domingo, 21 de agosto de 2016

UN TREN DE LARGO RECORRIDO

UN TREN DE LARGO RECORRIDO


A ciertas horas de la noche, desde mi habitación suelo oír el sordo y monótono traqueteo de un tren en la lejanía, como un eco de su viaje entre las sombras de la nada, entre la oscuridad y el silencio.

No se por qué, me gusta oírlo, o tal vez sí lo se, pero prefiero no pensarlo. No merece la pena pensar en lo que no existe todavía. Pero me gusta sentir cómo su eco se va perdiendo poco a poco y me alegro de que no pare. Me pasa cuando mi mente se encuentra en un estado de “duermevela”, ni despierta ni dormida. Me gusta que su sonido se acompase a los latidos de mi corazón que siento retumbar como si fuera un salvaje tam tam y, a veces, parece que marca el ritmo del traqueteo. Y siempre la misma frase: “adiós!!!, me llevo tu corazón¡¡¡.


Pero mi corazón sigue latiendo cuando me incorporo. La noche impera por todos los rincones, ni siquiera se insinúa el alba. Miro el reloj: las tres y diez de la mañana. Así que otra vez a la misma hora, siempre, siempre, siempre me repite el tic, tac. de ese maldito reloj, que nunca debería haber comprado y que constante e inexorablemente me recuerda el paso del tiempo. Todos los días me propongo tirarlo, pero nunca lo hago. Cuando intento tirarlo a la basura, me quedo mirando y parece que su ritmo cambia, hasta convertirse en un mensaje: “si tiras el reloj, no volverás a oír el tren, porque nunca volverán a ser las tres”.

Y tengo que salir, solo, por un pueblo que sólo conozco por sus sombras. Las sombras de los durmientes salen por la noche, cuando no son necesarias y me acompañan y me cuentan. Me hablan de aquellos sitios dónde hace mucho, mucho tiempo, estuve y a los que no volveré. Porque el tren nunca para, porque no tengo ni una barca de remos. Ni siquiera tengo ganas de remar. Y me cuentan lo que les pasa a mis vecinos durante el día, cuando ellas tienen que ir marcando el avance o retroceso del sol y pegarse a sus dueños. No son historias interesantes. La mayoría de ellos ni siquiera son conscientes de que tienen sombra, que les sigue a todas parte, presencian sus vidas diurnas y me las cuentan porque sólo yo las escucho.

Algunas veces, me llevo sorpresas, al volver una esquina porque de noche las sombras se emparejan entre sí de manera sorprendente. He visto, por ejemplo la sombra de Maruja, que vive al final de la calle, muy acaramelada con la de Usbaldo, ese traficante de coches de lujo, al que persigue la policía de siete estados y que lleva aquí casi tanto tiempo como yo. Y no era charlar lo que estaban haciendo, os lo juro, para charlar no hace falta tumbarse uno sobre el otro. La sombra de Usbaldo me vio e hizo un gesto como de “qué te parece, he enamorado al bombón de la calle, y su marido durmiendo”.

A veces, las sombras son niños que me piden que juegue con ellos o que les cuente un cuento. En casa nadie lo hace como yo, me dicen, y yo, les cuento los que de pequeño me leía mi madre y que, después de tantos años, recuerdo a medias. Pero mi imaginación rellena los huecos de mi memoria. Y, sentado en un banco del parque infantil que acaban de inaugurar, con todos sentados a mi alrededor en el suelo, les cuento y les cuento, mientras poco a poco, los árboles, el césped, el color de los coches o alguna luz de ventana empiezan a distinguirse y las sombras se van disipando, hasta desaparecer dentro la luz. Y yo me vuelvo a casa con un sentimiento de abandono y con la esperanza de que esta noche, a las tres en punto vuelva a oír el tren de largo recorrido y vuelva a maldecir al reloj que marca mi tiempo.
Pero, no siempre el tren aparece y no hay duermevela, no hay reloj a las tres y diez, no hay salida, no hay sombras y, lo que más me duele es que tampoco hay esas pequeñas sombras que me esperarán para que les termine el cuento.


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