viernes, 19 de mayo de 2017

PARTE DE NUESTRA HISTORIA. NO LA OLVIDEMOS. EL PARTO DEL PUEBLO, ANTONIO ESCOHOTADO

Los párrafos más pequeños y en negro, son citas intercaladas en el texto
Lo que aparecen en verde, son notas a pie de página.


VIII
EL PARTO DEL PUEBLO


Allí donde lo que se pretende es atacar la propiedad en cuanto Idea, la consecuencia necesaria será la esclavitud.
E. JÜNGER


Cuanto más enorme sea la muchedumbre, más perfecto resulta ser su gobierno. Es la ley suprema de la Sinrazón. Allí donde recogemos una amplia muestra de elementos caóticos [...] ha estado latente una forma de regularidad insospechada y extremadamente hermosa.
F.GALTON



Si tras revisar los presupuestos de la ciencia tratamos de ver el presente a la luz de nociones como estructuras disipativas, atractores extraños y no extraños, etc., se hace evidente que no es posible establecer una correspondencia puntual entre hechos históricos hipercomplejos y conceptos que explican fenómenos como las celdillas de Bénard o los relojes químicos de Belousov- Zhabotinski. Pero el paradigma de los órdenes caóticos mira de otra manera el despliegue de elementos y procesos que conduce hasta el hoy, unas veces -las más- en términos simplemente metafóricos, y otras permitiendo captar de modo semi-directo o directo las pautas primarias de transición. Si no anda descaminada, la evolución epistemológica engrana con la histórica o general, ofreciendo unas veces figura y otras fondo para las transformaciones.

En Europa, el fin del Medievo supuso pasar de un equilibrio básicamente estacionario y cerrado («feudal») a un sistema básicamente abierto ', animado por contactos que se ligan a descubrimientos geográficos y técnicos, y a políticas de conquista, colonización y comercio ultramarino, en cuya virtud ciertas zonas alcanzan enseguida valores críticos, y rompen ese equilibrio. Las fluctuaciones dan paso a bifurcaciones, aparecen nexos a larga distancia que convierten microestados en macroestados, y la disipatividad de cada sistema se canaliza por distintos cauces.
Como constataremos bastante más tarde, a finales del siglo xx, unos conducen a formas extremas de desestructuración, mientras en otros el flujo de materia-energía suscita estructuras cada vez más complejas. Durante la primera fase, que comienza a finales del XVIII y se mantiene durante todo el XIX el atractor primario es un Estado-Nación bifurcado en varias ramas -que ejemplifican bien Inglaterra, Norteamérica y Francia- cuya conducta resulta muy asimétrica, en función de su respectiva estabilidad o inestabiltdad.
Sin embargo, el Estado-Nación es una especie de atractor doble, cuyo núcleo alberga otro sistema -potencialmente mucho más complejo y dinámico-, que pronto ofrece signos de querer universalizarse y sentar los principios de su propia autonomía, inaugurando, inaugurando así una era de revoluciones. Hasta entonces nuestra historia había sido crónica de individuos

' El proceso comienza en el siglo XII, cuando la alianza entre reyes y burgos empieza a sobreponerse al poder nobiliario y eclesiástico, movimiento que culmina genéricamente en el Tratado de Westfalia (1648), donde la religión se subordina al Estado según el principio cuius regio, eius religio.”

-ilustres o execrables-, de dioses, ciudades y reinos, no de ese yo plural que los griegos llamaban demos, “pueblo”. Derrotados los ingleses en sus colonias americanas, rendida en segundos una fortaleza tan inexpugnable como la Bastilla, la ruina del rey dios hizo que ese yo plural fuese origen y fin de todo en política, legitimidad absoluta. Solo faltaba que el nuevo soberano se resolviese a obrar, pues durante milenios había sido -como observaba Hegel- (la parte del Estado que no sabe lo que quiere”).
Siguió un periodo abierto a que encontrase su voluntad, y cambiara el mundo, lo cual resultó sencillo mientras el enemigo fueron casas reales, nobles de sangre y clero. Tan sencillo, de hecho, que prácticamente todas las constituciones darían por supuesta esa identidad colectiva donde se funda el querer mayoritario, la voluntad “popular”. Entre los compromisos que firman unos terratenientes virginianos, en 1779, y aquellos que dos siglos después Pol Pot impone como república camboyana los adjetivos y sustantivos varían poco: el «pueblo» se gobernará soberanamente, desterrando como traidores a quienes defiendan el liberticidio del Viejo Régimen. Con todo, las escasas variaciones en la letra salvan grandes diferencias en el espíritu. Esto se lee entre líneas en unas palabras de Mao, al presentar la Constitución de 1949:

El poder político del pueblo exige fortalecer el aparato del Estado del pueblo, que se refiere primariamente al ejército del pueblo, la policía del pueblo y los tribunales del pueblo, para defensa de la nación y para proteger los intereses del pueblo”.

