viernes, 24 de marzo de 2017

RELIGIÓN, SUPERSTICIÓN Y FANATISMO

Voltaire se consideraba buen cristiano y no hay razones para negarlo. Pero hace una acérrimoa críticas a todos los fanatismos. Y prefiero elegir un clásico del s. XVIII, digno representante de la Ilustración, movimiento que, si no hubiera sido interrumpido, sin duda habría dado como resultado hombres más instruídos y libres. Se interpuso la Revolución Indstrial y, con ella, todos los males que nos afligen.



RELIGIÓN.
Sabemos que los epicúreos no profesaban ninguna religión y recomendaban el alejamiento de los asuntos públicos, el estudio y la concordia. Esta secta constituía una comunidad de amigos porque su principal dogma era la amistad. Ático, Lucrecio, Memius y algunos hombres de este temple, podían vivir juntos honestamente y ejemplos semejantes se ven en todos los países. Entre hombres de esta clase se puede filosofar todo lo que se quiera. Son como los melómanos, que para complacerse a sí mismos se dan un concierto de música clásica y selecta, pero que se guardan bien de ejecutar ese concierto ante el vulgo ignorante y brutal, no vaya a ser que les rompan los instrumentos en la cabeza. El que tenga que gobernar un pueblo necesita que éste tenga una religión. No es mi propósito ocuparme de la nuestra, ya que es la única buena, la única necesaria y la única auténtica.

¿Habría sido capaz la inteligencia humana de admitir una religión no parecida a la nuestra, sino que fuera menos mala que las demás religiones del orbe juntas? ¿Y cuál sería esa religión? ¿No sería la que predicara la adoración del Ser Supremo, único, infinito, eterno y creador del universo, la que nos uniera a ese Ser como recompensa de nuestras virtudes y nos separara de él como castigo de nuestros crímenes? ¿La que admitiera pocos dogmas que son motivo eterno de disputa, la que enseñara una moral pura, sobre la que jamás se disputara? ¿La que no hiciera consistir el fundamento del culto en vanas ceremonias, como la de escupirnos a la boca, la de cortarnos el prepucio, la de extirparnos un testículo, puesto que se pueden cumplir todos los deberes sociales teniendo los testículos y el prepucio enteros y sin que nos escupan en la boca? ¿La que socorriera a nuestro prójimo por el amor de Dios, en vez de perseguirle y degollarle en nombre de ese mismo Dios? ¿La que tuviera ceremonias augustas que emocionaran al pueblo y careciera de misterios que pueden sublevar a los sabios y enojar a los incrédulos? ¿La que asegura a sus ministros una asignación honrosa para que subsistieran con decencia y no les dejara usurpar las dignidades y el poder que puede convertirlos en tiranos?

Buena parte de esta religión está grabada hoy en el corazón de algunos soberanos y llegará a ser la dominante cuando el articulado que propuso el abad de San Pedro sobre la paz perpetua sea firmado por todos los príncipes. Pasé la noche meditando. Absorto en la contemplación de la naturaleza, admiraba la inmensidad, el curso y las relaciones de esos astros infinitos que el vulgo no sabe admirar.

Pero admirando aún más la inteligencia que los dirige, me decía: Se necesita ser ciego para que este espectáculo nos deje indiferentes, es preciso estar locos para no adorarle. ¿Qué tributo de adoración debemos rendirle? ¿No debe ser siempre el mismo en todo el espacio por cuanto es el mismo Ser Supremo el que lo rige en su extensión? ¿El ser dotado de pensamiento que habite en una de las estrellas de la Vía Láctea no le debe el mismo homenaje que el que piensa en nuestro planeta? Si la luz es uniforme para el astro Sirio y para nosotros, la moral también debe ser uniforme. Si el animal que piensa y siente en Sirio nació de padres que intentan hacerle feliz, les debe corresponder con tanto amor y cuidados como debemos en el mundo a nuestros padres. Si algún habitante de la Vía Láctea ve a un indigente lisiado, puede socorrerle y no lo hace, es culpable ante todo el universo. El corazón tiene en todas partes las mismas obligaciones.
Absorto en estas ideas, vi que uno de los genios que llenan los intermundos descendió hasta mí. Reconocí al mismo espíritu sutil que se me apareció otra vez para enseñarme lo diferentes que son los juicios de Dios de los nuestros, y que una buena acción es preferible a una disputa.

