martes, 16 de agosto de 2016

FILOCALIA, LA GNOSIS DE LOS PRIMEROS PADRES DE LA IGLESIA (I)

FILOCALIA
Introducción

En 1782 fue publicada por primera vez en Venecia, gracias al mecenazgo de Juan Mavrogordato, príncipe rumano la recopilación de la Filocalia, en la cual colaboraron Nicodemo el Hagiorita, monje del Monte Athos (1749-1809) y el obispo Macario de Corinto (1731-1805). Se trataba de un voluminoso infolio de XVI-1207 páginas, divididas en dos columnas. Su nombre retornaba aquel ya dado por Basilio Magno y Gregorio Nazianzeno a una colección de pasajes de Orígenes por ellos elegidos.

La Filocalia es uno de los muchos textos o conjunto de obras patrísticas, de las cuales se ocupó Nicodemo, justamente en su ansia por poner al alcance de todos, los grandes textos de los Padres. De modo particular, él no se cansó de buscar aquello que pudiera servir para transmitir a todos la doctrina de la oración continua y, mediante ella, el estímulo a practicarla. Su genio, pero sobre todo su gran alma cristiana, formada en la escuela de las ideas derivadas de las Escrituras y de la tradición, le había hecho intuir cómo, el respiro profundo de la oración continua debe ser -más allá de las distintas formas que pueda asumir - la expresión viva de una vida cristiana alimentada por los sacramentos y, a la vez, un medio poderosísimo para la unión divina. Una oración, sin embargo, que como vemos nace, avanza y alcanza su plenitud sólo mediante la constante disposición a la sobriedad del corazón y del intelecto. La sobriedad es ese estado de vigilancia continua que mantiene el alma en una especie de ayuno espiritual, no excitado por los pensamientos y por las imaginaciones que producen pasiones, las que perjudican la oración y corrompen la sanidad transmitida por los sacramentos, obstaculizando su potencia deificante justamente por ello, la recopilación de Nicodemo llevará el nombre de Filocalia de los Padres Népticos, es decir, "sobrios."

El libro EL PEREGRINO RUSO ha dado a conocer al gran público la Filocalia. Las aventuras de este atrayente vagabundo de Jesús, la ha engalanado de un prestigio.
Antonio el Grande
Antonio el Grande, conocido también como "Antonio el Ermitaño" o "San Antonio de Egipto," vivió entre los años 250 y 356, aproximadamente. De familia cristiana, más bien rico, habiendo quedado huérfano de muy joven y con una hermana pequeña a su cargo, un día fue fuertemente golpeado por la palabra del Señor al joven rico: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo aquello que posees, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los Cielos. Luego, ven y sígueme (Mt 19:21). Sintiéndose aludido, enseguida empezó a vender lo que poseía y a darse a una vida de oración y penitencia en su misma casa. Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevó una vida de
oración y penitencia en su misma casa. Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevo una vida solitaria no lejos de su pueblo, poniéndose bajo la guía de un anciano asceta de quien se alejara, luego, para retirarse en el desierto, en una de las tumbas que se encontraban en aquella región.
Su ejemplo fue contagioso, y cuando se retiró al desierto de Pispir, el lugar no tardó en ser invadido por cristianos. Lo mismo sucedió cuando sucesivamente se retiró cerca del litoral del Mar Rojo. La vida consagrada al Señor, en soledad o en grupos, ya era una costumbre, pero con Antonio, el fenómeno asumió dimensiones siempre más amplias, tanto que podemos llamar a Antonio - según una conocida expresión de entonces, - "el padre de la vida monástica."
También en Occidente su influencia fue grandísima, sobre todo gracias a la rápida difusión de la Vida, escrita por Atanasio poco después de la muerte de Antonio. Atanasio había conocido bien a Antonio en su juventud. La biografía que escribió debe ser considerada como un documento histórico de peso, si bien, obviamente, al escribirla, el autor ha usado procedimientos corrientes en la literatura de su tiempo, como el de poner en boca del protagonista largos discursos nunca pronunciados de esa forma y extensión, pero en los cuales se quiere recopilar, en una síntesis orgánica y vívida, las que fueron, efectivamente, las ideas más trascendentes del protagonista, por él expuestas - o, más simplemente, por él vividas - en las más variadas situaciones.
Se atribuyen a Antonio siete cartas escritas a los monjes, además de otras dirigidas a diversas personas. De la Vita Antonii escrita por Atanasio existe una óptima traducción italiana con un texto latino que la antecede, en las ediciones Mondadori/ Fundación Lorenzo Valla, 1974, a cargo de Christine Mohrmann. Se puede también ver una reciente traducción francesa de las Cartas de San Antonio en la colección Spiritualité Orientale N. 19, Abbaye de Bellefontaine.

