lunes, 22 de agosto de 2016

LA LUCHA ENTRE EL BIEN Y EL MAL (3er. DIA)

Tercer Día

El Pacto Cultural sobre el que los Atlantes morenos basaban sus alianzas,por su parte, era esencialmente diferente del Pacto de Sangre. Aquel acuerdo sefundaba en el sostén perpetuo de un Culto. Más claramente, el fundamento de la alianza consistía en la fidelidad indeclinable a un Culto revelado por los Atlantes morenos; el Culto exigía la adoración incondicional de los miembros del pueblo nativo a un Dios y el cumplimiento de Su Voluntad, la que se manifestaría a través de sus representantes, la casta sacerdotal formada e instruida por los Atlantes morenos. No debe interpretarse con esto que los Atlantes morenos iniciaban a los pueblos nativos en el Culto de su propio Dios pues Ello afirmaban ser la expresión terrestre de Dios, que era el Dios Creador del Universo; ellos, decían, eran consubstanciales con Dios y tenían un alto propósito que cumplir sobre la Tierra, además de destruir la obra de los Atlantes blancos: su propia misión consistía en levantar una gran civilización de la cual saldría, al Final de los Tiempos, un Pueblo elegido de Dios, también consubstancial con Este, al cual le sería dado reinar sobre todos los pueblos de la Tierra; ciertos Angeles, a quienes los malditos Atlantes blancos denominaban “Dioses Traidores al  Espíritu”,apoyarían entonces al Pueblo Elegido con todo su Poder; pero estaba escrito que aquella Sinarquía no podría concretarse sin expulsar de la Tierra a los enemigos de la Creación, a quienes osaban descubrir a los hombres los Planes de Dios para que estos se rebelasen y apartasen de Sus designios; sobrevendría entonces la Batalla Final entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las Tinieblas, vale decir, entre quienes adorasen al Dios Creador con el corazón y quienes comprendiesen a la serpiente con la mente.
Resumiendo, los Atlantes morenos, que “eran la expresión de Dios”, no se proponían a sí mismos como objeto del Culto ni exponían a los pueblos nativos su concepción de Dios, la cual se reduciría a una “Autovisión” que el Dios Creador experimentaría desde su manifestación en los Atlantes morenos: en cambio, revelaban a los pueblos nativos el Nombre y el Aspecto de algunos Dioses celestiales, que no eran sino Rostros del Dios Creador, otras manifestaciones de El en el Cielo; los astros del firmamento, y todo cuerpo celeste visible o invisible, expresaban a estos Dioses. Según la particular psicología de cada pueblo nativo sería, pues, el Dios revelado: a unos, los más primitivos, se les mostraría a Dios como el Sol, la Luna, un planeta o estrella, o determinada constelación; a otros, más evolucionados, se les diría que en tal o cual astro residía el Dios de sus Cultos. En este caso, se les autorizaba a representar al Dios mediante un fetiche o ídolo que simbolizase su Rostro oculto, aquél con el cual los sacerdotes lo percibían en Su residencia astral. Sea como fuere, que Dios fuese un astro, que existiese tras un astro, que se manifestase en el mundo circundante, en la Creación entera, en los Atlantes morenos, o en cualquier otra casta sacerdotal, el materialismo de semejante concepción es evidente: a poco que se profundice en ello se hará patente la materia, puesta siempre como extremo real de la Creación de Dios, cuando no como la substancia misma de Dios, constituyendo la referencia natural de los Dioses, el soporte esencial de la existencia Divina.
Es indudable que los Atlantes morenos adoraban a las Potencias de la Materia pues todo lo sagrado para ellos, aquello por ejemplo que señalaban a los pueblos nativos en el Culto, se fundaba en la materia. En efecto, la santidad que se obtenía por la práctica sacerdotal procedía de una inexorable santificación del cuerpo y de los cuerpos. Y el Poder consecuente, demostrativo de la superioridad sacerdotal, consistía en el dominio de las fuerzas de la naturaleza o, en última instancia, de toda fuerza. Mas, las fuerzas no eran sino manifestaciones de los Dioses: las fuerzas emergían de la materia o se dirigían a ella, y su formalización era equivalente a su deificación. Esto es: el Viento, el Fuego, el Trueno, la Luz, no podían ser sino Dioses o la Voluntad de Dioses; el dominio de las fuerzas era, así, una comunión con los Dioses. Y por eso la más alta santidad sacerdotal, la que se demostraba por el dominio del Alma, fuese ésta concebida como cuerpo o
como fuerza, significaba también la más abyecta sumisión a las Potencias de la Materia.
