sábado, 7 de enero de 2017

50 COSAS QUE HAY QUE SABER DE FILOSOFÍA(XII)

27 Las formas del razonamiento

Los argumentos son los ladrillos con que se construyen las teorías filosóficas; la lógica es la argamasa que mantiene unidos los ladrillos. Las buenas ideas son más bien poca cosa a menos que se apoyen en buenos argumentos: deben estar justificadas racionalmente, y ello no se consigue sin unos fundamentos lógicos firmes y rigurosos. Los razonamientos expuestos con claridad son susceptibles de evaluación y crítica, y este proceso continuo de reacción, revisión y rechazo es el que permite el progreso filosófico.
Un razonamiento es un movimiento racional autorizado que va desde unos hechos aceptados (las premisas) hasta un punto que debe ser probado o demostrado (la conclusión). Las premisas son las proposiciones básicas que deben aceptarse, al menos provisionalmente, para que el razonamiento pueda desarrollarse. Las premisas mismas pueden establecerse de muchos modos, a partir de la lógica, o sobre la base de la evidencia, es decir, empíricamente, o también pueden ser conclusiones de razonamientos anteriores; pero en cualquier caso deben sostenerse independientemente de la conclusión para evitar la circularidad. El movimiento desde las premisas hasta la conclusión es una inferencia, la firmeza de la cual determina la resistencia del razonamiento. Distinguir las inferencias correctas de las incorrectas es la tarea central de la lógica.

El papel de la lógica 

La lógica es la ciencia de analizar los razonamientos y de establecer principios o fundamentos sobre los que puedan sostenerse inferencias sólidas. Su preocupación no son los contenidos particulares de los razonamientos sino su estructura general y su forma. Así, « todos los pájaros tienen plumas; el petirrojo es un pájaro; de modo que el petirrojo tiene plumas» , los lógicos abstraen la forma así: « Todos los P son Q; a es P; luego a es Q» , fórmula en la que los términos particulares se sustituy en por símbolos, y la firmeza de la inferencia puede determinarse con independencia del asunto en cuestión. El estudio de la lógica se ceñía antiguamente a inferencias simples de este tipo (silogismos), pero desde principios del siglo XX se ha transformado en una herramienta analítica inmensamente sofisticada y sutil.

La lógica aristotélica y matemática

Hasta finales del siglo XIX la ciencia de la lógica discurrió con pocos cambios, muy próxima a la manera en que Aristóteles la había planteado unos 2 000 años antes. Se consideraba que el modelo del razonamiento adecuado era el Gottlob silogismo, una inferencia resultante de tres proposiciones (dos premisas y una conclusión), la más célebre de las cuales es: « todos los hombres son mortales, los griegos son hombres; luego los griegos son mortales» . Los silogismos fueron clasificados exhaustivamente de acuerdo con la « forma» y la « figura» a partir de las cuales era posible distinguir los válidos de los no válidos. Las limitaciones de la lógica tradicional fueron expuestas de un modo contundente en la obra de un matemático alemán, Frege, que introdujo nociones como los cuantificadores y las variables, a las que se debe la ampliación del alcance y del poder de la lógica moderna matemática (así llamada porque, a diferencia de la lógica tradicional, permite representar un razonamiento matemático).

La deducción 

El ejemplo que se ha ofrecido antes (« todos los pájaros tienen plumas…» ) es un razonamiento deductivo. En este caso la conclusión se sigue de (está implicada en) las premisas, y el razonamiento se considera « válido» . Si las premisas de un razonamiento válido son verdaderas, la conclusión es con toda seguridad verdadera, y el argumento se considera « fundado» . La conclusión de un razonamiento deductivo está implícita en las premisas; dicho de otro modo, la
conclusión no « va más allá» de sus premisas, ni dice nada que no estuviera ya implicado en ellas. 

Otro modo de expresar esto, que revela el carácter lógico que subyace al razonamiento, es señalar que no es posible aceptar las premisas y rechazar la conclusión sin incurrir en contradicción.

