sábado, 7 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA(XII)

27 Las formas del razonamiento

Los argumentos son los ladrillos con que se construyen las teorías filosóficas; la lógica es la argamasa que mantiene unidos los ladrillos. Las buenas ideas son más bien poca cosa a menos que se apoyen en buenos argumentos: deben estar justificadas racionalmente, y ello no se consigue sin unos fundamentos lógicos firmes y rigurosos. Los razonamientos expuestos con claridad son susceptibles de evaluación y crítica, y este proceso continuo de reacción, revisión y rechazo es el que permite el progreso filosófico.
Un razonamiento es un movimiento racional autorizado que va desde unos hechos aceptados (las premisas) hasta un punto que debe ser probado o demostrado (la conclusión). Las premisas son las proposiciones básicas que deben aceptarse, al menos provisionalmente, para que el razonamiento pueda desarrollarse. Las premisas mismas pueden establecerse de muchos modos, a partir de la lógica, o sobre la base de la evidencia, es decir, empíricamente, o también pueden ser conclusiones de razonamientos anteriores; pero en cualquier caso deben sostenerse independientemente de la conclusión para evitar la circularidad. El movimiento desde las premisas hasta la conclusión es una inferencia, la firmeza de la cual determina la resistencia del razonamiento. Distinguir las inferencias correctas de las incorrectas es la tarea central de la lógica.

El papel de la lógica 

La lógica es la ciencia de analizar los razonamientos y de establecer principios o fundamentos sobre los que puedan sostenerse inferencias sólidas. Su preocupación no son los contenidos particulares de los razonamientos sino su estructura general y su forma. Así, « todos los pájaros tienen plumas; el petirrojo es un pájaro; de modo que el petirrojo tiene plumas» , los lógicos abstraen la forma así: « Todos los P son Q; a es P; luego a es Q» , fórmula en la que los términos particulares se sustituy en por símbolos, y la firmeza de la inferencia puede determinarse con independencia del asunto en cuestión. El estudio de la lógica se ceñía antiguamente a inferencias simples de este tipo (silogismos), pero desde principios del siglo XX se ha transformado en una herramienta analítica inmensamente sofisticada y sutil.

La lógica aristotélica y matemática

Hasta finales del siglo XIX la ciencia de la lógica discurrió con pocos cambios, muy próxima a la manera en que Aristóteles la había planteado unos 2 000 años antes. Se consideraba que el modelo del razonamiento adecuado era el Gottlob silogismo, una inferencia resultante de tres proposiciones (dos premisas y una conclusión), la más célebre de las cuales es: « todos los hombres son mortales, los griegos son hombres; luego los griegos son mortales» . Los silogismos fueron clasificados exhaustivamente de acuerdo con la « forma» y la « figura» a partir de las cuales era posible distinguir los válidos de los no válidos. Las limitaciones de la lógica tradicional fueron expuestas de un modo contundente en la obra de un matemático alemán, Frege, que introdujo nociones como los cuantificadores y las variables, a las que se debe la ampliación del alcance y del poder de la lógica moderna matemática (así llamada porque, a diferencia de la lógica tradicional, permite representar un razonamiento matemático).

La deducción 

El ejemplo que se ha ofrecido antes (« todos los pájaros tienen plumas…» ) es un razonamiento deductivo. En este caso la conclusión se sigue de (está implicada en) las premisas, y el razonamiento se considera « válido» . Si las premisas de un razonamiento válido son verdaderas, la conclusión es con toda seguridad verdadera, y el argumento se considera « fundado» . La conclusión de un razonamiento deductivo está implícita en las premisas; dicho de otro modo, la
conclusión no « va más allá» de sus premisas, ni dice nada que no estuviera ya implicado en ellas. 

Otro modo de expresar esto, que revela el carácter lógico que subyace al razonamiento, es señalar que no es posible aceptar las premisas y rechazar la conclusión sin incurrir en contradicción.

¿Paradoja o falacia?

« Al prisionero lo colgarán el próximo sábado a lo sumo, y no sabrá por anticipado qué día se ejecutará la sentencia.» Parece espantoso, pero el astuto prisionero se reconforta pensando: « No pueden colgarme el sábado, porque en ese caso el viernes lo sabría por anticipado. De modo que el último día posible es el viernes. Pero tampoco puede serlo, porque lo sabría el jueves…» . Y así fue retrocediendo día a día hasta el presente, y le alivió descubrir que la ejecución no tendría lugar jamás.
Así que el prisionero se llevó un pequeño sobresalto cuando fue colgado «Por el contrario — prosiguió Tweedledee— si fuera así, podría ser; y si era así, debería ser: pero finalmente el siguiente martes.

¿Paradoja o falacia? Tal vez ambas cosas. El relato, conocido como la paradoja de la predicción, es paradójico porque una línea de razonamiento aparentemente impecable desemboca en una conclusión manifiestamente falsa, tal como acaba descubriendo el compungido prisionero. Las paradojas incorporan argumentos de este tipo que conducen a conclusiones aparentemente contradictorias o inaceptables. A veces resulta imposible sacar una conclusión, y ello obliga a examinar de nuevo las creencias o supuestos en los que se apoya el razonamiento; o puede ocurrir que se haya colado alguna falacia, un error de razonamiento, en el mismo argumento. En cualquier caso, las paradojas merecen atención filosófica, porque señalan invariablemente confusiones o incoherencias en nuestros conceptos y razonamientos.

Algunas de las paradojas más célebres (muchas de las cuales se analizarán en las próximas páginas) se resisten tenazmente a ser resueltas, y siguen dejando perplejos a los filósofos.

La inducción 

El otro procedimiento principal para pasar de las premisas a la conclusión es la inducción. En un razonamiento característicamente inductivo, una ley o principio general se infiere de observaciones particulares sobre cómo son las cosas en el mundo. Por ejemplo, a partir de un número de casos en los que se observa que los mamíferos paren crías vivas, se infiere, inductivamente, que todos los mamíferos lo hacen. Un razonamiento semejante no puede ser nunca válido (en el sentido en el que un razonamiento deductivo puede ser válido) en la medida en que su conclusión no se sigue necesariamente de sus premisas; es decir, es posible que las premisas sean verdaderas pero la conclusión falsa (como ocurre en el ejemplo ofrecido, donde la conclusión es falsa dada la existencia de mamíferos como el ornitorrinco, que pone huevos). Esto ocurre porque el razonamiento inductivo siempre va más allá de las premisas, que nunca implican una conclusión dada, sino tan sólo la apoyan o la hacen posible hasta cierto punto.


«Por el contrario —
prosiguió Tweedledee— si
fuera así, podría ser; y si
era así, debería ser: pero
el como no lo es, no. Pura
lógica.»
Lewis Carroll, 1871

De modo, pues, que los razonamientos inductivos son generalizaciones o extrapolaciones de varios tipos: de lo particular a lo general; de lo observado a lo no observado; de acontecimientos o estados de hecho pasados, o presentes, a futuros.

El razonamiento inductivo es omnipresente e indispensable. Resultaría imposible prescindir en nuestras vidas cotidianas de la observación de regularidades y continuidades en el pasado y en presente, pues ellas nos permiten hacer predicciones sobre cómo serán las cosas en el futuro. 

