viernes, 3 de marzo de 2017

ELOGIO DE LA LOCURA O EXALTACIÓN DE LA ESTULTICIA (CAP. XXIV)

CAPÍTULO XXIV

   De cuan inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente, porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios públicos[39], aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y medía las patas de una pulga e investigaba[40] el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón, abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe, apenas si pudo concluir el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de Teofrasto? Al empezar una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese visto al lobo[41]. Aquel que animaba al soldado en la batalla, Isócrates, no se atrevió nunca, por lo tímido de genio, ni a despegar los labios. Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual interpreta Dabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente que la sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían hecho los sabios cuando una cosa se había de despachar con las armas si se desmayan de miedo al combatir sólo con meras palabras?

   Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los filósofos o filosofasen los gobernantes»[42]. Sin embargo, si consultáis a los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para el Estado que cuando el poder ha caído en manos de algún filosofastro o aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.

   Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que no fue menos dañoso al Estado romano que Demóstenes para el ateniense. Marco Aurelio Antonino, aunque otorguemos que fue buen emperador, y cabría discutirlo, se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón; es decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos, tuvo más de funesto para la cosa pública, por haber dejado tal hijo[43], de lo que pudo haber de saludable en su administración. Precisamente esta especie de hombres que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo son por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece obedecer a la providencia de la naturaleza para que el daño de la sabiduría no se extienda más entre los hombres.

   Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran sabio Sócrates tuvo hijos más semejantes a la madre que al padre, según escribió acertadamente alguien; es decir, que fueron tontos.

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