El movimiento de los astros denotaba el acto de los Dioses: los Planes Divinos se desarrollaban con tales movimientos en los que cada ritmo, período, o ciclo, tenían un significado decisivo para la vida humana. Por lo tanto, los Atlantes morenos divinizaban el Tiempo bajo la forma de los ciclos astrales o naturales y
trasmitían a los pueblos nativos la creencia en las Eras o Grandes Años: durante un Gran Año se concretaba una parte del Plan que los Dioses habían trazado para el hombre, su destino terrestre. El último Gran Año, que duraría unos veintiséis mil años solares, habría comenzado miles de años antes, cuando el Cisne del Cielo se aproximó a la Tierra y los hombres de la Atlántida vieron descender al Dios Sanat: venía para ser el Rey del Mundo enviado por el Dios Sol Ton, el Padre de los Hombres, Aquel que es Hijo del Dios Perro Sin. Los Atlantes morenos glorificaban el momento en que Sanat llegó a la Tierra y difundían entre los pueblos nativos el Símbolo del Cisne como señal de aquel recuerdo primigenio: de allí que el Símbolo del Cisne, y luego el de toda ave palmípeda, fuese considerado universalmente como la evidencia de que un
pueblo nativo determinado había concertado el Pacto Cultural; vale decir, que aunque el Dios al que rendían Culto los pueblos nativos fuese diferente, Beleno, Lug, Bran, Proteo, etc., la identificación común con el Símbolo del Cisne delataba la institución del Pacto Cultural. Posteriormente, tras la partida de los Atlantes, el pleito entre los pueblos nativos se simbolizaría como una lucha entre el Cisne y la Serpiente, pues el conflicto era entre los partidarios del Símbolo del Cisne y los que “comprendían al Símbolo de la Serpiente”; por supuesto, el significado de esa alegoría sólo fue conocido por los Iniciados.
El Dios Sanat se instaló en el Trono de los Antiguos Reyes del Mundo, existente desde millones de años antes en el Palacio Korn de la Isla Blanca Gyg, conocida posteriormente en el Tíbet como Chang Shambalá o Dejung. Allí disponía para gobernar del concurso de incontables Almas, pues la Isla Blanca estaba en la Tierra de los Muertos: sin embargo, a la Isla Blanca sólo llegaban las Almas de los Sacerdotes, de aquellos que en todas las Epocas habían adorado al Dios Creador. El Rey del Mundo presidía una Fraternidad Blanca o Hermandad Blanca integrada por los más Santos Sacerdotes, vivos o muertos, y apoyada en
su accionar sobre la humanidad con el Poder de esos misteriosos Angeles, Seraphim Nephilim, que los Atlantes blancos calificaban de Dioses Traidores al Espíritu del Hombre: de acuerdo a los Atlantes blancos, los Seraphim Nephilim sólo serían doscientos, pero su Poder era tan grande, que regían sobre toda la
Jerarquía Oculta de la Tierra; contaban, para ejercer tal Poder, con la autorización del Dios Creador, y les obedecían ciegamente los Sacerdotes e Iniciados del Pacto Cultural, quienes formaban en las filas de la “Jerarquía Oculta” o “Jerarquía Blanca” de la Tierra. En resumen, en Chang Shambalá, en la Isla Blanca, existía la Fraternidad Blanca, a cuya cabeza estaban los Seraphim Nephilim y el Rey del Mundo.
Cabe aclarar que la “blancura” predicada sobre la Mansión insular del Rey del Mundo o su Fraternidad no se refería a una cualidad racial de sus moradores o integrantes sino a la iluminación que indefectiblemente estos poseerían con respecto al resto de los hombres. La Luz, en efecto, era la cosa más Divina, fuese la luz interior, visible por los ojos del Alma, o la luz solar, que sostenía la vida y se percibía con los sentidos del cuerpo: y esta devoción demuestra, una vez más, el materialismo metafísico que sustentaban los Atlantes morenos.
Según ellos, a medida que el Alma evolucionaba y se elevaba hacia el Dios Creador “aumentaba su luz”, es decir, aumentaba su aptitud para recibir y dar luz, para convertirse finalmente en pura luz: naturalmente esa luz era una cosa creada por Dios, vale decir, una cosa finita, el límite de la perfección del Alma, algo que no podría ser sobrepasado sin contradecir los Planes de Dios, sin caer en la herejía más abominable. Los Atlantes blancos, contrariamente, afirmaban que en el Origen, más allá de las estrellas, existía una Luz Increada que sólo podía ser vista por el Espíritu: esa luz infinita era imperceptible para el Alma.