Asimismo, las leyes y supuestos de la ciencia a menudo consisten en casos paradigmáticos de inducción. Pero ¿es justificable extraer tales inferencias? El filósofo escocés David Hume pensaba que no existe una base racional para nuestra confianza en las inducciones. Sostenía que los razonamientos inductivos presuponen una creencia en la « regularidad de la naturaleza» , y a partir de ésta asume que el futuro será similar al pasado cuando se den condiciones similares relevantes. Pero ¿qué razones podrían existir para asumir semejante cosa, aparte de razones inductivas? Si la supuesta regularidad de la naturaleza sólo puede justificarse inductivamente, no es posible —sin incurrir en un argumento circular— usar el procedimiento en defensa de la inducción. De un modo parecido, hay quienes han intentado justificar la inducción sobre la base de los sucesos pasados: efectivamente funciona. Pero la suposición de que seguirá funcionando en el futuro sólo puede inferirse inductivamente a partir de los sucesos pasados, de modo que el argumento no consigue salir del atolladero. Desde el punto de vista de Hume no podemos hacer otra cosa que razonar inductivamente (y ni siquiera sugiere que no debiéramos razonar de este modo), pero insiste en que procedemos así por costumbre y hábito aunque no esté racionalmente justificado. El llamado « problema de la inducción» que Hume dejó en herencia sigue siendo un asunto de debate activo en la actualidad, especialmente en la medida en que afecta a los fundamentos de la ciencia.


La idea en síntesis: ¿existen razonamientos infalibles?

«La filosofía consiste en
empezar con algo tan
simple que parezca
irrelevante, y en terminar
con algo tan paradójico que
nadie pueda creerlo.»
Bertrand Russell, 1918


28 La paradoja del barbero

En un pueblo vive un barbero que afeita única y exclusivamente a los que no se afeitan ellos mismos. ¿Quién afeita al barbero, pues? Si se afeita él mismo, no se afeita; si no se afeita él mismo, se afeita. A primera vista, el rompecabezas que encierra la paradoja del barbero no parece tan complicado de entender. Se trata de una situación que en principio parece plausible, pero que desemboca de forma inevitable en una contradicción. La descripción en apariencia inocente del trabajo (un hombre « que afeita única y exclusivamente a los que no se afeitan ellos mismos» ) es, de hecho, lógicamente imposible, pues el barbero no puede pertenecer ni al grupo de los que se afeitan ellos mismos, ni al de los que no lo hacen, sin contradecir la descripción de sí mismo. Un hombre que se adecuara a la descripción del barbero no puede existir (lógicamente). De modo que no existe tal barbero: problema resuelto.

El significado de la paradoja del barbero no se cifra en su contenido sino en su forma. Desde el punto de vista estructural, esta paradoja es similar a otro problema más importante conocido como la paradoja de Russell, que trata, no ya del afeitado de la gente de un pueblo sino de conjuntos matemáticos y de sus contenidos. Tal paradoja es bastante más difícil de resolver: no es exagerado decir que, un siglo atrás, fue la principal responsable de la crisis de los fundamentos básicos de las matemáticas.

«Esta proposición es falsa»

El problema de la autorreferencia que encierra la paradoja del barbero y la paradoja de Russell es común a un buen número de rompecabezas filosóficos muy célebres. Tal vez, el más conocido sea la llamada « paradoja del mentiroso» , los orígenes de la cual, supuestamente, se remontan al siglo VII a. C., cuando parece que un griego llamado Epiménides —de Creta— dijo que « todos los ciudadanos de Creta eran unos mentirosos» . La versión más simple es la proposición  "Esta proposición es falsa" , que es falsa si es verdadera y verdadera si es falsa. La paradoja puede captarse en un par de proposiciones: en un lado de un pedazo de papel leemos  "La proposición que se encuentra en el otro lado del papel es falsa» ; y en el otro lado del papel  "La proposición que se encuentra en el otro lado del papel es verdadera. En este planteamiento cada una de las proposiciones es en sí misma inobjetable, de modo que resulta difícil desechar la paradoja como si fuera un simple absurdo, como pretenden algunos.

Otra variante interesante es la paradoja de Grelling. En este caso, están implicadas las nociones de « palabras autológicas» (palabras que ilustran lo que describen), por ejemplo la palabra  "esdrújula" , que es ella misma esdrújula; y de « palabras heterológicas» (palabras que no ilustran lo que describen), por ejemplo « largo» , que es una palabra corta. Toda palabra debe ser de un tipo u otro, de modo que consideremos lo siguiente: ¿la palabra « heterológico» es heterológica? Si lo es, no lo es; si no lo es, lo es. Todo parece indicar que no hay modo de salir de la barbería. 


Russell y la teoría de conjuntos 

La idea de los conjuntos es fundamental para las matemáticas, pues constituyen los objetos más puros que pueden examinarse. El método matemático implica definir grupos (conjuntos) de elementos que satisfacen determinado criterio, como el conjunto de todos los números mayores que 1 o el de los números primos; se realizan entonces operaciones de tal modo que luego puedan deducirse propiedades sobre los elementos incluidos en el conjunto o los conjuntos en cuestión. Desde una perspectiva filosófica, los conjuntos tienen un interés particular, pues la idea de que todo lo relativo a las matemáticas (los números, las relaciones, las funciones) podría formularse exhaustivamente en el interior de una teoría de conjuntos dio alas a la ambición de usar los conjuntos para fundamentar las matemáticas sobre bases puramente lógicas.


Claridad de pensamiento

Los razonamientos filosóficos a menudo son complejos y deben expresarse con gran precisión. Pero a veces los filósofos se dejan llevar un poco por la solemnidad de su propio intelecto, y entonces seguir sus argumentos resulta tan complicado como intentar digerir una piedra. Si entender el fuera de juego en fútbol te pareció complicado, intenta seguir el razonamiento de Bertrand Russell al definir « el número de una clase» , a ver qué te parece:

« Este método consiste en definir el número de una clase como la clase de todas las clases similar a la clase dada. Un miembro de esta clase de clases (considerado como predicado) es una propiedad común de todas las clases similares y de ninguna otra; además, cada clase del conjunto de clases similares tiene con el conjunto una relación que no tiene con nada más, y que cada clase tiene con su propio conjunto. Así, se satisfacen completamente las condiciones de esta clase de clases, y su mérito consiste en estar determinada cuando se da una clase, y en ser distinta para dos clases que no son similares. He aquí, pues, una definición irreprochable del número de una clase en términos puramente lógicos» .

A principios del siglo XX, el matemático alemán Gottlob Frege intentaba definir la totalidad de la aritmética en términos lógicos por medio de la teoría de conjuntos. En la época se asumía que no había restricciones en las condiciones que podían usarse para definir conjuntos. El problema, que reconoció el filósofo Bertrand Russell en 1901, se centraba en la cuestión de los conjuntos que están comprendidos en su propio conjunto. Algunos conjuntos se tienen a sí mismos como elemento: por ejemplo, el conjunto de objetos matemáticos es él mismo un objeto matemático. Otros no: el conjunto de números primos no es él mismo un número primo. Consideremos ahora el conjunto de todos los conjuntos que no están comprendidos en su propio conjunto. ¿Forma parte este conjunto de su propio conjunto? Si forma parte, no forma parte: y si no forma parte, forma parte. Es decir, ser un elemento de este conjunto depende de no ser un elemento del conjunto.
«Existen pocas cosas más indeseables para un científico que ver
hundirse los fundamentos en el momento en que uno daba por
acabado el trabajo. Ésta es la situación en la que me puso una
carta del señor Bertrand Russell cuando estaba a punto de dar
por terminado mi trabajo.»
Gottlob Frege, 1903

Una perfecta contradicción, y de ahí la paradoja (similar a la del barbero). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el caso del barbero, no es posible deshacerse del temible conjunto (por lo menos no es posible hacerlo sin socavar la teoría de conjuntos tal como se entendía entonces).

La existencia de contradicciones en el seno de la teoría de conjuntos, que mostró la paradoja de Russell, puso en evidencia que la definición y los procedimientos matemáticos de los conjuntos eran fundamentalmente erróneos. Puesto que cualquier proposición puede probarse, lógicamente, a partir de la contradicción, ello implicaba, lamentablemente, que toda y cada una de las pruebas, aunque no necesariamente inválidas, podían no ser probadas como válidas. De modo que las matemáticas debían reconstruirse desde los fundamentos. La clave de la solución se encontraba en la incorporación de restricciones adecuadas en los principios que rigen la inscripción de un elemento en un conjunto. Russell no sólo expuso el problema sino que fue uno de los primeros que buscó una solución y, aunque su tentativa fue sólo parcialmente eficaz, contribuyó a que sus sucesores tomaran el camino adecuado.


