miércoles, 8 de junio de 2016

YO HE MIRADO AL MAL A LA CARA (II)



VIDA PARALELA



Como podéis comprobar, ya desde que nací, empecé a existir en varios planos. Desarrollé, de esta forma una manera de ser totalmente anómala, en el sentido de que mi mundo cambiaba dependiendo del sitio en el que me encontrara. El cambio se producía de forma natural, llegué a dominar varios registros de vida y, de todos, este que os cuento hoy fué el más gratificante y entrañable.
Esta necesidad de adaptarme a varios ambientes y representar papeles distintos, me ha servido en la vida para cambiar, incluso, el tipo de lenguaje. En las obras de teatro del colegio, andando el tiempo, yo era totalmente versátil y creo que todo el que se dedica a la enseñanza debe de tener cierta dosis teatral.




Hay acontecimiento en la vida que necesitan un capítulo aparte, porque la vida no es rectilínea, no suceden las cosas de forma sucesiva ni en un perfecto orden. Las cosas se superponen y en un momento determinado, tú resaltas algún aspecto, pero para ello lo aislas de su contexto. Con frecuencia ese contexto es tan importante como el detalle que tú eliges.
Los períodos de vacaciones que no pasaba en algún colegio, era enviada por mi madre a su pueblo, un lugar de la Mancha, cuyo nombre recuerdo con gran cariño. El nombre y sus gentes. Allí estaba mi familia y estaban mis raíces. Nunca me sentí extraña entre los míos y todos mis recuerdos de los períodos allí pasados, son entrañables para mí.
Estaba Mamasaria, tío Güi, mis primos y primas. Mamasaria era mi tía, una maravillosa persona y en mi corazón una segunda madre, hasta el punto de llamarla de esa forma rara, que yo sola inventé en mi niñez y que era la forma de decir Mamá Cesarea, que tal se llamaba.
El tío Luis, era su marido y lo recuerdo tranquilo, cantando y sonriendo. Porque en aquellas tierras se canta mucho. Cantaban los mozos cuando regresaban de los campos, pasando por los corrillos de vecinas, maduras y jóvenes, que hacían costura agrupadas en alguna esquina. Las jóvenes bordaban el ajuar que llevarían a su nuevo hogar cuando se casaran. Eran bordados primorosos hechos con trabajo, ilusión y muchos sueños. Eran también unas puntillas de bolillos para adorno de las fundas que se colocaban en las alacenas o que tapaban el pan para que se conservase tierno o en los manteles de fiesta para admiración de los invitados. Por las mañanas, las mujeres dedicaban horas a limpiar la casa, darle palique a las vecinas que pasaban por las puertas, enterarse de lo que hubiera ocurrido durante la noche, los nuevos noviazgos surgidos. Todos temas que animarían las tertulias de la tarde.
La vuelta de los mozos, cantando y arreando las mulas, marcaba el final de estas tertulias, puesto que había que hacer la cena. Los mozos se quitaban el polvo acumulado durante el día en las labores del campo y se vestían sus enormes camisolas negras, para acudir a sus propias tertulias, en la plaza del pueblo, cada uno en el corrillo con sus amigos. Era esta la hora que elegían las madres, como por casualidad, para mandar a las chicas casaderas a hacer los mandaos. Tenían que pasar necesariamente por la plaza dónde los mozos las miraban y ellas miraban al frente, como sin darle importancia, con la cabeza muy alta y moviendo ligeramente el talle. Un siseo, algún que otro carraspeo y cierto silencio marcaba el paso de todas y cada una que se dirigían hacia la tienda de la Restinga, quizá a llevar una docena de huevos a cambio de cualquier cosa. En la época que relato, en mi pueblo existía la economía del cambio, el dinero era poco y sólo se veía en época de cosecha y ésta dependía del tiempo. Los viejos miraban al cielo y comentaban tiempo futuro o la conveniencia de segar o vendimiar, antes de que llegara el pedrisco y se perdiera la cosecha. A mí me gustaba ir a la plaza a aquellas horas y recorrer los corrillos dónde divisaba algún primo o pariente. Era la hora en que yo les pedía a todos una perrilla para comprarme golosinas en la pastelería, que hacía esquina y siempre olía a magdalenas y bollería. Mis primos, todos mayores que yo, ya preparaban la perra gorda cuando me veían venir y, aunque con fingido enfado, todos acababan dándome algo para gastarme en caramelos.
