viernes, 29 de julio de 2016

PRIMERO UN HABITACIÓN, DESPUÉS LA SOLEDAD

Para ver de qué manera, tranquila y reposada, la mujer empieza su liberación como ser autónomo, no para parecerse al hombre, cuyo papel no es muy envidiable, sino para poder ser ella misma, se pueden leer todos los libros de Virginia Woolf. Yo he preferido la prosa de Umbral, que trata a la mujer en los términos que, según él, se merece. He elegido las siguientes líneas como un acercamiento al tema, si es que interesa. Y si no interesa, pues mañana a otra cosa.



La mujer, cuando empieza a pedir y disfrutar una habitación propia, en los años veinte del siglo XX, más o menos, cree quizá que con eso se está asimilando al hombre (posiblemente al hermano), pero lo que está haciendo es asimilarse a sí misma: ser por fin una mujer sola, una mujer a solas e incluso puede que una mujer solitaria.

De una manera inadvertida, nuestro siglo hace la experiencia casi científica de aislar a la mujer en un compartimento cerrado. Este ser había vivido siempre agrupado en grumos de la familia: madres, hijos, parientes, criadas, criados. La mujer no tenía derecho, casi, a su soledad, porque de alguna manera estaba convenido que la soledad era una cosa masculina. La mujer, digamos, no estaba madura para la soledad.

Habla Heidegger, a otros efectos, de llegar a la individuación. Parece que esto estaba descartado para la mujer ¿Como iban a llegar ellas a la individuación? De ese proceso de individuación (largo, filosófico y sabio) puede salir un hombre con barba, si es que sale algo. Suele salir a su vez un filósofo,, un santo o un líder. Pero una mujer sola ha sido, cuando mucho, una mujer que borda. No se las concebía más allá del bordado. A la mujer sola se la ha perseguido por la calle, se la ha abordado, y en este hecho costumbrista y galante hay algo más que cinegética sexual. Hay la convicción social de que una mujer sola no es cosa buena. Todavía se mira con recelo, codicia o condena a la mujer sola, según en qué lugares, climas sociales, circunstancias y horas. Se da por supuesto desde siglos que la mujer debe ir acompañada. Ha de estar acompañada. Y no sólo por los peligros que puede correr.

No, no es un peligro concreto. No son los peligros que puedan rodear su soledad, sino la soledad misma. La soledad es un peligro. El  peligro no está fuera, sino dentro de la mujer. Esto es lo que se pensaba socialmente, con el subconsciente colectivo. Puede que hay algunos peligros reales, externos, para la mujer que va sola, pero son los mismos  que para el hombre: ladrones, locos, viciosos, asesinos, alimañas. Sin embargo, nadie ve con malos ojos que un hombre vaya solo. En circunstancias extremadas, al hombre solo se le llama temerario. A una mujer, aunque las circunstancias no sean extremas, se la llama otra cosa. El juicio sobre el hombre es meramente estratégico. El juicio sobre la mujer es un juicio moral.

Así que la mayor conquista de la mujer moderna es la soledad. Y no ya la soledad por la calle, el derecho a ir sola, sino la dimensión profunda de esa soledad, la soledad consigo misma, a quedarse a solas. No era bien mirada la que andaba mucho a solas consigo misma. Andaba para santa o perdida.

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Dice alguien, glosando a Sartre, que el hombre es un animal hecho de soledad. Eso, la soledad del cuerpo, la soledad de su cuerpo, es lo que no ha soportado nunca la mujer tradicional y ha pasado de la condena del cuerpo, a la ignorancia del cuerpo, la levitación. En el desnudo colectivo de la playa pierde obscenidad porque pierde soledad. NUESTRO CUERPO ES EL MONUMENTO A LA SOLEDAD DE NUESTRA ALMA.

Sacado de: Tratado de perversiones
                    Francisco Umbral
                    Ed. Bruguera, 1978









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