Me llevó a un desierto lleno de cadáveres hacinados, y entre esos montones de muertos había unas alamedas de árboles siempre verdes; al extremo de cada alameda, un hombre alto y de soberano aspecto contemplaba con compasión aquellos restos inanimados.
— Arcángel mío, ¿a dónde me habéis traído?
— Al lugar de la desolación.
— ¿Quiénes son esos venerables patriarcas que veo inmóviles y conmiserativos al extremo de las alamedas, que parece lloran por los inmortales muertos?
— Lo sabrás, pobre criatura humana, pero antes es preciso que llores.

Y señalando el primer montón de muertos, me dijo:
— Estos son los veintitrés mil judíos que exterminaron ante el becerro de oro y los veinticuatro mil que fueron muertos por los jóvenes madianitas. El número de asesinados por delitos y otras causas asciende a unos trescientos mil. En las alamedas siguientes están los cementerios de los cristianos que se degollaron unos a otros por discusiones metafísicas.

Están divididos en montones de cuatro siglos cada uno; si estuvieran en uno solo, llegarían hasta el cielo.
— ¿De este modo trataron los hermanos a sus hermanos de credo y tuve la desgracia de pertenecer a esta cofradía?
— He aquí los doce millones de americanos asesinados en su patria por no estar bautizados.
— ¿Por qué no dejó Dios que se descompusieran esos cadáveres en el hemisferio donde nacieron sus cuerpos? ¿Por qué ha reunido aquí estos monumentos de la barbarie y del fanatismo?
— Para instruirte.
— Ya que quieres instruirme, dime si además de los cristianos y judíos hubo otros pueblos en que el celo y la religión, convertidos en fanatismo, inspiraron crueldades tan abominables.
— Sí —me contestó—. Los mahometanos cometieron las mismas crueldades, pero pocas veces; cuando se les ha pedido clemencia y han ofrecido pagarles el tributo han sabido perdonar. Respecto a las demás naciones, desde que existe el mundo ninguna ha tenido una guerra puramente religiosa. Ahora, sígueme.

Así lo hice. Un poco más allá de aquellos montones de cadáveres encontramos otros, pero éstos eran sacos de oro y de plata, cada uno con su etiqueta: «Sustancia de los herejes asesinados en los siglos XVI, XVII y XVIII», «Oro y plata de los americanos degollados». Esos montones remataban con cruces, mitras, báculos y tiaras cubiertas de piedras
preciosas.
— ¿Por poseer tales riquezas acumularon tantos muertos? —pregunté al genio.
— Sí, hijo mío.

No pude contener las lágrimas, y cuando por la aflicción que experimentaba merecí que me llevara al extremo de las hileras de árboles verdes, me dijo:
— Contempla los héroes de la humanidad que fueron los bienhechores del mundo y que se han reunido para desterrar de él, en cuanto les fue posible, la violencia y la expoliación. Interrógales.

Me acerqué al que estaba más cerca; llevaba una corona en la cabeza y un pequeño incensario en la mano. Humildemente, le pregunté su nombre.
— Soy Numa Pompilio, fui el sucesor de un bandido y me vi obligado a gobernar bandidos. Les enseñé la virtud y el culto a Dios y después de mi muerte olvidaron más de una vez una y otro; prohibí que se practicaran simulacros en los templos porque la divinidad que rige la naturaleza no podemos representárnosla. Durante mi reinado, los romanos no tuvieron guerras ni sediciones, porque mi religión los civilizó. Todos los pueblos acudieron a honrar mis funerales, lo que a nadie acaeció más que a mí.

Le besé la mano y me dirigí al segundo personaje: era un venerable anciano de unos noventa años, vestido con un ropaje blanco que tenía colocado el dedo corazón sobre la boca y con la otra mano arrojaba habas detrás de él. Le reconocí, era Pitágoras. Me dijo que gobernó a los crotoniatas con tanta justicia como Numa Pompilio gobernaba a los romanos, era poco más o menos de su época, y que la justicia era lo más necesario y raro en el mundo. Me aseguró que los pitagóricos hacían examen de conciencia dos veces al día. Por complacerle, no repliqué a Pitágoras y pasé a ver a Zoroastro, que se hallaba ocupado en encontrar el fuego celeste en el hornillo de un espejo cóncavo, en el centro de un vestíbulo que tenía cien puertas y todas conducían a la sabiduría. Sobre la principal de esas puertas (1) leí unas palabras que compendian la moral y zanjan las controversias de los casuistas: «Cuando dudes de si una acción es buena o mala, abstente de practicarla».