Poco a poco, la plaza se iba quedando desierta y los hombres volvían a sus casas para tomar la cena que entretanto se había preparado. No se comía mucho por aquel entonces, aunque no recuerdo que se pasara hambre. En todos los corrales cacareaban gallinas, cantaban gallos y los conejos dormían en sus madrigueras. El pan era hecho por las mujeres de la casa, siguiendo un orden que el dueño del horno imponía. Un día se amasaba y al otro se horneaba. Junto a la casa de Mamasaria, estaba el horno de Regalado, en cuya puerta se organizaban las mejores y más divertidas tertulias a las que yo he asistido, porque a Regalado le gustaba la canción y se inventaba unas letras picarescas que nos hacían reir a todos. Me gustaba acompañar a mi tía el día que le tocaba hacer el pan, porque en el horno se estaba calentito y porque ella me dejaba enredar con la masa. Algunas veces, metía al horno, junto con los panes grandes, alguna que otra figurita que yo había hecho. Con los restos, me hacía unas galletas duras a las que llamaban harinosas, que te podían durar toda una tarde, pero estaban dulces y buenas.
En invierno, que alguno pasé con Mamasaria por razones que desconozco, además del horno, cuando tocaba, jugábamos en las cuadras, subidos en los pesebres y entre la paja de las caballerías que durante el día estaban en el campo. Yo subía a la cuadra del tío Jaro, que no era su nombre verdadero. Le llamaban Jaro por el color del pelo, que tiraba a pelirrojo y era hermano de mi tío Luis. Dos veces se había casado el tío Jaro, quedándole del primer matrimonio una hija, Consuelo, mayor ya y que hacía casi todas las tareas de la casa y cuidaba de los mellizos, sus hermanos, que eran de mi edad y fruto de un segundo matrimonio. Yo no recuerdo si al tío Jaro le duraba aún la segunda esposa o había fallecido, porque en mi memoria es Consuelo la que aparece como figura femenina y adulta de aquella casa. Lo pasábamos bien en la cuadra, haciendo guarrerías con las boñigas de las caballerías. Jugábamos a los alfileres, que consistía en empujar con un dedo tu alfiler y si lograbas montarlo sobre otro, lo ganabas para tu colección. Todas las niñas del pueblo llevábamos nuestros alfileteros de tela o de papel y los alfileres más codiciados eran los que tenían la cabeza de colores. Hasta mi prima Vicenta, que ya no era una niña, pero era de las menores de la casa, jugaba conmigo a los alfileres. Jugábamos también a la perra chica, pero para eso había que tener dinero. Yo siempre tenía alguna perrilla por mis bolsillos. Las perrillas se tiraban contra la pared y si caía a menos de una cuarta de otra, te la ganabas. Y al pasemisí. Nos poníamos en fila, agarrados de la mano e íbamos pasando por debajo del brazo de la primera, que apoyaba en la pared, después de la segunda, luego la tercera de manera que íbamos trazando una especie de cadeneta con nuestros cuerpos y los brazos te quedaban retorcidos sobre el pecho. Perdía la que rompía la cadeneta y se apartaba del juego, mientras las demás volvían a empezar, siempre con la misma cantinela:
“pasemisí, pasemisá, por la puerta de Alcalá. La de adelante corre mucho. La de atrás se quedará”
jugábamos mucho a la pelota. Las mejores eran las de plástico macizo. Te las daban de regalo en una enorme zapatería que había en la Puerta del Sol de Madrid, dónde casi todos los del pueblo compraban los zapatos. Eran los zapatos Segarra, que duraban una eternidad y las pelotas eran verdes. Tener una pelota de aquellas era tener un tesoro que sólo prestabas a tus amigas. La hacíamos botar y la pasábamos por debajo de nuestras piernas cantando casi siempre lo mismo: “no hay en España, leré, leré (el leré era para que la pelota pasara por debajo, si no, perdías), puente colgante, leré, leré, más elegante, leré, que el de Bilbao, riau, riau, porque lo han hecho leré, leré, los bilbainicos, leré, leré, que son muy finos, leré y muy salaos, riau, riau”
Algunos días de invierno, mi tía Cesarea me hacía chocolate en una jarra de barro e iba a por churros. La churrería la llevaba uno de sus hermanos, mi tío Vicente, bueno, más bien las mujeres. Cuando hacía mucho frío, mi tía no me levantaba hasta que no estuviera la casa un poco caliente, lo que ocurria lentamente, con el calor del hogar que había que encender para hacer la comida. Yo, mientras, me estaba en la cama, bajo las mantas oyendo, casi siempre ronronear al gato que se subía a la almohada y se ponía sobre mi cabeza. En las casas de aquel pueblo había gateras en todas las habitaciones: unos agujeros redondos por los que los gatos salía y entraban a voluntad. A mi tía, no sé por qué, no le gustaba que el gato se pusiera allí y lo espantaba en cuanto lo veía, pero a mí su ronroneo me hacía compañía y me gustaba oirlo. Era un ronroneo de satisfacción
Bien por parte de madre, bien por parte de padre, medio pueblo era familia mía. A veces desaparecía todo el día de casa y aparecía cuando caía la tarde, con grandes voces por parte de mi tía que quería saber dónde estaba. Aquel día a lo mejor había hecho un periplo por todo el pueblo y había comido en alguna casa con alguien de la familia, había merendado en otra y volvía al redil, como las ovejas, para cenar.
