lunes, 2 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA (VII)

14 La teoría del mandato divino

Establecer qué es lo correcto y lo erróneo, lo bueno y lo malo, la virtud y el vicio, es el típico problema del que sólo cabe esperar que nos quite el sueño: el aborto, la eutanasia, los derechos humanos, el trato a los animales, la investigación con células madre… una lista interminable de asuntos peliagudos y comprometedores. Más que ningún otro ámbito, la ética inspira la sensación de andar en un campo minado: es un terreno traicionero donde prevés perder pie en cualquier momento, y donde, además, los tropiezos pueden costar un alto precio.

Y aun así, paradójicamente, para mucha gente dedicarse a moralizar resulta aparentemente algo así como un paseo por el parque. Para la mentalidad de millones de personas, la moralidad se halla unida de forma inextricable a la religión: esto o lo otro es correcto o incorrecto por el simple hecho de que Dios (o un dios) ha establecido que así sea: lo bueno es bueno y lo malo es malo porque
así lo dice Dios.

En cada una de las tres « religiones del Libro» —el judaismo, el cristianismo y el islam—, el sistema de la moralidad se basa en un « mandato divino» : lo propio de Dios es ordenar y lo propio de los hombres obedecer; Dios impone a sus devotos una serie de mandamientos morales; el comportamiento virtuoso exige obediencia, mientras que la desobediencia es pecado. 

Seguramente tal código de normas éticas, garantizado por la mano de Dios, permite disipar las preocupaciones que acucian a las explicaciones subjetivas de la moralidad: laMdesagradable sospecha de que vamos estableciendo las normas sobre la marcha.

«Ninguna moralidad debería basarse en la autoridad, ni siquiera
si esa autoridad fuera divina.»
A. J. Ayer, 1968

El dilema de Eutifrón 

Naturalmente, sin Dios la teoría del mandato divino se hunde de inmediato, pero incluso aceptando que Dios exista, persiste un buen número de problemas serios que amenazan la teoría. Posiblemente el más grave de ellos sea el que se conoce como el dilema de Eutifrón, presentado por primera vez por Platón hace unos 2 400 años, en su diálogo titulado Eutifrón. 

Sócrates (el portavoz de Platón en los diálogos) hace participar en una discusión sobre la naturaleza de la piedad a un joven llamado Eutifrón. Los dos están de acuerdo en que la piedad es « todo aquello que aman los dioses» , pero inmediatamente Sócrates plantea una pregunta crucial: ¿son piadosas las cosas porque los dioses las aman, o las aman porque son piadosas? Este dilema (expresado por lo general en un contexto monoteísta) pone en apuros a la teoría del mandato divino.
Comprender los mandados divinos

Si dejamos a un lado el dilema de Eutifrón, existe otra dificultad que debe afrontar quien basa la moralidad en el mandato divino: los distintos textos religiosos que constituy en el principal medio de manifestación de la voluntad de Dios a los humanos contienen muchos mensajes encontrados y /o inasumibles. Basta tomar un ejemplo conocido de la Biblia, en el Levítico (20:13), donde leemos: « Si un hombre yace junto a un hombre como se hace con una mujer, los dos han cometido una abominación; morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos» . Si la Biblia es la palabra de Dios y la palabra de Dios determina lo que es moral, la ejecución de los varones homosexuales está moralmente autorizada. Pero en la actualidad la mayoría consideraría semejante idea como moralmente repugnante, y en cualquier caso resulta inconsistente con los mandamientos que encontramos en otros pasajes de la Biblia (el más obvio, el de no matar). Es evidente que para el teórico del mandato divino es todo un reto usar los conocidos valores de Dios para construir un sistema moral aceptable, de un modo general e internamente coherente.

¿Qué hacer?

