viernes, 11 de agosto de 2017

MARCO AURELIO ES MÁS TRISTÓN QUE SÉNECA Y MÁS PESIMISTA

Es verdad que Marco Aurelio presenta una conformidad tanto en el pesar como en la alegría muy difícil de cumplir, y una moral que carece de la frescura y alegría de Séneca. Quizá se deba a los distintos papeles que les tocó jugar en la vida. Parece que un Emperador debería tener una moral muy rígida, mientras que un filósofo puede darse el lujo de mirar la vida con algún tinte coloreado. Es una idea que se me ocurre. También puede ser simplemente que uno fuera un tristón de nacimiento y el otro tuviera un temperamento más optimista

Cometer una injusticia es cometer una impiedad. La naturaleza universal ha creado, en efecto, a todos los seres racionales para que se presten mutuo apoyo en tanto que su dignidad se lo permita y para que no se causen el menor perjuicio con ningún pretexto. Tal ha sido su designio; aquel que lo desconociere faltará evidentemente al respeto de la más antigua de las divinidades. Mentir es cometer también otra impiedad con la misma diosa; porque la naturaleza universal es la madre de todos los seres, y estos se hallan unidos entre sí por estrecho parentesco. Además, a la naturaleza universal se la denomina con razón la verdad, puesto que es el origen de todo lo verdadero. El que miente intencionadamente comete una impiedad, porque, al engañar, hace una injusticia; y el que miente sin querer comete también otra, porque deshace la armonía establecida por la naturaleza universal y perturba el orden, contrariando la naturaleza del mundo. Se la contraría, en efecto, empleando falsedades aun en contra de nuestro propio corazón, ya que este ha recibido de la Naturaleza un sentimiento de aversión por lo falso, y que, precisamente por no haberlo tenido en cuenta, no puede establecer ahora la diferencia que existe entre lo verdadero y lo falso.

Es un impío, asimismo, el que busca los placeres como si fueran verdaderos bienes y huye de los dolores como de verdaderos males. Hay quien critica a la común Naturaleza el haber repartido injustamente los bienes entre los buenos y los malos, puesto que sucede muchas veces que los malos gozan de todos los placeres y adquieren en abundancia todo aquello que pueden procurárselos, en tanto que los buenos se ven acosados por dolores y sometidos a los más duros trances. En primer lugar, el que teme los dolores temerá también todo lo que debe sucederle un día en este mundo, demostrando con esto que es un impío, y en segundo, el que busca sin cesar los placeres de los sentidos no se arredrará ante una injusticia, y esto es la impiedad manifiesta.

Luego es preciso que el que quiera conformarse al orden de la Naturaleza tiene que mirar con indiferencia todas las cosas que ha hecho igualmente esta; porque no las habría hecho así si no hubiesen sido del todo iguales a su parecer. Por consiguiente, es un impío el hombre que no considere con la misma indiferencia los placeres y los dolores, la vida y la muerte, la gloria y el olvido, cosas estas que la naturaleza universal envía indistintamente a los buenos y a los malos. Cuando digo que la común naturaleza las envía sin distinción, quiero decir que llegan indiferentemente según el orden y la relación de todo lo que debe ocurrir, en virtud de cierto movimiento primitivo que la Providencia imprimió cuando, en una época determinada, estableció definitivamente este arreglo, después de haber concebido por sí misma las combinaciones de todo lo que debía existir y de haber sembrado por doquier los gérmenes y los principios de los distintos seres, de sus transformaciones y de la sucesión en el mundo en que vivimos.

miércoles, 9 de agosto de 2017

SÉNECA NOS HABLA SOBRE EL SUICIDIO

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Entereza necesaria para el suicidio
De improviso se nos han presentado hoy las naves de Alejandría que suelen adelantarse para anunciar la llegada de la flota que vendrá en seguida: se las llama mensajeras. Grata resulta a los campanos su contemplación; todo el pueblo de Putéo los se concentra en los muelles y por la misma forma de las velas reconoce a las alejandrinas aun en medio de una gran multitud de navíos; porque sólo a ellas se les permite extender la gavia que todas las naves izan en alta mar.

Nada, en verdad, favorece tanto la travesía como la parte superior de la vela: en ese lado el navío recibe el máximo impulso. Así que cuantas veces arrecia el viento y sopla con más ímpetu del necesario, se baja la antena, ya que el soplo en la parte inferior tiene menos fuerza. Una vez que se han introducido por Cápreas y el promontorio desde el cual sobre un peñasco tempestuoso Palas contempla la alta mar, es norma que las restantes naves se contenten con la vela mayor; la gavia se reserva como distintivo para las alejandrinas.

En medio de esta carrera apresurada de toda la población hacia la costa, experimenté gran placer en mi pereza por cuanto, habiendo de recibir cartas de los míos, no me apresuré por conocer cuál era en aquellas tierras el estado de mis asuntos, ni qué noticias me traían. Hace ya tiempo que no experimento ni pérdida, ni ganancia alguna. Este sentimiento habría de tenerlo, aunque no fuese un viejo, pero ahora con mucha más razón: por escasas que fueran mis provisiones, me quedaría, con todo, más viático que camino por recorrer, sobre todo, cuando estamos metidos en un camino que no hay necesidad de recorrer hasta el final.

Un itinerario quedará incompleto si uno se detiene a mitad del recorrido, o antes del término fijado; la vida no queda incompleta, cuando es honesta. En el punto en que uno termine, si termina bien, queda consumada. Mas, con frecuencia hay que terminarla hasta con energía, y no por las causas más graves, puesto que tampoco son las más graves las que nos retienen.

Tulio Marcelino, a quien conociste muy bien, joven reposado, envejecido prematuramente, al verse acosado por una enfermedad, no incurable, por cierto, pero larga, penosay que reclamaba mucha atención, se puso a reflexionar
si se daría la muerte. Reunió numerosos amigos. De éstos, unos, atendiendo a la timidez de él, le daban el consejo que se hubieran dado a sí mismos; otros, a fuer de serviles y lisonjeros, le aconsejaban lo que suponían sería más grato a sus cavilaciones.