¿Paradoja o falacia?

« Al prisionero lo colgarán el próximo sábado a lo sumo, y no sabrá por anticipado qué día se ejecutará la sentencia.» Parece espantoso, pero el astuto prisionero se reconforta pensando: « No pueden colgarme el sábado, porque en ese caso el viernes lo sabría por anticipado. De modo que el último día posible es el viernes. Pero tampoco puede serlo, porque lo sabría el jueves…» . Y así fue retrocediendo día a día hasta el presente, y le alivió descubrir que la ejecución no tendría lugar jamás.
Así que el prisionero se llevó un pequeño sobresalto cuando fue colgado «Por el contrario — prosiguió Tweedledee— si fuera así, podría ser; y si era así, debería ser: pero finalmente el siguiente martes.

¿Paradoja o falacia? Tal vez ambas cosas. El relato, conocido como la paradoja de la predicción, es paradójico porque una línea de razonamiento aparentemente impecable desemboca en una conclusión manifiestamente falsa, tal como acaba descubriendo el compungido prisionero. Las paradojas incorporan argumentos de este tipo que conducen a conclusiones aparentemente contradictorias o inaceptables. A veces resulta imposible sacar una conclusión, y ello obliga a examinar de nuevo las creencias o supuestos en los que se apoya el razonamiento; o puede ocurrir que se haya colado alguna falacia, un error de razonamiento, en el mismo argumento. En cualquier caso, las paradojas merecen atención filosófica, porque señalan invariablemente confusiones o incoherencias en nuestros conceptos y razonamientos.

Algunas de las paradojas más célebres (muchas de las cuales se analizarán en las próximas páginas) se resisten tenazmente a ser resueltas, y siguen dejando perplejos a los filósofos.

La inducción 

El otro procedimiento principal para pasar de las premisas a la conclusión es la inducción. En un razonamiento característicamente inductivo, una ley o principio general se infiere de observaciones particulares sobre cómo son las cosas en el mundo. Por ejemplo, a partir de un número de casos en los que se observa que los mamíferos paren crías vivas, se infiere, inductivamente, que todos los mamíferos lo hacen. Un razonamiento semejante no puede ser nunca válido (en el sentido en el que un razonamiento deductivo puede ser válido) en la medida en que su conclusión no se sigue necesariamente de sus premisas; es decir, es posible que las premisas sean verdaderas pero la conclusión falsa (como ocurre en el ejemplo ofrecido, donde la conclusión es falsa dada la existencia de mamíferos como el ornitorrinco, que pone huevos). Esto ocurre porque el razonamiento inductivo siempre va más allá de las premisas, que nunca implican una conclusión dada, sino tan sólo la apoyan o la hacen posible hasta cierto punto.


«Por el contrario —
prosiguió Tweedledee— si
fuera así, podría ser; y si
era así, debería ser: pero
el como no lo es, no. Pura
lógica.»
Lewis Carroll, 1871

De modo, pues, que los razonamientos inductivos son generalizaciones o extrapolaciones de varios tipos: de lo particular a lo general; de lo observado a lo no observado; de acontecimientos o estados de hecho pasados, o presentes, a futuros.

El razonamiento inductivo es omnipresente e indispensable. Resultaría imposible prescindir en nuestras vidas cotidianas de la observación de regularidades y continuidades en el pasado y en presente, pues ellas nos permiten hacer predicciones sobre cómo serán las cosas en el futuro. 