El mayor peligro al que debe hacer frente la teoría del mandato divino es la pérdida de su ordenante divino: es preciso que estemos perfectamente persuadidos de los distintos argumentos que se presentan para probar la existencia de Dios, y no podemos disfrutar del beneficio de la fe 
Sin inmutarse, algunos de los abogados de la teoría han hecho de la necesidad virtud al utilizar este peligro como prueba de la existencia de
Dios:

1. Existe algo como la moralidad: tenemos un código de ley es o mandatos éticos.
2. Dios es el único candidato para el papel de legislador/gobernante, de modo que
3. Dios debe existir.

Sin embargo, es poco probable que esta argumentación sirva ante un oponente real. La primera premisa, que implica que la moralidad es esencialmente algo que existe con independencia de los humanos, da por descontada una de las cuestiones de fondo más fundamentales. E incluso concediendo que la moralidad existiera independientemente de nosotros, la segunda premisa tiene que resistir la embestida del ataque de Eutifrón.
Así pues ¿lo bueno es bueno porque Dios lo establece, o Dios lo establece porque es bueno? Ninguna de las dos alternativas le resulta aceptable al teórico del mandato divino. Consideremos en primer lugar la primera parte: matar (por poner un ejemplo) se considera incorrecto porque Dios lo establece, pero las cosas podrían ser de otro modo. Dios podría haber establecido que matar es correcto o incluso obligatorio, y lo habría sido (sólo porque Dios lo habría querido así). De acuerdo con esta lectura, la observancia religiosa aporta poco más que la ciega obediencia a una autoridad arbitraria. Pero ¿acaso la otra alternativa funciona mejor? No: si Dios establece lo que es bueno porque es bueno, es evidente que la bondad es independiente de Dios. En el mejor de los casos, el papel de Dios es el del mensajero moral, que transmite las prescripciones éticas pero no es su fuente. De modo que podríamos ir directamente a la fuente y matar al mensajero. Por lo menos como legislador el papel de Dios es redundante. De modo que, en lo que se refiere a la moralidad, Dios es o bien arbitrario o bien irrelevante. No es una alternativa fácil para quienes buscan poner a Dios como garante o autoridad de su ética.

«¿Aman los dioses al piadoso porque es piadoso, o acaso es
piadoso porque lo aman?»
Platón, c. 375 a. C.

Un contraataque habitual al dilema de Eutifrón es insistir en que « Dios es bueno» , y en consecuencia, no establecería algo malo. Pero esta línea de ataque corre el riesgo de incurrir en circularidad o en incoherencia. Si « bueno» significa « establecido por Dios» , « Dios es bueno» resultaría una expresión prácticamente carente de sentido: algo así como « Dios obedece sus propios mandatos» .

Tal vez resulte más fructífero considerar que la frase significa « Dios es (idéntico) a la bondad» y, en consecuencia, que sus mandatos serán inevitablemente buenos. Pero si la divinidad y la bondad son una misma cosa, « Dios es bueno» es una expresión del todo vacua: no arroja luz y es circular (un ejemplo, tal vez, de la afición de Dios a las sendas inescrutables).

La idea en síntesis: porque Dios lo establece


15 La teoría del abucheo y del hurra

«Y Moisés permaneció allí con el Señor cuarenta días y cuarenta noches; no comió nada de pan ni bebió nada de agua. Y escribió sobre las tablas las palabras de la alianza, es decir, los diez mandamientos.
—¡Hurra! ¡Por no tener a ningún otro Dios ante mí!
—¡Abajo los que te erijan ídolos!
[cinco abucheos y dos hurras se sucedieron; entonces…]
—¡Abajo los que codicien a la mujer del vecino, o a sus criados, o a sus criadas, o a su buey, o a su asno, o a cualquier cosa que sea de su vecino!»
Así habló el Señor, de acuerdo con el emotivismo, o la teoría ética del « abucheo/hurra» . Así presentado, el emotivismo no parece una tentativa seria para explicar la fuerza de las afirmaciones éticas (y esta impresión parece reforzarla el carácter desenfadado del título que recibe la teoría). De hecho, sin embargo, el emotivismo es una teoría muy influyente con un pedigrí considerable, y su motivación es la profunda preocupación por lo que podría resultar una comprensión de nuestras vidas morales más acorde con el sentido común.