Yo me hice mujer precisamente en un viaje hacia el pueblo, en pleno autobús noté una sensación extraña de algo que me escurría por las piernas y al mirar ví la sangre. Del susto que me llevé pueden dar fe mis lágrimas, cuando mi Tía me cogió en volandas, como solía hacer siempre que yo iba. Todo el pueblo salía a la plaza cuando llegaba el autobús, a ver quién bajaba y si llegaba un forastero, en dos minutos la noticia se corría hasta los confines del pueblo. Mi tía se dio cuenta de lo que pasaba y, dándome besos y tranquilizándome, me trasladó a casa, donde me dio la primera lección de cómo habría que disimular y esconder la sangre que, según ella, perdería todos los meses. Me puso una cinta en la cintura, con dos ramales delante y detrás, sacó de su armario unos pañitos de felpa y doblándolos convenientemente hizo coincidir los ramales con dos pequeños agujeritos que tenía aquellos pañitos de felpa; hizo un nudo y me puso bragas limpias, después de lavarme las piernas con la esquina de una toalla previamente calentada al fuego. Mi tía siempre me calentaba la toalla cuando me lavaba la cara, para que no estuviera tan fría.
En aquel pueblo, el agua era un bien escaso que había que administrar. Existían unas cartillas de racionamiento de agua y cada familia tenía derecho a más o menos, según los miembros que fueran. A por agua se iba a la Hontanilla, el único manantial que se conocía con agua potable y se utilizaba el borrico o la carretilla. Yo prefería el borrico, porque mi prima Vicenta me metía en una de las aguaderas y compensaba mi peso con los otros tres cántaros, mientras el cuarto, se lo colocaba en el talle con un arte nacido de la costumbre. Así iba yo a por agua a la Hontanilla. De vuelta, con los cuatro cántaros llenos, mi prima me sentaba directamente entre los cuatro cántaros y volvíamos, deteniéndonos miles de veces con todas las vecinas que nos íbamos encontrando. La carretilla era menos divertida, aunque igual de cómoda para mí, puesto que era mi prima la que cargaba con ella y conmigo a horcajadas entre los cántaros.
Había, en las afueras del pueblo, un lugar, el Arenal, donde las mujeres iban a coger arcilla húmeda que se utilizaba para bruñir y sacar brillo a las cacerolas. En aquel sitio, andando los años, los peritos, tras estudiar el terreno resolvieron acabar con la escasez de agua, pues, bajo el Arenal, había agua suficiente para abastecer a toda la comarca. Ahora todas las casas tienen agua y cuartos de baño. Los mejores cuartos de baño que yo he visto, ha sido allí. Te lo enseñan como una joya de la familia, como si fuera un tesoro. Aunque, son tan bonitos que en muchas casas se siguen utilizando los corrales para ciertas actividades.
Con la primera menstruación, vinieron algunos cambios que mi tía esperaba de mí. Ya no podía jugar en la cuadra con los mellizos, debía intentar que el aire no me levantara la falda y no tenía que hacer caso a nada de lo que me dijeran los chicos, puesto que los hombres siempre iban a lo mismo. Por supuesto, mi tía no me explicó qué era lo mismo, pero debía de ser algo tremendo, puesto que a partir de entonces mi tía quería que estuviese dónde ella me viera y se restringieron mucho mis correteos por todo el pueblo. Ahora si iba a visitar a algún otro pariente, ella me acompañaba e iba a buscarme a la caída de la tarde o mandaba alguien que me acompañara hasta casa.