La idea en síntesis: si es, no es, si no es, es



El error de razonamiento que se
observa en la falacia del
jugador lo ilustra
maravillosamente la historia del
hombre al que pillaron en un
avión con una bomba como
equipaje de mano.
« Las probabilidades de que
haya una bomba en un avión
son poquísimas —explicó a la
policía—. ¡Así que imaginen lo
improbable que es que hubiera
dos!»


29 La falacia del jugador

«Con la cabeza a mil por hora, Monte y Cario escrutaban al crupier que empezaba a recoger las fichas perdidas. No habían apostado en los últimos juegos, pues preferían oler antes el juego de la mesa. Pero la impaciencia crecía a medida que los números rojos salían una y otra vez, ya iba a ser la quinta; no aguantaban más.
—Si no te metes seguro que no ganas —pensaron los dos, no eran muy originales…» Cuando se disponían a jugar sus fichas, Monte pensó: —¡Cinco veces seguidas el rojo! Seis es imposible. ¿Cuántas probabilidades hay contra el rojo? Por la ley de la probabilidad tiene que salir el negro. » En el mismo momento, Cario pensaba: » —¡Caramba, los rojos están que arden! Esta vez no se me escapan. Tiene que salir el rojo.
» —Ríen ne va plus… No hay más apuestas —anunció el crupier.»

¿Quién es más probable que gane, Monte o Cario? La respuesta tal vez sea que ganará Cario, y todavía más probable, ninguno. Lo cierto es que ambos (quizás igual que millones de personas reales a lo largo de la historia, pues se han encontrado dados del año 2750 a. C. aproximadamente) incurren en la llamada falacia del jugador (o de Monte Cario).

«Tiene que salir el negro» Monte tiene
razón en que cinco veces seguidas el rojo
es inusual: la probabilidad (en una mesa
donde el juego sea limpio, y al margen
de las apuestas del cero o del doble cero;
 es de 1 contra 32; y las
probabilidades de seis veces seguidas son
incluso más bajas: de 1 contra 64. Pero
estas probabilidades sólo se aplican al
principio de la secuencia, antes de que la
ruleta hay a empezado a girar. El
problema para Monte es que la
improbable que es que hubiera
dos!»
posibilidad relativamente rara (cinco veces seguidas el rojo) ya se ha producido sin tener nada que ver en absoluto con que el siguiente número sea el rojo; la probabilidad de que eso ocurra es, como siempre, de 1 contra 2 o de 50/50. Las ruletas —como las monedas, los dados, o las bolas de la lotería— no tienen memoria, de modo que no pueden tener en cuenta lo que ha ocurrido en el pasado con vistas a compensar, o incluso a propiciar, ciertas cosas: la improbabilidad de cualquier hecho pasado o de cualquier secuencia de hechos (siempre que sean azarosos e independientes) no tiene nada que ver con la probabilidad de un hecho futuro. Suponer que es de otro modo conduce a la falacia del jugador.


La casa siempre gana

Los juegos de casino siempre tienen algún tipo de « margen de la casa» , lo cual significa que las probabilidades están levemente inclinadas a favor de la banca. Por ejemplo, en la ruleta, existe una casilla (en Europa el cero) o dos (en Estados Unidos, el cero y el doble cero) que no son ni rojas ni negras, de modo que las posibilidades de ganar al rojo o al negro son un poco inferiores a la mitad. Asimismo, en el 21 de naipes (vingt-et-un), hay que batir a la banca: si la banca obtiene un Black Jack (21 tantos con dos cartas) bate al jugador. Y aunque un jugador puede ganar a la casa, casi siempre, a lo largo de todos los tiempos, la casa suele ganar más juegos.

«Me siento como un fugitivo de la ley estadística.»
Bill Mauldin, 1945

«¡El rojo está que arde!» ¿Acaso Cario procede mejor? Probablemente no. Como Monte, intenta predecir un resultado futuro a partir de hechos que en apariencia no tienen nada que ver. Y si los hechos a los que asiste son azarosos, también él está incurriendo en la falacia del jugador. Esta falacia sólo está asociada a resultados que son genuinamente independientes. Si un caballo, por ejemplo, gana cuatro carreras seguidas, podríamos considerar que existen suficientes evidencias de que puede ganar una quinta. Pero si una ficha gana 20 veces seguidas, cabe suponer razonablemente que la ficha está trucada en vez de pensar que semejante cosa improbable ocurra por puro azar.
Si juegas a la lotería, espera sentado…

¿Cuántas probabilidades tienes de que salgan tus seis números dos veces seguidas en la lotería nacional inglesa? Aproximadamente 1 contra 200 000 000 000 000 (200 millones de millones). No muchas, de modo que tendrías que ser un auténtico idiota para escoger el mismo número que la semana pasada… Puede que sí, pero no más idiota que si escoges seis números distintos. Se trata de otro caso de la falacia del jugador: una vez ya ha salido una serie de números el hecho de que vuelva a salir no constituye una selección mejor o peor (14 millones contra 1 no es mucho más tentador).
De modo que quienes se preguntan si la mejor estrategia es jugar siempre con la misma serie de números o cambiar cada semana deberían saber que no existe demasiada diferencia (es mucho mejor cavar en el jardín a ver si hay algún tesoro enterrado).

Las leyes de la probabilidad

Las leyes de la probabilidad se invocan a menudo para refrendar el pensamiento falaz de los jugadores. Lo que pretenden, en resumen, es que es más probable que ocurra algo en el futuro si ha ocurrido con menos frecuencia de la esperada en el pasado (o, a la inversa, que es menos probable que ocurra en el futuro porque ha ocurrido con mucha frecuencia en el pasado). A partir de ahí se supone que las cosas quedarán « fuera de toda posibilidad a la larga» .

El atractivo de esta ley falaz se debe, en parte, a su similitud con una auténtica ley estadística: la ley de las cifras elevadas. De acuerdo con esta ley, si lanzamos una ficha que no esté trucada unas cuantas veces, por ejemplo 10, la posibilidad de que gane disminuye considerablemente con respecto de la media (estadística), que es de 5, pero si la lanzamos un número elevado de veces, por ejemplo 1 000, la posibilidad de que gane se acerca más al promedio (500). Y cuanto mayor sea el número de tiradas, más se acercará al promedio. De modo que, en una serie de hechos azarosos de similar probabilidad, es cierto que si la serie se extiende lo suficiente hay cosas que podrían incluso quedar descartadas. Sin embargo, esta ley estadística no tiene nada que ver con la posibilidad de que ocurra algún hecho particular: el hecho que acontece ahora no tiene memoria de ninguna desviación de la media, y no puede alterar su curso para corregir un desequilibrio anterior.
No hay consuelo para el jugador.

Del mismo modo, una secuencia de cuatro rojos seguidos podría indicar que la ruleta está trucada o amañada. Sin embargo, aunque no sea imposible, cuatro rojos seguidos es muy inusual y del todo insuficiente por sí mismo para garantizar cualquier conclusión. En ausencia de cualquier otra evidencia, Cario es tan iluso como Monte.


La idea en síntesis: contra la probabilidad

viernes, 6 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (XI)

25 ¿Sufren los animales?

«—¡Ay, mi pierna! —gritó—, ¡ay, mi pobre espinilla! —y se sentó en la nieve para curarse con las dos patas delanteras. —¡Pobre viejo Topo! —dijo amablemente la Rata—, me temo que hoy no es tu día, ¿verdad? Vamos a ver esa pata —prosiguió, agachándose para mirar de cerca. —Sí, te has partido la espinilla, está claro. Espera que saque el pañuelo para vendarte. —Debo haber tropezado contra alguna rama enterrada bajo la nieve o algún pedrusco —dijo penosamente el Topo—. ¡Ay de mí, ay ! —Es un corte muy limpio —dijo la Rata, examinando de nuevo la herida con atención—. Una rama o un pedrusco no hace una herida así… —Qué más da lo que habría sido —dijo el Topo, olvidando la gramática a causa del dolor—. Duele igual, sea lo que sea.»