Advertencia sobre la índole humana y la Vida Buena
Sucede que a los hombres se los llama, impropiamente, razonables. Sin embargo, no son razonables aquellos que han estudiado los discursos y los libros de los sabios de un tiempo; pero aquellos que tienen un alma razonable, y que están en condiciones de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, aquellos que huyen de todo lo que es maldad y que daña el alma, mientras que se adhieren solícitamente a poner en práctica todo lo que es bueno y útil al alma, y hacen todo esto con mucha gratitud respecto de Dios, solamente estos últimos pueden ser llamados, en verdad, hombres razonables.

El hombre verdaderamente razonable tiene un solo deseo: creer en Dios y agradarle en todo. En función de esto -y solamente de esto - formará su alma, de modo que sea del agrado de Dios, dándole gracias por el modo admirable con que su providencia gobierna todas las cosas, incluso los eventos fortuitos de la vida. Está, pues, fuera de lugar, agradecer a los médicos por la salud del cuerpo aun cuando nos suministran fármacos amargos y desagradables, y ser ingratos con respecto de Dios por las cosas que nos parecen penosas, sin reconocer que todo sucede de la forma debida, en nuestra ventaja, según su Providencia.
Puesto que el conocimiento y la fe en Dios son la salvación y la perfección del alma.

Hemos recibido de Dios la continencia, la paciencia, la temperancia, la constancia, la soportación, y otras virtudes similares a éstas, como excelentes y válidas fuerzas. Éstas, con su resistencia y su oposición, acuden en nuestra ayuda frente a dificultades de esta tierra. Si las ejercitamos y las mantenemos siempre prontas, nos ayudarán de tal modo que nada de lo que nos suceda nos parecerá áspero, doloroso o intolerable. Nos alcanzará con pensar que todo pertenece a la realidad humana, y es doblegado por las virtudes que están en nosotros. Por cierto, que esto no lo pensarán los insensatos: éstos no creen que todo evento es para bien, que sucede como debe suceder para ventaja nuestra, a fin de que las virtudes resplandezcan y que recibamos de Dios la corona.

Considera cómo la posesión de bienes y el uso de riquezas son solamente una ilusión efímera y reconoce que la vida virtuosa y grata a Dios es algo mejor que la riqueza. Si haces de este pensamiento una meditación convencida y lo guardas en tu memoria, no gritarás ni gemirás de dolor, no culparás a nadie, sino que por todo darás gracias a Dios, viendo que los que son peores que tú, confían en la elocuencia y en las riquezas. Porque la concupiscencia, la gloria y la ignorancia son las peores pasiones del alma.
El hombre razonable, al meditar sobre cómo debe actuar, evalúa lo que le conviene y lo beneficia, y ve cómo algunas cosas son buenas para su alma y la mejoran, mientras que otras le son extrañas. De este modo, él huye de lo que perjudica a su alma como realidad extraña y que es capaz de alejarlo de la inmortalidad.

Cuanto más modesta es la vida de uno, tanto más éste es feliz. No tiene que preocuparse por tantas cosas, tales como siervos, campesinos, ganado. Si nos precipitamos en estos quehaceres, tropezaremos con las penas que de ellos surgen y nos lamentaremos de Dios: con nuestra voluntaria concupiscencia, la muerte, como una planta, será regada y permaneceremos perdidos en las tinieblas de la vida pecaminosa, impotentes de conocernos a nosotros mismos.

No debemos declarar que es imposible para el hombre conducir una vida virtuosa. Debemos más bien decir que ésta no es fácil ni está al alcance de la mano de cualquiera. Toman parte de una vida virtuosa todos aquellos que, de entre los hombres, son píos y dotados de un intelecto amante de Dios: porque el intelecto ordinario y mundano es también voluble, produce pensamientos ya sea buenos como malos, es mudable por naturaleza y sus cambios tienden a la materia. Mientras, el intelecto ocupado por el amor de Dios está al resguardo de la malicia que el hombre voluntariamente se procura por su descuido.