Empero, aunque invisible, frente a ella el Alma se sentía como ante la negrura más impenetrable, un abismo infinito, y quedaba sumida en un terror incontrolable: y eso se debía a que la Luz Increada del Espíritu transmitía al Alma la intuición de la muerte eterna en la que ella, como toda cosa creada, terminaría su existencia al final de un super “Gran Año” de manifestación del Dios Creador, un “Mahamanvantara”.
De modo que la “blancura” de la Fraternidad a la que pertenecían los Atlantes morenos no provenía del color de la piel de sus integrantes sino de la “luz” de sus Almas: la Fraternidad Blanca no era racial sino religiosa. Sus filas se nutrían sólo de Sacerdotes Iniciados, quienes ocupaban siempre un “justo lugar”
de acuerdo a su devoción y obediencia a los Dioses. La sangre de los vivos tenía para ellos un valor relativo: si con su pureza se mantenía cohesionado al pueblo nativo aliado entonces habría que conservarla, mas, si la protección del Culto requería del mestizaje con otro pueblo, podría degradarse sin problemas. El Culto sería el eje de la existencia del pueblo nativo y todo le estaría subordinado en importancia; todo, al fin, debía ser sacrificado por el Culto: en primer lugar la Sangre Pura de los pueblos aliados a los Atlantes blancos. Era parte de la misión, una obligación del Pacto Cultural: la Sangre Pura derramada alegraba a los Dioses y Ellos reclamaban su ofrenda. Por eso los Sacerdotes Iniciados debían ser Sacrificadores de la Sangre Pura, debían exterminar a los Guerreros Sabios o destruir su herencia genética, debían neutralizar el Pacto de Sangre.
Hasta aquí he descrito las principales características de los dos Pactos. No pude evitar el empleo de conceptos oscuros o poco habituales pero tendrá que comprender, estimado Dr., que carezco del tiempo necesario para entrar en mayores detalles. Sin embargo, antes de continuar con la historia de mi pueblo y
mi familia, haré un comentario sobre las consecuencias que las alianzas con los Atlantes trajeron a los pueblos nativos.
Si en algo descollaron en la Historia las castas sacerdotales formadas por los Atlantes morenos, aparte de su fanatismo y crueldad, fue en el arte del engaño. Hicieron, literalmente, cualquier sacrificio si éste contribuía a la preservación del Culto: el cumplimiento de la misión, ese Alto Propósito que satisfacía la Voluntad de los Dioses, justificaba todos los medios empleados y los convirtió en maestros del engaño. Y entonces no debe extrañar que muchas veces simulasen ser Reyes, o se escudasen detrás de Reyes y Nobles, si ello favorecía sus planes; pero esto no puede confundir a nadie: Reyes, Nobles o Señores, si sus actos apuntaban a mantener un Culto, si profesaban devota sumisión a los Dioses de la Materia, si derramaban la Sangre Pura o procuraban degradarla, si perseguían a los Sabios o afirmaban la herejía de la Sabiduría, indudablemente se trataba de Sacerdotes camouflados, aunque sus funciones sociales aparentasen lo contrario. El Principio para establecer la filiación de un pueblo aliado de los Atlantes consiste en la oposición entre el Culto y la Sabiduría: el sostenimiento de un Culto a las Potencias de la Materia, a Dioses que se sitúan por arriba del hombre y aprueban su miserable existencia terrenal, a Dioses Creadores o Determinadores del Destino del hombre, coloca automáticamente a sus cultores en el marco del Pacto Cultural, estén o no los Sacerdotes a la vista. Opuestamente, los Dioses de los Atlantes blancos no requerían ni Culto ni Sacerdotes: hablaban directamente en la Sangre Pura de los Guerreros, y éstos, justamente por escuchar Sus Voces, se tornaban Sabios. Ellos no habían venido para conformar al hombre en su despreciable condición de esclavo en la Tierra sino para incitar al Espíritu humano a la rebelión contra el Dios Creador de la prisión material y a recuperar la libertad absoluta en el Origen, más allá de las estrellas. Aquí sería siempre un siervo de la carne, un condenado al dolor y al sufrimiento de la vida; allí sería el Dios que antes había sido, tan poderoso como Todos. Y, desde luego, no habría paz para el Espíritu mientras no concretase el Regreso al Origen, en tanto no reconquistase la libertad original; el Espíritu era extranjero en la Tierra y prisionero de la Tierra: salvo aquél que estuviese dormido, confundido en un extravío extremo, hechizado por la ilusión del Gran Engaño, en la Tierra el Espíritu sólo podría manifestarse perpetuamente en guerra contra las Potencias de la Materia que lo retenían prisionero. Sí; la paz estaba en el Origen: aquí sólo podría haber guerra para el Espíritu despierto, es decir, para el Espíritu Sabio; y la Sabiduría sólo podría ser opuesta a todo Culto que obligase al hombre a ponerse de rodillas frente a un Dios.