1
La forma más simple de entender semejante resultado es presentarlo como una traición a los principios revolucionarios, perpetrada por sucesivos carniceros y demagogos. Visto así, que la meta original -consagrar unos derechos humanos, irrenunciables y perpetuos- acabara transformándose en pretexto para lo contrario vendría de que aparecieron algunos malhechores, como cuando un barco se desvía de su rumbo porque lo abordan piratas. Pero aquí los piratas son indiscernibles del pasaje, y nunca hubo rumbo distinto de una identidad global que iba inventándose: la del «pueblo» implicado en cada caso. A ambos lados del océano se preparaba la industrialización, con el abandono del campo y las antiguas formas de supervivencia en el gran éxodo hacia fábricas y ciudades.

Quienes sacaron adelante la revolución en Estados Unidos eran ante todo gentes prósperas y cultas. Eso suponía un margen de estabilidad rara vez alcanzado dentro del no-equilibrio, y sugiere que -al menos hasta su guerra de secesión- el “pueblo” americano no se condujo como un atractor extraño, sino como un atractor más próximo al ámbito lineal, pues los factores caóticos singulares que se ligan a un régimen de libertad expresiva no se habían visto catalizados por la irrupción de un proyecto como la voluntad general. Nada horrorizaba más a los Padres Fundadores de Estados Unidos que el lema roussoniano de “une volonte Une”, y vemos así a un redactor de la Constitución, Madison, declarar:
Es de suma importancia en una república no solo mantener a la sociedad a salvo de la opresión de sus gobernantes, sino mantener a cada sector de la sociedad a salvo de las injusticias del resto [...l. No hay república mientras no se salvaguarden los derechos de la minoría [...] frente a las cábalas de intereses de la mayoría”2. Tbe Federalist, núm. 51.

En Francia, abrumada por miserias materiales y espirituales, sus adeptos abarcaban un espectro social mucho más amplio, y el país siguió sintiendo escalofríos ante su canaille, que había contribuido a la revolución tan generosamente o más que cualquier otro estamento, pero asustaba por su falta de raíces y sus secretas esperanzas de redistribuir bienes; básicamente en eso había consistido el Gran Miedo que se apoderó de casi todos, medio año antes de ser derrocado Luis XVI, durante el gélido invierno de 1788-1 785). Una década más tarde -imitando a la baja plebe romana de las épocas prósperas, que a cambio de enrolarse obtenía una parte del botín militar-, buena parte de esa canaille fue llamada por Napoleón a servir armas imperiales, y acumuló medallas en muchas guerras. No por ello dejó de ser un estamento anómico, llamado en última instancia a la disciplina del banco de taller, donde -como en otros países de precoz andadura industrial- acabaría vertebrándose como una clase insatisfecha con las clases, una anti-clase.

Aun así, el sector más activo resulta ser no tanto la anti-clase (obrera) como la extra-clase (lumpen o populacho), que -atendiendo a elites intelectuales tan minoritarias como dispares 3- cataliza movimientos de largo alcance, y acabará siendo el principal aliado de las revoluciones totalitarias. Su inquietud estalla en conflictos de amplitud creciente, que siembran París de barricadas a partir de 1830 4, y acaban provocando la Comuna de 1871 5, cuya Semana Sangrienta superará en número de víctimas al Terror de los jacobinos. Los pensadores que inspiran esas rebeliones suelen preconizar vías pacíficas, pero los jefes prácti-cos se calcan a imagen de Blanqui, insurrecto por excelencia, que preconiza conquistar cada Estado con las armas y un puñado de audaces.

' Incluyen nihilistas, socialistas, anarquistas, cooperativistas y hasta neocristianos. Se trata de un proceso que cubre buena parte de Europa. En España las revoluciones liberales producen el alzamiento de Riego (1820) y poco después el de los Cien Mil Hijos de San Luis (1 823).

' Instigada por la derrota en la guerra franco-prusiana (1870), que supuso para Francia perder Alsacia-Lorena.