Un estoico, amigo nuestro, hombre eminente y, para alabarle en los términos en que lo merece, esforzado y diligente, fue, a mi juicio, quien le exhortó mejor. Así, en efecto, se expresó: «No te atormentes, querido Marcelino, como quien delibera sobre un gran asunto. No es un gran asunto la vida; todos tus esclavos, todos los animales viven. La gran proeza estriba en morir con honestidad, con prudencia, con fortaleza. Reflexiona cuánto tiempo hace que te ocupas de las mismas cosas: la comida, el sueño, el placer sexual; nos movemos en esta órbita. El deseo de morir no solo puede afectar al prudente, al valeroso, o al desdichado, sino también al hastiado de la vida».

No precisaba Marcelino de exhortación, sino de ayuda; los esclavos no querían secundar sus deseos. Primeramente el estoico les quitó el miedo, indicándoles que la servidumbre sólo corre peligro cuando no está claro que la muerte del señor haya sido voluntaria; que, por lo demás, darían tan mal ejemplo causando la muerte a su dueño como apartándole de ella.

Luego recordó al propio Marcelino que obraría noblemente si, como sucede al terminar la cena, que se reparten las sobras entre los criados que están en torno a la mesa, así, al terminar la vida, ofreciese algún obsequio a quienes habían sido servidores suyos de toda la vida. Era Marcelino de espíritu condescendiente y generoso, aun cuando se trataba de sus propios bienes; así que distribuyó pequeñas cantidades a sus afligidos siervos y además los consoló.

No tuvo necesidad ni de espada, ni de efusión de sangre: guardó ayuno durante tres días y en su dormitorio mandó colocar un dosel. A continuación se introdujo en él la bañera en la que permaneció largo tiempo; por efecto del agua caliente vertida en ella sin interrupción fue debilitándose poco a poco, no sin cierto placer, según decía, como el que suele producir un ligero desfallecimiento del que no me falta experiencia, ya que algunas veces he sufrido esos desmayos.
Me he alargado en un relato que no va a desagradarte; así conocerás que el final de tu amigo no fue penoso, ni lamentable. Pues aunque se dio la muerte, dulcísimamente se nos fue y escapó de la vida. Pero tampoco este relato habrá sido sin provecho. A menudo la necesidad reclama tales ejemplos. A menudo tenemos obligación de morir y nos resistimos, estamos en trance de muerte y nos oponemos a ella.

Nadie hay tan ignorante que no sepa que ha de morir algún día; sin embargo, cuando se acerca el momento, busca escapatorias, se estremece y llora. ¿Acaso no te parece el más necio de todos quien se lamenta de no haber vivido hace mil años? Igualmente es necio quien se lamenta porque no vivirá dentro de mil años. Ambas posturas coinciden: no existirás, como no has existido; uno y otro tiempo no te pertenecen.

Colocado como estás en este instante del tiempo, si piensas prolongarlo, ¿hasta cuándo lo prolongarás? ¿Por qué lloras?, ¿por qué suspiras? Esfuerzo vano. No esperes que tus súplicas vayan a modificar las decisiones de los dioses. Son firmes e inmutables; una imperiosa y eterna necesidad las regula. Irás a donde van a parar todas las cosas. ¿Dónde está para ti la novedad? Para cumplir esta ley has venido al mundo. Lo propio aconteció a tu padre, a tu madre, a tus antepasados, a todos los que te precedieron, a todos los que te seguirán. Un nexo indestructible, que ninguna fuerza puede cambiar, encadena y arrastra a todos los seres. ¡Cuán gran número de mortales te seguirá!, ¡cuán gran número te acompañará en ese trance! Te sentirías más valiente, según pienso, si muchos miles de seres muriesen a una contigo; y, sin embargo, son muchos miles tanto de hombres como de animales los que, en el preciso momento en que no te decides a morir, expiran de diversas formas. ¿Es que no pensabas que llegarías algún día al término al que constantemente te dirigías? No existe camino que no tenga final.

¿Piensas que voy a relatarte ahora casos ejemplares de grandes hombres? Te relataré en su lugar casos de niños. La tradición conserva el recuerdo de aquel lacedemonio, todavía impúber, quien, hecho prisionero, decía a gritos en su propio dialecto dórico: «No seré esclavo». Y cumplió fielmente su promesa. Tan pronto se le ordenó realizar,una función servil y degradante —se le ordenaba traer un recipiente de inmundicias— se abrió la cabeza, sacudiéndola contra la pared.

Tan cerca tenemos la libertad y ¿aún existen esclavos?, ¿no preferirías, por tanto, que tu hijo pereciera de forma similar, a que se hiciera viejo siendo un cobarde? ¿Por qué tanta preocupación si la muerte valerosa está también al alcance de los niños? Supón que no quieres proseguir la marcha: te empujarán adelante. Haz que dependa de ti lo que está en poder de otros. ¿No tomarás aliento de este niño para decir: «No soy esclavo»? Desdichado, eres esclavo de los hombres, de las cosas, de la vida; porque la vida, si falta el valor de morir, se convierte en servidumbre.

¿Tienes acaso algún aliciente para esperar? Los mismos placeres que te demoran y retienen los has agotado: ninguno hay que sea nuevo para ti, ninguno que no te lo haya hecho odioso la propia saciedad. El sabor del vino puro y el sabor del mulso lo conoces; nada importa que sean cien o mil las ánforas que pasan por tu vejiga: eres un filtro. El sabor de la ostra y el del salmonete lo conoces muy bien. Tu voluptuosidad no te reservó para los años venideros placer alguno que no hayas probado; y, sin embargo, estos son los goces de los que, contra tu voluntad, se te arrancará.

¿Qué otra cosa hay que lamentes que te sea arrebatada? ¿Los amigos?, ¿es que sabes ser amigo? ¿La patria?, ¿acaso le tienes tanta estima que por ella te retrasas en cenar? ¿El sol? Si pudieras lo apagarías. ¿Qué acción, en verdad, realizaste jamás digna de su luz? Reconoce que no es el afecto al Senado, al foro, ni a la misma naturaleza el que te vuelve tan lento para morir. Contrariado abandonas un mercado en el que no has dejado provisión alguna.