Los Dioses Liberadores jamás hablaban de paz sino de Guerra y Estrategia: y entonces la Estrategia consistía en mantenerse en estado de alerta y conservar el sitio acordado con los Atlantes blancos, hasta el día en que el teatro de operaciones de la Guerra Esencial se trasladase nuevamente a la Tierra. Y ésto no era la paz sino la preparación para la guerra. Pero cumplir con la misión, con el Pacto de Sangre, mantener al pueblo en estado de alerta, exigía cierta técnica, un modo de vida especial que les permitiese vivir como extranjeros en la Tierra. Los Atlantes blancos habían transferido a los pueblos nativos un modo de vida semejante, muchas de cuyas pautas serían actualmente incomprensibles. Empero, trataré de exponer los principios más evidentes en que se basaba para conseguir los objetivos propuestos: sencillamente, se trataba de tres conceptos, el principio de la Ocupación, el principio del Cerco, y el principio de la Muralla; tres conceptos complementados por aquel legado de la Sabiduría Atlante que eran la Agricultura y la Ganadería.
En primer lugar, los pueblos aliados de los Atlantes blancos no deberían olvidar nunca el principio de la Ocupación del territorio y tendrían que prescindir definitivamente del principio de la propiedad de la tierra, sustentado por los partidarios de los Atlantes morenos. Con otras palabras, la tierra habitada era tierra ocupada no tierra propia; ¿ocupada a quién? al Enemigo, a las Potencias de la Materia. La convicción de esta distinción principal bastaría para mantener el estado de alerta porque el pueblo ocupante era así consciente de que el Enemigo intentaría recuperar el territorio por cualquier medio: bajo la forma de los pueblos nativos aliados a los Atlantes morenos, como otro pueblo invasor o como adversidad de las Fuerzas de la naturaleza. Creer en la propiedad de la tierra, por el contrario, significaba bajar la guardia frente al Enemigo, perder el estado de alerta y sucumbir ante Su Poder de Ilusión.
Comprendido y aceptado el principio de Ocupación, los pueblos nativos debían proceder, en segundo término, a cercar el territorio ocupado o, por lo menos, a señalar su área. ¿Por qué? porque el principio del Cerco permitía separar el territorio ocupado del territorio enemigo: fuera del área ocupada y cercada se extendía el territorio del Enemigo. Recién entonces, cuando se disponía de un área ocupada y cercada, se podía sembrar y hacer producir a la tierra.
En efecto, en el modo de vida estratégico heredado de los Atlantes blancos, los pueblos nativos estaban obligados a obrar según un orden estricto, que ningún otro principio permitía alterar: en tercer lugar, después de la ocupación y el cercado, recién se podía practicar el cultivo. La causa de esta rigurosidad era la capital importancia que los Atlantes blancos atribuían al cultivo como acto capaz de liberar al Espíritu o de aumentar su esclavitud en la Materia.