Asimismo, las leyes y supuestos de la ciencia a menudo consisten en casos paradigmáticos de inducción. Pero ¿es justificable extraer tales inferencias? El filósofo escocés David Hume pensaba que no existe una base racional para nuestra confianza en las inducciones. Sostenía que los razonamientos inductivos presuponen una creencia en la « regularidad de la naturaleza» , y a partir de ésta asume que el futuro será similar al pasado cuando se den condiciones similares relevantes. Pero ¿qué razones podrían existir para asumir semejante cosa, aparte de razones inductivas? Si la supuesta regularidad de la naturaleza sólo puede justificarse inductivamente, no es posible —sin incurrir en un argumento circular— usar el procedimiento en defensa de la inducción. De un modo parecido, hay quienes han intentado justificar la inducción sobre la base de los sucesos pasados: efectivamente funciona. Pero la suposición de que seguirá funcionando en el futuro sólo puede inferirse inductivamente a partir de los sucesos pasados, de modo que el argumento no consigue salir del atolladero. Desde el punto de vista de Hume no podemos hacer otra cosa que razonar inductivamente (y ni siquiera sugiere que no debiéramos razonar de este modo), pero insiste en que procedemos así por costumbre y hábito aunque no esté racionalmente justificado. El llamado « problema de la inducción» que Hume dejó en herencia sigue siendo un asunto de debate activo en la actualidad, especialmente en la medida en que afecta a los fundamentos de la ciencia.


La idea en síntesis: ¿existen razonamientos infalibles?

«La filosofía consiste en
empezar con algo tan
simple que parezca
irrelevante, y en terminar
con algo tan paradójico que
nadie pueda creerlo.»
Bertrand Russell, 1918


28 La paradoja del barbero

En un pueblo vive un barbero que afeita única y exclusivamente a los que no se afeitan ellos mismos. ¿Quién afeita al barbero, pues? Si se afeita él mismo, no se afeita; si no se afeita él mismo, se afeita. A primera vista, el rompecabezas que encierra la paradoja del barbero no parece tan complicado de entender. Se trata de una situación que en principio parece plausible, pero que desemboca de forma inevitable en una contradicción. La descripción en apariencia inocente del trabajo (un hombre « que afeita única y exclusivamente a los que no se afeitan ellos mismos» ) es, de hecho, lógicamente imposible, pues el barbero no puede pertenecer ni al grupo de los que se afeitan ellos mismos, ni al de los que no lo hacen, sin contradecir la descripción de sí mismo. Un hombre que se adecuara a la descripción del barbero no puede existir (lógicamente). De modo que no existe tal barbero: problema resuelto.

El significado de la paradoja del barbero no se cifra en su contenido sino en su forma. Desde el punto de vista estructural, esta paradoja es similar a otro problema más importante conocido como la paradoja de Russell, que trata, no ya del afeitado de la gente de un pueblo sino de conjuntos matemáticos y de sus contenidos. Tal paradoja es bastante más difícil de resolver: no es exagerado decir que, un siglo atrás, fue la principal responsable de la crisis de los fundamentos básicos de las matemáticas.

«Esta proposición es falsa»

El problema de la autorreferencia que encierra la paradoja del barbero y la paradoja de Russell es común a un buen número de rompecabezas filosóficos muy célebres. Tal vez, el más conocido sea la llamada « paradoja del mentiroso» , los orígenes de la cual, supuestamente, se remontan al siglo VII a. C., cuando parece que un griego llamado Epiménides —de Creta— dijo que « todos los ciudadanos de Creta eran unos mentirosos» . La versión más simple es la proposición  "Esta proposición es falsa" , que es falsa si es verdadera y verdadera si es falsa. La paradoja puede captarse en un par de proposiciones: en un lado de un pedazo de papel leemos  "La proposición que se encuentra en el otro lado del papel es falsa» ; y en el otro lado del papel  "La proposición que se encuentra en el otro lado del papel es verdadera. En este planteamiento cada una de las proposiciones es en sí misma inobjetable, de modo que resulta difícil desechar la paradoja como si fuera un simple absurdo, como pretenden algunos.