Los incultos y los rústicos consideran cosa risible los razonamientos y no quieren escuchar, pues su falta de formación sería puesta en evidencia y querrían que todos fueran como ellos. Es así que también en su forma de vivir y en sus modales, tratan de que todos sean peores que ellos pues piensan que podrán pasar por irreprochables, gracias al pulular de los mediocres.

El alma debilitada va a la perdición, arrollada por la malicia que acarrea consigo la disolución, la soberbia, la insaciabilidad, la ira, la desconsideración, la rabia, el homicidio, el gemido, la envidia, la avaricia, la rapiña, los afanes, la mentira, la voluptuosidad, la pereza. la tristeza, el miedo, la enfermedad, el odio, la acusación, la impotencia, la aberración, la ignorancia, el engaño, el olvido de Dios. En éstas y otras cosas similares es castigada el alma infeliz que se separa de Dios.

Aquellos que quieren practicar la vida virtuosa, pía, gloriosa, no deben hacer sus elecciones basándose en costumbres artificiosas o en la práctica de una vida falsa. Por el contrario, deben, tal como lo hacen los escultores y los pintores, demostrar con sus propias obras si vida virtuosa y conforme a Dios, y rechazar como trampas todos los malos placeres.

Comparado con las personas sensatas, el que es rico y noble pero falto de disciplina espiritual y de toda virtud de vida, es un infeliz. Pero el que es pobre y esclavo en cuanto a condiciones de vida, pero adornado de disciplina y de virtud, éste es feliz.

Como los extranjeros que se pierden en las calles, también aquellos que descuidan llevar una vida virtuosa, parecen desviados por sus propias concupiscencias.

Son denominados plasmadores de hombres aquellos que saben cultivar a los incultos y les hacen amar los razonamientos y la instrucción.

Del mismo modo, debemos denominar plasmadores de hombres a aquellos que convierten a los desenfrenados a la vida virtuosa y grata a Dios: éstos replasman a los hombres. Pues humildad y continencia significan felicidad y esperanza buena para las almas de los hombres.

Es bueno, en verdad, para los hombres, conducir de la debida manera las costumbres y la conducta de su vida. Cumplido con esto, se torna fácil conocer lo que concierne a Dios: aquel que rinde culto a Dios
con pleno corazón y fe, es apoyado por Él para que pueda dominar su cólera y su concupiscencia que son las causas de todo mal.

Es llamado hombre aquel que es razonable o el que soporta ser corregido. Pero al incorregible se lo debe llamar salvaje, porque su estado es propio de los salvajes. Y de éstos hay que alejarse, porque al que convive con la malicia no le será nunca posible llegar a estar entre los inmortales.

Cuando la racionalidad nos asiste verdaderamente, nos hace dignos de ser llamados hombres. Si abandonados la racionalidad, nos diferenciamos de los brutos sólo en cuanto a la estructura de nuestros miembros y por nuestra voz. Que el hombre bien dispuestos admita que es inmortal y, en consecuencia, odiará toda baja concupiscencia que es para los hombres la causa de su muerte.

Cada arte organiza la materia de la cual dispone y demuestra así su propio valor. Está el que trabaja la madera o el que trabaja el bronce; otros, el oro o la plata. Y así nosotros también, una vez que conocemos cómo conducir una vida honesta y una conducta virtuosa y grata a Dios, debemos demostrar que somos hombres verdaderamente razonables en cuanto a nuestra alma y no solamente por la estructura de nuestro cuerpo. El alma verdaderamente razonable y amante de Dios reconoce enseguida todo lo que hay en la vida.
Hace propicio a Dios con amor y a Él da gracias con verdad, porque es hacia Él que se proyecta todo su esfuerzo y toda su capacidad reflexiva.

Los patrones dirigen las embarcaciones de acuerdo con una ruta, a fin de no estrellarse contra alguna roca sobre o bajo el agua. Del mismo modo, quien ansía conducir una vida virtuosa, debe escudriñar con cuidado lo que se debe hacer y aquello de lo que debe huir. Y debe considerar la ventaja que surge al seguir las veraces y divinas leyes, apartando del alma, con un corte neto, los malos deseos.

Los patrones y los aurigas cumplen con estudio y atención la tarea de la que se ocupan. De la misma manera, es necesario que el que practica la vida recta y virtuosa ponga todo estudio y preocupación en vivir de un modo conveniente y grato a Dios. El que realmente lo desea y entiende que puede hacerlo, procede creyendo hacia la incorruptibilidad.