La hora del subjetivismo 

Existen distintos tipos de hechos en el mundo que son objetivamente ciertos: son hechos cuya verdad no depende de nosotros. Algunos de ellos son científicos, describen acontecimientos físicos, procesos o relaciones; otros son morales y describen cosas del mundo que son correctas o incorrectas, buenas o malas. Este esquema tal vez podría interpelar al sentido común, pero para muchos filósofos está visto que resulta muy poco atractivo.

La razón, esclava de las pasiones

La principal inspiración de las formas modernas de subjetivismo moral es el filósofo escocés David Hume. Su famoso alegato de una explicación subjetivista de la moralidad aparece en su Tratado de la naturaleza humana:
« Consideremos cualquier acción reputada de viciosa: el asesinato
premeditado, por ejemplo. Examinémosla bajo distintas luces, y veamos
si es posible encontrar el hecho, o la existencia real, de eso a lo que
llamamos vicio. Por más consideraciones distintas que hagamos, sólo
encontraremos algunas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. 


«No existe nada bueno ni
malo, es el pensamiento el
que lo hace aparecer así.»
William Shakespeare, c.
1600


No hay más hechos en el asunto. El vicio se nos escapa completamente tan pronto como examinamos el objeto. Nunca puedes dar con él, hasta que tu reflexión se vuelve hacia tu propio interior y encuentras un sentimiento de desaprobación, que surge de ti, con respecto a ese acto. Esto es un hecho; pero éste es un objeto del sentimiento no de la razón. Reside en ti, no en el objeto» .

De acuerdo con la explicación que Hume da de la acción moral, todos los humanos actúan movidos por un « sentido moral» o « simpatía» natural, que esencialmente consiste en una capacidad para compartir los sentimientos de felicidad o de desdicha de los otros; y este sentimiento, más que la razón, es el que proporciona el motivo a nuestras acciones morales. La razón es esencial para comprender las consecuencias de nuestras acciones y para planificar racionalmente cómo alcanzar nuestros objetivos morales, pero en sí misma es inútil e incapaz de proporcionar cualquier impulso a la acción: tal como dijo el propio Hume en una famosa frase, « la razón es, y debería ser sólo, la esclava de las pasiones» .

Consideremos un hecho moral: matar es incorrecto. Podemos describir el acto de matar de un modo muy detallado, mencionando todo tipo de hechos físicos y psicológicos para explicar cómo y por qué se llevó a cabo. Pero ¿qué propiedad o cualidad adicional podemos añadir a la descripción cuando lo consideramos incorrecto? Fundamentalmente estamos afirmando que matar es el tipo de cosa que no deberíamos hacer (que, entre todas las demás cosas que sinceramente podemos decir del matar, también tiene una propiedad intrínseca que consiste en « no-deber-ser-realizable» ). Perplejos ante la completa excentricidad de tener que encontrar una propiedad semejante en el mundo (el mundo supuestamente desprovisto de valores que describe la ciencia; muchos filósofos proponen reemplazar la noción de las propiedades morales objetivas que existen en el mundo por una respuesta subjetiva a las cosas del mundo.
«No se me ocurre cómo
podrían refutarse los
argumentos sobre la
subjetividad de los valores
éticos, pero al mismo
tiempo me resulta imposible
pensar que lo único malo de
la crueldad gratuita es que
no me gusta.»
Bertrand Russell, 1960




El prescriptivismo

La crítica más habitual al emotivismo consiste en señalar que no consigue captar la lógica del discurso ético (la forma característica del razonamiento y del argumento racional que subyace a ese discurso).
Conseguirlo constituye uno de los principales propósitos de una teoría que rivaliza con el subjetivismo, y que se conoce con el nombre de prescriptivismo, estrechamente vinculada a la figura del filósofo inglés R. M. Hare. El punto de partida de esta teoría es la idea de que los términos morales poseen un elemento prescriptivo —nos indican qué hacer o cómo comportarnos—, a partir de lo cual propone que la esencia de los términos morales consiste en orientar la acción; decir que matar es erróneo equivale a asumir un mandato: « No matarás» . De acuerdo con la explicación de Hare, el elemento que distingue los juicios éticos de otros tipos de mandato es que los primeros son « universalizables» : si establezco un mandato moral, me comprometo a sostener que tal mandato debería ser obedecido por cualquiera (incluido yo mismo) en ocasiones similares.