¿Sufren realmente los animales, o sólo sufren los ficticios, como el topo de El viento en los sauces? Podemos estar razonablemente seguros de que los animales no hablan, pero sabemos poco más que eso. El modo en que respondemos al problema del sufrimiento de los animales, y al más amplio problema de su conciencia, tiene implicaciones directas en otras cuestiones candentes:
• ¿Es correcto usar millones de ratas, ratones, e incluso primates, en investigaciones médicas,            pruebas de fármacos, etc.?
• ¿Es correcto envenenar, gasear y exterminar topos y otros animales considerados « plagas» ?
• ¿Es correcto sacrificar en mataderos a millones de animales como vacas o gallinas para                    proporcionamos alimento?

El giro lingüístico

«A veces se dice que los
animales no hablan porque
carecen de la capacidad
mental para hacerlo. Esto
significa: “no piensan, por
eso no hablan”. Pero
simplemente no hablan. O
mejor aún: no usan el
lenguaje, exceptuando las
formas más primitivas de
lenguaje.»
Ludwig Wittgenstein, 1953


Por analogía con nuestras mentes, podemos inferir muchas similitudes entre las experiencias conscientes de los humanos y las de (algunos) animales, ¿pero hasta dónde podemos llegar a partir de ahí? La experiencia subjetiva de un animal debe estar íntimamente unida a su forma de vida y al entorno particular al que está adaptado evolutivamente; y como Thomas Nagel señaló, no tenemos la más remota idea de cómo sería ser un murciélago, o cualquier otro animal Este problema se hizo aún más los evidente a partir del « giro lingüístico» que terminó por dominar la mayor parte de la filosofía de la mente en el siglo XX. De acuerdo con este giro, nuestra vida mental está apuntalada o mediada por el lenguaje, y nuestros pensamientos son necesariamente representados en nuestro interior en términos lingüísticos, Tal concepción, aplicada sin más a los animales, nos obligaría a negar que puedan abrigar algún pensamiento. Las posturas se han ido moderando y, en la actualidad, la mayoría de los filósofos estarían dispuestos a aceptar que el resto de animales también tienen pensamientos, por más simples que sean.

La mayoría de los filósofos están de acuerdo en que la conciencia, especialmente el dolor y el sufrimiento, resulta decisiva para decidir qué consideración moral deberíamos dispensar a los animales. Si estamos de acuerdo en que incluso algunos animales son capaces de sentir dolor, y en que causar sufrimiento innecesario es un error, debemos concluir que es incorrecto infligirles sufrimiento innecesario. Desarrollar más esta conciencia (decidiendo, en particular, qué ocurre si nada justifica adecuadamente el dolor que infligimos a los animales) se convierte así en una tarea moral apremiante.

En el interior de la mente de los animales 

¿Qué sabemos de lo que pasa en la cabeza de los animales? ¿Sienten los animales, piensan, creen? ¿Son capaces de razonar? La verdad es que sabemos muy poco sobre la conciencia de los animales. Nuestra falta de conocimiento en este ámbito representa una versión ampliada del problema de saber algo de las otras mentes humanas. Parece que no podemos tener la seguridad de que los demás experimenten las cosas igual que nosotros, o ni siquiera de que experimenten, de modo que no es sorprendente que no estemos en mejores condiciones (posiblemente sean bastante peores) con respecto a los demás animales.

Tanto en el caso de la mente humana como en el de la del animal, todo lo que podemos hacer es usar un argumento por analogía con nuestro propio caso. Los mamíferos parecen reaccionar al dolor de un modo parecido a los humanos, pues rechazan lo que les produce dolor, prorrumpen en gritos y gemidos, etc. También en términos fisiológicos existe una uniformidad básica entre los sistemas nerviosos de los mamíferos; asimismo se han encontrado profundas similitudes en la composición genética y el origen evolutivo. Dadas todas estas similitudes, es plausible suponer que también deberían existir semejanzas en el nivel de la experiencia subjetiva. Y cuanto más próximas sean las similitudes psicológicas, y de otros aspectos relevantes, más segura será la inferencia de similitudes en la experiencia subjetiva.

El perro de Crisipo

En el mundo antiguo, no había consenso sobre si los animales pensaban y razonaban. La discusión más interesante giraba en torno al perro de Crisipo, un filósofo estoico del siglo III a. C. Se trata de la historia de un perro de caza que persigue a su presa y llega a un cruce de tres caminos; tras perder el rastro en los dos primeros caminos, el perro toma el tercero sin mayor investigación, asumiendo supuestamente el silogismo « A B o C: ni A ni B; entonces C» . Este caso de lógica canina no convenció a todos los filósofos posteriores, y muchos de ellos consideraron la racionalidad como la facultad que establecía una diferencia esencial entre hombres y animales. 

Descartes en particular, tenía mala opinión sobre el intelecto animal, y consideraba a los animales poco más que autómatas desprovistos de cualquier forma de inteligencia La idea de que la capacidad de sufrir es la clave para admitir a los animales en la comunidad moral —el criterio que con mayor frecuencia se invoca en las discusiones recientes sobre ética animal— fue planteada por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham: « La cuestión no es “¿razonan?” ni “¿piensan?”, sino “¿sufren?”» .

La experimentación con animales: ¿es correcta y sirve para algo? La moralidad con respecto al uso de animales en la investigación médica y en las pruebas de fármacos puede considerarse de dos modos. Uno de ellos consiste en preguntar si es correcto para nosotros usar a otros animales como meros medios para nuestros fines; si es ético causar sufrimiento a los animales (asumiendo que sufran) y quebrantar sus derechos (asumiendo que puedan tenerlos) para mejorar nuestra salud, probar fármacos, etcétera. Éste es un aspecto de la pregunta general sobre la posición moral que debemos adoptar con respecto a los animales.

La otra consideración es más práctica. Probar la toxicidad de un producto con un ratón sólo tiene valor (asumiendo que sea ético hacerlo) si el ratón y el hombre son suficientemente similares en aspectos fisiológicos relevantes como para que las conclusiones puedan aplicarse a los hombres, 
El problema es que esta segunda consideración pragmática alienta el uso de mamíferos como los monos y otros simios, porque desde el punto de vista psicológico son más parecidos a los humanos; pero precisamente el uso de estos animales es el que nos resulta más censurable desde el punto de vista ético.

En este sentido nuestras inferencias sobre nuestros parientes cercanos, los simios y los monos, parecen apoyarse en un terreno relativamente firme; pero el terreno es menos firme con mamíferos más alejados como las ratas y los topos. La analogía es débil pero plausible en el caso de algunos vertebrados (pájaros, reptiles, anfibios y peces), y decididamente precaria cuando se trata de invertebrados (insectos, babosas, medusas). Lo cual no significa que estos animales no sientan, o no experimenten dolor, pero sí que resulta dudoso explicar lo que sienten a partir de una analogía con nuestra conciencia. La dificultad consiste en saber cómo podría apoyarse la reivindicación de que sí sienten.

La idea en síntesis: ¿crueldad con los animales?

26 ¿Tienen derechos los animales?

En todo el mundo, durante cada año de la primera mitad de la década de 2000: se usaron aproximadamente 50 millones de animales en investigaciones científicas y pruebas farmacológicas; se produjeron unos 250 millones de toneladas de carne; se capturaron unos 200 millones de toneladas de pescado y otras especies acuáticas en mares y ríos.