Considera libres no a aquellos que lo son en cuanto a su condición externa, sino a aquellos cuyo modo de vivir y de actuar es libre. Porque no conviene llamar realmente libres a los príncipes que son malvados o desenfrenados: éstos son esclavos de las pasiones de la materia. La libertad y la felicidad del alma están constituidas por la límpida pureza y el desprecio por las realidades temporales.

Recuerda que debes probarte continuamente: harás esto mediante la buena conducta y las obras mismas. Del mismo modo, los enfermos reconocen o descubren a los médicos como salvadores y bienhechores, no por sus palabras, sino por sus obras.

El alma razonable y virtuosa se da a conocer en su modo de mirar, de caminar, de hablar, de sonreír, de discutir, de conversar... Ésta transforma y corrige todo de la manera más digna. Y ello sucede porque el intelecto, ocupado por el amor de Dios es un custodio sobrio, que obstaculiza el acceso a los malos y turbios pensamientos.

Examina lo que te concierne y considera que los jefes y los patrones tienen poder solamente sobre tu cuerpo, pero no sobre tu alma: ten siempre presente este pensamiento. Por este motivo, si ellos cometen homicidios, acciones equivocadas o injustas y dañinas para el alma, no debes obedecerles, ni siquiera si someten tu cuerpo a los tormentos: Dios ha creado el alma libre y dueña de sí misma para actuar bien o mal.

El alma razonable se aleja prestamente de los caminos por los cuales no le conviene transitar: el de la altanería, el del desenfado, el del engaño, el de la envidia, el de la rapiña y así sucesivamente. Todas éstas son obras de los demonios y de una determinación malvada. Por el contrario, con celo y estudio perseverante, todo es posible para el hombre que no permite que su concupiscencia sea libre de lanzarse sobre los malos placeres.

Los que conducen una vida modesta y alejada del lujo, no caen en los peligros ni necesitan custodios sino que, venciendo la concupiscencia en todo, encuentran fácilmente el camino que conduce a Dios.
A los hombres razonables no les es necesario ocuparse de múltiples discursos, sino sólo de aquellos verdaderamente útiles y guiados por la voluntad de Dios. Es así que los hombres se acercan de nuevo a la vida y a la luz eterna.

El que busca la vida virtuosa y ocupada por el amor de Dios debe abstenerse de estimarse a sí mismo y a toda gloria vacía y mentirosa, para aplicarse con buena disposición a esta vida, y a una conveniente enmienda de su propio juicio: el intelecto estable y amante de Dios es un medio de ascensión hacia Dios y camino hacia Él.

No trae ninguna ventaja el aprendizaje de los tratados si el alma no conduce una vida aceptable y grata a Dios: causa de todos los males son la divagación, el engaño y la ignorancia de Dios.

La meditación sobre la vida perfecta y el cuidado del alma hace a los hombres buenos y amantes de Dios. Puesto que el que busca a Dios lo encuentra, vence en todo a la concupiscencia y no se aparta nunca de la plegaria: tales hombres no temen a los demonios.

Los que se dejan desviar de las esperanzas de esta vida y conocen solamente de palabra las acciones que conducen a una vida perfecta, sufren algo parecido a la desgracia de aquellos que, aun poseyendo los remedios y el instrumental de arte médico, no saben usarlos ni se preocupan por aprender.

En tal caso, no debemos acusar por los pecados en los que caemos ni a nuestra constitución ni a otra cosa, sino sólo a nosotros mismos. Puesto que, si el alma elige voluntariamente el descuido, es inevitablemente vencida.

Al que no sabe discernir entre el bien y el mal, no le es lícito juzgar a los buenos y a los malos. Bueno es el hombre que conoce a Dios, y si el hombre no es bueno, no sabe nada ni nunca será conocido: pues el medio de conocer a Dios es practicar el bien.

Los hombres buenos y amantes de Dios reprochan de frente, a los hombres, si éstos están presentes, por el mal practicado. Pero no los insultan si están ausentes, ni siquiera lo permiten a quien trate de decir algo.
Manténgase alejada de las conversaciones toda grosería: porque el pudor y moderación son adornos propios de los hombres razonables más aun que de las vírgenes. El intelecto ocupado por el amor a Dios es la luz que ilumina el alma, como el sol ilumina el cuerpo.