El gobierno francés, que experimenta turbulencias y saltos irregulares desde la convocatoria de los Estados Generales hasta el estallido de la primera gran guerra, es un sistema mucho más inestable que el norteamericano o el inglés, si bien en toda Europa -y especialmente en las zonas industrializadas- hay condiciones explosivas comunes. Una parte del atractor político (el Estado-Nación) segrega como cemento el patriotismo, y acabará llevando a la gran carnicería de 1914-1918; la otra parte -correspondiente al «pueblo» en sí- produce sucesivos conatos de alianza entre desclasados y clase proletaria, con invocaciones a una vida nueva. El joven Marx desprecia ese comunismo, entendiendo que es miope, brutal e incapaz de superar lo privado:

Quiere prescindir de forma violenta del talento, etc. La posesión física inmediata representa para él la finalidad única de la vida [...] Este movimiento de oponer a la propiedad privada la propiedad general se expresa, finalmente, en la forma animal que quiere oponer al matrimonio la comunidad de las mujeres. He ahí el secreto a voces de un comunismo todavía grosero e irreflexivo [...] Negando por completo la personalidad del hombre es justamente la expresión lógica de la propiedad privada, que es esta negación. La envidia general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera 6. Marx, 1868, pág. 14.


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Remediar los males del pueblo de otra manera -sin conformarse con sus fugaces zarpazos como populacho incendiario fue el expreso objeto de la Asociación Internacional de Hombres Trabajadores, también conocida como Primera Internacional, fundada en Londres, a finales del verano de 1864, por una veintena de personas -entre otras, cierto infiltrado, agente secreto del gobierno prusiano-, cuyos nombres apenas conserva el recuerdo. Entre sus méritos estaba apelar a una realidad no nacional, cuando por todas partes el patriotismo seguía siendo el mejor banderín de enganche para movilizar a personas y grupos.

Sus Normas Provisionales proponían, en esencia, que “la emancipación económica de la clase trabajadora es el gran fin, al cual todo movimiento político debe estar subordinado como medio» ". Hasta ese momento los humanos habían trabajado en lo suyo (como el campesino y los hombres libres) o eran esclavos. Pero justamente entonces -cuando la esclavitud iba ilegalizándose en todo el planeta- una cantidad formidable carecía de todo «suyo», y se veía lanzada a trabajar para patronos sin la responsabilidad del viejo dueño 8. Aquello que unía a los individuos de esta clase no era conocer ciertos oficios, tener raíces comunes o cualquier otra positividad, sino una suma de negatividades.
' Cfr. Beriin, 1998.
El amo antiguo solía estar obligado a proveer unos mínimos (techo, alimento, descanso periódico y cierta atención médica). Nerón, por ejemplo, prohibió la costumbre de abandonar a esclavos inútiles en una isla del Tíber, amenazando con castigos graves en caso de reincidencia. Octavio Augusto ordenó que todos los esclavos de Vedio Pollion fuesen emancipados, al ver que este ordenaba matar a uno de ellos por haber cometido una pequeña falta (cfr. Dión Casio, Hit., LIV, 23, y Séneca, De ira, 11, 40).
Lo mismo se observa en las colonias americanas, cuando el gobernador o virrey está investido de poderes absolutos. Como observa un erudito, allí donde el gobierno no es enteramente”arbitrario” (empezando por la Roma anterior a los césares, y terminando por las colonias inglesas de América) ningún magistrado «interfiere en la administración de la propiedad privada» (Smith, 1982, pág. 523).

Su origen estaba en las muchedumbres que fueron hacinándose en torno a los nuevos centros fabriles, prestas a cambiar la compañía y el empleo ruralmente previsibles por el móvil azar de la urbe, soñando con adquirir lo desplegado en escaparates cada vez mayores, y rara vez capaces de acercarse a ese sueño; los más desprovistos de gracia o suerte rodearían a distancia la parte bien iluminada de cada ciudad como un bidonville africano, adelantado siglo y medio a su existencia.

Sin embargo, estas negatividades contenían el germen de su propia superación, ligada al propio poder transformador del trabajo. Los sindicatos -que brotan con fuerza incontenible desde mediados del siglo XIX- pasan del sabotaje en la fábrica a reclamar derecho de huelga, y de éste al sufragio, apoyando no solo a su clase, sino a otras partes del cuerpo social. Capaces de sostener el medio y largo plazo, renuncian muchas veces a reivindicar aumentos salariales mientras los gobiernos admitan la incorporación gradual del trabajador al proceso político, reivindicando más bien educación primaria gratuita y obligatoria, cierto grado de atención médica y, ante todo, que se consagre el principio una persona, un voto, cuya eventual entronización alterará los fundamentos del sistema. A diferencia del irredentista -ante todo seguidor de Marx y Bakunin-, los reformadores socialdemócratas y socialcristianos se concentran en una nueva beneficencia, alfabetización y sufragio universal.

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Portavoz de esta clase insatisfecha con las clases, cuyos intereses aparecían desligados de cualquier nación o imperio, la Internacional pensaba que las metas del conjunto de la humanidad son en principio compatibles, y que mediando buena fe podrían hallar satisfacción. Su hipótesis era que todos somos seres provistos de razón, capaces de cooperar sin conflicto. La decisión de hacerlo marcaría el fin de la prehistoria, el comienzo de la historia propiamente dicha. Ahora bien, no habría realmente «pueblo» mientras la sociedad vacilara ante el paso decisivo: en vez de explotarse unos a otros, todos colaborarían para producir márgenes de cómoda subsistencia.

