferencia. Nuestras ideas, que es a lo único a lo que tenemos acceso, forman un impenetrable « velo de la percepción» entre nosotros y el mundo exterior. En su Ensayo sobre el entendimiento humano de 1690, Locke dio una de las explicaciones más exhaustivas de lo que se conoce como modelos « representacionales» de la percepción. Cualquier modelo que, como éste, incorpore ideas mediadoras o datos de los sentidos abre una brecha entre nosotros y el mundo exterior, y es en esta brecha en la que echa sus raíces el escepticismo sobre nuestras pretensiones de conocimiento. Sólo restableciendo un vínculo directo entre el observador y los objetos externos puede rasgarse el velo y derrotarse al escepticismo. Pero considerando todos los problemas que provoca este modelo, ¿por qué adoptarlo de entrada?

El teatro cartesiano

En la modernidad se llama « realismo representativo» al modelo de percepción de Locke, para distinguirlo del realismo « ingenuo» (o del « sentido común» ) que adhiere cualquiera de nosotros la mayor parte del tiempo (e incluso los filósofos cuando no ejercen).
«El conocimiento humano
… no puede ir más allá de
la experiencia.»
John Locke, 1690

 Las dos posiciones son realistas en la medida en que asumen la existencia del mundo exterior con independencia de nosotros, pero sólo en la versión ingenua el color rojo es considerado como una mera propiedad del tomate mismo.

Aunque Locke  sea posiblemente el primero que dio forma a la teoría, el modelo representacional de la percepción no se inició con él. A veces se califica despectivamente de « teatro cartesiano» , porque, en efecto, para Descartes la mente es un escenario en el que las ideas (las percepciones) son observadas por un observador interior (el alma inmaterial). El hecho de que este observador interior, u « homúnculo» , requiera también un observador interior para sí mismo (y así hasta el infinito) es sólo una de las objeciones que cabe plantear a esta teoría. Sin embargo, a pesar de estas objeciones, el modelo sigue siendo muy influyente.

Cualidades primarias y secundarias 

La falta de fiabilidad de nuestras percepciones constituy e una parte importante del arsenal del escepticismo para atacar nuestras pretensiones de conocimiento. El escéptico se atiene al hecho de que un tomate pueda verse rojo o negro dependiendo de las variaciones de luz para cuestionar en general nuestros sentidos como una vía fiable de conocimiento. Locke confía en que un modelo perceptual en el que las ideas interiores y los objetos exteriores se mantuvieran separados desarmaría al escéptico. Su argumento dependía fundamentalmente de una distinción adicional entre las cualidades primarias y secundarias.

El color rojo del tomate no es una propiedad del tomate en sí misma sino el producto de la interacción de varios factores, incluidos determinados atributos físicos del tomate, como su textura y la estructura de su superficie; las peculiaridades de nuestro sistema sensitivo; y las condiciones ambientales imperantes en el momento de la observación. Tales propiedades (o mejor dicho, no propiedades) no pertenecen al tomate como tal y se dice que son « cualidades secundarias» .

Al mismo tiempo, el tomate tiene algunas propiedades verdaderas, como su forma y su tamaño, que no dependen de las condiciones en las que se observa, ni siquiera de la existencia de un observador. Éstas son sus « cualidades primarias» ,que explican y dan lugar a nuestra experiencia de las cualidades secundarias.

«Una opinión extrañamente
difundida entre los hombres
es que las casas, las
montañas, los ríos, y en una
palabra todos los objetos
sensibles, tienen una
existencia natural o real,
distinta de su ser
percibido.»
George Berkeley, 1710

 A diferencia de lo que ocurre con nuestras ideas de las cualidades secundarias, las de las cualidades primarias (pensaba Locke) se parecen mucho a los objetos físicos en sí mismos y nos proporcionan su conocimiento. Por esta razón son las cualidades primarias las que más preocupan a los científicos, y las que resultan más cruciales para combatir el desafío del escepticismo, pues son nuestras ideas de las cualidades primarias las que constituyen una prueba contra las dudas
escépticas.
«Así es como lo refuto»

En la actualidad la teoría inmaterialista de Berkeley se considera un tour de force de un gran virtuosismo, aunque también un tanto excéntrico. Aun así, irónicamente Berkeley se veía a sí mismo como el campeón del sentido común. Tras exponer con gran habilidad los inconvenientes de la concepción mecanicista del mundo en Locke, propuso una solución que le parecía obvia y que resolvía todos esos inconvenientes de un plumazo, disipando tanto la inquietud de los escépticos como la de los ateos. Pero lo que más hubiera mortificado a Berkeley hubiera sido saber que su lugar en el imaginario popular actual se limita al célebre pensamiento con el que Samuel Johnson refutó firmemente el inmaterialismo, que se encuentra en Vida de Samuel Johnson de Boswell: 
« Golpeando con todas
sus fuerzas una gran piedra con el pie [exclamó]: “¡Así es como lo
refuto!”» .