Las cifras son aproximadas (especialmente las relativas a la investigación, la mayor parte de las cuales no se registran), pero es evidente que cada año se usa una inmensa cantidad de animales para satisfacer intereses humanos. Muchos de nosotros (cada vez más) diríamos que son "explotados" o « sacrificados» en vez de « usados» . Porque muchos consideramos el uso de los animales (como alimento o como instrumento de investigación) como algo moralmente indefendible y como una violación de los derechos fundamentales de los animales.

El fundamento de los derechos de los animales 

¿Cómo podemos fundamentar los derechos de los animales? Un argumento común, de carácter esencialmente utilitarista, es el siguiente:

1. los animales sufren;
2. el mundo es mejor sin sufrimiento innecesario; de modo que
3. no debe infligirse sufrimiento innecesario a los animales.

La primera premisa ha sido la más debatida recientemente. Parece muy improbable suponer que animales como los simios y los monos, que tanto se parecen a nosotros en aspectos relevantes, no tengan la capacidad de sentir algo muy similar a nuestro dolor. Sin embargo, parece improbable que animales como las esponjas marinas o las medusas, que tienen sistemas nerviosos muy simples, sientan algo remotamente parecido al dolor humano. La dificultad radica entonces en dónde establecer la frontera (algo que ocurre a menudo cuando se trata de establecer las fronteras  y resulta difícil eludir un considerable tufillo de arbitrariedad. Podemos acordar un ponderado « algunos animales sufren» , pero un inquietante signo de interrogación pende sobre cuáles son realmente.

«Llegará un día en que el
resto de animales de la
creación adquieran los
derechos que la tiranía
nunca debería haberles
negado.»
Jeremy Bentham, 1788

La segunda premisa podría parecer irrecusable (salvo a los raros masoquistas), pero una vez más entraña un peligro y es que puede llegar a resultar vacía. Es posible cuestionar la pretensión de esta premisa estableciendo una distinción entre el dolor y el sufrimiento. Se supone que el ultimo es una emoción compleja, que implica tanto el recuerdo del dolor pasado como la anticipación del dolor por venir, mientras que el dolor en sí mismo no es más que una fugaz sensación del presente; lo que cuenta cuando se trata de hacer valoraciones morales es el sufrimiento, pero los animales, o algunos animales, sólo son capaces de sentir dolor. Pero incluso si aceptamos esta distinción, parece poco razonable pretender que el dolor no es algo malo, por más que el sufrimiento sea peor.

Mucho más problemático resulta el « innecesario» de la segunda premisa. Porque no sirve para persuadir a un oponente que defienda que un poco de dolor animal es un precio aceptable por los beneficios humanos, y a que permite la mejora de la salud, la seguridad de los fármacos, etcétera.
Desde el punto de vista utilitarista, el argumento aparentemente apela a una especie de cálculo del dolor, sopesando el sufrimiento animal y el beneficio humano; pero el cálculo necesario —dificilísimo incluso si sólo se tratara de medir el sufrimiento humano — parece completamente irrealizable cuando el sufrimiento animal se incorpora a la ecuación.

Este ataque a las premisas afecta inevitablemente a la conclusión. Por desgracia, hay que admitir que, a lo sumo, el argumento se traduce en la reivindicación de no hacer daño a algunos, tal vez muy pocos, animales, a menos que hacerlo brinde algún beneficio, tal vez mínimo, a los humanos. Desde este punto de vista « los derechos de los animales» se reducen al derecho de un pequeño número de animales a los que no debe infligirse sufrimiento, a menos que hacerlo nos proporcione algún beneficio, por pequeño que sea, a los humanos.

Especismo

La mayoría de los individuos no someterían a un igual a condiciones de hacinamiento y suciedad para terminar comiéndoselo; ni probaría productos químicos de propiedades desconocidas con niños; ni modificaría genéticamente a humanos para estudiar su biología. ¿Existen razones para tratar de este modo a los animales? Debe existir alguna justificación moral atendible (según los defensores de los derechos de los animales) para rechazar conceder la misma consideración a los intereses de los animales que a los de los hombres. De otro modo estaríamos ante un caso de prejuicio o de intolerancia, de discriminación por cuestiones de especie, es decir, de « especismo» : una falta de respeto fundamental de la dignidad y las necesidades de los animales que no son humanos, tan ilegítima como la discriminación por cuestiones de género o de raza. ¿Es una falta evidente favorecer a nuestra propia especie? Los leones, por ejemplo, por lo general son más considerados con otros leones que con las gacelas; ¿por qué no deberían los humanos comportarse con una parcialidad similar? Se han sugerido muchas razones:
los humanos tienen un nivel de inteligencia más elevado que los animales, al menos potencialmente; la depredación es natural (los animales comen otros animales); los animales son especialmente criados para ser comidos/usados en experimentos (si no fuera por eso no existirían); necesitamos comer carne, aunque millones de personas aparentemente sanas no lo necesitan; los animales no tienen alma (¿estamos seguros de que los humanos la tienen?),

Es difícil rebatir estas justificaciones y, en general, resulta complejo establecer criterios que abarquen a todos los humanos y excluyan a todos los animales. Por ejemplo: si decidimos que lo decisivo es la superioridad intelectual, ¿utilizaríamos este criterio para justificar el uso de niños o de personas mentalmente discapacitadas, con un nivel de inteligencia menor que un chimpancé, en un experimento científico? O si decidimos que lo decisivo es la « naturalidad» , advertiremos de inmediato que hay muchas cosas que los animales, incluidos los humanos, hacen con  naturalidad» que no nos gustaría en absoluto promover: algunos leones macho, llevados por su naturaleza, matan a las crías de sus rivales, pero semejante comportamiento estaría muy mal visto entre los humanos.
Las tres erres

El intenso debate sobre el bienestar y los derechos de los animales se centra en dos preguntas: ¿deberían usarse animales en experimentos y (si lo fueran) cómo deberían ser tratados en práctica? Como resultado de estas preguntas, se aceptan actualmente tres principios generales, « las tres erres» , como guía para la técnica experimental humana:
• reemplazar a los animales siempre que sea posible por otras alternativas;
• reducir el número de animales que se usan en experimentos hasta un nivel la coherente con la        producción adecuada de datos estadísticos,
• refinar las técnicas experimentales para reducir o erradicar el sufrimiento de los animales.

¿Están bien los derechos? 

No es una conclusión que pueda complacer a ningún defensor serio de los derechos de los animales. Pero ha habido justificaciones más sólidas y sofisticadas que la versión resumida antes, y todas ellas pretenden ofrecer una versión menos débil del tipo de derechos de los que deberían disfrutar los animales. Peter Singer ha sido el defensor de la concepción utilitarista sobre el asunto, y otra línea muy influyente ha sido la deontológica, defendida por el norteamericano Torn Reagan. Según Reagan, los animales son « sujetos de una vida» (al menos los animales con un cierto grado de complejidad); este hecho les confiere algunos derechos básicos, que son los que
se violan cuando un animal es tratado como un simple pedazo de carne o como un representante de los hombres en las pruebas con fármacos. En este sentido, los animales no deberían ser sometidos a análisis de costes-beneficios que pueden ser muy perjudiciales para una concepción utilitarista.

Existen considerables dificultades para defender una concepción en que los derechos de los animales sean equiparables a los derechos humanos, e incluso algunos autores se preguntan si es apropiado y útil emplear la noción de derechos para el caso. Se suele suponer que los derechos imponen deberes u obligaciones a sus titulares; hablar de derechos implica algún tipo de reciprocidad (algo que precisamente nunca existirá entre los animales y los hombres). Lo que está en juego es un problema real —el trato adecuado y humano que debemos a los animales— que se oscurece al plantearlo provocadoramente en el lenguaje de los derechos.