¿Y qué harían el resto del tiempo? El resto del tiempo pescarían, dormirían la siesta, cortejarían o se entregarían a cualquier cosa inspirada por deseos autónomos '. Reducido el trabajo alienado a mínimos sociales -para proveer al mantenimiento de niños, viejos y minusválidos-, las técnicas, las ciencias y las artes se asegurarían sostenidos progresos. Esa meta universalizable solo exigía que ciertos bienes -los llamados «conflictivos» por Aristóteles, pues (cuantos más tenga un hombre menos ha de tener otro»- no siguieran siendo objeto de propiedad privada. Mirado a esa luz, hasta el cruel intermedio capitalista acababa siendo benéfico, pues consumando la explotación había invocado el proceso de superarla, mediante un comunismo no incendiario y grosero, sino gradual y científico, orientado a combatir organizadamente la deshumanización. Puesto que casi todas las personas cultas y responsables sentían asco ante la “hipocresía” del mundo burgués, las cosas se presentaban a mediados del siglo pasado con sencillez y contundencia:

Este comunismo es como completo naturalismo = humanismo, y como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia, y sabe que es la solución.

"Más realista que otros reformadores, Kropotkin calcula en 1902 que -para proporcionar una vida cómoda a todos- los miembros de cada comuna deberán trabajar entre cuatro y cinco horas diarias durante dos décadas.

A diferencia del amo y el siervo, que en principio son individuos distintos, la Internacional apeló a una Humanidad que en principio solo se halla aquejada por conflictos internos, como en una dolencia se independizan algunas células del resto. Y el conflicto social interno, la escisión, venía de que las sociedades padecen gobiernos tiránicos -en este caso, el de la clase capitalista-, bajo una denominación u otra. De ahí que los déspotas sugiriesen remedios heroicos, que si para un cuerpo aislado consisten en sajar, sudar, ayunar e ingerir fármacos tóxicos, para el cuerpo social se resumían en cumplir el lema de la paz colectiva (libertad, igualdad, fraternidad), aunque fuese a sangre y fuego.

No se trataba de hacer que los hombres fuesen menos egoístas, o de que obraran por motivos de excelencia moral. Deberían ser más egoístas si cabe -decía Marx-, pero pensar y obrar como científicos evolucionistas, reconociendo en la Dictadura del Trabajador un destino objetivamente determinado. Factores físicos elementales, como los que causan terremotos y vientos, socializarían los medios de producción, promoviendo un salto cualitativo en la vida humana. Visto subjetivamente, el arbitrario valor de la cuna cedería paso al valor proporcional del trabajo, al merecimiento, y no para cosa distinta de abolir el trabajo enajenado mismo.

Entonces gobernaban los propietarios, y desde la perspectiva revolucionaria se daba por supuesto que había una clase coherente en sus decisiones o dotada de conciencia, capaz de sacar adelante la cura revolucionaria allí donde se le presentase ocasión. Lo básico era que al Nuevo Hombre le sobraban los rentistas, tanto como cualquier otro aspirante a vivir de los demás, y salvo los parásitos -sin duda, muy amenazados por ese proyecto-, el resto únicamente arriesgaba perder sus cadenas. La estrategia sería fortalecer el Estado hasta vencer de modo irrevocable a los reaccionarios, y luego abolirlo. Tal como el ser humano enajenó su esencia atribuyéndola a Dios, la sociedad civil había enajenado su esencia atribuyéndola al poder estatal. Sin duda, en un primer momento sería necesario trabajar sobremanera, pero a medio y largo plazo habría una inmensa cantidad de bienes disponibles, permitiendo el bienestar de todos.


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Desde el otro lado, este programa parecía algo a caballo entre una maldición y el disparate absoluto. Burke clamaba ya en 1790 contra el “capricho” que se opone al orden milenario, basado en un escalafón de rango y propiedades, alegando que libertad, igualdad y fraternidad eran eufemismos para sedición, arbitrariedad y revancha. Cien años más tarde -hacia 1900- ha habido abundantes experiencias de explosiones sociales feroces, y los obre ros viven considerablemente mejor. Esto es cierto sobre todo en Alemania, donde la socialdemocracia consigue crear una especie de burbuja proletaria a cubierto de sobreexplotación, y también lo es en Francia, Inglaterra y otros países, aunque en medida algo menor. De hecho, el movimiento socialista tiene tal éxito en buena parte de Europa que ya no parece imposible llegar a acceder al gobierno por vías graduales y pacíficas. Sin embargo, es ahora -poco antes de la primera gran guerra- cuando el discurso de la socialdemocracia exhibe tintes de máximo radicalismo 11: la conciencia proletaria de clase implica una guerra sin cuartel contra el burgués, un enemigo a la vez general y específico, que solo será convencido de su vileza por una derrota en el campo de batalla. Antes había sido el pueblo contra la Corte y la Iglesia. Ahora es el proletariado contra la burguesía, que al nivel de sus próceres parece tímida y a fin de cuentas débil, expuesta a una creciente recesión económica.