También empezó a mandarme a los mandaos, con mi prima Vicenta y cruzábamos la plaza del bracete, yo mirando a todas partes, sin poder pedir ya la perra gorda y mi prima muy impuesta en su papel de buena moza casadera. Sentí aunque de rebote el silencio que nuestra presencia iba provocando y algún que otro comentario dicho en voz alta para que mi prima lo captase. Mi prima se casó con Antonio, hijo de la Pollera, que vivía justo frente a nosotros y que, después de cenar, se acercaba silbando hacia nuestra puerta, al mismo tiempo que mi prima buscaba cualquier excusa para salir de la cocina y platicar con él, entre las contínuas protestas de mi tío Luis y las llamadas insistentes de mi tía a las que siempre se respondía lo mismo:”ya voy madre”. Era una forma de asegurarse de que la cosa no pasara de simple palique. Todas las noches se repetían los mismos hechos y en la misma secuencia.
Cuando el noviazgo estaba asegurado, se le concedía permiso al novio para entrar a la cocina y platicar un rato con todos, hasta que algún gesto del tío Luis indicaba el final de la tertulia, momento en que el mozo se levantaba para irse y ella le acompañaba hasta la puerta, de donde tardaría aún un rato en volver, casi siempre con los mofletes más rojos que nunca. A mí todas esas cosas me daban todavía risa.
Eran buenas las vacaciones en aquel pueblo, jugando entre las cuadras y los corrales, dónde mi tía me dejaba buscar los huevos de las gallinas. De todos ellos, el más grande era el de la casa de mi abuelo. Porque yo tenía también a mi abuelo allí. Vivía con la hija de un segundo matrimonio que había celebrado a la muerte de la primera mujer . Esta muerte produjo una dispersión de la familia, deshaciéndose de los más pequeños y quedando en la casa paterna los que estaban en edad de trabajar. A mi madre la llevaron a vivir con sus propios abuelos, a la casa que después sería de mi tía Cesarea y en la que yo me aposentaba cuando llegaba al pueblo. El pequeño, el tío Vicente, fue criado por el hermano Gil, que algún parentesco debía tener con la familia. Poco a poco mis tíos mayores se fueron casando e independizando, aunque seguían trabajando las tierras del abuelo, además de las suyas propias. Estaban bien situados todos mis tíos, no eran de los más pobres del pueblo, pero yo prefería estar con mi tía y mis primos y con mis primas, Rosa y Vicenta. Rosa era mayor y casó con otro vecino que no le dio buena vida. Era un chulo, borrachín y pendenciero que no perdía fiesta que se celebrara en los alrededores. La única suerte que tuvo mi prima es que no duró mucho y la dejó en paz aunque con algún que otro hijo. Era buena mi prima Rosa y siempre que me besaba me llamaba hermosona.
Andando los años, yo seguí yendo al pueblo en las vacaciones hasta que mi tía Cesarea enfermó fulminantemente y murió pidiéndole a mi madre que me llevara para verme por última vez. Mi madre volvió a Madrid, para recogerme pero no pudo ser. Las monjas aconsejaron no decirme nada, puesto que la muerte de mi tía vino a coincidir con mis exámenes finales de cuarto de bachillerato, a los que debían seguir inmediatamente los de la reválida. No se me podía preocupar por ningún motivo, y mucho menos por una muerte en la familia. No supe de su enfermedad, de sus lágrimas llamándome ni de su muerte, hasta pasados los exámenes, cuando ví a mi madre vestida de negro de los pies a la cabeza. Mucho sentí la muerte de mi madre, pero mucho lloré la de mi tía
Pero, antes de que esto sucediera, cada año llegaba yo en el coche que pasaba por Villamayor de Santiago y por Belmonte y me desembarcaba en la plaza, dónde seguía acudiendo todo el pueblo a ver quién venía. Antes de bajar del autocar, ya divisaba yo la humanidad de mi tía corriendo carretera adelante. Porque la recuerdo grande y como una gran matrona, cuyo abrazo te hacía sumergirte en un material blando y acogedor y era como volver a casa.
Poco a poco mi cuerpo se iba tansformando de niña en mujer y se me dejaba ir al cine, que se celebraba en el Corral de Palomero y al que cada uno aportaba su propia silla. Y algunas veces, durante las fiestas, podía ir al baile, a los sones de una banda que siempre venía de fuera, de Villamayor . En aquellas bandas, cuyos músicos no superaban nuestra edad, había siempre algún jovenzuelo con el que te entendías a base de sonrisas y miradas, aunque nunca crucé una palabra con ninguno de ellos. Mi tía estaba siempre vigilante y aunque no me llevaba de la mano, sabía tenerme localizada en todo instante.