— Seguramente —dije al arcángel—, los bárbaros que inmolaron esas víctimas, cuyos
cadáveres he visto, no leyeron esas hermosas palabras.

(1) Los preceptos de Zoroastro se llaman puertas y son cien.

Luego hablé con Zeleuco, Tales, Anaximandro y todos los sabios que buscaron la verdad y practicaron la virtud. Cuando llegué a Sócrates, que reconocí por su nariz chata, le dije:
— Todos los habitantes de Europa, menos los turcos y los tártaros de Crimea, que son profundamente ignorantes, pronuncian vuestro nombre con respeto y lo reverencian hasta tal punto que han tratado de averiguar los nombres de vuestros perseguidores. Por vos conocemos a Melitus y Anitus, de éste solo el nombre de pila; no sé precisamente qué era ese malvado que os calumnió y llegó a conseguir que os sentenciaran a beber la cicuta.
— Desde mi fatal aventura, no he vuelto a ocuparme de ese hombre —me respondió Sócrates—, pero el recordármelo os confieso que me causa lástima. Era un sacerdote perverso que se dedicaba a comerciar con cueros, profesión vergonzosa entre nosotros. Envió sus dos hijos a mi escuela y sus condiscípulos les afearon el oficio del padre, viéndose obligados a abandonar el estudio. Su padre, encolerizado, sublevó contra mí a los sacerdotes y sofistas, que lograron convencer al Consejo de los Quinientos que yo era un impío y no creía que la Luna, Mercurio y Marte fueran dioses. Efectivamente, entonces, como ahora, creía que no hay más que un Dios, señor de toda la naturaleza. Los jueces me entregaron al envenenador de la República, que acortó algunos días de mi vida. Morí tranquilamente a la edad de setenta años y desde entonces vivo feliz entre estos grandes hombres, de los que soy el más insignificante.

Tras disfrutar de mi entrevista con Sócrates, fuimos avanzando mi guía y yo hacia un bosquecillo situado encima de aquella floresta, en donde los sabios de la Antigüedad parecía que gozaran de apacible reposo. Vi a un hombre de semblante sereno y expresivo que, a mi parecer, apenas habría cumplido treinta y cinco años. Lanzaba desde lejos miradas compasivas al montón de esqueletos blanquecinos, a través de los que había pasado para llegar a la morada de los sabios. Me afligió al ver sus pies hinchados y sangrientos, al igual que las manos, que estaba herido en un costado y tenía el cuerpo despellejado de recibir azotes.
— ¿Es posible —exclamé— que un justo, un sabio, pueda encontrarse en ese estado? Acabo de ver otro que lo trataron cruelmente pero no hay comparación entre su suplicio y el vuestro. Sacerdotes inicuos y jueces pérfidos le envenenaron, ¿acaso vos también fuisteis asesinado cruelmente por sacerdotes y jueces?
— Sí —me contestó con afabilidad.
— ¿Quiénes eran esos monstruos?
— Los hipócritas.
— Ya habéis dicho bastante y ello me hace comprender que os debieron sentenciar al último suplicio. ¿Les probasteis, acaso, como Sócrates, que la Luna no es una diosa, ni Mercurio un dios?
— No, no fue por cuestión de planetas. Mis coterráneos no sabían qué es un planeta. Todos eran ignorantes y tenían otras supersticiones que los griegos.
— ¿Tratábais de enseñarles una nueva religión?
— Tampoco. Les decía, sencillamente: amad a Dios de todo corazón y a vuestro prójimo como a vosotros mismos. Seguramente comprendéis que este precepto es tan antiguo como el universo y que no les enseñaba un nuevo culto. Les repetía continuamente que había venido, no a abolir la Ley, sino para hacerla cumplir. Yo observaba todos sus ritos, estaba circuncidado como ellos, bautizado como ellos, presentaba mi ofrenda en el templo como ellos, y como ellos celebraba la Pascua, comiendo de pie un cordero asado con lechugas. Mis amigos y yo íbamos a rezar en el templo y mis amigos lo frecuentaron después de mi muerte; en una palabra, cumplí sus santas leyes sin exceptuar ninguna.
— Aquellos miserables ni siquiera os podían reprochar haberos separado de sus leyes.
— No, no podían.
— ¿Por qué, pues, se ensañaron con vos?
— Eran orgullosos e interesados, comprendieron que los conocía bien y supieron que haría los conocieran los demás compatriotas. Eran más fuertes y me quitaron la vida; sus semejantes harán siempre lo mismo, si pueden, a todo el que haga justicia.
— Pero ¿dijisteis o hicisteis algo que pudiera servirles de pretexto?
— Cualquier cosa sirve de pretexto a los perversos.
— ¿No les dijisteis que veníais a traer la guerra y no la paz?
— Eso fue un error del copista. Les dije que traía la paz y no la guerra. Y como no escribí nada, pudieron trastocar lo que dije sin mala intención.
— ¿No habréis contribuido, con vuestros discursos mal interpretados, a formar esos montones de cadáveres que encontré cuando venía a consultaros?
— Siempre me horrorizaron los criminales que asesinan.
— Y esos monumentos de poder y riqueza, de orgullo y avaricia, esos tesoros, ornamentos, esos signos de grandeza que acabo de ver acumulados, ¿provienen de vos?
— De ninguna manera. Los míos y yo hemos vivido humildes y pobres mi grandeza la encontré en la virtud.