Al alcanzar valores críticos, que aceleran el desequilibrio, se disocian el deber del trabajador y el del patriota. Aunque estén afiliados al mismo sindicato, y propugnen las mismas reformas, el Estado-Nación puede decretar una movilización militar que vista a esos individuos con uniformes distintos, y les lance a matarse unos a otros 12. De ahí que en vez de una guerra sin cuartel contra el burgués brote primero la Gran Guerra, protagonizada por tropas básicamente proletarias y campesinas, pórtico a una suma inaudita de violencia.


" Cfr. Berlin, 1998, págs. 179-243.
'' Los historiadores suelen conferir más peso específico en el estallido del conflicto a causas como la rivalidad entre algunas naciones europeas, la nula expansión colonial de Alemania, la necesidad de conquistar nuevos mercados y la descomposición del imperio austrohúngaro. Sin embargo, estas circunstancias coadyuvan a una finalidad incomparablemente más densa, que es domar al Trabajador, encauzando su titánica capacidad transformadora del mundo. La obra capital en este sentido es Der Arbeiter, el tratado de Jünger (1932). Un documento no menos excepcional sobre los años previos a la primera gran guerra se encuentra en Los Thibaut, la novela de Roger Martin EL PAdu Gard.

Señor de los actos, el exterminio se hace interior y exterior, supremamente eficaz, crónico; entre frente y retaguardia deja de haber diferencia, como deja de haberla entre disparar al blanco y disparar a la cabeza. El Estado-Nación se sobrepone al «pueblo», cortando sus correlaciones de largo alcance y reduciendo durante algunos años el campo de actividad a matar o morir. Para cuando terminen las hostilidades, la exangüe población de los países vencidos no renuncia a una bandera nacional, aunque sí a la previa ideología dominante, encarnada por el gobierno. En realidad, está a punto de dejar de ser «pueblo» sin saberlo, porque un nuevo Estado-Nación despunta, y será esencialmente antiliberal. El baño de sangre no vendrá de querer imponer nuevos dioses, nuevas fronteras o nuevos impuestos; es, en principio, un conflicto entre comunistas y acaparadores (algo después entre arios y no arios, estatistas y rojos). Sin embargo, las energías que los contrincantes aportan son aún más aniquiladoras que los fundamentos del fanatismo religioso, donde el infiel puede redimirse abrazando formalmente alguna fe. Abrazar la fe socialista es reeducarse en el trabajo, renunciar a propiedad y oficio, obedecer a nuevas instituciones y principios.

Antes y después de la Gran Guerra, los detractores del programa redistributivo disponían de recursos casi ilimitados. Sus partidarios eran más numerosos, en cambio, y simplemente sindicándose mostraron que podían entorpecer e incluso paralizar la dinámica de acumulación; a su favor estaba también el espíritu del mundo, que sin esfuerzo reclutaba para el fervor revolucionario a buena parte de las personas más destacadas por talento y virtud, no solo entre obreros y marginales, sino en todas las clases. Socializar las fuentes de riqueza, abolir el Estado e inaugurar una duradera paz social parecían cosas enteramente factibles. En esencia, la filosofía marxista venía a decir que el universo era una materia autoconstituida, propugnando un criterio que -siendo científico de raíz- contrastaba con el espiritualismo alambicado de la academia filosófica. Frente a un principio semejante, el contrarrevolucionario nunca se pareció tanto a un enemigo de la dignidad humana, movido a sufragar una guerra sucia basada en el soborno, los ataques indiscriminados y otras modalidades de alevosía. Y el antídoto revolucionario a la guerra sucia del contrarrevolucionario fue la linea, una forma de reunir ortodoxia y practicidad que cuadraba el círculo 13: puesto que el bien común no triunfaría sin un pequeño núcleo capaz de conformarlo e imponerlo, una facción arrastraría a todo el resto hacia el autogobierno, para disolverse al punto; lo sectario de su composición, y lo pasivo del pueblo -aún abstracto, indeciso-, quedarían anulados en sus recíprocas miserias, a la vez que potenciados en lo positivo. De ahí que la línea no fuera una línea, sino la línea general