Otra variante interesante es la paradoja de Grelling. En este caso, están implicadas las nociones de « palabras autológicas» (palabras que ilustran lo que describen), por ejemplo la palabra  "esdrújula" , que es ella misma esdrújula; y de « palabras heterológicas» (palabras que no ilustran lo que describen), por ejemplo « largo» , que es una palabra corta. Toda palabra debe ser de un tipo u otro, de modo que consideremos lo siguiente: ¿la palabra « heterológico» es heterológica? Si lo es, no lo es; si no lo es, lo es. Todo parece indicar que no hay modo de salir de la barbería. 


Russell y la teoría de conjuntos 

La idea de los conjuntos es fundamental para las matemáticas, pues constituyen los objetos más puros que pueden examinarse. El método matemático implica definir grupos (conjuntos) de elementos que satisfacen determinado criterio, como el conjunto de todos los números mayores que 1 o el de los números primos; se realizan entonces operaciones de tal modo que luego puedan deducirse propiedades sobre los elementos incluidos en el conjunto o los conjuntos en cuestión. Desde una perspectiva filosófica, los conjuntos tienen un interés particular, pues la idea de que todo lo relativo a las matemáticas (los números, las relaciones, las funciones) podría formularse exhaustivamente en el interior de una teoría de conjuntos dio alas a la ambición de usar los conjuntos para fundamentar las matemáticas sobre bases puramente lógicas.


Claridad de pensamiento

Los razonamientos filosóficos a menudo son complejos y deben expresarse con gran precisión. Pero a veces los filósofos se dejan llevar un poco por la solemnidad de su propio intelecto, y entonces seguir sus argumentos resulta tan complicado como intentar digerir una piedra. Si entender el fuera de juego en fútbol te pareció complicado, intenta seguir el razonamiento de Bertrand Russell al definir « el número de una clase» , a ver qué te parece:

« Este método consiste en definir el número de una clase como la clase de todas las clases similar a la clase dada. Un miembro de esta clase de clases (considerado como predicado) es una propiedad común de todas las clases similares y de ninguna otra; además, cada clase del conjunto de clases similares tiene con el conjunto una relación que no tiene con nada más, y que cada clase tiene con su propio conjunto. Así, se satisfacen completamente las condiciones de esta clase de clases, y su mérito consiste en estar determinada cuando se da una clase, y en ser distinta para dos clases que no son similares. He aquí, pues, una definición irreprochable del número de una clase en términos puramente lógicos» .

A principios del siglo XX, el matemático alemán Gottlob Frege intentaba definir la totalidad de la aritmética en términos lógicos por medio de la teoría de conjuntos. En la época se asumía que no había restricciones en las condiciones que podían usarse para definir conjuntos. El problema, que reconoció el filósofo Bertrand Russell en 1901, se centraba en la cuestión de los conjuntos que están comprendidos en su propio conjunto. Algunos conjuntos se tienen a sí mismos como elemento: por ejemplo, el conjunto de objetos matemáticos es él mismo un objeto matemático. Otros no: el conjunto de números primos no es él mismo un número primo. Consideremos ahora el conjunto de todos los conjuntos que no están comprendidos en su propio conjunto. ¿Forma parte este conjunto de su propio conjunto? Si forma parte, no forma parte: y si no forma parte, forma parte. Es decir, ser un elemento de este conjunto depende de no ser un elemento del conjunto.
«Existen pocas cosas más indeseables para un científico que ver
hundirse los fundamentos en el momento en que uno daba por
acabado el trabajo. Ésta es la situación en la que me puso una
carta del señor Bertrand Russell cuando estaba a punto de dar
por terminado mi trabajo.»
Gottlob Frege, 1903

Una perfecta contradicción, y de ahí la paradoja (similar a la del barbero). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el caso del barbero, no es posible deshacerse del temible conjunto (por lo menos no es posible hacerlo sin socavar la teoría de conjuntos tal como se entendía entonces).