Temes la muerte. ¿Cómo, entonces, la menosprecias mientras te hartas de setas? Quieres vivir. Pero ¿sabes hacerlo? Temes morir: ¿y qué?, ¿esta tu vida no equivale a la muerte? Pasando Gayo César por la Vía Latina, uno del grupo de los presidiarios, cuya vieja barba se le hundía hasta el pecho, le suplicaba que ordenase su muerte. El emperador le respondió: «¿Realmente ahora vives?». Tal respuesta hay que dar a aquellas personas para quienes la muerte supondría un beneficio. Temes morir: ¿realmente ahora vives?

«Pero yo», objetará alguien, «que realizo muchos actos honestos quiero seguir viviendo; contra mi voluntad abandono los deberes de la vida que .voy cumpliendo con fidelidad y diligencia». ¿Cómo? ¿Ignoras que uno de los deberes de la vida es también el de morir? No abandonas deber alguno, ya que no se fija un número determinado de ellos que haya que cumplir.

Toda vida es de corta duración. En efecto, si tomas como referencia la duración del universo, resulta de corta duración hasta la vida de Néstor y de Satia, la que ordenó grabar en su sepulcro que había vivido noventa y nueve años. Ahí tienes a una mujer que se gloriaba de su larga senectud: ¿quién la hubiera podido soportar si hubiese tenido la suerte de cumplir los cien años?


Como una obra teatral, asi es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar en que termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final.

martes, 8 de agosto de 2017

SIGAMOS CON SÉNECA UNOS DÍAS. NO NECESITAMOS IR A LA FILOSOFÍA ORIENTAL

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El gozo del sabio frente al gozo de los necios
Tus letras me han producido un gran placer. Permíteme, en efecto, que emplee los términos en su acepción corriente y no los restrinjas al significado estoico. El placer entraña vicio; lo damos por cierto; admítase, pues. Sin embargo el término lo solemos emplear también para indicar un sentimiento alegre del alma.

Sé, y lo repito, que el placer, si ajustamos los vocablos a nuestro código, tiene significado peyorativo, y también que sólo al sabio le corresponde el gozo. Éste consiste en una elevación del alma que está segura de su auténtica felicidad. Sin embargo en el uso vulgar nos expresamos diciendo, por ejemplo, que hemos experimentado un gran «gozo» por el consulado de fulano, o por su casamiento, o por el parto de su esposa, acontecimientos que están tan lejos de ser gozos que a menudo son el principio de futuros disgustos. En efecto, es propio del gozo no tener fin y no mudarse en el sentimiento contrario.

Así, pues, cuando nuestro Virgilio habla de los malos gozos del alma pronuncia una frase elocuente, pero con poca propiedad, ya que ningún mal puede constituir un gozo. Este nombre lo aplicó a los placeres, dando a entender lo que pretendía, pues quiso decir que los hombres se gozan con su mal.

Con todo, yo no he dicho sin motivo que tus letras me han producido un gran placer. Pues, aunque el hombre ignorante se goce por un motivo honesto, no obstante ese impulso suyo desordenado, expuesto con facilidad a desviarse hacia el contrario, lo llamo placer, puesto que brota de un bien ficticio imaginado, sin límites ni moderación.

Mas, volviendo a mi propósito, te hago saber lo que en tu epístola me ha complacido: tienes dominio de las palabras, el estilo no te empuja ni te arrastra más allá de las normas que te has fijado. Hay muchos que se ven inducidos a escribir lo que no se habían propuesto a causa de una bella palabra que les cautiva; defecto éste que a ti no te alcanza. Todas tus expresiones son concisas y ajustadas al tema; dices cuanto quieres y das a entender más de lo que dices. Esto es exponente de una cualidad más importante: revela que tu alma carece también de toda redundancia, de todo énfasis.
Aun así, encuentro en ti metáforas que, si no son temerarias, con todo han arriesgado lo suyo; encuentro comparaciones, que si alguien nos prohíbe emplearlas por estimar que sólo a los poetas les están permitidas, en mi opinión es porque no ha leído a ninguno de los modelos antiguos que todavía no se empeñaban en lograr un discurso destinado al aplauso. Ellos, que se expresaban con sencillez para manifestar sus ideas, abundan en símiles, que estimo que nos son necesarios, no por el mismo motivo que a los poetas, sino para que vengan en apoyo de nuestra incapacidad, y ayuden a situarse, tanto al que habla como al que escucha, en el asunto de que se trata.

Ahora precisamente estoy leyendo a Sextio , ingenio perspicaz, cuya filosofía, en términos griegos, expone la moral romana. Me ha impresionado la comparación que él emplea: avanza el ejército en formación cerrada, dispuesto al combate allí donde el enemigo pueda sorprenderle por cualquier parte. «Lo propio», infiere él, «debe hacer el sabio: despliegue por todos lados todas sus virtudes para que, dondequiera se produzca algún ataque, allí estén dispuestas las tropas que respondan con disciplina a las órdenes del caudillo». Y asegura que la estrategia que vemos que se practica en los ejércitos que dirigen los grandes generales, consistente en que la orden del jefe la escuchan a un tiempo todas las tropas, al estar dispuestas de tal suerte que la consigna dada a uno solo se transmite en el mismo instante al infante y al jinete, esa misma, como táctica, es para nosotros bastante más necesaria.

En efecto, con frecuencia los soldados temen al enemigo sin motivo y les resulta muy tranquila la marcha que habían considerado muy peligrosa. Para la necedad no hay lugar pacífico. Tanto miedo le infunde la zona superior como la inferior; en uno y otro de sus flancos tiembla; los peligros la acosan por detrás y de frente; ante cualquier contingencia se espanta, se halla desprevenida, y sus propios refuerzos la atemorizan.

En cambio, el sabio fortalecido frente a cualquier asalto y atento, ni aun cuando la pobreza o la aflicción o la afrenta o el dolor le acosen se volverá atrás; impertérrito marchará contra la adversidad y a través de ella". Muchos vicios nos encadenan, muchos nos enervan; 9 largo tiempo languidecimos en medio de ellos; purificarnos resulta difícil, pues no estamos manchados, sino infectos.