Partiendo de ese esquema, Lenin triunfa donde menos se esperaba, en un país casi desprovisto de proletarios. Pero el «pueblo» ha ido sufriendo contracciones sucesivas; primero solo excluía a monárquicos y clericales, mientras ahora se reduce a un selecto comité ejecutivo, sujeto a cierto Secretario General, encargado último de gestionar «masas». En vez de ciudadanía hay masas, herederas de las desaparecidas clases. Y no hay nada peyorativo en ser masa o regir sobre masas. Al contrario, pues lo opuesto a masa no es autonomía, discernimiento o libertad, sino oligarquía y social-traición 14; el estatuto de inercia y mera aglomeración, inherente a lo másico, se presenta como garantía de objetividad y naturalidad.
'' Desde este momento el cientifismo marxista se transforma en una especie de positivismo platónico. Ya en 1905 el marxista Lunarcharsku presentaba a las fuerzas productivas como el Padre, el proletariado como el Hijo y el comunismo como el Espíritu Santo (cfr. Wetter, 1963).

l4 Canetti deriva la masa de «una inversión en el temor a ser tocado)) (1986, cap. 1 ). Como animales y humanos rechazan espontáneamente el contacto material con extraños, la masificación de un grupo supone que - en vez de reivindicar su espacio- aparezca en sus miembros un impulso hacia la “junteidad”, no solo manifiesto en soportar la presión del número, sino en obrar como un solo y dócil individuo.


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Ahora una población despojada de estructura, simple producto de densidad por volumen15, asume en principio la tarea de gobernar el mayor país del mundo, y exportar esta dinámica a muchos otros. Durante medio siglo largo será apoyado por una alta proporción de quienes troquelan la cultura en todo el planeta. Como comenta Lenin, el tránsito no puede suprimir cierto grado de opresión, si bien será una opresión mitigada -«mucho más fácil, natural y viable»-, que puede realizarse sin gran derramamiento de sangre, pues se trata de oprimir a la minoría, no a la inversa como hasta entonces. Para él la revolución en la URSS depende ante todo de la revolución mundial; para Stalin será la revolución mundial quien ante todo dependa de la URSS.

En la práctica, el «pueblo» debía hacerse real, operante, y en ese trance se reduce hasta desaparecer del mapa político. Si bien aspiraba a abolir el Estado para darse nacimiento, sería abortado -y posteriormente embalsamado- por el aparato previsto para asegurar su parto. Cuando pueda poner en práctica la cura revolucionaria -fuente de cohesión, salud y tranquilo ocio- necesitará resucitar una guerra civil indefinida, donde no solo se oponen propietarios a no-propietarios, sino no-propietarios entre sí. Su unidad inaugura modalidades interminables de escisión.

Así, el proyecto de destruir la maquinaria estatal construyó una maquinaria estatal nunca vista, que en manos del nuevo censor -ahora comisario popular- convertiría las pesquisas ideológicas de los inquisidores medievales en un juego de niños;

La responsabilidad de esta desestructuración no puede atribuirse en justicia a Lenin, que siempre consideró imprescindible una estratificación -con diferencias sociales, nacionales y profesionales-, sino a sus epígonos, inmersos en el proyecto de una dominación absoluta. A Lenin se debe, por ejemplo, que la Constitución soviética conceda expresamente un derecho de secesión a sus distintas Repúblicas. Pero Lenin es también el inventor del «terror rojo», versión agravada del jacobinismo”.
El responsable de barrio delegó en responsables de manzana, que delegaron en responsables de casa, que delegaron a su vez en responsables de piso, y dentro de cada vivienda pareció útil (e incluso vital) tener al menos un oído responsable también, porque consolidar la revolución implicaba que política y policía borraran sus límites, como cuando dos paños destiñen o dos trazos se superponen. Eje de todas las referencias, el enemigo se agigantó hasta lo infinito.

Aparecieron titánicos planes de alfabetización y salud, por ejemplo, para que nadie padeciera incultura o enfermedad por falta de recursos económicos, mientras la censura de publicaciones reducía al absurdo la capacidad de leer, y los desvelos por la salud pública se acompañaban por el manejo más irresponsable de energías y desechos. Como ya habían mostrado los jacobinos, el comité de salud pública era en realidad un comité de salvación pública, y la salvación resulta compatible con todo tipo de tormento, mientras acabe salvando. Siglos atrás había dejado de tener acogida el mensaje de quemar a algunas personas por su bien, dándoles ocasión de arrepentirse en última instancia (pues buena parte de los humanos ya no creían en las bondades de una vida celestial, purificada); ahora brota el mensaje de reeducar a los descarriados para habilitarles una vida terrenal digna, colectivizada, y el suplicio alcanza niveles insólitos de refinamiento. Uno de cada tres, mejor uno de cada dos individuos, debía espiar para la revolución, amenazada siempre por todas partes. La policía es, en abrumadora proporción, policía secreta. Y, naturalmente, era cierto que la revolución estaba amenazada por todas partes. Sin ir más lejos, el peligro era la propia sociedad, venerable en general aunque minada por traidores, deseosos de consumar autónomamente sus empresas particulares. Solo una parte muy pequeña, compuesta por individuos ajenos al afán de prosperar en libertad, debía hacer frente a muchedumbres presas aún en dicho afán, y hasta esa minoría selecta se hallaba expuesta a constantes tentaciones. Consolidar la familia humana, punto de partida del proceso revolucionario, había desembocado en una ubicuidad de desertores y caínes, que desde dentro y desde fuera saboteaban constantemente el proceso, con lo cual solo hubo manera de mitigar el estado de guerra interior y tensión exterior transformando la prometida abolición del Estado en fundación de un Estado total. Para superar la diferencia entre el todo y la parte estaría la parte/todo, el Partido.