Frente a cualquier pasión que pueda sorprenderte, recuerda que para aquellos que tienen un recto sentir y quieren disponer de sus propias cosas de la manera debida y segura, no es considerada como deseable la posesión corruptible de las riquezas, sino que es preferible atenerse a las glorias que son rectas y veraces. 

Éstas los hacen felices, mientras que las riquezas pueden ser sustraídas y sujetas a rapiña por parte de los más fuertes; la virtud del alma es la única posesión segura, inviolable y capaz de salvar después de la muerte a aquellos que la han adquirido. Si tenemos sentimientos como éstos, las ilusiones de la riqueza y de los otros placeres no podrán arrastrarnos.

No conviene que los hombres inestables e incultos pongan a prueba a los hombres que viven razonablemente. Tales son los hombres aceptados por Dios: los que callan mucho, o bien hablan poco y de cosas necesarias y gratas a Dios.

El que persigue la vida virtuosa y amante de Dios, cuida las virtudes del alma y las considera como su propia posesión y su eterno regocijo. Se sirve de las realidades temporales, según le es permitido y como Dios da y quiere: las usa con toda alegría y gratitud, aunque observando absolutamente en todo su justa medida. Los manjares suntuosos dan placer a los cuerpos en cuanto a realidades materiales, mientras que el conocimiento de Dios, la continencia, la bondad, la beneficencia, la piedad y la humildad deifican el alma.

Los poderosos que fuerzan con su mano a ejercer actos equivocados y dañinos para el alma no tienen, sin embargo, ningún dominio sobre el alma misma, que ha sido creada como dueña de sí misma. Ellos atan el cuerpo, pero no la voluntad: el hombre razonable es su dueño, gracias a Dios, su Creador. De este modo, éste es más fuerte que toda autoridad, que todo sometimiento y que toda potencia.

Los que consideran como una desgracia la pérdida de las riquezas, de los hijos, de los siervos o de cualquier otro bien, sepan que, primero, hay que sentirse contentos con lo que Dios nos da, y luego, cuando hay que devolverlo, esto debe ser hecho con prontitud y generosidad. Y no debemos enojarnos por esta privación o, mejor dicho, por esta restitución, puesto que hemos hecho uso de cosas que no son nuestras y que debemos restituir.

Es obra de hombre de bien no malvender nuestro libre juicio para atender la adquisición de riquezas, aun si, por casualidad, nos encontráramos con una gran cantidad de las mismas. Las realidades de esta vida son similares a un sueño y la riqueza no ofrece más que apariencias inciertas y efímeras.

Quienes son verdaderamente hombres, tienen un celo tal de vivir según el amor de Dios y la virtud, que su conducta virtuosa resplandece sobre los otros hombres Así como sucede cuando se coloca un detalle púrpura sobre las partes blancas de los vestidos para adornarlos y se destaca, poniéndose en evidencia, es así como los hombres deben practicar con máxima y evidente solidez las virtudes del alma.

Los hombres deberán examinar la fuerza que poseen y de cuánta virtud interior disponen. Y así se prepararán y resistirán a las pasiones que los asaltan, de acuerdo con la fuerza que tienen y conforme con la naturaleza recibida como don de Dios. Por ejemplo contra la belleza y cualquier concupiscencia perjudicial para el alma, existe la continencia; frente a las fatigas y a la indigencia, está la constancia; frente a los insultos y el furor, está la paciencia; y así en adelante.

Es imposible para el hombre volverse bueno y sabio en un instante: esto se logra con un fatigoso ejercicio, un modo de vida oportuno, experiencia, tiempo, práctica y un gran deseo de obrar el bien. El hombre bueno y amante de Dios, el hombre que verdaderamente conoce a Dios, no cesa de hacer lo que agrada a Dios, sin poner límites. Pero de tales hombres hay pocos.

No deben las personas poco dotadas, desesperando de sí mismas, descuidar la vida virtuosa y dedicada a Dios, despreciándola como inaccesible e inalcanzable para ellas. Por el contrario, ellas deberán ejercitar su fuerza y preocuparse por sí mismas. Puesto que, aunque no pudiesen alcanzar el máximo de la virtud y de la salvación, con el ejercicio y el deseo de lograrlo se volverán mejores, o por lo menos, no peores; y éste es un beneficio no pequeño para el alma.