Varias veces estuve a punto de rogarle que dijese quién era, pero el guía me aconsejó que no lo preguntara porque mi naturaleza no era la más apropiada para comprender esos misterios sublimes. Entonces supliqué al desconocido que me explicara la esencia de la verdadera religión.
— Ya os lo dije: amad a Dios y a vuestro prójimo como a vos mismo.
— ¿Y amando a Dios podré comer carne los viernes de Cuaresma?
— Yo siempre comí lo que me dieron, porque fui pobre y no podía invitar a comer a nadie.
— Amando a Dios y siendo justo, ¿me será lícito no confesar los secretos de mi vida a un desconocido?
— Así lo hice yo siempre.
— ¿Obrando bien podré eximirme de ir en peregrinación a Santiago de Compostela?
— Jamás estuve en ese país.
— ¿Será preciso que me decida por la Iglesia griega o por la Iglesia latina?
— Cuando estaba en el mundo, para mí no hubo ninguna diferencia entre el judío y el samaritano.
— Siendo así, os reconozco por mi único señor.

Entonces, el desconocido me hizo una señal con la cabeza que me llenó de consuelo. La visión desapareció y sólo quedó en mí la conciencia recta.

Cuestiones para la religión.

El hombre empezó por conocer un solo Dios y luego inventó la existencia de pluralidad de dioses. He aquí en qué apoyo mi creencia: No cabe duda que existieron pequeñas poblaciones antes de edificar grandes ciudades, y que los seres humanos se subdividieron en pequeñas repúblicas antes de unirse en grandes imperios. Es natural, pues, que un pequeño poblado, aterrorizado por los truenos y rayos, apesadumbrado por la pérdida de las cosechas, al sufrir las depredaciones del poblado inmediato y al conocer su debilidad, creyera que existía en todas partes un poder invisible e imaginara un ser superior a nosotros, del que provenía el bien y el mal. Me parece imposible que pensara en la existencia de dos poderes, porque igual podía haber pensado que existían muchos. En todas las especulaciones de la mente se empieza por lo simple, después se llega a lo compuesto y, con frecuencia, volvemos a lo simple otra vez al tener mayores conocimientos. Esta es la trayectoria del espíritu humano.

A qué ser podían invocar, ¿al sol, a la luna? No me parece verosímil. Veamos lo que ocurre en los niños, muy parecidos a los hombres ignorantes. No les llama la atención la hermosura ni la utilidad del sol, ni lo beneficiosa que es la luna por la noche, ni las variaciones periódicas de su curso; se acostumbran a todo eso sin parar mientes en ello. No adoramos, invocamos, ni deseamos apaciguar más que a lo que tememos, y los niños ven el cielo con indiferencia. Pero cuando ruge el trueno, tiemblan y se esconden. Indudablemente, los primitivos hombres obraron como los niños. Sólo pudo haber, entonces, una especie de filósofos que fijándose en el curso de los astros lograran que los hombres los admiraran y adorasen, pero los simples labriegos, del todo ignorantes, no sabían lo suficiente para adoptar esa errónea adoración.