Restaurado el gobierno absoluto en cada territorio, y devuelto el pueblo al estatuto prerrevolucionario (aquella parte del Estado que ignora su verdadero bien), la idea bolchevique de totalidad será el estandarte de una segunda oleada salvífica, abanderada por nazis y fascistas. La hermandad se percibe desde el ascenso de Stalin y Hitler a posiciones hegemónicas. Urgidos por Ulbricht, entonces secretario general, los comunistas alemanes apoyan y votan al partido nazi16 desde mediados de los años veinte, considerando que republicanos y socialdemócratas son su adversario «objetivo»; de hecho, la mitad de las SS hitlerianas originales provienen de antiguas células comunistas, decepcionadas por las promesas del Komintern y fascinadas por un Conductor teutónico. Como observó Mussolini, “la masa no tiene que saber, debe creer”. La Administración -reducida antes a asuntos exteriores, hacienda y fuerzas armadas- se derrama ahora sobre las artes en general, las ciencias, el empleo del tiempo, la moral, la medicina, el deporte y muy especialmente el manejo de masas mediante técnicas propagandísticas. Radio y cine, los inventos más recientes, son un complemento providencial para desfiles militares, manuales de espíritu revolucionario y otros medios orientados a exaltar el impulso titánico del trabajador, presto a dar el Gran Salto Adelante.
l6 Cuyo nombre original es Partido de los Trabajadores.


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La higiene mental, también conocida como lavado de cerebro, merece un breve apunte. Aunque emplea algunos suplicios “tradicionales ", es ante todo un vigoroso instrumento de propaganda, que aprovecha la disociación interior provocada por una adhesión sincera al proceso revolucionario 18. En los famosos juicios de Moscú, que se celebran entre 1936 y 1938, los acusados son los revolucionarios más respetados por el país, con hojas gloriosas de servicio a la causa, largas estancias en prisiones zaristas y heroicos comportamientos durante la guerra civil y la posterior reconstrucción. El fiscal jefe, Vychinski, inicia la requisitoria
así 19:
El pueblo exige una sola cosa: que los traidores y espías -que
han intentado pisotear las flores más perfumadas de nuestro jardín
socialista- sean fusilados como perros sarnosos, sin excepción”.

Por lo demás, hay pleno acuerdo entre los acusados, que no se defenderán alegando inocencia ni acusando a la acusación. Se les imputa

l7 Interrogatorios interminables, drogas creadoras de malestar o estupor, descargas eléctricas, golpes que no dejen huella, amenazas a los seres queridos, aislamiento en condiciones atroces, promesas de que confesar los cargos provocará un indulto para el reo o su familia, etc.

Merleau-Ponty, un convencido marxista-leninista, observa en Humanismo y terror: “La tragedia llega a su punto culminante cuando el oponente está persuadido de que la dirección revolucionaria se equivoca. Entonces no hay solo fatalidad, sino un hombre enfrentado a fuerzas exteriores de las que es secretamente cómplice, porque no puede estar ni a favor ni en contra de la dirección del poden”. Idéntica situación padece otro fervoroso marxista-leninista, el ingeniero Anton Ciliga, a quien el gobierno soviético pide que se acuse de sabotaje para justificar fallos en uno de los Planes Quinquenales. Aunque quien se lo pide sabe que no es responsable de nada parecido - en realidad, se trata de un extranjero que trabaja en la Unión Soviética por puro altruismo-, el comisario político le dice: «Si apoya la revolución, como pretende, demuéstrelo con sus actos: el Partido necesita su confesión» (cfr. Arendt, 1998, pág. 388). El cero y el infinito, la novela de Koestler, sigue siendo el libro ejemplar sobre ese clima moral.