Para no ir pasando de una comparación a otra, haré esta pregunta en la que a menudo yo mismo centro mi atención: ¿por qué la insensatez nos domina de forma tan pertinaz? En primer lugar, porque no la rechazamos con energía, ni nos esforzamos por alcanzar la salud con todo ahínco; luego, porque no confiamos lo suficiente en las verdades descubiertas por los sabios ni les sacamos partido con sincero entusiasmo; nos aplicamos superficialmente a una cuestión tan esencial.
Ahora bien, ¿cómo puede alguien aprender todo aquello de que precisa contra los vicios, si durante el tiempo en que está libre de ellos se ocupa en aprenderlos? Ninguno de nosotros penetra hasta el fondo, tan sólo arrancamos la corteza más exterior; y haber consagrado escasos momentos a la filosofía parece bastante y sobrado a los absortos en negocios.

Nos dificulta el camino el estar presto satisfechos de nosotros; si encontramos a uno que nos llama hombres de bien, prudentes, virtuosos, lo aceptamos. Con una pequeña alabanza no nos contentamos: todo cuanto una adulación descarada acumuló sobre nosotros, lo acogemos como debido. A quienes sostienen que somos los mejores, los más sabios, les damos la razón, a sabiendas de que ellos mienten muy a menudo; a tal extremo llega la propia complacencia, que pretendemos se nos alabe por aquella misma conducta que muy especialmente contravenimos. Alguien, cuando decreta el suplicio, oye que le llaman clementísimo; en medio del pillaje, generosísimo; entre la embriaguez y placeres, moderadísimo. Se comprende, por tanto, que rehusemos enmendarnos, porque nos consideramos los mejores.


Cuando Alejandro iba avanzando por la India y arrasaba en su campaña pueblos, que apenas sus propios vecinos conocían, durante el asedio de una ciudad, mientrasrecorría las murallas para descubrir los puntos más débiles de la fortificación, herido por una flecha, se obstinó, no obstante, en cabalgar para conseguir su objetivo. Luego, una vez restañada la sangre, como en la herida reseca aumentase el dolor y la pierna, colgando sobre el caballo, se entumeciese paulatinamente, forzado a desistir, Alejandro dijo: «Todos aseguran con juramento que soy hijo de Júpiter, pero esta herida proclama que soy un mortal».

Hagamos nosotros lo propio. Puesto que a cada uno, en la propia parcela, la adulación nos envanece, repliquemos: «Vosotros, es cierto, afirmáis que soy prudente, mas yo veo cuántas cosas vanas ambiciono, y cuántas deseo que me serán perjudiciales. Ni siquiera me doy cuenta de que la saciedad es la que enseña a los animales cuál debe ser la medida en los alimentos y cuál en la bebida; pero yo cuál sea mi capacidad lo desconozco todavía.

En seguida te mostraré cómo reconocerás que no eres sabio. El auténtico sabio está rebosante de gozo, jovial, tranquilo, inconmovible; vive con los dioses como un igual. Ahora examínate a ti mismo: si nunca estás afligido, si ninguna esperanza perturba tu alma por la angustia del futuro, si en los días y las noches mantienes siempre el mismo temple, propio de un alma noble, complacida consigo misma, has llegado a la cima de la felicidad humana
Pero si codicias los placeres todos y por todas partes, debes saber que estás tan falto de sabiduría como de gozo. Deseas llegar a éste, pero yerras el camino, ya que confías alcanzar ese objetivo en medio de las riquezas, en medio de los honores; es decir que buscas el gozo en medio de los afanes. Estas cosas que tú ambicionas, convencido de que te proporcionarán alegría y placer, son fuente de dolor.

Todos, te lo repito, tienden a ese fin: el gozo; mas la manera de obtenerlo duradero y pleno la desconocen. Uno lo busca en los festines y en el desenfreno; otro, en la ambición y en la multitud de clientes que le rodea; otro, en una amante, otro, en fin, en la vana ostentación de los estudios liberales y de una cultura literaria que nada remedia. A todos éstos les seducen diversiones falaces y efímeras, como la embriaguez que expía la alegre locura de una hora con un tedio de larga duración; como el fervor del aplauso y de la aclamación favorable que con gran inquietud se ha conseguido y se ha de purgar. Así, pues, piensa en esto: fruto de la sabiduría es un gozo siempre igual . Tal es el alma del sabio cual el cielo que está sobre la luna: allí reina siempre la serenidad.

Tienes, pues, un motivo más para aspirar a la sabiduría: que ella jamás está desprovista de gozo. Gozo éste que brota únicamente del sentimiento íntimo de nuestras virtudes.

No puede gozar sino el fuerte, el justo, el temperante, «Pues ¿qué?», arguyes tú, «¿los necios y malos no gozan? ». No más que los leones que han atrapado la presa. Cuando se han agotado por el vino y la lujuria, cuando la noche les ha abandonado en medio de sus vicios, cuando los placeres acumulados en su angosto cuerpo sobre la medida de su capacidad provocan la supuración, entonces los miserables prorrumpen con aquel verso de Virgilio: Cómo pasamos la noche postrera en medio de falsos goces, ya lo sabes . Los libertinos pasan cada noche en medio de falsos goces como si fuera la última. Pero el gozo que acompaña a los dioses y a sus émulos no se interrumpe, ni termina. Terminaría si fuese de procedencia extraña. Puesto que no depende del favor ajeno, tampoco depende del antojo ajeno. La fortuna no arrebata lo que no otorga.

60
Combatir los deseos inmoderados
Me lamento, litigo, me enojo. ¿Aún ahora deseas cuanto desearon para ti tu nodriza, tu pedagogo o tu madre? ¿No te das cuenta todavía de cuán grandes males te desearon? ¡Ay! ¡Cuán perjudiciales son para nosotros las súplicas de los nuestros! Tanto más perjudiciales, por cierto, cuanto más felizmente se cumplen. Ahora no me sorprende que toda clase de molestias nos acompañen desde la primera infancia: hemos crecido entre las imprecaciones de nuestros padres. ¡Ojalá que los dioses escuchen algún día nuestra plegaria desinteresada por nosotros!

¿Hasta cuándo pediremos alguna ayuda a los dioses, como si todavía no pudiésemos mantenernos nosotros mismos? ¿Cuánto tiempo llenaremos de sementeras la campiña de las grandes ciudades? ¿Cuánto tiempo recogerá el pueblo la cosecha para nosotros? ¿Cuánto tiempo navios innumerables transportarán las provisiones para proveer a una sola mesa y, por cierto, no viniendo de un solo mar?