La idea en síntesis: ¿se equivocan los humanos?

jueves, 5 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (X)

22 Más allá del sentido del deber

El 31 de julio de 1916, durante la batalla del Somme en el norte de Francia, el joven de 26 años James Miller, un soldado raso del Regimiento Real de Lancaster, «recibió la orden de llevar un mensaje importante atravesando el fuego cruzado para volver con la respuesta costara lo que costara. Lo obligaron a partir a campo abierto y al salir de la trinchera recibió inmediatamente un disparo en la espalda que lo atravesó y salió por el abdomen. A pesar de ello, con un coraje y un espíritu de sacrificio heroicos, oprimió con su mano la herida del estómago, entregó el mensaje, regresó tambaleándose con la respuesta, y se desplomó a los pies del oficial a quien se la entregó.
Sacrificó su vida con una devoción y un sentido del deber extremos».

¿Cómo interpretar este tipo de comportamientos? Es evidente que las autoridades militares británicas durante la primera guerra mundial consideraron las acciones del soldado Miller excepcionales —incluso en una época en que se producían muchos hechos extraordinarios cotidianamente—, pues lo condecoraron con la Cruz de la Victoria « al valor más sobresaliente» (el texto citado procede del discurso del oficial de Miller en ocasión de la condecoración). Si Miller se hubiera arrastrado para volver a la trinchera inmediatamente después de recibir el disparo que podía acabar con su vida, difícilmente lo culparíamos, o diríamos que actuó de un modo equivocado, o que su acción fue inmoral. Igual que sus oficiales, tenderemos a considerar que los actos de Miller iban « más allá del sentido del deber» y que merecían una alabanza especial. En suma, seguramente elogiaríamos lo que hizo pero no le hubiéramos culpado si hubiera
actuado de otro modo.

Actos heroicos 

En principio, nuestras intuiciones comunes armonizan con este tipo de afirmaciones. Parece normal concebir dos niveles distintos en la moralidad. En uno de ellos, se encuentran las cosas que todos nosotros estamos obligados moralmente a hacer: obligaciones básicas que son cuestión de deber y responden al patrón mínimo de moralidad común. A menudo se las considera negativamente, como obligaciones con las que es incorrecto no cumplir: no mentir, estafar, matar, etc. Suponemos que debemos cumplirlas y esperamos que los otros hagan lo propio.

Además de estos deberes morales comunes existen, en un nivel más elevado, los ideales morales. Suelen expresarse positivamente y no son normas cerradas: así, mientras que existe el deber moral corriente de no robar a los otros, la gran generosidad con los demás es un ideal que en principio es ilimitado. Semejantes actos pueden ir más allá de lo que requiere la moral común y se inscriben en la categoría de los llamados « actos heroicos» : actos que resulta encomiable hacer pero que no es censurable omitir. Los actos heroicos son el territorio « de los héroes y de los santos» . Tales individuos consideran como un deber esos actos y se culpan a sí mismos si no obedecen a ellos, pero se trata esencialmente de un sentido personal del deber y no cabe juzgar a los demás a partir de ellos.

¿Actos heroicos?

« Imaginemos un pelotón de soldados que practican lanzamiento de granadas de mano; a uno de los soldados le resbala de las manos una granada que rueda hasta la zona donde se encuentra el pelotón; y otro sacrifica su vida echándose sobre la granada y protegiendo a sus colegas con su propio cuerpo … Si el soldado no se hubiera echado sobre la granada ¿hubiera sido culpable de no cumplir con un deber? Aunque de algún modo sea, sin duda, superior a sus compañeros, ¿podemos decir que ellos faltaron a su deber al no intentar sacrificarse? Y si ese soldado no lo hubiera hecho, ¿acaso alguien hubiera podido decirle “Deberías haberte echado sobre la granada”?»

Esta historia se encuentra en « Santos y héroes» , un artículo muy importante queescribió en el año 1958 el filósofo inglés J. O. Urmson, y que ha orientado la mayoría de los debates filosóficos recientes en torno a los actos heroicos. Urmson identifica tres condiciones que debe reunir un acto para ser heroico: no puede tener por objeto un deber (común); debe ser encomiable y su omisión no puede implicar ninguna culpa. Urmson sostiene que el caso mencionado reúne los tres requisitos, razón por la cual se trata de un acto heroico.

La integridad moral

La idea de los actos heroicos pone de relieve la dimensión personal de la moral. Los héroes y los santos tienen un personal sentido del deber, de lo que les corresponde hacer, y por eso renuncian a su derecho a las exenciones (como el peligro o la dificultad) que la mayoría de nosotros usamos para excusar no actuar en ciertos casos. La mayoría de las formas del utilitarismo son rigurosamente impersonales: en sus valoraciones morales consideran que toda vida (incluida la del que actúa) tiene el mismo valor, y tienden a subestimar la importancia de los propósitos y de los compromisos personales. El criterio utilitarista tiende a no tenerlos en cuenta cuando se trata de tomar decisiones morales, y en este sentido hay quienes consideran el utilitarismo como considerablemente deficiente en lo que toca a la explicación de las prioridades personales y del sentido de la integridad moral del sujeto de la acción.

¿Son opcionales los actos bondadosos? La categoría de acciones morales extraordinarias, no obligatorias, es interesante desde el punto de vista filosófico precisamente a causa de las dificultades que algunos sistemas éticos presentan para integrarlas. Tales sistemas se caracterizan por ofrecer una concepción de lo que es bueno a partir de la cual se define lo correcto y lo incorrecto por remisión a tal criterio. En consecuencia, la idea de que algo es reconocido como bueno y, aun así, no es exigible resulta muy complicada de explicar.

De acuerdo con el utilitarismo, al menos en sus versiones más comunes, una acción es buena si incrementa la utilidad general (por ejemplo, la felicidad), y la mejor acción en cada situación es la que resulta de mayor utilidad. Dedicar una parte importante de nuestro dinero a donativos para los países en vías de desarrollo no sería considerado como una obligación moral; los otros pueden encomiarnos el hacerlo, pero no tienen por qué sentirse mal por no hacerlo. Dicho de otro modo, la caridad en este nivel tan generoso es extraordinaria. No obstante, desde el punto de vista utilitario, si semejante acción promueve la utilidad general (y evidentemente éste parece ser el caso), ¿cómo es posible que no se trate de algo exigible? También para la ética kantiana este tipo de actos heroicos resulta problemático. Kant establece el valor moral más elevado en la capacidad de actuar del sujeto . Si ello es así, ¿cómo es posible que exista algún límite para lo que mejora o estimula esa capacidad de actuar?

Este tipo de conflictos entre las teorías éticas y nuestro sentido moral común resultan muy problemáticos, especialmente para las teorías éticas. Los utilitaristas radicales defenderían (es lo que hacen algunos) que debemos aceptar todas las implicaciones de sus teorías —negar, en efecto, que existan acciones heroicas— y cambiar nuestro modo de vida para adecuarla a ellas. 

Pero semejantes propuestas de reforma extrema, que se oponen a los principios de la moralidad común, y califican la mayoría de nuestros actos como moralmente insuficientes, tienen más probabilidades de disuadir a la gente que de cautivarla.

Por lo general, la mayoría de los teóricos intentan justificar o minimizar los conflictos aparentes. Una estrategia habitual consiste en apelar a alguna forma de excepción o de excusa (por ejemplo, una dificultad excesiva o un peligro) que permita a la persona actuar de determinado modo que, de lo contrario, resultaría obligatorio. Pero aunque esta estrategia brinde una determinada salida del atolladero, tiene su coste. Porque la consideración de algunos factores personales defrauda la universalidad que suele considerarse indispensable en el terreno moral . Otra alternativa consiste en proponer ideas como la doctrina del doble efecto y la distinción entre actos y omisiones para explicar cómo puede ser correcto atenerse a un patrón cuando existe otro disponible y aparentemente preferible. Pero ninguna de estas ideas elude la dificultad y, en cualquier caso, muchos de nosotros podemos sentir que la verosimilitud de una teoría disminuye cuando está repleta de notas a pie de página y de otras reservas.