" Las actas del juicio pueden consultarse en Broué, 1969.

simpatías con el trotskismo, pero todos los reos declaran haber profesado siempre gran desprecio hacia Trotsky (a quien solo temían), así como una fervorosa veneración haciaStalin, únicamente torcida por el ánimo de lucro y la ambición personal de cada uno; si no hubiesen querido cobrar emolumentos del espionaje nazi y fascista, o erigirse en dictadores, ninguno habría caído en el «aventurerismo». El brillante Bujarin, uno de los favoritos de Lenin, rehabilitado medio siglo después por la perestroika, declara: “Estoy de rodillas ante el país, el Partido y todo el pueblo. La monstruosidad de mis crímenes no tiene límite. Todo el mundo ve la sabia dirección del país, asegurada por Stalin”. Zinoviev, orador legendario y número dos del aparato en tiempos de Lenin, confirma su confesión de ingratitud: “Lo que nos condujo hasta aquí fue un odio sin límites contra la dirección del Partido y el país”. Piatakov, máximo dirigente de la economía, declara: “Nuestro más ardiente amor rodea a nuestros jefes, los obreros de todo el mundo conocen a su Stalin, y están orgullosos de él. Radek, responsable de contactos con la Internacional, añade: «Los jueces no me torturaron a mí, sino que yo les torturé a ellos, demorando la confesión de mis monstruosidades, y obligándoles a realizar un trabajo inútil. Afín igualmente al lavado cerebral es el testimonio de Rosengolz, otro reo que hasta entonces pasaba por gran héroe bolchevique:
Los niños y los ciudadanos de la Unión Soviética cantan: «No existe en el mundo otra patria donde uno pueda sentirse tan libre». Y estas palabras las repito yo, que estoy prisionero: no hay país en el mundo donde el entusiasmo por el trabajo sea tan grande, donde la risa suene con tanta alegría y júbilo, donde las canciones broten con tanta soltura, donde los bailes sean tan animados, donde el amor sea tan hermoso”.

El lirismo revolucionario prende por igual en acusadores y acusados. Vychinski abría la causa mencionando las perfumadas flores del jardín socialista, mientras Rosengolz lo cierra aludiendo a un estado general de alegres risas, rodeado el pueblo por el más hermoso de los amores. Todo es edificante, hasta el acto final donde uno a uno los procesados imploran el indulto, aunque admiten no merecerlo de ninguna manera, y son pasados rápidamente por las armas. La epifanía del pueblo unido se verifica sobre la base de una confesión ilimitada -por ejemplo, alcanza sueños, meras intenciones y actos no imputados por la fiscalía-, que gracias a eso mismo contiene arrepentimiento absoluto. Se cumple así el principio procesal y sustantivo de los inquisidores, bien expuesto por el magistrado Ayrault en 1576:
No está todo en que los malos sean castigados justamente; a ser
posible, conviene que se juzguen y condenen a sí mismos.”

De ahí también que sobre cualquier tipo de prueba documental para los crímenes, y que -a falta de testigos sin tacha- se admita lo alegado por provocadores, chivatos a sueldo, enemigos personales e incluso personas inexistentes. Pocos lustros después, cuando el venerable Stalin ha muerto, el informe secreto de I Guschev al XX Congreso revela que de los 139 miembros del Comité Central elegidos en 1934, el 70 por 100, concretamente 98, había sido ejecutado por terrorismo y alta traición. Meses más tarde, en septiembre de 1955, un proceso a puerta cerrada dicta pena de muerte contra varios jueces y dirigentes de la policía política por “preparar sumarios falsos, emplear métodos salvajes en los interrogatorios y haber practicado actos terroristas de venganza contra honestos ciudadanos, acusándoles sin fundamento de crímenes contrarrevolucionarios”. Entre las atrocidades cometidas no se incluye aún el dato (confirmado luego) de que una cifra próxima al 20 por 100 de los detenidos -probablemente quienes no se avinieron a confesar, o quedaron demasiado maltrechos tras su interrogatorio- ha “desaparecido”. Sumando ejecutados y desaparecidos, resulta que sólo el 10 por 100 de los miembros de aquel Comité Central conservó la vida. Purgas semejantes realizará Mao en China, un par de décadas después 20.

20 Es el mismo móvil: liquidar a la vieja guardia, y mostrar que cualquiera puede ser fulminado, pública o privadamente, cuando el Secretario General lo decida. Pero el refinamiento asiático introduce mejoras en el esquema. Por ejemplo, “escribir cartas reaccionarias” es un supuesto tipificado, que faculta a la policía para instar un procedimiento penal ante los tribunales o, si lo prefiere, proceder al internamiento indefinido de esa persona en una institución psiquiátrica. Según cuentan los periódicos, el hecho acaba de repetirse - en junio de 1999- con un ciudadano de Shanghai, eligiendo la policía el correctivo psiquiátrico.






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