Por tanto, la población humilde, al principio, se concretaría a pensar: existe un poder que truena, que graniza, que mata a nuestros hijos; apacigüémoslo. Pero, ¿cómo hacerlo? Calmamos la ira de los enojados haciéndoles ofrendas; hagámoslas, pues, a ese poder. Necesitamos también designarlo con un nombre. Y el primero que les debió ocurrir fue el de jefe, de señor; ese poder se llamó, pues, mi señor. Probablemente, por esta razón los egipcios llamaron a su dios Knef; los sirios, Adoni; los pueblos inmediatos, Baal o Bel, Melch o Moloc, y los escitas Papee, vocablos que significan señor, dueño.

Así, cuando se descubrió América encontraron allí infinidad de poblaciones pequeñas con su dios protector. Incluso México y Perú, poderosas naciones, tenían un dios único; los mexicanos adoraban a Vitzliputzli, dios de la guerra, y los peruanos, a Manco Capack. No fue la razón superior e intelectiva de los pueblos la que les hizo reconocer una sola divinidad; si hubieran sido filósofos habrían adorado al Dios de toda la naturaleza, no al dios de una localidad, y hubieran estudiado las relaciones infinitas que median entre los seres, que prueban que existe un Ser creador y conservador. Pero no estudiaron, sólo sintieron. Cada localidad reconoció que era débil y necesitaba tener la protección de un Ser fuerte, creyó que ese Ser tutelar y terrible residía en un bosque cercano, en una montaña o en una nube, creyó que existía un solo Ser superior porque cuando iba a la guerra no tenía más que un caudillo, y creyó que era corporal porque le era imposible representárselo de otro modo. Creía asimismo que el pueblo vecino tenía también su dios, por eso Jepté dijo a los habitantes de Moab: «Poseéis legítimamente lo que vuestro dios Chamos os hizo conquistar y debéis dejarnos disfrutar lo que nuestro dios nos consiguió con sus victorias»
(Jueces, cap. 11, 24).

Son muy significativas las anteriores palabras, que pronunció un extranjero ante otros extranjeros. Los judíos y moabitas habían expulsado a los habitantes del país; ambos sólo contaban con el derecho de la fuerza y el jefe de unos dijo al de los otros: Tu dios ha protegido tu usurpación; consiente, pues, que mi dios proteja la mía. Jeremías y Amós preguntan: «¿Qué razón tuvo el dios Melchom para apoderarse del país de Gad?» Estos textos demuestran que la Antigüedad creyó que cada país tenía su dios protector. Huellas de esto las encontramos también en las obras de Homero.

Es asimismo natural que despertada la imaginación de los hombres y habiendo adquirido conocimientos confusos, multiplicaran sus dioses y tuvieran por protectores a los elementos, el mar, los bosques, los ríos y los campos. Cuanto más se dedicaron al estudio de los astros, más se llenaron de admiración. ¿Y cómo no habían de adorar al sol, cuando adoraban la divinidad de un riachuelo? Así que dieron el primer paso por este camino el mundo se pobló de dioses, y desde la adoración de los astros descendieron los hombres hasta la adoración de los gatos y cebollas.

Con el tiempo, la razón se fue perfeccionando y aparecieron filósofos que comprendieron que ni las cebollas, los gatos, ni los astros celestes habrían podido establecer el orden admirable de la naturaleza. Todos los filósofos, babilonios, persas, egipcios, escitas, griegos y romanos, admitieron la existencia de un Dios supremo, remunerador y vengador. Al principio no se atrevían a decirlo a los pueblos, porque el filósofo que hubiera osado profanar las cebollas y los gatos ante las beatas y sacerdotes hubiera sido lapidado, y al que hubiera censurado a los egipcios que comieran sus dioses se lo habrían comido.