Encerrados en el armario de Locke 

Uno de los primeros críticos de Locke fue su contemporáneo irlandés, George Berkeley. Éste asumía el modelo representacional de la percepción en el que los objetos inmediatos de la percepción eran las ideas, pero al mismo tiempo sostenía que, lejos de contradecir a los escépticos, la concepción de Locke corría el riesgo de lograr que cualquiera se rindiera a ellos. 

Puesto que Locke estaba enclaustrado en su armario, nunca conseguiría comprobar si las supuestas « similitudes o las ideas de las cosas externas» se asemejaban realmente a las cosas externas. Nunca podría rasgar el velo y mirar del otro lado, de modo que se encontraba atrapado en un mundo de representaciones, y el escepticismo estaba servido.

Berkeley, que había expuesto los peligros de la posición de Locke de un modo lúcido, llegó a una extraordinaria conclusión. En vez de rasgar el velo en una tentativa de restablecer el vínculo entre nosotros y el mundo exterior, concluyó ¡que no había nada tras el velo! Para Berkeley, la realidad consiste en las propias « ideas» y las propias sensaciones. Así, está claro, ya estamos completa y adecuadamente vinculados, de modo que se evitan los peligros del escepticismo, aunque al precio… ¡de negar la existencia del mundo físico exterior!

De acuerdo con la teoría idealista (o inmaterialista) de Berkeley, « existir es ser percibido» (ese est percipi). Pero entonces ¿dejan de existir las cosas cuando dejamos de mirarlas? Berkeley acepta esta consecuencia, pues la solución está muy a mano: Dios. Todo lo que existe en el universo es concebido continuamente en la mente de Dios, de manera que la existencia y la continuidad del mundo (inmaterial) están garantizadas.

La idea en síntesis: ¿que hay detrás del velo?



«Je pense, donc je suis.»
René Descartes, 1637

04 Cogito ergo sum

Desprovisto de cualquier creencia de la que se le ocurriera que cabía dudar, a la deriva en un mar que parece de una incertidumbre insondable, Descartes trata de encontrar desesperadamente algún punto de apoyo, algún fundamento sólido sobre el que reconstruir el edificio del conocimiento humano… « Advertí que cuando intentaba pensar que todo era falso, era necesario que y o, que estaba pensándolo, fuera algo. Y al observar que esta verdad, “Pienso, luego existo [cogito ergo sum]” era tan firme y segura que ni siquiera el supuesto más extravagante de los escépticos era capaz de amenazarla, decidí que podía aceptarla sin reservas como el primer principio de la filosofía que estaba buscando.»

Así llegó este francés llamado René Descartes a pensar el pensamiento sin duda más célebre y más influyente de la historia de la filosofía occidental.

La duda metódica 

El propio Descartes se encontraba a la vanguardia de la revolución científica en la que estaba inmersa Europa en el siglo XVII, y su ambicioso plan consistía en dejar atrás los viejos dogmas del mundo medieval y « establecer las ciencias» sobre los fundamentos más sólidos.

Con este propósito adoptó su rigurosa « duda metódica» . No se contentó con separar la extraña manzana podrida (en sus propias palabras), sino que vació completamente el tonel, desechando cualquier creencia que fuera susceptible del menor grado de duda. Y en una última vuelta de tuerca imaginó a un genio maligno dedicado exclusivamente a confundirlo, de modo que ni siquiera las verdades aparentemente evidentes de la geometría y de las matemáticas podían seguir siendo ciertas.

El cogito en las obras de Descartes

La conocida expresión en latín cogito ergo sum se encuentra en los Principios de filosofía (1644) de Descartes, pero en su Discurso del método (1637) aparece la versión francesa (je pense, donc je suis) y en su obra más importante, las Meditaciones, no aparece en ninguna de estas formas canónicas.

Llegado a este punto —despojado de todo, incluso de su propio cuerpo y de los sentidos, de los demás, y de todo el mundo externo—, Descartes encuentra la salvación en el cogito. Por más engañado que pueda estar, por más que se empeñe el genio en confundirlo en cada ocasión, tiene que haber alguien o algo a quien confundir, algo o alguien a quien engañar. Incluso si está equivocado sobre cualquier otra cosa, no puede dudar de que él está ahí, en ese momento, para albergar el pensamiento de que podría estar equivocado. El genio « nunca podría hacer que  yo fuera nada desde el momento en que pienso que soy algo … Soy, existo, es necesariamente verdadero en todas las ocasiones en que me lo planteo o lo concibo en mi mente» .