El toro con el pasto de poquísimas yugadas queda saciado; un solo bosque basta para muchos elefantes: el hombre necesita los alimentos de la tierra y del mar. ¿Qué, pues? Siendo así que la naturaleza nos ha otorgado unos cuerpos tan pequeños, ¿iba a otorgarnos un vientre tan insaciable como para superar la avidez de los animales más enormes y voraces? En modo alguno. ¡Cuán pequeñas son las exigencias de la naturaleza! Ella se contenta con poco. No es el hambre de nuestro vientre lo que exige dispendio, sino la codicia.

Así, pues, a los «esclavizados a su vientre», en frase de Salustio, contémosles en el número de los animales, no de los hombres; y a algunos ni siquiera entre los animales, sino entre los muertos. Está vivo quien es útil a muchos; está vivo quien saca partido de sí mismo. Pero los que se ocultan y vegetan se hallan en su mansión como en un sepulcro. En el propio umbral puedes esculpir en mármol su nombre: se han adelantado a su propia muerte.


61
Buena disposición para la muerte
Dejemos de querer las cosas que hemos querido. Por mi parte es eso lo que procuro: no querer de viejo lo mismo que quise de niño. Éste es el único objetivo de mis días y de mis noches; ésta es mi ocupación, éste mi pensamiento: poner fin a mis antiguos extravíos. Me esfuerzo en que un día sea para mí como la vida entera. ¡Por Hércules! que no por considerarlo el último me aferró a él, sino que le contemplo cual si pudiera, muy bien, ser el último.

Con tal disposición te escribo esta epístola como si a mí, en el momento preciso de escribirte, la muerte tuviera que emplazarme. Estoy dispuesto para salir, y por lo mismo fluiré de la vida, porque el tiempo que ha de durar este goce no me preocupa demasiado. Antes de mi vejez procuré vivir rectamente; en la misma vejez morir con dignidad; pero morir con dignidad es morir de buen grado.

Ten cuidado de no hacer nada contra tu voluntad. Todo lo que necesariamente ha de acontecer al que resiste, no constituye una necesidad para el que lo acepta gustoso. Así lo mantengo: quien acoge de buen grado las órdenes, escapa a la exigencia más penosa de la servidumbre: la de hacer lo que no quisiera. No es uno desgraciado por hacer lo que le mandan, sino por hacerlo contra su voluntad.

Por lo tanto, dispongamos nuestra alma en orden a querer todo cuanto la situación nos exija, y en primer lugar a pensar sin tristeza en nuestro fin. Hemos de aparejarnos para la muerte antes que para la vida. La vida está harto provista, pero nosotros estamos siempre con ansias de abastecerla: nos parece y siempre nos parecerá que nos falta algo. Que hayamos vivido lo suficiente no lo consiguen ni los años ni los días, sino el alma. He vivido, Lucilio carísimo, todo el tiempo que era suficiente. Satisfecho aguardo la muerte.


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Vida interior en medio de las ocupaciones
Mienten quienes pretenden hacernos creer que el fárrago de los negocios es un obstáculo para los estudios liberales: fingen ocupaciones, las exageran y ellos mismos se hacen los ocupados. Yo estoy libre, Lucilio, estoy libre y dondequiera me hallo, allí soy dueño de mí. Porque no me entrego a los asuntos, sino que me aplico a ellos y no busco pretextos para perder el tiempo. En cualquier lugar que me encuentro, allí refresco mis ideas y evoco en mi ánimo algún pensamiento saludable.

Cuando me consagro a mis amigos, no por ello me alejo de mí mismo; ni me entretengo con aquellos con los que me ha reunido una circunstancia casual o un asunto surgido de mis deberes ciudadanos, sino que convivo con los mejores. Hacia ellos, cualquiera que sea el lugar o la época en que hayan vivido, proyecto mi espíritu.

A Demetrio, el mejor de los hombres, lo llevo en mi compañía y, dejados a un lado los que visten púrpura, es con él, andrajoso, con el que converso y al que admiro. ¿Por qué no admirarle? He comprobado que nada le falta. Uno puede despreciarlo todo, pero nadie puede poseerlo todo. Para llegar a las riquezas el camino más corto es el menosprecio de ellas.

Por su parte, nuestro Demetrio vive no como quien lo ha despreciado todo, sino como quien ha dejado a los demás la posesión de todo

LIBRO VII

63
Moderación en el duelo por la muerte del amigo

Soporto con pena que Flaco, tu amigo, haya fallecido, pero no quiero te aflijas más de lo justo. Apenas si osaré exigirte que no sientas dolor y sé que es mejor así. Mas ¿quién alcanzará esa fortaleza de alma si no se ha situado muy por encima de la fortuna? También a él semejante desgracia le punzará, pero sólo le punzará. Mas a nosotros se nos puede disculpar que nos hayamos dejado arrastrar por las lágrimas, si no las hemos derramado con exceso, si nosotros mismos las hemos contenido.

Los ojos, ante la pérdida del amigo, ni deben estar secos, ni desbordados en llanto; las lágrimas han de brotar, pero no se ha de sollozar. ¿Te parece que te impongo una ley dura, cuando el mayor de los poetas griegos otorgó el derecho de llorar sólo por un día , cuando dijo que hasta Níobe pensó en alimentarse? . ¿Quieres saber de dónde proceden los lamentos, de dónde el llanto desmesurado? Buscamos mediante las lágrimas dar prueba de nuestro sentimiento; no nos resignamos con sentir el dolor, sino que lo proclamamos.

Nadie está triste para él solo. ¡Oh infeliz necedad! Existe hasta una cierta ostentación del dolor. «Pues, ¿qué?», preguntas, «¿me olvidaré del amigo?». Le aseguras en ti un recuerdo muy corto, si tal recuerdo ha de subsistir acompañado de dolor; muy pronto al semblante dolorido cualquier circunstancia casual le devolverá la sonrisa. Y no te remito a un plazo demasiado lejano en el que toda nostalgia se suaviza, en el que hasta los llantos más acerbos se calman. Tan pronto dejes de observarte, este espectro de tristeza se alejará de ti. Ahora tú mismo alimentas tu dolor, pero éste aun del que lo alimenta se escapa y cesa tanto más presto cuanto más agudo es.