¿Qué hicieron, pues? Orfeo y sus seguidores instituyeron los misterios que los iniciados prometían, con juramentos execrables, no revelar. El principal de ellos consistía en la adoración de un dios único. Esa gran verdad llegó a abarcar la mitad del mundo y la cantidad de iniciados alcanzó una cifra inmensa; la antigua religión seguía subsistiendo, pero como no era contraria al dogma de la unicidad de Dios la dejaron subsistir. Los romanos reconocían el Deus optimus maximus, y los griegos llamaban Zeus a su dios supremo. Sus demás divinidades no eran más que seres intermedios y colocaban a los héroes y a los emperadores en la categoría de dioses, equivalente a la nuestra de bienaventurados y no consideraban a Octavio, Claudio, Tiberio ni a Calígula como creadores del cielo y de la tierra. En una palabra, está demostrado que desde la época de Augusto todos los que profesaban una religión reconocían un Dios superior y eterno y varios órdenes de dioses subalternos, cuyo culto se llamó después idolatría.

Las leyes de los judíos nunca favorecieron la idolatría, y aunque admitían la existencia de los ángeles no asignaban culto a esas divinidades secundarias. Cierto que adoraban a los ángeles, esto es, se arrodillaban cuando los veían, pero como sucedía pocas veces no tenían ceremonias ni culto legal para ellos. Los querubines del Arca no recibían homenaje. Parece que los judíos, desde la época de Alejandro, adoraron en público un solo Dios, al igual que la multitud innumerable de los iniciados lo adoraban secretamente en sus misterios.

En la época que el culto de un Dios supremo quedó reconocido por todos los sabios de Asia, Europa y Africa, fue cuando nació la religión cristiana. El platonismo contribuyó en gran manera a la inteligencia de sus dogmas. El Logos, que en Platón significa la sabiduría, la razón del Ser Supremo, se convirtió en nosotros en el Verbo y en la segunda persona de Dios. La metafísica profunda y superior a la inteligencia humana fue el santuario inaccesible en que se envolvió la religión.

Por no pecar de reiterativos dejaremos de explicar cómo María fue declarada Madre de Dios con el transcurso del tiempo, ni cómo se estableció la consustancialidad del Padre y del Verbo, ni la protección del Pneuma, órgano divino del Logos, dos naturalezas y dos voluntades resultantes de la hipóstasis, ni la ingestión superior que nutre al alma y al cuerpo con la sangre del Hombre-Dios, adorado y comido bajo la forma del pan. Ya hemos dejado constancia de todos esos misterios.

Desde el siglo II empezaron a expulsar los demonios del cuerpo en nombre de Jesús, porque antes los expulsaban en nombre de Jehová. San Mateo refiere que habiendo dicho los enemigos de Jesús que expulsaba a los demonios en nombre del príncipe de los diablos, El les contestó: «Si expulso a los demonios en nombre de Belcebú, ¿en nombre de quién los expulsan vuestros hijos?»
Se ignora la época en que los judíos reconocieron a Belcebú por príncipe de los demonios, siendo un ser extranjero. Pero Flavio Josefo nos dice que en Jerusalén había exorcistas nombrados para expulsar los demonios del cuerpo de los posesos, o sea de los hombres afectos de ciertas enfermedades, que entonces se creía ocasionadas por los genios maléficos.

Expulsaban, pues, los demonios pronunciando continuamente la palabra Yahvé, sistema que hoy se ha perdido, al igual que se han olvidado otras ceremonias. El exorcismo que practicaban pronunciando dicha voz con otros nombres de Dios todavía estaba en uso en los primeros siglos del cristianismo. Orígenes, en su obra contra Celso, le dice: «Si al invocar a Dios le llamamos Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, conseguiremos muchas cosas pronunciando esos nombres, cuya naturaleza y fuerza son tales que los demonios se someten a quienes las pronuncian, pero si aplicamos otra denominación, como por ejemplo, dios del mar alborotado, dios suplantador, estos nombres no tendrán ninguna virtud. El nombre de Israel, traducido al griego, no tiene ningún poder, pero pronunciándolo en hebreo, con las palabras necesarias, se logrará el conjuro».

De Orígenes son estas notables palabras: «Existen nombres que poseen naturalmente virtud, como los que usan los sabios en Egipto, los magos en Persia y los brahmanes en la India. La llamada magia no es un arte vano y quimérico, como aseguran estoicos y epicúreos, ni los nombres de Sabaoth y Adonai se establecieron para seres creados porque pertenecen a una teología esotérica que hace referencia al Creador. De esto proviene la virtud de tales nombres, cuando se usan y pronuncian sometiéndose a las reglas».