Los límites del cogito 

Una de las primeras críticas a Descartes, retomada por muchos otros autores desde entonces, es que infiere demasiadas cosas del cogito: sólo puede concluir legítimamente que hay pensamiento, pero no que sea él quien está pensando. Pero incluso si concedemos que los pensamientos efectivamente presuponen un individuo que los piense, debe reconocerse que lo que establece el hallazgo de Descartes es muy limitado. En primer lugar, el cogito es esencialmente relativo a la primera persona (mi cogito sólo es aplicable a mí y el tuyo a ti: es perfectamente posible que el genio tenga poderes para hacerme creer que tú piensas, y por lo tanto que existes). En segundo lugar, el cogito se da esencialmente en tiempo presente: en consecuencia, es perfectamente posible que yo deje de existir cuando no pienso. En tercer lugar, el « y o» cuy a existencia se establece es extremadamente tenue e inaprensible: podría no tener ninguno de los atributos biográficos o de otro tipo que me hacen creer que yo soy yo y, en efecto, podría seguir perfectamente en las garras del genio maligno.

Orígenes del «cogito»

Cogito ergo sum es posiblemente el dicho filosófico más célebre, pero sus orígenes precisos no están demasiado claros. Aunque se encuentra inextricablemente unido a Descartes, la idea que subyace al cogito se remonta mucho más atrás. A principios del siglo V d. C., por ejemplo, san Agustín escribió que podemos dudar de todo menos de la duda de nuestra propia alma, y la idea no la inventó él.

En suma, el « yo» del cogito es un mero instante de autoconciencia, un mero atisbo separado de todo lo demás, incluido su propio pasado. ¿Qué puede establecer Descartes sobre una base tan precaria?
La reconstrucción del conocimiento 

Descartes tal vez despejara el terreno para cavar los cimientos, pero ¿acaso le quedaba algún material con el que erigir el nuevo edificio? En apariencia, había colocado el listón demasiado alto (nada menos que a la altura de una certeza a prueba de genios malignos). Y así, el viaje de regreso resulta sorprendentemente (tal vez alarmantemente) rápido. Los principales pilares de la teoría cartesiana del conocimiento son dos. En primer lugar, señala que el rasgo distintivo del cogito es la claridad con que se nos presenta y, de ahí, concluye que existe una regla general: « todas las cosas que concebimos con claridad y distinción son verdaderas» . ¿Y cómo podemos estar seguros de esto? Porque la idea más clara y distinta de todas es nuestra idea de un Dios perfecto, todopoderoso y omnisciente.

Dios es la fuente de todas nuestras ideas y, puesto que es bueno, no puede engañarnos; el uso de nuestra capacidad de observación y racional (que también proceden de Dios) nos conduce hacia la verdad, no hacia lo falso. Merced a la intervención de Dios, los mares de la duda se retiran rápidamente: el mundo queda restaurado y la tarea de reconstrucción del conocimiento puede iniciarse sobre una base sólida, científica.
«… recurrir a la veracidad del Ser supremo para probar la
veracidad de nuestros sentidos es, sin duda, optar por un
camino inesperado.»
David Hume, 1748
Dudas persistentes 

El intento cartesiano de salir del pozo escéptico que él mismo ha cavado está lejos de convencer a todo el mundo. Las críticas se han centrado en el lamentablemente célebre « círculo cartesiano» : el supuesto recurso a las ideas claras y distintas para probar la existencia de Dios, cuy a divinidad acaba garantizando el recurso a nuestras ideas claras y distintas. Por más poderoso que sea el argumento (y no está nada claro que Descartes cayese, de hecho, en una trampa tan evidente), resulta difícil compartir su confianza en haber logrado exorcizar al genio maligno. Descartes no puede (y no lo hace) negar el hecho de que el engaño tiene lugar; y si nos atenemos a su regla general, ella implica que podemos equivocamos en ocasiones al pensar que tenemos una idea clara y distinta de algo. Pero, naturalmente, no podemos saber que estamos incurriendo en tal error, y si no somos capaces de identificar estos casos, la puerta del escepticismo queda una vez más completamente abierta.

A Descartes se le ha considerado el padre de la filosofía moderna. Merece con creces el título, pero seguramente no por las razones que a él le hubiera gustado. Su propósito era disipar las dudas escépticas de una vez por todas, para podernos dedicar tranquilamente a la búsqueda racional del conocimiento, pero al final tuvo más éxito planteando estas dudas que sofocándolas. Las sucesivas generaciones de filósofos quedaron atrapadas en el problema del escepticismo, que ocupa la primera posición, o está muy cerca, en el orden del día filosófico desde que Descartes lo planteó.
La idea en síntesis: pienso, luego existo  


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