La fórmula correcta era la siguiente: si un pueblo de Sangre Pura realizaba el cultivo sobre una tierra ocupada, y no olvidaba en ningún momento al Enemigo que acechaba afuera, entonces, dentro del cerco, sería libre para elevarse hasta el Espíritu y adquirir la Más Alta Sabiduría. En caso contrario, si se cultivaba la tierra creyendo en su propiedad, las Potencias de la Materia emergerían de la Tierra, se apoderarían del hombre, y lo integrarían al contexto, convirtiéndolo en un objeto de los Dioses; en consecuencia, el Espíritu sufriría una caída en la materia aún más atroz, acompañada de la ilusión más nociva, pues creería se “libre” en su propiedad cuando sólo sería una pieza del organismo creado por los Dioses. Quien cultivase la tierra, sin ocuparla y cercarla previamente, y se sintiese su dueño o desease serlo, sería fagocitado por el contexto regional y experimentaría la ilusión de pertenecer a él. La propiedad implica una doble relación, recíproca e inevitable: la propiedad pertenece al propietario tanto como éste pertenece a la propiedad; es claro: no podría haber tenencia sin una previa pertenencia de la propiedad a apropiar. Mas, el que se sintiese pertenecer a la tierra quedaría desguarnecido frente al Poder de Ilusión del Enemigo: no se comportaría como extranjero en la Tierra; como el hombre espiritual que cultiva en el cerco estratégico, pues se arraigaría y amaría a la tierra; creería en la paz y anhelaría esa ilusión; se sentiría parte de la naturaleza y aceptaría que el todo es Obra de los Dioses; se empequeñecería en su lar y se asombraría de la grandeza de la Creación, que lo rodea por todas partes; no concebiría jamás una salida de la Creación: antes bien, tal idea lo sumiría en un terror sin nombre pues en ella intuiría una herejía abominable, una insubordinación a la Voluntad del Creador que podría acarrearle castigos imprevisibles; se sometería al Destino, a la Voluntad de los Dioses que lo deciden, y les rendiría Culto para ganar su favor o para aplacar sus iras; sería ablandado por el miedo y no tendría fuerzas, no ya para oponerse a los Dioses, ni siquiera para luchar contra la parte animal y anímica de sí mismo, sino tampoco para que el Espíritu la dominase y se transformase en el Señor de Sí Mismo; en fin, creería en la propiedad de la tierra pero pertenecería a la Tierra, y cumpliría al pie de la letra con lo señalado por la Estrategia Enemiga.
El principio de la Muralla era la aplicación fáctica del principio del Cerco, su proyección real. De acuerdo con la Sabiduría Lítica de los Atlantes blancos, existían muchos Mundos en los que el Espíritu estaba prisionero y en cada uno de ellos el pincipio de la Muralla exigía diferente concreción: en el mundo físico,
su aplicación correcta conducía a la Muralla de Piedra, la más efectiva valla estratégica contra cualquier presión del Enemigo. Por eso los pueblos nativos que iban a cumplir la misión, y participaban del Pacto de Sangre, eran instruídos por los Altantes blancos en la construcción de murallas de piedra como ingrediente fundamental de su modo de vida: todos quienes ocupasen y cercasen la tierra para practicar el cultivo, con el fin de sostener el sitio de una obra de los Atlantes blancos, tenían también que levantar murallas de piedra. Pero la erección de las murallas no dependía sólo de las características de la tierra ocupada sino que en su construcción debían intervenir principios secretos de la Sabiduría Lítica, principios de la Estrategia de la Guerra Esencial, principios que sólo los Iniciados en el Misterio de la Sangre Pura, los Guerreros Sabios, podían conocer. Se comprenderá mejor el porqué de esta condición si digo que los Atlantes blancos aconsejaban “mirar con un ojo hacia la muralla y con el otro hacia el Origen”, lo que sólo sería posible si la muralla se hallaba referida de algún modo hacia el Origen.
El principio para establecer la filiación de un pueblo aliado de los Atlantes consiste en la oposición entre el Culto y la Sabiduría: mas ¿cuáles son los indicios fácticos, las pruebas concretas, es decir, aquéllo que es más evidente para determinar si se trata de Culto o Sabiduría? En todo caso, hay que observar si existe el Templo o la Muralla de Guerra: porque la práctica de un Culto está indisolublemente asociada a la existencia de un Templo correspondiente: el Templo es el fundamento fáctico del Culto, su extremo material; y porque la práctica de la Sabiduría está indisolublemente asociada a la existencia de una Muralla Estratégica: la Muralla de Guerra es el fundamento fáctico del modo de vida estratégico, su asiento material. Este principio explica el hecho de que la Fraternidad Blanca haya sostenido en la Tierra, en todos los tiempos históricos, a
Comunidades y Ordenes Secretas especializadas en la construcción de Templos, las que colaborarían estrechamente con los Sacerdotes del Pacto Cultural; y explica también el hecho de que los Señores de Agartha sostengan, a través de la Historia, a las Ordenes de Constructores de Murallas de Piedra, Ordenes
integradas exclusivamente por los descendientes blancos de los Atlantes blancos, quienes dominan la Sabiduría Lítica y la Estrategia de la Guerra Esencial.

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