La idea en síntesis: ¿todos deberíamos ser héroes?

«Si cometemos la
negligencia de dejar el
agua de la bañera correr
con nuestro hijito dentro,
advertiremos —mientras
brincamos escaleras arriba
en dirección al baño— que
si nuestro hijo se ha
ahogado habremos hecho
algo espantoso, mientras
que si no ha ocurrido,
simplemente se tratará de
un descuido.»
Thomas Nagel, 1979




23 ¿Es malo tener mala suerte?

«Dos amigos, Bell y Haig, pasan la tarde juntos en el bar. Cuando llega la hora de cerrar, con una o dos cervezas más de la cuenta en el cuerpo, los dos se dirigen tambaleándose hacia sus coches para ir a casa. Bell llega a casa sin problemas, como muchas otras veces, se desploma en la cama, y se levanta al día siguiente con una ligera resaca. Haig —tan curtido y experto en la conducción con unas cuantas copas de más como Bell— regresa a casa relajadamente hasta que, de pronto, se le cruza en el camino un joven que atraviesa la calle frente a él. No hay tiempo de frenar, y el joven muere al instante. A Haig lo meten en la celda de una comisaría y al día siguiente se levanta con una ligera resaca y la certeza de que va a pasar años en la cárcel.»

¿Cómo interpretar el comportamiento de Bell y Haig? Naturalmente, la ley establece que el comportamiento de Haig es mucho más culpable: si a Bell lo hubieran pillado le habría caído una multa y le habrían retirado el carné durante unos meses: en cambio a Haig le caerá, con toda seguridad, una sentencia de prisión bastante larga. En este caso, el punto de vista legal reflejaría adecuadamente nuestro sentido moral. Consideramos que quien provoca la muerte a alguien a causa de un acto irresponsable es más culpable que otro que conduce traspasando, un poco, los límites legales de alcohol. No obstante, la única diferencia entre los dos conductores en este caso —el joven en medio de la calle — es la suerte. Los dos conductores actuaron de forma irresponsable, y uno de ellos tuvo mala suerte. De modo que la suerte es el único factor que parece explicar la sanción legal y la certeza moral de que el comportamiento de Haig es malo: pero la suerte es algo sobre lo que, por definición, no tenemos ningún control al actuar.

La suerte moral 

La diferencia entre los dos casos parece contradecir una intuición muy común: la de que sólo es adecuado juzgar las cosas moralmente en la medida en que dependen de nosotros. Me parecería reprobable que me echaras el café encima de forma deliberada, pero seguramente no te culparía si el accidente tuviera lugar en un tren y lo hubiera provocado un súbito frenazo del maquinista. Puede plantearse lo mismo diciendo  que no debería juzgarse a dos personas de un modo distinto a menos que las diferencias se deban a factores que dependen de ellos. Si al golpear la pelota un golfista la lanza contra el público, y golpea a un espectador y lo mata, no lo culparemos más, en caso de que lo culpemos de algo, que a otro jugador que hace un lanzamiento similar pero sin consecuencias funestas (aunque muy distinto es cómo se siente consigo mismo el desdichado jugador).

Pero si trasladamos este modo de pensar al caso de Bell y Haig, parece que deberíamos juzgarlos del mismo modo. Entonces ¿deberíamos juzgar más severamente a Bell por el perjuicio que su comportamiento irresponsable habría podido causar? ¿O deberíamos ser más indulgentes al juzgar a Haig, puesto que no estaba haciendo nada peor que muchas otras personas y, simplemente, tuvo
mala suerte? Es evidente que podemos seguir ateniéndonos a nuestro juicio inicial: los dos casos deben considerarse distintos en atención a sus distintas consecuencias. Pero si mantenemos nuestra posición tendremos que modificar nuestra idea sobre la importancia del control: estaremos obligados a concluir que la moralidad no es inmune a la suerte: paradójicamente debería existir algo como la « suerte moral» . Se diría que, después de todo, la suerte puede convertirnos en malvados.
¿O es mala suerte ser malo? La cuestión de si existe la suerte moral (es decir, de si los juicios morales están determinados, al menos en parte, por factores aleatorios ajenos a nuestro control) ha sido el objeto de buena parte de las discusiones filosóficas recientes. El debate se recrudece cuando hace acto de presencia la llamada « suerte resultante» , en casos como el de Bell y Haig, donde el azar resultante de una acción parece afectar a nuestra evaluación de la misma. Pero existen otros tipos de suerte que pueden intervenir y, de hecho, el problema puede llevarnos mucho más lejos.

A partir de casos parecidos al de Bell y Haig resulta tentador responder que las intenciones de quien actúa —no las consecuencias de esas intenciones— son lo que debería considerarse cuando prodigamos alabanzas o cuando dictaminamos culpabilidad. Bell y Haig tienen la misma intención (ninguno de los dos pretende matar a nadie) y, por lo tanto, deberían (poder) ser juzgados del mismo modo.

Pero ¿hasta qué punto tenemos control sobre nuestras intenciones? Tenemos las intenciones que tenemos a causa del tipo de persona que somos, pero existen innumerables factores (que caen bajo la categoría general de « suerte constitutiva» ) que nos configuran como personas y sobre las que no tenemos control. Nuestro carácter es el producto de una combinación sumamente compleja de factores ambientales y genéticos sobre los que tenemos muy poco o ningún control. ¿Hasta qué punto deberíamos ser juzgados por acciones e intenciones que surgen de forma natural de nuestro carácter? Si no puedo evitar ser cobarde o egoísta —si se da el caso de que está « en mi naturaleza» serlo—, ¿es acaso justo culparme o criticarme por huir del peligro o por pensar demasiado en mis propios intereses?

El lugar y el momento equivocados

Sólo podemos desplegar los aspectos buenos y malos de nuestros caracteres cuando las circunstancias nos proporcionan la ocasión de hacerlo: todos nosotros estamos a merced de la 
« suerte circunstancial» .

No es posible exhibir tu gran generosidad natural si careces de los recursos para ser generoso, o los beneficiarios potenciales con quien serlo. Podríamos sospechar que nunca habríamos caído en la depravación a la que llegaron los soldados nazis de Auschwitz, pero naturalmente nunca podremos estar del todo seguros. Todo lo que podemos afirmar con certeza es que somos muy afortunados de no habernos encontrado nunca en semejante situación. Así pues, ¿el soldado nazi tuvo la mala suerte de haber tenido que encontrarse en la situación?

¿Tuvo la mala suerte de ser malo?

«El escepticismo en torno a la autonomía de la moralidad con
respecto a la suerte no puede dejar el concepto de moralidad
intacto … [El escepticismo] nos dejará con un concepto de la
moralidad, pero será más irrelevante de lo que solemos
considerar; y no será nuestro, pues una de las cosas
particularmente importantes de nuestro concepto de moralidad
es la importancia que le atribuimos.»
Bernard Williams, 1981

Es posible desplazar los límites de la suerte cada vez más atrás. Si consideramos otro tipo de suerte —la circunstancial— advertimos hasta qué punto una evaluación sobre la maldad moral puede depender del estar en el lugar y el momento equivocados. Si extraemos la conclusión lógica, el debate acerca de si existe algo como la suerte moral linda con el problema de la voluntad, y plantea los mismos problemas: en última instancia, ¿hay algo de lo que hacemos que hagamos libremente? ¿Y si no existe libertad, puede existir responsabilidad? ¿Y sin responsabilidad, qué justificación existe para la culpa y el castigo.