La existencia de contradicciones en el seno de la teoría de conjuntos, que mostró la paradoja de Russell, puso en evidencia que la definición y los procedimientos matemáticos de los conjuntos eran fundamentalmente erróneos. Puesto que cualquier proposición puede probarse, lógicamente, a partir de la contradicción, ello implicaba, lamentablemente, que toda y cada una de las pruebas, aunque no necesariamente inválidas, podían no ser probadas como válidas. De modo que las matemáticas debían reconstruirse desde los fundamentos. La clave de la solución se encontraba en la incorporación de restricciones adecuadas en los principios que rigen la inscripción de un elemento en un conjunto. Russell no sólo expuso el problema sino que fue uno de los primeros que buscó una solución y, aunque su tentativa fue sólo parcialmente eficaz, contribuyó a que sus sucesores tomaran el camino adecuado.


La idea en síntesis: si es, no es, si no es, es



El error de razonamiento que se
observa en la falacia del
jugador lo ilustra
maravillosamente la historia del
hombre al que pillaron en un
avión con una bomba como
equipaje de mano.
« Las probabilidades de que
haya una bomba en un avión
son poquísimas —explicó a la
policía—. ¡Así que imaginen lo
improbable que es que hubiera
dos!»


29 La falacia del jugador

«Con la cabeza a mil por hora, Monte y Cario escrutaban al crupier que empezaba a recoger las fichas perdidas. No habían apostado en los últimos juegos, pues preferían oler antes el juego de la mesa. Pero la impaciencia crecía a medida que los números rojos salían una y otra vez, ya iba a ser la quinta; no aguantaban más.
—Si no te metes seguro que no ganas —pensaron los dos, no eran muy originales…» Cuando se disponían a jugar sus fichas, Monte pensó: —¡Cinco veces seguidas el rojo! Seis es imposible. ¿Cuántas probabilidades hay contra el rojo? Por la ley de la probabilidad tiene que salir el negro. » En el mismo momento, Cario pensaba: » —¡Caramba, los rojos están que arden! Esta vez no se me escapan. Tiene que salir el rojo.
» —Ríen ne va plus… No hay más apuestas —anunció el crupier.»

¿Quién es más probable que gane, Monte o Cario? La respuesta tal vez sea que ganará Cario, y todavía más probable, ninguno. Lo cierto es que ambos (quizás igual que millones de personas reales a lo largo de la historia, pues se han encontrado dados del año 2750 a. C. aproximadamente) incurren en la llamada falacia del jugador (o de Monte Cario).

«Tiene que salir el negro» Monte tiene
razón en que cinco veces seguidas el rojo
es inusual: la probabilidad (en una mesa
donde el juego sea limpio, y al margen
de las apuestas del cero o del doble cero;
 es de 1 contra 32; y las
probabilidades de seis veces seguidas son
incluso más bajas: de 1 contra 64. Pero
estas probabilidades sólo se aplican al
principio de la secuencia, antes de que la
ruleta hay a empezado a girar. El
problema para Monte es que la
improbable que es que hubiera
dos!»
posibilidad relativamente rara (cinco veces seguidas el rojo) ya se ha producido sin tener nada que ver en absoluto con que el siguiente número sea el rojo; la probabilidad de que eso ocurra es, como siempre, de 1 contra 2 o de 50/50. Las ruletas —como las monedas, los dados, o las bolas de la lotería— no tienen memoria, de modo que no pueden tener en cuenta lo que ha ocurrido en el pasado con vistas a compensar, o incluso a propiciar, ciertas cosas: la improbabilidad de cualquier hecho pasado o de cualquier secuencia de hechos (siempre que sean azarosos e independientes) no tiene nada que ver con la probabilidad de un hecho futuro. Suponer que es de otro modo conduce a la falacia del jugador.


La casa siempre gana

Los juegos de casino siempre tienen algún tipo de « margen de la casa» , lo cual significa que las probabilidades están levemente inclinadas a favor de la banca. Por ejemplo, en la ruleta, existe una casilla (en Europa el cero) o dos (en Estados Unidos, el cero y el doble cero) que no son ni rojas ni negras, de modo que las posibilidades de ganar al rojo o al negro son un poco inferiores a la mitad. Asimismo, en el 21 de naipes (vingt-et-un), hay que batir a la banca: si la banca obtiene un Black Jack (21 tantos con dos cartas) bate al jugador. Y aunque un jugador puede ganar a la casa, casi siempre, a lo largo de todos los tiempos, la casa suele ganar más juegos.