Con estas palabras, Orígenes no manifiesta su opinión, sino más bien la opinión universal. Las religiones conocidas entonces admitían la magia distinguiendo la celeste de la demoníaca, y conocían además la nigromancia y la teurgia. En ellas todo era prodigio, adivinación y oráculo. Los persas no negaban los milagros de los egipcios, ni éstos los de aquéllos. Dios permitió que los primitivos cristianos creyeran en los oráculos atribuidos a las Sibilas y los dejó vivir en algunos errores de poca entidad que no corrompían el fondo de la religión.

Sin embargo, es extraño que los cristianos de los dos primeros siglos tuvieran horror a los templos, altares y simulacros, como refiere Orígenes. Pero todo cambió cuando quedó establecida la disciplina de la Iglesia y ésta adquirió una forma constante. Se dice que la religión de los paganos era absurda en muchas cosas amén de contradictoria y perniciosa. Me parece, sin embargo, que le atribuyen más daño del producido y más tonterías de las que predicó. Moliere dice: «No me parece hermoso que Júpiter sea toro, serpiente, cisne o cualquier otra cosa, pero no me extraña que lo encuentren bello los demás.» Indudablemente, esas metamorfosis son impertinentes, pero ruego a quienes lo dicen que me enseñen dónde existió en la Antigüedad un templo dedicado a Leda yaciendo con un cisne o un toro. ¿Pueden presentarme algún sermón predicado en Atenas o Roma que induzca a las doncellas a refocilarse con los cisnes de sus corrales? ¿Acaso las leyendas que recogió e ilustró Ovidio pueden tomarse como dogmas de la religión pagana? ¿No son equivalentes a la Leyenda áurea y al Florilegio de los santos de la religión católica? Si algún brahmán o derviche criticara la historia de santa María Egipcíaca apoyándose en que no teniendo con qué pagar a los marineros que la llevaron a Egipto concedió a todos ellos sus favores, replicaríamos: Reverendos santones, estáis equivocados. Nuestra religión no está basada en la Leyenda áurea.

Criticamos a los antiguos que creyeron a pies juntillas los prodigios y oráculos. Pero si volvieran hoy al mundo y supieran los milagros que atribuimos a Nuestra Señora de Loreto y a Nuestra Señora de Éfeso, ¿no nos criticarían también a nosotros?
Los sacrificios humanos estaban generalizados en casi todos los pueblos antiguos, aunque raras veces se practicaban. Sólo sabemos que los judíos inmolaron a la hija de Jefté y al rey Agag, pero Isaac y Jonatás no llegaron a ser sacrificados. Entre los griegos no está comprobada la historia del sacrificio de Ifigenia, y entre los romanos fueron muy raros los sacrificios humanos; en una palabra, la religión pagana derramó poca sangre y la nuestra la hizo correr por todo el mundo. Nuestra religión es indudablemente la única verdadera, pero por ella hemos causado tanto daño que cuando hablamos de las otras debemos proceder con indulgencia.

El hombre que desee convencer de la verdad de su religión a extranjeros o a coterráneos, debe dedicarse a esa tarea con moderación y suave insinuación. Si empieza afirmando que lo que expone está demostrado, encontrará multitud de incrédulos, y si se atreve a decirles que rechazan su doctrina porque ésta trata de refrenar las pasiones y la razón de ellos discurre erróneamente, les sublevará en su contra, les afirmará en sus falsas creencias y no conseguirá sus propósitos.


Si la religión que enseña es verdadera no conseguirá que lo sea más la cólera y la insolencia. ¿Hay acaso necesidad de enfurecerse para predicar que el hombre debe ser clemente, benéfico y justo, y cumplir todas las obligaciones sociales? No, no hay ninguna necesidad, porque todo el mundo profesa esta religión. ¿Por qué, pues, habéis de injuriar a nuestro hermano cuando le predicáis una metafísica esotérica? Sin duda porque su buen sentido excita vuestro amor propio. Sois tan soberbios que exigís a nuestro hermano que someta su inteligencia a la vuestra y el orgullo humillado se enciende en cólera; no da otro resultado. El militar que recibe veinte heridas en una batalla no se encoleriza, pero el teólogo herido por una opinión contraria se torna furioso implacable.

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