La discrepancia moral, de acuerdo con el prescriptivismo, es análoga a dar órdenes contradictorias; la inconsistencia y la indecisión se explican porque existen distintos mandatos, algunos de los cuales no pueden ser obedecidos simultáneamente. En este sentido, el prescriptivismo deja más espacio para la discrepancia y el debate que el emotivismo, aunque hay quien sigue preguntándose si, en verdad, refleja toda la complejidad del diálogo moral.

De la descripción a la expresión 

De acuerdo con un punto de vista subjetivista ingenuo, los juicios morales simplemente describen o informan de nuestros sentimientos acerca del modo en que las cosas son en el mundo. Así, cuando digo « El asesinato no está bien» , sólo afirmo mi desaprobación (o tal vez la de mi comunidad). Pero esto es demasiado simple. Si digo « el asesinato está bien» y asumo que ésa es una descripción adecuada de mis sentimientos, entonces también será verdadero. Y en ese caso la discrepancia moral sería aparentemente imposible. De modo que se requiere algo más sofisticado.

El emotivismo (o expresivismo) —la teoría del abucheo y del hurra— constituye una forma más sutil de subjetivismo, al sugerir que los juicios morales no son descripciones o declaraciones de nuestros sentimientos acerca del mundo sino expresiones de esos sentimientos. De modo que,
cuando hacemos un juicio moral, estamos expresando una respuesta emocional: nuestra aprobación (« ¡hurra!» ) o nuestra desaprobación (el abucheo) con respecto a algo del mundo; « es bueno decir la verdad» es una expresión de nuestra aprobación (« ¡hurra por decir la verdad!» ). El gran problema de los emotivistas es aproximar su teoría de algún modo a la manera en que pensamos realmente sobre nuestro discurso moral, y en que actuamos de acuerdo con ella. 

Este discurso presupone un mundo externo de valores objetivos: reflexionamos y discutimos sobre problemas morales; apelamos a los hechos morales (y a otros) para resolverlos; realizamos juicios éticos que pueden ser verdaderos o falsos; y existen verdades morales que podemos llegar a conocer. Pero de acuerdo con los emotivistas, no existe el conocimiento ético (no estamos afirmando nada en absoluto, sino que estamos expresando nuestros sentimientos, y tales expresiones no pueden ser verdaderas o falsas). El emotivismo admite que la deliberación y el desacuerdo son posibles a partir de nuestras creencias de fondo y del contexto de nuestras acciones, pero resulta difícil darles consistencia a partir de algo como nuestra concepción habitual del debate moral. Las conexiones lógicas entre los propios juicios morales parecen estar ausentes, y el razonamiento moral es aparentemente poco más que un ejercicio de retórica (la moralidad como discurso publicitario, tal como se ha insinuado cáusticamente). La respuesta invariable a este problema consiste simplemente en resignarse: sí, responde el emotivista, la teoría no concuerda con nuestros supuestos habituales, pero ello ocurre porque esos supuestos, y no la teoría, son erróneos. De acuerdo con este presunto « error teórico» , nuestro discurso ético normal simplemente está equivocado, porque se basa en hechos morales objetivos que no existen realmente. Son muchas las tentativas que han perseguido aproximar la representación emotivista a nuestro discurso ético supuestamente realista, pero a pesar de todo la distancia sigue siendo grande, de modo que se han propuesto otras alternativas. Posiblemente la más importante de ellas sea el prescriptivismo

La idea en síntesis: expresar juicios morales

Un avión comercial en el que viajan 120 pasajeros vuela a toda velocidad fuera de control en dirección a una zona muy poblada. No hay tiempo de evacuar la zona y el impacto del avión matará con toda seguridad a cientos de personas. La única opción para evitarlo es hacer caer al avión. ¿Habría que hacerlo?