«Me siento como un fugitivo de la ley estadística.»
Bill Mauldin, 1945

«¡El rojo está que arde!» ¿Acaso Cario procede mejor? Probablemente no. Como Monte, intenta predecir un resultado futuro a partir de hechos que en apariencia no tienen nada que ver. Y si los hechos a los que asiste son azarosos, también él está incurriendo en la falacia del jugador. Esta falacia sólo está asociada a resultados que son genuinamente independientes. Si un caballo, por ejemplo, gana cuatro carreras seguidas, podríamos considerar que existen suficientes evidencias de que puede ganar una quinta. Pero si una ficha gana 20 veces seguidas, cabe suponer razonablemente que la ficha está trucada en vez de pensar que semejante cosa improbable ocurra por puro azar.
Si juegas a la lotería, espera sentado…

¿Cuántas probabilidades tienes de que salgan tus seis números dos veces seguidas en la lotería nacional inglesa? Aproximadamente 1 contra 200 000 000 000 000 (200 millones de millones). No muchas, de modo que tendrías que ser un auténtico idiota para escoger el mismo número que la semana pasada… Puede que sí, pero no más idiota que si escoges seis números distintos. Se trata de otro caso de la falacia del jugador: una vez ya ha salido una serie de números el hecho de que vuelva a salir no constituye una selección mejor o peor (14 millones contra 1 no es mucho más tentador).
De modo que quienes se preguntan si la mejor estrategia es jugar siempre con la misma serie de números o cambiar cada semana deberían saber que no existe demasiada diferencia (es mucho mejor cavar en el jardín a ver si hay algún tesoro enterrado).

Las leyes de la probabilidad

Las leyes de la probabilidad se invocan a menudo para refrendar el pensamiento falaz de los jugadores. Lo que pretenden, en resumen, es que es más probable que ocurra algo en el futuro si ha ocurrido con menos frecuencia de la esperada en el pasado (o, a la inversa, que es menos probable que ocurra en el futuro porque ha ocurrido con mucha frecuencia en el pasado). A partir de ahí se supone que las cosas quedarán « fuera de toda posibilidad a la larga» .

El atractivo de esta ley falaz se debe, en parte, a su similitud con una auténtica ley estadística: la ley de las cifras elevadas. De acuerdo con esta ley, si lanzamos una ficha que no esté trucada unas cuantas veces, por ejemplo 10, la posibilidad de que gane disminuye considerablemente con respecto de la media (estadística), que es de 5, pero si la lanzamos un número elevado de veces, por ejemplo 1 000, la posibilidad de que gane se acerca más al promedio (500). Y cuanto mayor sea el número de tiradas, más se acercará al promedio. De modo que, en una serie de hechos azarosos de similar probabilidad, es cierto que si la serie se extiende lo suficiente hay cosas que podrían incluso quedar descartadas. Sin embargo, esta ley estadística no tiene nada que ver con la posibilidad de que ocurra algún hecho particular: el hecho que acontece ahora no tiene memoria de ninguna desviación de la media, y no puede alterar su curso para corregir un desequilibrio anterior.
No hay consuelo para el jugador.

Del mismo modo, una secuencia de cuatro rojos seguidos podría indicar que la ruleta está trucada o amañada. Sin embargo, aunque no sea imposible, cuatro rojos seguidos es muy inusual y del todo insuficiente por sí mismo para garantizar cualquier conclusión. En ausencia de cualquier otra evidencia, Cario es tan iluso como Monte.


La idea en síntesis: contra la probabilidad

No hay comentarios:

Publicar un comentario