Las intuiciones comunes sobre la suerte moral están lejos de ser homogéneas o consistentes. Esta incertidumbre se refleja en cierta polarización de las posiciones filosóficas en torno al asunto. Algunos filósofos niegan que exista algo como la suerte moral, y tratan de explicar o de encontrar una justificación cuando aparece de forma manifiesta en nuestro discurso moral común. Otros aceptan la existencia de la suerte moral y prosiguen a partir de ahí evaluando si (y en qué medida exacta) ello nos obliga a reformar o revisar el modo de juzgar moralmente. Lo que está en juego es mucho: pueden verse afectados algunos supuestos básicos acerca del modo en que conducimos moralmente nuestras vidas; y una vez más no existe el menor signo de consenso.

La idea en síntesis: ¿la fortuna favorece el bien?


24 La ética de la virtud

Durante más de 400 años, los filósofos morales se han fijado principalmente en las acciones, no en los actores, en el tipo de cosas que deberíamos hacer en vez de en el tipo de persona que deberíamos ser. La principal tarea del filósofo ha consistido en descubrir y explicar los principios en los que se basa el deber moral y en formular normas que orienten nuestro comportamiento de acuerdo con tales principios.
Son muchas las propuestas sobre la naturaleza de los principios mismos, desde la ética basada en el deber de Kant hasta el utilitarismo consecuencialista de Bentham y Mill. Sin embargo, todas ellas comparten el supuesto de que la justificación de las acciones es más fundamental que el carácter de los actores, que se considera secundario o meramente instrumental. Pero la virtud no ha sido siempre una sirvienta del deber o de algún otro bien superior.

Hasta el Renacimiento, con los primeros atisbos de la revolución científica, la influencia más importante de la filosofía y la ciencia procedía de los grandes pensadores de la Grecia clásica: Platón y, sobre todo, su pupilo Aristóteles. La principal preocupación de estos autores era la naturaleza y el cultivo del carácter bondadoso; la pregunta central no era: « ¿Qué es correcto hacer (en esta o en aquella circunstancia)?» , sino: « ¿Cuál es el mejor modo de vida?» . Dada la
diferencia de prioridades, la naturaleza de la virtud, o la excelencia moral, era un asunto del mayor interés. La filosofía de Aristóteles quedó eclipsada durante algunos siglos, desde la época de Galileo y Newton, pues la atención se desplazó a las reglas y principios de la conducta moral. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX algunos pensadores empezaron a expresar su insatisfacción con respecto a la tendencia hegemónica en filosofía moral, y a interesarse de nuevo por el estudio del carácter y de las virtudes. Este movimiento reciente en la teoría moral, inspirado sobre todo en la ética aristotélica, se conoce con la etiqueta de « ética de la virtud» .

La ética y la moral

A primera vista existe tal abismo entre el modo en que Aristóteles concebía la ética y la concepción adoptada por la mayoría de los filósofos actuales, que se ha llegado a sugerir la necesidad de adaptar la terminología para dar cuenta de tal diferencia. Se ha propuesto que el término « moralidad» debería restringirse a sistemas como el de Kant, en el que el interés se centra en los principios del deber y las normas de conducta: mientras que el término « ética» (derivado de la palabra griega para referirse a « carácter» ) debería reservarse a las concepciones aristotélicas, que priorizan las disposiciones del que actúa y la sabiduría práctica (no sólo moral). Ha habido disputas sobre la utilidad de la distinción, que se considera a veces como una falsa oposición, por exageradamente radical, entre Aristóteles y los filósofos que se le oponen.

Los griegos y la virtud 

Según Aristóteles y algunos otros pensadores griegos, ser una buena persona, y diferenciar lo correcto de lo incorrecto, no es principalmente un problema de entender y aplicar determinadas reglas y principios morales. Más bien es cuestión de ser y convertirse en el tipo de persona que, gracias a la búsqueda de la sabiduría a través de prácticas y ejercicios adecuados, consigue comportarse por lo general de un modo correcto en las circunstancias adecuadas. En resumen, tener el tipo de disposiciones (naturales y adquiridas) y de carácter correctos para el tipo de comportamiento correcto.
Las disposiciones mencionadas son virtudes. Expresan o manifiestan la eudaimonia, que los griegos consideraban el mayor bien del hombre, y el objetivo último de la actividad humana. Traducido habitualmente por « felicidad» , la eudaimonia es, de hecho, algo más amplio y dinámico, que capta mejor la idea de « colmar» o « llevar una vida buena (venturosa, exitosa)» .

Los griegos solían hablar de cuatro virtudes fundamentales: el coraje, la justicia, la templanza (autodominio) y la inteligencia (la sabiduría práctica). Pero tanto para Platón como para Aristóteles la doctrina crucial es la llamada « unidad de las virtudes» . Dada la constatación de que, en parte, una persona buena es la que sabe cómo responder sensiblemente a la demanda de diferentes virtudes que a veces entran en conflicto, estos autores concluían que las virtudes son como las distintas caras de una sola piedra preciosa, de modo que no es posible poseer una virtud sin poseerlas todas. En Aristóteles, la posesión y el cultivo de las distintas virtudes implica que el hombre bueno posee una virtud que las engloba a todas, la « magnanimidad» (del latín, « dotado de una gran alma» ). El megalopsychos (« el hombre de gran alma» ) aristotélico es el arquetipo de la bondad y la virtud: el hombre de posición distinguida en la vida, y digno de grandes cosas; afanoso de ofrecer ayuda pero reticente a recibirla; dotado de un orgullo cabal y de una humildad moderada.

El justo medio

El justo medio es una noción central de la concepción aristotélica de la virtud. La doctrina es considerada a veces erróneamente como unaapelación a la moderación, en el sentido de atenerse siempre a un modelo intermedio, pero no es ése su significado. Tal como queda claro en la cita, el significado se define estrictamente en relación con la razón.

Por ejemplo: la virtud que entraña el justo medio entre la cobardía y la audacia es el coraje. Tener coraje no es sólo evitar los actos cobardes, como salir corriendo ante el enemigo; también es necesario evitar la imprudencia, la bravuconada temeraria, como empecinarse ataque fútil que nos perjudique a nosotros y a nuestros compañeros. El coraje depende del gobierno de nuestra razón sobre nuestros instintos más bajos e irracionales: lo crucial es que la acción sea apropiada a las circunstancias, es decir, que esté determinada por una sabiduría práctica capaz de responder sensiblemente a los hechos particulares de la situación.
« La virtud es entonces una disposición del carácter que tiene que ver con
la elección, y que descansa en el medio definido por la razón. Es el justo
medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto; y una vez
más, es un medio porque los vicios, o bien nos hacen excedernos o bien
quedarnos cortos respectivamente con respecto a lo que es correcto para
las pasiones y para las en un acciones, mientras que la virtud sabe
encontrar y escoger lo que se encuentra en el medio.»
Aristóteles, c. 350 a. C.

«La Bondad del hombre es el ejercicio activo de las facultades
de su alma de acuerdo con la excelencia o la virtud … Además,
esta actividad debe ocupar toda la vida: pues igual que una flor
no hace la primavera, tampoco basta un día perfecto.»
Aristóteles, c. 350 a. C.

La jerarquía que implica la unidad de las virtudes lleva a Platón a la firme conclusión de que las diferentes virtudes son, de hecho, una y la misma, y de que se encuentran subsumidas bajo una sola virtud: el conocimiento. La idea de que la virtud es idéntica al conocimiento también le lleva a negar la posibilidad de la akrasia, la voluntad débil: para él era imposible « saber lo que es mejor y no obstante hacer lo peor» ; los actos intemperados, por ejemplo, no eran consecuencia de la debilidad sino de la ignorancia. También Aristóteles, siempre afanoso de evitar contradecir las creencias tradicionales (endoxa), se opuso a la idea de que podemos actuar mal a sabiendas (a pesar de lo que muestra la experiencia).

Tanto para Platón como para Aristóteles, comportarse de un modo virtuoso era inseparable del ejercicio de la razón, de la elección racional; y Aristóteles elaboró esta idea en la doctrina del justo medio (véase el cuadro de la página anterior).

La idea en síntesis: lo que eres, no lo que haces