El hombre, por su parte racional, está unido a la inefable y divina potencia, mientras que su parte corporal está emparentada con los animales. Y son pocos los hombres perfectos y razonables que se preocupan de tener un pensamiento acorde con su parentesco con el Dios Salvador que se manifieste mediante las obras y la vida virtuosa. Los más, sin embargo, dentro de la necedad de su alma abandonan ese divino e inmortal parentesco, para acercarse al de la muerte, infeliz y efímera, propia del cuerpo. Como los brutos, tienen sentimientos carnales y son afectos a la voluptuosidad; de tal modo se alejan de Dios y arrastran el alma desde el Cielo hasta el Infierno, debido a su propio deseo.

El hombre razonable, que reflexiona sobre su comunión y su relación con Dios, no amará nunca nada de lo terrenal o mezquino: tiene su intelecto vuelto hacia las cosas celestes y eternas. Éste conoce cuál es la voluntad de Dios: salvar al hombre. Y tal deseo es para los hombres causa de toda cosa buena y fuente de bondades eternas.

Cuando encuentres a alguien que contienda y contradiga la verdad y la evidencia, cesa toda discusión y retírate, pues sus capacidades racionales se han endurecido como piedra. Incluso los mejores vinos, de hecho, se estropean por el agua de calidad inferior. Del mismo modo, los malos discursos corrompen al que lleva una vida y un pensamiento virtuoso.

Si nos proponemos con solicitud y diligencia, huir de la muerte corporal, tanto más debemos ser solícitos y escapar de la muerte del alma; pues el que quiere ser salvado, no tiene otro impedimento más que la negligencia y el descuido de la propia alma.

El que se fatiga en comprender las cosas útiles y los buenos discurso, es considerado desventurado. Pero en cuanto a los que, comprendiendo la verdad, impudentemente discuten, tienen muerta la razón y su manera de ser es similar a la de las fieras. No conocen a Dios, y su alma no es iluminada.

Dios, con su palabra, ha creado las especies animales para usos variados. Algunas son de uso comestible, otras para prestar servicios. Luego ha creado al hombre, cual espectador de éstas y de sus trabajos, en condición de conductor. Por lo tanto, los hombres deben proponerse no morir como ciegos, sin haber comprendido a Dios y a sus obras, como sucede con las bestias que no razonan. Es necesario que el hombre sepa que Dios todo lo puede. No hay nada que pueda oponerse a quien todo lo puede. Él ha hecho de esto, que no es todo, lo que Él quiere, y obra con su palabra para la salvación de los hombres.

Las cosas que están en el Cielo son inmortales, a raíz del bien que en ellas existe. Pero las de la Tierra se han vuelto corruptibles, debido a la voluntaria malicia que está intrínseca en ellas. Tal malicia proviene de los insensatos, de su descuido, y de su ignorancia de Dios.

La muerte, para los hombres que la comprenden, es sinónimo de inmortalidad. Pero para los rústicos, que no la comprenden, significa muerte. Pero no es esta muerte que debemos temer, sino la perdición del alma, que consiste en la ignorancia de Dios. Esto sí, es verdaderamente terrible para el alma.

La malicia es una pasión proveniente de la materia; por lo tanto, no hay cuerpo privado de malicia. Pero el alma racional, comprende esto, sacude el peso de la materia, que es la malicia, y, librada de ese peso, conoce al Dios de todas las cosas y se mueve con respecto al cuerpo, como si enfrentara a un enemigo y adversario, no concediéndole ninguna ventaja. De esta manera, el alma es coronada por Dios, por haber vencido las pasiones de la malicia y de la materia.

La malicia, una vez conocida por el alma, es odiada como una bestia fétida; pero si es ignorada, es amada por aquel que no la conoce, y ella, de este modo, lo retiene prisionero, reduciendo a la esclavitud a su amante. Y éste, sintiéndose infeliz y miserable, no ve ni entiende lo que le es útil; por el contrario, cree que está bien acompañado por la malicia y se complace de ello.

El alma pura es buena y es, por lo tanto, iluminada y esclarecida por Dios. Es entonces que el intelecto comprende el bien y produce razonamientos llenos de amor a Dios. Pero cuando el alma es enlodada por la malicia, Dios se aleja de ella o, mejor dicho, el alma misma se aparta de Dios, y entonces demonios salvajes penetran en el pensamiento y sugieren al alma actos despreciables, tales como: adulterios, homicidios, rapiñas, sacrilegios y cosas similares, cosas todas que son obra de los demonios.

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