Obremos de forma que nos resulte grato el recuerdo de los seres perdidos: nadie evoca con gusto la memoria de aquello que no ha de recordar sin angustia; como también es preciso que evoquemos con una cierta congoja el nombre de los difuntos que amamos, pero tal congoja tiene también su placer.

En efecto, como solía decir nuestro Átalo: «Así es de agradable el recuerdo de los amigos difuntos como ciertos frutos dulcemente agrios, como el vino demasiado añejo, cuya aspereza nos deleita. Mas cuando pasa cierto tiempo todo lo que nos angustiaba se borra y nos sobreviene el puro placer».

Si le damos crédito: «pensar en los amigos cabales es tanto como saborear miel y pasteles; el recuerdo de los que fueron nos complace no sin cierta amargura. Mas, ¿quién negará que también estos alimentos ácidos y de una cierta aspereza pueden estimular el estómago?». No soy yo de la misma opinión: a mí el recuerdo de los amigos difuntos me resulta grato y suave, pues los tuve igual que si los hubiera de perder; los he perdido como si aún los tuviera.

Obra, pues, querido Lucilio, cual conviene a tu equidad; deja de interpretar torcidamente el favor de la fortuna: te lo ha quitado, pero te lo había dado. Por lo tanto gocemos con plena satisfacción de los amigos, pues es cosa incierta cuánto tiempo podremos tener la dicha de hacerlo. Reflexionemos cuán a menudo los hemos abandonado por tener que salir en un largo viaje al extranjero, cuán a menudo, aun viviendo en el mismo lugar, hemos dejado de visitarles; comprenderemos cuánto más tiempo, mientras estaban vivos, nos hemos quedado sin ellos.

Ahora bien, ¿cómo vamos a soportar a los que tratan con gran desdén a sus amigos y luego deploran su muerte con grandes lamentos; que no aman a nadie a no ser cuando le han perdido y, por ello, se afligen entonces con más profusión porque temen se ponga en duda que les amaron? Son pruebas tardías de su afecto las que tratan de aportar.
Cuando tenemos otros amigos los tratamos y los apreciamos indebidamente si nos sirven de poco para consolarnos por la pérdida de uno solo; cuando no los tenemos, nosotros mismos nos ocasionamos un perjuicio que supera el que la fortuna nos deparó: ella nos ha quitado uno, nosotros nos vemos privados de todos aquellos cuya amistad no logramos.

Aparte de que ni siquiera a uno amó con exceso quien no pudo amar más que a uno. Si un hombre que se halla desnudo, por haber perdido su único vestido, prefiere lamentarse a considerar de qué manera evitará el frío y encontrará algo de ropa con que cubrir las espaldas, ¿no te va a parecer muy insensato? Al que amabas le diste sepultura; busca a quien puedas amar. Es preferible sustituir al amigo que llorarlo.

Sé que está ya muy trillado este aforismo que voy a añadir, pero no lo pasaré por alto porque todo el mundo lo diga: quien no ha logrado poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el tiempo. Ahora bien, para el hombre prudente constituye un remedio muy vergonzoso parar su llanto el cansarse de llorar. Antes deseo que abandones tú el dolor que él te abandone a ti, y cuanto antes deja de hacer aquello que, aun cuando te agrade, no podrás realizar largo tiempo.

Un año de luto para las mujeres fijaron nuestros mayores, no para que se dolieran tanto tiempo, sino para que no lo hicieran por más tiempo; para los varones no hay período alguno determinado, porque ninguno es decoroso. Con todo, ¿cuál de entre aquellas pobres mujeres, apartadas con dificultad de la pira, arrancadas con dificultad del cadáver, me señalarás, cuyas lágrimas hayan durado todo un mes? Ningún sentimiento se trueca más presto en repulsión que el de dolor, el cual, si es reciente, encuentra consoladores y atrae a algunos junto a sí; pero si es inveterado, se le ridiculiza, y con razón, porque o es fingido o insensato.

Estos consejos te doy a ti yo, que lloré con tanta desmesura a mi carísimo Anneo Sereno, de forma que soy un ejemplo —lo que en absoluto quisiera— de aquellas personas a las que abrumó el dolor. Hoy, sin embargo, condeno mi actitud y entiendo que la causa principal de afligirme así estuvo en no haber pensado nunca que él podía morir antes que yo. Sólo este pensamiento me acudía a la mente: que él era más joven, mucho más joven, como si los hados tuvieran en cuenta la edad.

Así que hemos de pensar constantemente que tanto nosotros como los seres queridos somos de condición mortal. En aquella ocasión debí decir: «mi caro Sereno es más joven, ¿y qué importa? Debiera morir después de mí, pero puede hacerlo antes que yo». Puesto que no lo hice, la fortuna me golpeó súbitamente, cogiéndome desprevenido.

Ahora considero que todas las cosas son mortales, pero incierta la ley que fija su mortalidad. Hoy mismo puede acaecer cuanto en cualquier momento es posible. Consideremos, pues, carísimo Lucilio, que hemos de llegar presto a aquel lugar al que nos entristece que él haya llegado. Y es posible, caso de ser cierta la opinión de los sabios de que alguna mansión nos dará cobijo, que el que creemos haber perdido se nos haya adelantado.


lunes, 7 de agosto de 2017

HABLEMOS ALGO DE LOS ESTOICOS Y LEAMOS A SÉNECA

Parece un hecho demostrado, por lo extensamente admitido, que en la Filosofía Antigua no había más ideas que las expuestas por Platón, Aristóteles, Presocráticos, Pitagóricos y poco más. Poco o nada se dice de las escuelas morales, aquellas escuelas que surgen en todas las civilizaciones cuando se entra en un período de crisis o se remueven los cimientos de las creencias.

La invención del Cristianismo (es mi opinión), llevada a cabo en un momento histórico en que las bases del imperio Romano se tambalean y los dioses, excepto agasajos multitudinarios que eran excusa para grandes orgías, ya no ejercen poder sobre las conciencias, fué posible y necesario no sólo desde el punto de vista social y político, sino también religioso.