En la plaza del pueblo se montaba el ruedo para las corridas de toros. Se construía a base de carros y galeras aportadas por los propios lugareños. Los toros no solían ser muy grandes pero infundían mucho respeto y los mozos y no tan mozos se lucían delante de un público femenino que jaleaba y aplaudía a los hombres y, a veces, se oía un clamor de susto y dolor unánime en todo el ruido. Era que el toro había cogido a alguno. Todos mis primos se echaban al ruedo y yo me sentía muy orgullosa de ellos, sentía que mis primos eran los más valientes y aplaudía y chillaba contagiada del jolgorio que envolvía el espectáculo. Recuerdo el valor de mis primos León y Celedonio, hijos de mi tío Faíco, y a los que, no sé por qué razón, me costaba trabajo diferenciar. Yo tenía muchos tíos y éstos a su vez tenían muchos hijos así que yo me subía al carro o la galera que quería, en la seguridad de que era de algún modo mía, porque seguro que era de alguien de mi familia. Las partes de abajo, entre las ruedas, se protegían con tablas, por cuyas rendijas se veía el ruedo y donde nos agolpábamos los jóvenes y los mozos más valientes, pero había que dejar sitio para cualquier emergencia, por si algún mozo tenía que tirarse en plancha perseguido por el toro.
Cuando terminaban los toros, se retiraban las carretas y las galeras porque a la caída de la tarde se celebraba el baile. Se bailaban sobre todo pasodobles y allí bailaban todos, daba lo mismo la edad y las mujeres que no bailaban no perdían detalle, para animar con sus cotilleos las tertulias venideras.
Mi pueblo se fue modernizando muy poco a poco. Las últimas veces que fui, ya se celebraban baile todos los domingos y, en uno de estos, recibí mi primer beso. Fue durante un apagón general, que abundaban por esas fechas, en que yo me encontraba en brazos de Anselmito, el hijo de Anselmo, que vivía en la plaza y era uno de los pijos del pueblo. Los domingos vestía totalmente de blanco, por aquella época los pantalones y la camisa blanca eran signo de distinción y Anselmito era muy distinguido. Bueno pues aprovechando el apagón de luz, Anselmito me plantó un beso en la mejilla que me dejó sin posibilidad de reacción. Yo ya sabía que a los chicos no se les podía dar confianza, había que andar a tortazos con ellos, pero la verdad, a mí el tortazo no me salió. No me desagradaría mucho cuando aún lo recuerdo, aunque quizá lo que me hace recordarlo son las consecuencias que me trajo aquel dichoso beso. Una de mis primas pequeñas, bueno, la única que tenía de mi edad y con la que me gustaba estar, mi prima Cari, algunas veces me escribía al colegio y me contaba cosas que pasaban en el pueblo. Lo que no sabía mi prima es que nuestro correo no fue nunca secreto, se te entregaban las cartas pasadas por la censura de la monja asistente y, con frecuencia, con párrafos enteros tachados hasta hacer imposible su lectura. En una de sus cartas me comunicaba que el tonto de Anselmito había contado en el pueblo que me había besado y que cómo me había dejado, ahora todo el pueblo sabía lo de mi beso. Aquel párrafo no se me entregó tachado, pero fui sometida a un interrogatorio encaminado a averiguar cómo había salido mi alma de aquel beso fortuito. Una vez confesado el delito, se determinó que por una vez podía pasar, pero no me libró de un rapapolvo y unas cuantas lecciones de moral que yo ya sabía de memoria. Pero a ver qué hace una si se va la luz y Anselmito te planta un beso en la cara, porque lo juro, fue en la cara. De todas formas me siento bien al pensar que fue tan importante para el tonto de Anselmito. A mí quién realmente me gustaba era uno de sus amigos, cuyo nombre no me fue posible conocer y que también vestía de blanco. O sea que era de los pijos pero soy incapaz de localizar su familia, nunca supe quién era, pero me gustaba.
De todas formas, le gustará saber a Anselmito, que pude olvidarle y no lo he hecho. Fue el mejor beso que me han dado en la vida, fue el primer indicio de que yo ya empezaba a gustar a los chicos. Anselmito, andando el tiempo creo que se hizo maestro, y andaba por alguna capital de provincia. Vayan estos bellos recuerdos para él, dónde quiera que se encuentre, junto con mi agradecimiento por aquel primer beso que, sería pecado, pero me sentó de maravilla. Hasta el castigo lo cumplí con gusto. No a todas, en el colegio, las había besado Anselmito.