«El fin puede justificar los
medios en la medida en que
exista algo que justifique el
fin.»
Leon Trotski, 1936

16 Medios y fines

«El señor  Quelch no tenía del todo claro si los tiburones tienen labios y, en caso de tenerlos, si pueden lamérselos; pero lo que sí tenía claro es que si tenían labios y se los podían lamer, eso debía ser exactamente lo que estaban haciendo entonces. En aquel momento el globo se precipitaba hacia el mar, y pudo ver con claridad las múltiples aletas de los comensales reunidos cortando amenazadoramente el agua…

» … el señor Quelch sabía que en los dos minutos siguientes él mismo y el puré de sus cachorros serían el cebo de los tiburones, a menos que consiguieran echar lastre. Pero ya había arrojado todo fuera de la cesta: lo único que quedaba era él y los seis chicos. Estaba claro que sólo Guillermito era un paquete de suficiente peso para resolver la papeleta. Un hueso duro de roer incluso para Guillermito el del gran apetito, pero no quedaba más remedio…
—Ay, cielos… ay, realmente, amigos míos… mirad que si me ponéis un dedo encima ¡Ay ay ay !»

Supongamos que la evaluación de la situación que hace el señor Quelch sea perfectamente justa. Sólo existen dos opciones: los seis chicos, incluido Guillermito, y el propio Quelch, caen al mar y los tiburones los hacen pedazos; o sólo se arroja al mar y se sacrifica a Guillermito. Aunque ser arrojado al mar es desagradable, para Guillermito existe poca diferencia, pues morirá en cualquier caso, mientras que echando a Guillermito del globo Quelch puede salvarse y salvar a los otros cinco chicos.
¿Es correcto entonces sacrificar a Guillermito? ¿Acaso el fin, salvar varias vidas inocentes, justifica los medios, sacrificar una vida inocente?

Un dilema ético 

Las decisiones donde están en juego la vida y la muerte no son, evidentemente, simples temas de ficción. En la vida real, a veces nos encontramos en situaciones en las que es necesario permitir que muera uno o algunos inocentes, o en los casos extremos incluso permitir que sean asesinados, para que se salven otras muchas vidas inocentes. Se trata de casos que ponen radicalmente a prueba nuestras intuiciones, casos que nos dividen repentinamente entre dos opciones, y a veces resulta tan difícil escoger que nos desgarran.

Dos hermanos siameses morirán con toda seguridad en unos pocos meses a menos que se sometan a una operación quirúrgica para separarlos. La necesaria operación ofrece un pronóstico excelente para uno de los gemelos, que tendrá una vida razonablemente saludable y plena, pero para ello es necesario que el otro gemelo muera. ¿Harías la operación? (¿La harías incluso si los padres no dieran su consentimiento?)

Las diversas aproximaciones de los filósofos para intentar explicar dilemas de este tipo reflejan esta incertidumbre fundamental. Se considera que las distintas teorías que se han propuesto se inscriben en uno u otro lado de la línea divisoria fundamental en ética: la línea que separa las teorías basadas en el deber (deontológicas) de las teorías basadas en las consecuencias (consecuencialistas).
Consecuencialismo y deontología 

Un modo de poner de relieve las diferencias entre el consecuencialismo y la deontología es el punto de vista de los medios y los fines. El consecuencialismo propone que saber si una acción es buena o mala debería establecerse estrictamente en razón de sus consecuencias; una acción se considera sólo como un medio para alcanzar un fin deseable, y su acierto o error depende de cómo de efectivo resulte para alcanzar ese fin. El fin en sí mismo es algún estado de hecho (tal como la felicidad) que resulta de, o es consecuencia de, las distintas acciones que contribuyen a alcanzarlo.