Es una constante en la historia del cristianismo el oscurecer, cuando no negar claramente, las fuentes de dónde bebieron y darle poca importancia a sociedades anteriores a los romanos, claramente monoteístas (Egipto, p.e.) o a pensamientos morales que luego se aprovecharían. Una de las escuelas, sobre la que la historia de la filosofía que se imparte en las aulas, pasa practicamente de puntillas, es el estoicismo. En cambio, se impone la lectura de algún diálogo de Platón, que hay que desmenuzar para que los alumnos lo entiendan y que resulta embrollado y difícil de seguir precisamente por la forma dialogada en la que se presenta y por las continuas distinciones de términos que, parecen iguales y que, en todo caso, a los alumnos les hastían profundamente. La Filosofía es suficientemente rica y amplia como para confeccionar un programa de enseñanza atractivo para los alumnos y que les pueda servir de base a muchas de las distintas actividades que tengan que desarrollar en la vida.

Del estoicismo y sus enseñanzas está llena la moral católica, no la práctica, pero sí teórícamente. Por eso a mí me gustan los estoicos. Si bien supeditan siempre los sentimientos o tendencias al dictado de la razón, tienen una visión del mundo y, sobre todo del hombre, tal como debería de ser. Hoy, quiero someter a vuestra lectura a las ideas acerca de Dios de Séneca, a quien vamos conociendo cada vez mejor. Si bien, para Séneca es cosa "incierta" quién sea Dios, no duda de su existencia, así como no duda de que el hombre tenga un alma. Dentro de las líneas del estoicismo que predica sencillez en el vivir y desprecio de lo accesorio. Uno de los ideales de Séneca es que el hombre entre en el otro mundo de la misma manera que entra en éste: sin nada. Con la diferencia de que al marchar, sólo se llevará aquello en lo que haya enriquecido su alma.

Llamo vuestra atención sobre la forma tan poética y sensible cómo describe Séneca las maravillas de la Naturaleza que él interpreta como un camino para llegar a Dios. Y, la distinción (es una constante a lo largo de toda su obra) entre los hombres comunes y los que se dedican a cultivar el bien. Y sin más comentarios por mi parte, os transcribo una de las lecciones que da el Maestro a Lucilio, su amado discípulo, que trata por todos los medios de llevar a cabo las recomendaciones, aunque no siempre lo consigue.

Nota aclaratoria: Con la moda de lo políticamente correcto y la profunda ignorancia que impera en los personajillos que llenan nuestras pantallas, se ha dado en sustituir "mentira" por "incierto".O sea, cuando dos verduleras se tiran de los pelos para regocijo del populacho, siempre hay alguna que le dice a la otra: "...... eso es ...... iiiinnnnnccccierto...", para llamarla mentirosa.

Bien, me veo en el deber de aclarar que la palabra "incierto" se utiliza cuando algo "no es seguro" y "mentira" es una afirmación categórica de algo contrario a la realidad, sea material, formal o mediopensionista.

Esta aclaración la creo necesaria porque lo primero que nos dice Séneca es que no se está seguro de cómo ni quién es Dios.

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Un dios habita en nuestra alma

Realizas una obra excelente y saludable para ti si, tal como me escribes, perseveras en tu caminar hacia la sabiduría, la cual es poco sensato pedir cuando la puedes recabar de ti mismo. No es cuestión de elevar las manos al cielo, ni de suplicar al guardián del santuario para que nos permita acércanos hasta el oído de la imagen con el pretexto de ser escuchados más favorablemente. Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti.

Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él? Es Él quien procura nobles y elevados consejos.

En cada uno de los hombres buenos habita un dios (quien sea ese dios es cosa incierta).Si se te ofrece a la vista una floresta abundante en árboles vetustos de altura excepcional, y que dificulta la contemplación del cielo por la espesura de las ramas que se cubren unas a otras, la magnitud de aquella selva, la soledad del paraje y la maravillosa impresión de la sombra tan densa y continua en pleno campo despertarán en ti la creencia en una divinidad. Si una gruta excavada hasta lo hondo en las rocas deja como colgando a un monte, no por factura humana, sino minada en tan vasta amplitud por causas naturales, suscitará en tu alma un cierto sentimiento de religiosidad. Las fuentes de los grandes ríos las veneramos. A la súbita aparición de un inmenso caudal de las entrañas de la tierra se le dedican altares; se veneran los manantiales de aguas termales, y a ciertos estanques la obscuridad o inmensa profundidad de sus aguas los hizo sagrados.

Si ves a un hombre intrépido en los peligros, inaccesible a las pasiones, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, que contempla a los humanos desde un plano superior y a los dioses al mismo nivel, ¿no penetrará en ti la veneración por él? ¿No exclamarás acaso: «Un tal espíritu es demasiado noble y excelso como para que se le pueda considerar acorde con este corpezuelo en que se halla»?

Una fuerza divina ha bajado hasta ahí. A esta alma superior, equilibrada, que lo considera todo como inferior a sí, que se ríe de cuanto tememos y ambicionamos, la impulsa un poder celeste. Virtud tan grande no puede subsistir sin ayuda de la divinidad; de ahí que su parte más noble está en el lugar del que ha descendido. Como los rayos del sol alcanzan, es cierto, la tierra, pero se hallan en el centro que los emite, así el alma noble y sagrada, enviada acá abajo con el fin de que conociésemos más de cerca las cosas divinas, convive, sin duda, con nosotros, mas queda adherida a su origen; está pendiente de ese lugar, hacia él se orienta y dirige su esfuerzo; de nuestros asuntos se ocupa como un ser superior.

¿Cuál es, pues, esta alma? La que no resplandece con bien alguno que no sea el propio. En verdad, ¿qué mayor necedad que alabar en el hombre lo que no le pertenece? ¿Qué mayor demencia que admirar los dones que al instante pueden pasar a otro? No hacen mejor al caballo los frenos de oro. De una forma salta a la arena el león con melena guarnecida de oro, fatigado porque se le domestica y se le fuerza a soportar sobre sí el adorno, y de otra el indómito, de fiereza intacta. Sin duda éste, violento por su instinto, cual lo quiso la naturaleza, por su belleza salvaje, cuya majestad estriba en no poderlo mirar sin temor, es preferido al otro, agotado, con lentejuelas de oro.

Nadie debe vanagloriarse sino del bien propio. Elogiamos la viña cuando carga los sarmientos con el fruto, cuando por el propio peso de los racimos que ha producido ella misma derriba los rodrigones. ¿Acaso alguien antepondría a esta viña otra con racimos de oro, con hojas de oro? La cualidad propia de la vid es la fertilidad. Igualmente en el hombre hay que elogiar lo que es característico suyo. Posee una servidumbre encantadora, una bonita casa; son extensos sus sembrados, numerosos los préstamos hechos. Ninguno de estos bienes se halla dentro de él, sino en torno suyo.