De todas formas no quiero dar la impresión de que yo era una pobrecita a la que besaba cualquiera. Durante las fiestas aparecía una familia que hacía y vendía unos helados, casi todo hielo, pero que algo de sabor tenían. El heladero, en uno de mis múltiples visitas a su puesto, me plantó, como la cosa más natural del mundo, una mano que pretendía abarcar uno de mis incipientes pechos. No recuerdo si lo consiguió, porque del tortazo que le areé lo dejó plantado en el suelo. El golpe que no se llevó Anselmito, se lo llevó el heladero, junto con otro de mi tía que lo había visto todo. Volvimos a casa satisfechas y orgullosas, con el honor en alto y dejando una prueba de lo que mi madre llamaba la sangre Periquina.
Yo no sé si la cosa es como mi madre me la contaba, pero nosotros somos los Periquines, descendientes todos de mi bisabuelo Perico, con quien ella se había educado, y que debía tener un humor fácilmente excitable y utilizaba la garrota como arma arrojadiza. Era el padre de mi abuelo materno y por él, según mi madre, deberíamos ser todos como el abuelo Perico, que nadie nunca le mojó la oreja, ni se dejó achantar por circunstancia alguna. Los Periquines teníamos la obligación de honrar a nuestros antepasados siendo fieros y valientes y arrastrando por los pelos a cualquiera que nos quisiera mojar la oreja. Lo de mojar la oreja y cocerse en el buche son dos de las expresiones preferidas por mi madre. No sólo nadie le mojaba la oreja, sino que además nada se le cocía en el buche. O sea que se enfrentaba con quien fuera por defender su sitio, y su sitio era el que a ella le daba la gana. Su sangre periquina le trajo no pocos disgustos a mi madre pero, en honor de la verdad, nunca la ví asustada, cabreada muchas veces, pero nunca asustada.
En aquellos oscuros años de posguerra, cuando las cartillas de racionamiento apenas te concedían lo necesario para la simple subsistencia, mi madre trabajaba en casa de unos señores con influencias en Sindicatos. Debía levantarse a las cuatro de la mañana para acudir a la cola del pan y ser de las primeras. En una de aquellas frías mañanas, alguna trifulca se debió armar en la fila. El caso es que un mozo que, al decir de mi madre no tenía ni media hostia, vestido de miliciano y pensando que su uniforme y el fusil impondría respeto, quiso poner a mi madre la última. Mi madre se dio la vuelta con todo su remango y le cruzó la cara al miliciano mientras de su boca salían sapos y culebras dedicadas no sólo al mozo sino a su santa madre. Aquel muchacho, para mantener su autoridad, la detuvo y la llevó directamente a la comisaría por ataque a la autoridad, dónde se ganó una última torta de mi madre que quería demostrarle dónde se podía meter su autoridad. Allí tuvo que esperar toda la mañana, hasta que el señor de la casa, usando de su influencia, la llevó otra vez a casa. Eso era no dejarse mojar la oreja. Mi madre era como Juan sin miedo, lo que le deparó bastantes disgustos. Entre la oreja seca y el buche vacío, se pasó la vida discutiendo a diestro y siniestro y diciendo todo lo que pensaba hasta del lucero del alba. Era su forma de rebelarse ante un mundo que, a su entender, no se había portado bien con ella.
Lógicamente la anterior historia ocurrió mucho antes de que yo naciera, bueno muchísimo antes de que alguien me planeara la venida al mundo. Cuando quería enfadarme le bastaba con que me llamara “la retirada”. Porque cuando mi madre se empezó a encontrar mal y achacó sus síntomas a la retirada, es decir, la menopausia, palabra que no creo que ella conociera, el médico le dijo que sí, que venía una retirada como de cuatro meses. Y esa era yo.
Creo sinceramente que toda mi vida ha estado marcada por el hecho de venir a destiempo y de improviso. Nunca se supo qué hacer conmigo, aunque nunca me he sentido del todo abandonada. Mi madre era buena y me quería, pero tengo para mí, que la maternidad le sobrepasaba. No tenía sentido de la familia, nunca tuvimos un hogar dónde viviéramos bajo el mismo techo los tres hermanos y mi madre. Cuando mi hermano mayor se casó, fue tan consciente de su lugar en la familia que fue una suegra perfecta. Pero esta es otra historia.









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