Al escoger entre distintos modos disponibles de actuar, los consecuencialistas sólo sopesarán las consecuencias buenas y malas en cada caso, y tomarán sus decisiones a partir de esta evaluación. En el caso de Guillermito, por ejemplo, se inclinarán a juzgar que el buen resultado en términos de vidas inocentes salvadas justifica el sacrificio de una vida.

En cambio, en un sistema deontológico las acciones no son consideradas como meros medios para alcanzar un fin sino como acciones correctas o incorrectas  por sí mismas. Es necesario que las acciones estén provistas de un valor intrínseco por derecho propio, y no sólo de un valor instrumental que contribuya a la consecución de un fin deseable. Por ejemplo, el deontólogo dictaminaría que matar a inocentes es intrínsecamente malo: arrojar a Guillermito por la borda es incorrecto en sí mismo, y no existe ninguna consecuencia bondadosa que pueda justificar tal acción.

Un paciente A terminal va a morir con toda seguridad en una semana. Su corazón y sus riñones son del todo compatibles para los pacientes B y C, que morirán ineluctablemente antes que él si no se les realiza el trasplante que necesitan, con el cual, no obstante, tienen un buen pronóstico de recuperación. No existen otros donantes compatibles. ¿Matarías al paciente A (¿con su consentimiento, sin su consentimiento?) para salvar a los pacientes B y C?

Un oficial de la Gestapo ha atrapado a 10 niños y pretende matarlos a menos que tú reveles la identidad y el paradero de un espía. Casualmente ni siquiera tenías noticia de la existencia de un espía, y mucho menos de su identidad, pero sabes perfectamente no sólo que el oficial no te creerá si alegas ignorancia sino que además cumplirá su amenaza. ¿Dirías algún nombre —cualquiera— para salvar a los niños? (¿Y cómo decidirías qué nombre dar?)

El caso de Guillermito puede parecer exagerado, pero a veces la vida real nos plantea dilemas complicados parecidos. Todos los casos que se han recogido en este capítulo son similares —al menos en lo que se refiere a las dudas morales que suscitan— a acontecimientos que ocurren de hecho y que, sin duda, seguirán ocurriendo una y otra vez.
La teoría consecuencialista más conocida es el utilitarismo (véase el capítulo 18); y el sistema deontológico más influyente es el que propuso Kant (véase el
capítulo 19).
El fin justifica los medios

En un sentido trivial, un medio sólo puede justificarse por un fin, puesto que el medio es por definición una manera de alcanzar el fin; de modo que un medio está justificado (i. e. validado como medio) por el hecho exclusivo de contribuir al logro del fin. Pero pueden surgir problemas — y la máxima resultar entonces siniestra— cuando se escoge un fin inadecuado y la elección se hace a la luz de una ideología o de un dogma. Si, por ejemplo, un ideólogo político, o un fanático religioso, establece la importancia de un determinado fin para excluir a los demás, sus seguidores pueden llegar fácilmente a la conclusión de que desde el punto de vista moral es aceptable usar cualquier medio disponible para alcanzar ese fin.


Tú, junto con otros pasajeros y la tripulación de un pequeño aeroplano, sobrevivís a un accidente en medio de unas montañas desoladas. No disponéis de ningún tipo de comida, no hay modo de huir a pie y no hay esperanzas de que un equipo de rescate os encuentre hasta dentro de algunas semanas, y para entonces todos habréis muerto de hambre. La carne de un pasajero permitiría subsistir a los demás hasta que llegara la ayuda. ¿Matarías a uno de tus compañeros? (¿Cómo lo escogerías?)
La idea en síntesis: la opción menos mala

«Entre el sufrimiento y la
nada, me quedaría con el
sufrimiento.»
William Faulkner, 1939
«La naturaleza ha puesto a
la humanidad bajo el
gobierno de dos amos
soberanos, el dolor y el
placer. Sólo ellos pueden
indicarnos qué hacer.»
Jeremy Bentham, 1785


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