Alaba en él aquello que ni se le puede arrebatar ni otorgar, lo que es propio del hombre. ¿Quieres saber qué es? El alma, y en el alma la razón perfecta. El hombre es, en efecto, un ser racional; por tanto, su bien llega a la plenitud si ha cumplido el fin para el que ha nacido.

¿Qué es, pues, lo que esta razón exige de él? Una cosa muy fácil: vivir conforme a su propia naturaleza. Pero lo que la hace difícil es una locura generalizada: nos empujamos unos a otros hacia el vicio. Ahora bien, ¿cómo se puede hacer volver al buen camino a los que nadie retiene y la turba les empuja?



domingo, 6 de agosto de 2017

TODAVÍA TENGO GANAS DE HABLAR, FÍJATE OYE

ACERCA DE LA AMISTAD.

Tengo para mí que esto de la amistad es algo complicado. Hay quién lo ve fácil. Son los que presumen de no tener problemas para entablar amistades y de tenerlas en gran número. Pero, por experiencia y observación, he podido advertir que esta facilidad para tener amigos es propia de personas que en realidad no son amigas de nadie y, en los momentos de necesidad, es milagro si aparecen uno o dos de tantos como tenían. Confunden la amistad con los conocimientos (como en los chistes de Forges). Y, además no saben nada de sus presuntos amigos; no les preguntes, porque ellos tienen tantos amigos por no meterse en la vida de nadie; esa es su "filosofía de vida" (expresión propia de mi hijo cuando quiere establecer una diferencia entre mi forma de ver el mundo y la suya, que no siempre son calcadas, G. a D.); como no se meten en la vida de nadie, que es una forma de decir, que a ellos les resbalan los problemas de los demás, que traducido a lenguaje vulgar viene a decir: "allá cada uno con sus problemas, que yo tengo bastante con los míos", son aparentemente alegres, siempre hablan alto y saludan desde lejos a todo el que viene en dirección contraria; como todos les conocen, todos les saludan; a veces, por cumplir con todos, quedan mal con el mundo entero: se citan con varios a la misma hora en distintos sitios. Y, aunque nos caen simpáticos, nunca acudiríamos a ellos en un momento de apuro; no porque no nos quieran ayudar, es que se olvidarán en cuanto se pongan a hablar con alguien; te presentan mil veces excusas porque mil veces te han fallado. Pero tú no se lo tienes en cuenta porque "ya sabes cómo es.......". Conozco personas así. Bastantes. Nunca me niego a echarles unas mano, cuando veo que lo necesitan, porque, a la hora de la verdad, no tienen amigos, son criaturas en continuo movimiento físico porque, en realidad, pararse les da miedo. Más que miedo, es terror a tener que pensar algo que ahonde un poquito. Sobre todo, suelen tener problemas en casa o de pareja, o de hijos, parientes, padres. Por eso siempre corren hacia ninguna parte, a ver si entretanto los problemas se solucionan solos; y, si se te ocurre darles un consejo, siempre te dicen que sí y echan a correr. Pero son listos, los jodidos. Cuando necesitan algo de alguien, algo verdaderamente importante, saben a quién acudir. Yo no les considero amigos, algunos son verdaderos escollos que el destino te manda no sé con qué propósito; son, hablando en plata, verdaderos granos en el culo.

Otro grupo bastante concurrido es el de los que dicen no necesitar amigos y según lo dicen hacen un gesto con el hombro como si se quitaran la caspa. Se les ve, normalmente, solos, en la esquina más alejada y apenumbrada de la barra. Desde allí pasan revista, con gesto de fastidio, a los que van entrando. Y sólo hablan en alto con el camarero, como dando a entender que son de la casa y tienen más derecho que tú a estar allí; no saben cómo hacer amigos y su actitud arrogante oculta esta ignorancia. Sabes de ellos y de sus circunstancias precisamente cuando ya no necesitan nada, cuando se mueren. Normalmente el camarero te cuenta una historia tan triste de ellos que te amarga un ratito el día. La verdad es que no les dedicas demasiado tiempo. Viven solos y mueren solos, porque a veces la muerte es concordante con la vida.

Hay amistades que se forjan en circunstancias especiales y duran toda la vida. Por ejemplo, los hombres guardan siempre muy buenos recuerdos de sus tiempos de "mili" y el vínculo que a veces les une es más fuerte que, incluso, el familiar. Me estoy acordando de ahora mismo, de mi hermano, cuya amistad con Manolo nació en pleno Servicio Militar, allá en Melilla y nunca se rompió. Se ayudaron en todo momento y el día que Manolo murió, mi hermano empezó a decaer, como si, habiéndose ido el compañero, él estuviera viviendo de prestado.

De este mismo estilo son las amistades que se forjan en los internados. No sé si en los masculinos, pero en los femeninos, en aquellos internados en los que acabábamos por circunstancias ajenas a nuestras voluntades, se llegaba a considerar a tus compañeras como tu única familia, a la que veías sólo unas horas en días determinados y había más de alguna que no veían a sus parientes más que cuando llegaban las vacaciones. Muchas de las que viven juntas esta experiencia, a pesar de estar dispersas por el amplio mundo, siguen sintiendo unas por otras un cariño especial, como especiales fueron las circunstancias que las unieron. Siempre pueden contar unas con otras, y se llaman y se escriben y se cuentan chistes por Internet.

Yo creo, y esta idea no es científica, que a la hora de entablar una relación de amistad, sigues siempre un patrón determinado; determinado por la forma cómo aprendiste en aquella lejana edad de la adolescencia. Y, cada vínculo posterior, aunque cambien las personas, se establece con este mismo patrón. Esto se afirma también de las personas que realizan varios matrimonios; según los entendidos, aunque cambien cien veces hay una tendencia a elegir al otro con las mismas características que los anteriores. Sería una de las razones de los sucesivos divorcios por los que se pasa: en realidad te casas siempre con el mismo y, si la cosa falla y el modo se mantiene, tropezarás mil veces en mil piedras, porque no te das cuenta de que es la misma.